5. Beta Harpyiae
El Eurídice perdió velocidad, cortando su propulsión durante unos días a lo largo de una trayectoria llamada involuta, hacia Beta Harpyiae, que, por ser el colápsar, era invisible. Ya había cruzado, a una considerable distancia, varias isogravas retorcidas cuya atracción gravitatoria era soportable hasta entonces para la tripulación y para la nave. El curso —óptimo, elegido por ordenador— era seguro, pero eso no quería decir que estuviera libre de problemas. Las isogravas, líneas que conectaban puntos del espacio de la misma curvatura, se retorcían en las pantallas como serpientes entre llamas negras. Los que estaban destinados en el «aparcamiento» —la sala de control que sólo gobernaba la nave en caso de violentas variaciones en los campos gravitatorios— miraban los trazos luminosos en las pantallas, bebían cerveza en latas y charlaban para pasar el rato. La verdad era que esos hombres eran una tradición, una reliquia de la era de la astro-navegación clásica. A nadie se le pasaría por la cabeza cambiar los controles a manual: ningún hombre poseía reflejos suficientemente rápidos.
El colápsar pertenecía a una categoría descubierta tarde y con gran dificultad: estaba solo. Eran más fáciles de localizar los que pertenecían a sistemas binarios, pues tenían estrellas compañeras que estaban «vivas» —es decir, que brillaban— a las cuales despojaban de las capas superiores de atmósfera. La materia era atraída en una espiral que se contraía hacia el agujero negro, en el cual caía con acompañamiento de explosiones de rayos X extremadamente fuertes. Los gases arrancados a la compañera rodeaban al colápsar en un disco de acreción, un plano gigantesco sumamente nocivo para todos los objetos, incluyendo cohetes. Ninguna nave podía navegar por esa región. Antes de ser absorbida por el horizonte eventual, la radiación destruiría tanto el cerebro humano como el ordenador.
El colápsar solitario de la constelación Arpía fue descubierto gracias a la perturbación que producía en las estrellas Alfa, Gamma y Delta. Apropiadamente llamado Hades, con una masa cuatrocientas veces la del Sol, delataba su creciente presencia por la falta de las estrellas que ocultaba y por la aparente acumulación de estrellas en torno a su perímetro, ya que actuaba como una lente gravitatoria para su luz. La superficie de aniquilación rotaba en el ecuador a dos tercios de la velocidad de la luz, y las fuerzas centrífugas y de Coriolis lo hacían expandirse, por lo que Hades no era una esfera perfecta. Pero aunque el horizonte eventual fuese esférico, las tormentas gravitatorias iban y venían por encima de él, comprimiendo y dilatando las isogravas. Ocho teorías diferentes explicaban las posibles causas de estas tormentas o ciclones.
La teoría más imaginativa (no necesariamente la más cercana a la verdad) sostenía que Hades estaba conectado, en el hiperespacio, a otro universo, que daba pruebas de su existencia produciendo ondas de choque en el terrible «foso» del colápsar: el centro, la singularidad, el lugar sin dimensión, sin tiempo, donde la curvatura del continuo adquiere un valor infinitamente grande. La teoría del «otro lado» del núcleo de Hades, cuya infinita compresión espacio-tiempo no presentaba problemas para los transfinitos ingenieros del universo desconocido, era en realidad una fantasía matemática tejida por astrónomos intoxicados por la teratopología, el último nieto de la antigua teoría de Cantor, muy de moda en aquel momento. (Incluso iban a bautizar al colápsar con el nombre de Cantor, pero su descubridor prefirió recurrir a la mitología.) Ni al cuartel general del SETI en la Tierra ni al mando del Eurídice les preocupaba especialmente lo que sucedía debajo del horizonte eventual, por razones prácticas evidentes: ese horizonte era una barrera infranqueable que, independientemente de lo que ocultara, representaba una muerte cierta.
Mientras volaba en alto vacío por encima de Hades, el Eurídice respondía con las maniobras apropiadas a cada cambio en la gravitación, disparando con sus cohetes chorros de elementos pesados sintetizados del hidrógeno y el deuterio por el Ciclo Olimos. Desprendiéndose de millones de toneladas, mantenía hábilmente su estabilidad, mientras Hades, obligado por las leyes de la conservación, suministraba a la nave grandes cantidades de energía liberada por todo lo que tragaba y enterraba para siempre en su interior. Era, más o menos, como un globo que mantiene su altitud a costa de arrojar lastre por la borda. Pero sólo más o menos: ningún piloto habría podido navegar por esa ruta.
El casco segmentado de la nave, hecho de anillos conectados por junturas giratorias, recordaba desde lejos a un gusano de un kilómetro de longitud que se retorciese como una coma blanca sobre la inmensidad del agujero negro. Habría sido un espectáculo interesante, sin duda, pero no había ningún observador ni podía haberlo, ya que el valiente compañero del Eurídice, el Orfeo, que tenía que abrir las puertas del infierno para ella, no iba tripulado. En constante comunicación por láser con la gigantesca ninfa, esperaba la señal que le convertiría en una bomba de resonancia, un grácer de una sola pulsación. Un grácer similar, aunque mil veces más pequeño, había sido puesto a prueba en el sistema solar, y en el proceso privó a Saturno de la segunda en tamaño de sus lunas. Cuando incluso el contacto por láser empezó a empeorar, el Orfeo recibió el programa final y, callándose obedientemente, comenzó la cuenta atrás en los centros de su máquina. Se acercó más al colápsar que el Eurídice. La luz y toda clase de ondas electromagnéticas relacionadas se emborronaron y doblaron, llevadas a través de los infrarrojos a las bandas de radio y ultrarradio. Mientras Hades retorcía el espacio y el tiempo por encima de su horizonte de destrucción, el Eurídice hizo las últimas observaciones, críticas, de Quinta, el quinto planeta del sexto sol de la Arpía, el verdadero destino de la expedición. Lanzadas previamente al espacio lejos del colápsar, las cámaras tomaron fotografías del planeta, usando una apertura nada pequeña: dos unidades astronómicas. La imagen —o, más bien, la maqueta tridimensional— de Quinta tomó cuerpo en la holovisión. Una esfera brumosa, moteada de azul y cubierta de nubes apareció en el centro del auditorio entre las galerías en gradas.
Nadie la vio allí. El holoscopio había sido instalado en el auditorio porque una firma japonesa lo donó a la expedición con objeto de anunciar el producto para los planetarios de la Tierra. Pero aunque la visión era espectacular, no tenía ninguna utilidad real para los astrofísicos. Lo habían aceptado porque el aparato ocupaba poco sitio en las paredes del observatorio de proa, y el planetoscopio, colocado bajo una cúpula transparente, llenaba —decorativamente— el centro vacío. Algunos visitantes venían a ver las imágenes de las nebulosas y los planetas en su interior; no había ninguna otra manera de contemplar el paisaje cósmico, puesto que el casco del Eurídice no tenía ventanas.
El superviviente de Titán ahora tenía apellido: Tempe. Tempe era el valle en el que Orfeo había conocido a Eurídice. El nombre se lo puso Ter Horab durante una reunión confidencial de toda la tripulación de la nave exploradora. En realidad, puede que no fuese Ter Horab quien se lo puso. En esa ocasión, a Mark se le asignó el puesto de segundo copiloto del Hermes, y el comandante, al anunciar los nombramientos, fingió no darse cuenta de nada. Lauger negó la autoría o, mejor dicho, eludió la pregunta con la broma de que todos habían caído bajo la influencia de la mitología griega.
Mientras la constante gravedad a bordo se lo permitió, Mark visitó a Lauger con frecuencia y escuchó sus debates con Gold y Nakamura, los astrofísicos. Estos debates generalmente derivaban hacia el misterio de las civilizaciones «por encima de la ventana», las que se habían salido de la vía principal del diagrama de Ortega y Nilssen. Como no se sabía nada de su destino, representaban un gran desafío para la imaginación. Las opiniones sostenidas por la mayoría de quienes estaban fascinados por ese misterio podían dividirse más o menos en dos escuelas, de acuerdo con la razón aducida para el silencio: sociológica o cosmológica. Gold, aunque era físico, defendía una explicación sociológica extrema, llamada «sociólisis».
La primera cosa que hacía una sociedad al entrar en una era de aceleración tecnológica era perturbar el medio ambiente vivo. Más tarde, quizá quisiera recuperar el medio ambiente, pero las medidas conservacionistas resultarían insuficientes, y la biosfera sería sustituida necesaria, inevitablemente, por artefactos. Surgiría un medio ambiente completamente transformado, aunque no artificial en el sentido humano de la palabra. «Artificial», para los humanos, era lo que producían ellos mismos; «natural» era lo que permanecía intacto, o lo que sólo se aprovechaba, como el agua que movía una turbina o la tierra cultivada. «Por encima de la ventana» esta distinción dejaba de existir. Si todo se volvía «artificial», entonces nada era «artificial». La producción, la inteligencia, la ciencia eran «trasplantadas» al mundo circundante: la electrónica —o sus desconocidos equivalentes y manifestaciones— ocupaba el lugar de las instituciones, cuerpos legislativos, gobiernos, escuelas, hospitales; la identidad étnica de los colectivos nacionales desaparecía, las fronteras desaparecían, junto con la policía, los tribunales y las prisiones. Entonces, tal vez hubiera una «Segunda Edad de Piedra»: analfabetismo y ociosidad universales. El trabajo no sería necesario para la supervivencia. Aquel que lo desease podría tener trabajo, por supuesto, porque todo el mundo podría hacer exactamente lo que quisiese. Esto no tendría por qué conllevar un estancamiento: el medio era un guardián obediente y, en la medida en que fuese capaz, podría cambiarse de acuerdo con los deseos o demandas.
¿Podría cambiar el medio ambiente de modo que hubiera «progreso»? No tenemos respuesta a esa pregunta, puesto que nosotros mismos asignamos al concepto de «progreso» diferentes significados, dependiendo del momento histórico. ¿Se podría llamar «progreso científico» a una situación en la cual las actividades intelectuales, creativas, cognitivas y constructivas estuvieran tan especializadas que en cada profesión uno cavase cada vez más hondo en una parcela de terreno cada vez más estrecha? Si las máquinas contaban más rápido y mejor que un ser vivo, ¿por qué habría de contar el ser vivo? Si los sistemas de fotosíntesis producían alimentos que eran más nutritivos y variados que los alimentos proporcionados por granjeros, panaderos, cocineros y pasteleros, entonces, ¿por qué labrar la tierra o moler la harina o hacer el pan? Una civilización en tal sociólisis no difundía en todas direcciones de los cielos su receta para la vida perfecta. ¿Por qué iba a hacerlo, cuando ya ni siquiera existía como unión formada por el hambre insatisfecha de estómagos y mentes?
El resultado no sería una sociedad, sino una enorme colección de individuos, y sería realmente difícil encontrar un individuo que eligiese como la tarea de su vida el enviar señales a escala cósmica explicando qué tal le iba. El medio ambiente artificial estaría sin duda diseñado por sus ingenieros de modo que nunca pudiese adquirir los atributos de una «personalidad» planetaria. Este medio artificial no sería nadie, como un prado, un bosque o una estopa, con la diferencia de que crecería y florecería no por sí mismo, sino para alguien. Para unos seres. ¿Se volverían estúpidos por ello, convirtiéndose en lerdos glotones que se pasaran las horas jugando con los juguetes que les daba el guardián planetario? No necesariamente. Dependía del punto de vista. Lo que es error u ociosidad para un hombre puede ser, para otro, la pasión de su vida. No teníamos baremo para medir y evaluar, particularmente en el caso de otros seres que vivían en otro mundo y en otra época de una historia diferente de la nuestra.
Pero Nakamura y Lauger preferían la hipótesis cosmológica. Quien exploraba el espacio perecía en el espacio. No es que perdiese la vida; el aforismo tenía aquí un sentido completamente distinto. La astronomía, la astrofísica, los viajes espaciales, no eran más que los modestos comienzos. Nosotros mismos habíamos dado el paso siguiente, aprendiendo los rudimentos de la ingeniería sideral. Y no era una cuestión de expansión, la llamada onda expansiva de la inteligencia de antaño: donde la inteligencia, tomando posesión de su propio planeta y luego de los planetas vecinos, se extendía en una emigración estelar por toda la galaxia. ¿Con qué propósito? ¿Para aumentar la densidad de población del espacio? No, no era una cuestión de crescite et multiplicamini, sino que se trataba de cosas que no podíamos entender, y mucho menos definir. ¿Es que un chimpancé podía entender el trabajo de un cosmólogo?
¿Acaso el universo no era nada más que un pastel muy grande, y una civilización un niño tratando de comérselo lo más deprisa posible? La noción de invasiones por parte de alienígenas era una proyección de los rasgos agresivos del simiohombre predador y apenas civilizado. Como él les hacía gustosamente a los demás lo que no querría que le hicieran a él, imaginaba a la civilización avanzada regida por ese mismo principio. Se suponía que flotillas de naves de guerra galácticas caerían por sorpresa sobre los pequeños planetas para apoderarse de sus dólares, sus diamantes, sus bombones y, por supuesto, de sus mujeres hermosas… las cuales les gustaban tanto a los alienígenas como a nosotros las hembras de los cocodrilos.
Entonces, ¿a qué se dedicaban los que estaban «por encima» de la ventana? A actividades que escapaban a nuestra comprensión. Pero, al mismo tiempo, no podíamos aceptar que escapasen a nuestra comprensión. Estábamos a punto de hacer un agujero en Hades, en la cebolla temporal, para escondernos allí. Pero no estábamos jugando al escondite. Queríamos atrapar una civilización antes de que escapase volando por la ventana. Las probabilidades de futuras expediciones con el mismo objetivo eran minúsculas. Quizá nuestros descendientes nos rindiesen homenaje: la clase de homenaje que nosotros le rendíamos a los argonautas que fueron en busca del vellocino de oro.
Yusupov, que también visitaba a Lauger, describía esta visión de las civilizaciones más allá del intervalo de contacto como «conocimiento por desconocimiento». Pero luego tuvo que dejar los debates, porque la proximidad del objetivo exigía su presencia casi constante en el centro de control.
Mark Tempe —que sabía que su nombre era otro, pero no decía nada por consideración a los médicos— estudió la lista de la tripulación del Hermes antes de acostarse. De los diez, sólo conocía bien a Gerbert y, por las reuniones en el camarote de Lauger, a Nakamura, bajo y de ojos negros. Acerca del capitán a cuyas órdenes iba a servir, no sabía prácticamente nada. Se llamaba Steergard; era el segundo de a bordo de Ter Horab, y su especialidad adicional era la teoría del juego sociodinámico. (Todos los participantes en la misión de reconocimiento tenían un campo en común en algún otro, de modo que en caso de accidente o enfermedad el funcionamiento del equipo no se resintiese.) El gravístico Polassar se encargaría de la propulsión del Hermes. Mark sólo le conocía como un excelente nadador y buceador en la piscina del Eurídice, donde había admirado su musculoso cuerpo realizando triples saltos desde el trampolín más alto. Ése no era el lugar adecuado para aprender ingeniería sideral, así que Mark había intentado estudiar la materia él solo, pero en vano: la introducción a la misma requería estar familiarizado con una sofisticada rama de la teoría de la relatividad. El primer piloto era Harrach. Grande, robusto, irascible, también sabía teoría de la informática y compartía con el astromático Albright el cuidado del ordenador del Hermes. O —como lo expresó una vez ese ordenador— los dos humanos estaban a su cuidado.
Era un ordenador de la «última» generación; última porque ningún otro podía tener mayor capacidad de cálculo. Los límites los imponían ciertas propiedades de la materia tales como la constante de Planck y la velocidad de la luz. Mayor capacidad de cálculo sólo podrían lograrla los llamados ordenadores imaginarios, diseñados por teóricos dedicados a la matemática pura y no dependientes del mundo real. El dilema de los constructores surgía de la necesidad de satisfacer condiciones mutuamente excluyentes para introducir el mayor número de neuronas en el volumen más pequeño posible. El tiempo de traslación de las señales no podía ser más largo que el tiempo de reacción de los componentes; de lo contrario, el tiempo que tardaran las señales limitaría la velocidad de cálculo. Los más recientes relés respondían en cien mil millonésimas de segundo. Su tamaño era el de un átomo, de forma que el ordenador mismo tenía un diámetro de apenas tres centímetros. Un ordenador más grande sería más lento. El ordenador del Hermes ocupaba la mitad de la sala de control, pero eso se debía a sus periféricos: descodificadores, ensambladores jerárquicos, y los llamados generadores de hipótesis, los cuales, con los módulos lingüísticos, no operaban en tiempo real. Pero las decisiones en situaciones críticas, in extremis, las tomaba el núcleo, veloz como el rayo, que no era mayor que un huevo de paloma. Se llamaba DEUS (Sistema Universal Engrámico Digital). No todo el mundo pensaba que el acrónimo fuese casual. El Hermes iba equipado con dos DEUS. El Eurídice tenía dieciocho.
Además de Steergard, Nakamura, Gerbert, Polassar y Harrach, todos los cuales habían sido seleccionados para la misión de reconocimiento antes del despegue del Eurídice, Arago iba a participar como médico de reserva; un resultado inesperado de la votación secreta. Luego estaban Tempe como segundo piloto, el lógico Rotmont, y dos hombres seleccionados de entre una docena de exobiólogos y otros expertos del presidium del SETI en la Tierra: Kirsting y El Salam. En las últimas semanas del viaje los diez ocuparon un departamento en la quinta sección del Eurídice, que contenía una copia exacta del interior del Hermes, para que pudiesen familiarizarse entre ellos y con la tarea que les esperaba. Todos los días practicaban en los simuladores diferentes variantes de la aproximación a Quinta, así como las tácticas para establecer contacto con sus habitantes. Otro de los hombres procedentes del SETI, Chu, dirigía estas simulaciones y se ocupaba de que la futura tripulación del Hermes llegase a conocerse bien, poniéndolos en terribles situaciones de emergencia, en las que unos accidentes coincidían con otros o con una oleada de incomprensibles señales que imitaban la voz del planeta desconocido. Nadie sabía cómo ni por qué sucedió así, pero durante este período empezaron a llamar al delegado apostólico doctor Arago en lugar de padre. Mark tuvo la impresión de que el sacerdote lo prefería. Luego se interrumpieron las simulaciones; Ter Horab convocó al grupo de reconocimiento para informarle de las últimas observaciones del Sistema Zeta.
De los ocho planetas de esa tranquila estrella de la clase K, los cuatro interiores —pequeños, con masas del orden de Mercurio o Marte— mostraban mucha actividad volcánica y casi no tenían atmósfera. En una órbita más lejana, Zeta tenía tres gigantes gaseosos como Júpiter, con anillos y fuertes atmósferas tormentosas de hidrógeno superdenso. Séptima, el doble de pesada que Júpiter, arrojaba al espacio más energía de la que recibía de su sol: no habría sido preciso mucho para que se transformara en una estrella. Sólo Quinta, que tenía un período de rotación alrededor de Zeta de año y medio, brillaba azul como la Tierra. Por los huecos entre las nubes blancas se veían los perfiles de océanos y continentes. La observación a una distancia de casi cinco años-luz presentaba considerables dificultades. La resolución de los instrumentos ópticos del Eurídice no era adecuada para esta tarea, y las imágenes proyectadas desde los orbitadores enviados tampoco eran lo bastante nítidas.
Quinta estaba en su segundo cuarto desde la posición estratégica del Eurídice; la mitad del disco estaba iluminado. Por encima de él, acababan de descubrirse las líneas espectrales de agua y oxhidrilo en grandes concentraciones, como si, justo en el ecuador, Quinta estuviese rodeada por un cinturón de vapor de agua notablemente comprimido. Sin embargo, este cinturón se encontraba arriba, fuera de la atmósfera. Se sugirió la posibilidad de un anillo de hielo, cuyo borde interior tocase la capa superior de la atmósfera. Lo cual quería decir que no tardaría mucho en romperse. Los astrofísicos estimaron su masa entre tres y cuatro billones de toneladas. Si el agua venía del océano, éste habría perdido unos veinte mil kilómetros cúbicos: no más del uno por ciento de su volumen. Como era imposible encontrar una causa natural para este fenómeno, parecía sumamente probable que fuese obra de la ingeniería, realizada con el propósito de hacer descender el nivel de los mares, descubriendo así la plataforma submarina superior y creando más tierras secas habitables. Por otra parte, la operación parecía mal ejecutada: la fracción helada del océano, al no haber sido puesta en una órbita suficientemente alta, tendría que caer sobre el planeta al cabo de sólo unos cientos de años. Dada la escala del proyecto, esto parecía extraño, incomprensible.
En Quinta podían observarse otras cosas, o sucesos, aún más misteriosos. El ruido electromagnético, emitido de forma desigual desde muchos puntos del planeta, se intensificó considerablemente, como si hubieran puesto en marcha a la vez cientos de transmisores maxwelianos. Al mismo tiempo, aumentó la radiación en infrarrojos, con pequeños destellos en los centros de emisión. Éstos podrían ser espejos que concentraran la luz del sol para centrales energéticas. Pero luego resultó que el componente térmico de esa emisión no era grande. Los espectros de estos destellos no eran copias del espectro de Zeta (como hubiese ocurrido si se tratara de reflejos), ni tampoco se parecían a los espectros de explosiones nucleares. Mientras tanto, el ruido de radio no cesaba de aumentar, onda corta y media, en muchas bandas. La emisión en longitud métrica parecía estar modulada. Esto produjo gran excitación, en especial cuando alguien falseó la noticia en el sentido de que la radiación estaba dirigida como un radar; en otras palabras, que el planeta ya había detectado al Eurídice. Los astrofísicos hicieron caso omiso de este rumor: ningún tipo de radar podía haber detectado la nave cerca del colápsar.
A la hora cero los ánimos estaban jubilosos. No cabía la menor duda de que Quinta estaba habitada por una civilización tan avanzada tecnológicamente que había entrado en el cosmos no simplemente a pequeña escala, sino con un poder capaz de levantar los océanos hasta el espacio.
Los preparativos para el despegue tuvieron lugar en una órbita alterada, en el afelio relativamente tranquilo de Hades. El pitido de los indicadores piezoeléctricos, que mostraba el constante cambio de tensiones en las costillas y las vigas del casco, cesó. Al mismo tiempo, en las pantallas del centro de control de despegue —vacías hasta ahora— apareció en un ángulo un brazo espiral de la galaxia, y con buena voluntad y un poco de imaginación se podía distinguir, entre los remolinos blanquecinos e inmóviles de las estrellas y las oscuras nubes de polvo, a Zeta Harpyiae. Sus planetas no eran visibles ópticamente. Los técnicos dispusieron el Hermes para el despegue.
En los almacenes de popa, las grúas giraron; los rebordes de las tuberías con las que el Eurídice llenaba los depósitos de combustible hipergólico de la nave exploradora se estremecieron por la presión de las bombas. El personal comprobó todos los sistemas —propulsión, navegación, control de aire, los dinatrones— una vez por medio de DEUS y otra empleando líneas paralelas. Una por una, las unidades numeradas anunciaron que sus programas estaban listos; los localizadores de radio y las antenas emergieron, moviéndose como los cuernos de un caracol gigantesco; el bajo profundo de las turbinas que bombeaban oxígeno a los túneles en la bodega del Hermes enviaban sutiles vibraciones a través de su base en forma de dársena. Durante toda esta actividad de hormiguero, el Eurídice giró lentamente su popa en dirección a Zeta Harpyiae como un cañón a punto de hacer fuego.
La tripulación del Hermes se despidió de su comandante y de sus mejores amigos. Había demasiada gente a bordo de la nave nodriza como para darles la mano a todos. Luego, Ter Horab, junto con aquellos que podían dejar sus puestos, escoltó a la tripulación del Hermes y se quedó de pie en el pasadizo cilindrico entre las secciones mientras se cerraban la gran puerta del dique y las pequeñas escotillas del personal, y, como en una rampa de lanzamiento, el Hermes comenzaba a moverse gradualmente, blanco como la nieve, empujado centímetro a centímetro por gatos hidráulicos, ya que la masa de ciento ochenta mil toneladas, aunque ingrávida, conservaba toda su inercia.
Los técnicos del Eurídice, con los biólogos Davis y Vahradian, estaban ya durmiendo a la tripulación del Hermes —su sueño duraría muchos años— pero sin congelación ni hibernación. Se les sometía a embrionización, un proceso en el cual la persona regresaba a la forma de vida anterior al nacimiento, a una existencia fetal, o por lo menos asombrosamente parecida a ésta: sin respiración, bajo el agua.
Los primeros pasos del hombre en el espacio habían demostrado hasta qué punto era una criatura terrestre, lo mal adaptado que estaba a las poderosas fuerzas necesarias para cruzar grandes distancias lo más rápidamente posible. La aceleración violenta destrozaba su cuerpo, especialmente sus pulmones, que estaban llenos de aire; esa fuerza aplastaba su caja torácica y detenía la circulación de la sangre. Como las leyes de la naturaleza no podían alterarse, era preciso cambiar a los astronautas para que se adaptaran a ellas. Esto era lo que conseguía la embrionización.
Primero, la sangre era sustituida por un fluido portador de oxígeno que también poseía otras propiedades de la sangre, desde la coagulación hasta las funciones inmunológicas. Este fluido, blanco como la leche, era el ónax. Después de hacer descender la temperatura del cuerpo hasta el nivel de la de los animales en hibernación, se reabrían quirúrgicamente vasos cerrados: vasos a través de los cuales había intercambiado sangre con la placenta en el útero de la madre. Aunque el corazón seguía funcionando, la respiración cesaba en los pulmones y éstos se detenían y se llenaban de ónax. Cuando ya no quedaba nada de aire ni en la caja torácica ni en los intestinos, el hombre inconsciente era sumergido en un líquido tan incompresible como el agua. Luego se encerraba al astronauta en un embrionador, un contenedor de dos metros en forma de torpedo que mantenía el cuerpo por encima del nivel de congelación y le suministraba sustancias nutritivas y oxígeno. Por vasos artificiales se bombeaba ónax en el organismo a través del ombligo.
Así preparado, un hombre podía soportar tremendas presiones sin sufrir daños, como un pez batipelágico que no era aplastado a profundidades de kilómetros bajo el océano porque la presión exterior era igual a la presión dentro de sus tejidos. El líquido en el embrionador se mantenía, por tanto, a cientos de atmósferas por centímetro cuadrado de superficie corporal. Cada uno de estos contenedores era sostenido en suspensión oscilante en la nave por medio de tenazas. Los astronautas yacían en sus capullos blindados como gigantescas crisálidas, de tal modo que la aceleración y desaceleración siempre les golpeaba primero en el pecho. Los cuerpos, ahora más del ochenta y cinco por ciento agua y ónax, ya sin aire, eran tan resistentes a la compresión como el agua. Gracias a esto no había problema en mantener una aceleración constante de 20 g, a la cual un cuerpo pesaba dos toneladas y mover las costillas para respirar hubiese sido una tarea imposible incluso para un atleta. Pero los embrionizados no respiraban, y el límite de su durabilidad para vuelos estelares lo marcaba únicamente la delicada estructura molecular de las células.
Cuando los diez corazones en total comprensión embrionizadora latían sólo unas cuantas veces por minuto, DEUS se hizo cargo de los exploradores, y la tripulación del Eurídice regresó a bordo. Entonces, los operadores desconectaron los ordenadores de la nave nodriza del Hermes. Aparte de los cables muertos, nada unía ya a las dos naves.
El Eurídice expulsó la nave exploradora por su popa abierta, que estaba rodeada de gigantescas placas de espejo fotónico expansivo. Sus garras de acero, al abrirse, arrancaron los inútiles cables como si fueran hilos y arrojaron el casco del Hermes al vacío. Entonces, los motores laterales del Hermes se encendieron con una pálida llama iónica. Pero el impulso era demasiado débil para moverlo; una masa tan enorme no podía adquirir velocidad de repente. El Eurídice retiró sus catapultas y cerró la popa, y todos los que observaban el despegue desde la sala de control dieron un suspiro de alivio: DEUS, exacto hasta la fracción de segundo, tomó el mando. Los cohetes secundarios hipergólicos del Hermes, silenciosos hasta ahora, dispararon. Para adquirir impulso, las baterías dispararon en secuencia. Al mismo tiempo, los motores iónicos se encendieron a toda potencia. Su llama azul y transparente se mezcló con el cegador resplandor de los cohetes; el casco, envuelto en un trémulo calor, se internó suave, uniformemente, en la noche eterna. En la sala de control en penumbra, el reflejo de las pantallas hacía que los rostros de quienes estaban junto al comandante mostrasen una palidez mortal.
El Hermes, enviando hacia ellos una larga cola de llama sostenida, se veía cada vez más lejano a medida que su velocidad aumentaba. Cuando los telémetros indicaron la distancia necesaria, y cuando en el borde del campo de visión un cilindro vacío se desprendió dando vueltas en caída libre (hasta el último minuto había conectado al Hermes con el Eurídice, y ahora, disparado por la salva de arranque, salió volando en la oscuridad), el espejo de la nave de mil millones de toneladas se fijó en posición. A través de la abertura central emergió lentamente el cono romo de un emisor; relampagueó una vez, dos, tres, hasta que una columna de luz atravesó el espacio y alcanzó al Hermes. En las dos salas de control del Eurídice hubo vítores de triunfo y —hay que confesarlo— una exclamación de sorpresa de que todo hubiera salido tan bien. El Hermes pronto desapareció de los monitores visuales. Las pantallas sólo mostraban unos círculos luminosos que iban disminuyendo, como si un gigante invisible hubiese encendido un cigarrillo entre las estrellas y echase anillos de humo blanco. Finalmente, estos anillos se fundieron en un punto tembloroso que era el espejo de la nave exploradora reflejando el láser impulsor del Eurídice.
Ter Horab regresó a su camarote antes de que acabase la escena. Le esperaban setenta y nueve difíciles horas de manipulaciones siderales con el grácer del Orfeo, para crear un puerto temporal en las resonancias gravitatorias. Y luego, entrar en él o, mejor dicho, sumergirse en él, puesto que eso significaba quedar completamente aislado del mundo exterior.
La orden de ignición enviada al Orfeo tardó dos días en llegarle, y fue en ese tiempo cuando se produjeron varios fenómenos extraños en Quinta. Hasta el momento en que sus instrumentos quedaron totalmente cegados, los astrofísicos sintonizaron con toda la emisión galáctica de la región de la Arpía. Los espectros de las estrellas Alfa, Delta y Zeta no cambiaron en absoluto, lo cual era una prueba importante de la calidad de la recepción de Quinta. La radiación que llegaba al Eurídice desde Quinta fue filtrada, y las diferentes exposiciones fueron comparadas, sobreimpuestas y realzadas por amplificadores en cascada computarizados. En la máxima ampliación visual, el sistema de Zeta era un punto que podía taparse con la cabeza de una cerilla sostenida con el brazo extendido.
La atención de los planetólogos estaba concentrada en Quinta, naturalmente. Sus espectrogramas y hologramas, más que una imagen del planeta, mostraban una suposición del ordenador. Como la fuente de información eran fotones divergentes esparcidos erráticamente por todo el espectro de la radiación, en el observatorio del Eurídice —igual que en los observatorios de la Tierra hacía mucho tiempo, con los primeros telescopios— no había acuerdo respecto a la cuestión crítica de qué era lo que realmente se veía y qué lo que sólo parecía verse.
La mente del hombre, como cualquier sistema que procese información, no podía trazar una frontera clara entre certeza y conjetura. La observación se veía estorbada por el sol de Quinta, Zeta, por el penacho de gas de su planeta, más grande, Séptima, y por la fuerte emisión del fondo estelar. Hasta ahora, se había descubierto que en muchos aspectos físicos Quinta se parecía a la Tierra. La atmósfera contenía veintinueve por ciento de oxígeno; había mucho vapor de agua y aproximadamente un sesenta por ciento de nitrógeno. Los cascos polares blancos, debido a su fuerte albedo, eran visibles incluso desde las proximidades del sol de la Tierra. El anillo de hielo debía de haberse creado durante el vuelo del Eurídice, o por lo menos haber alcanzado en ese tiempo las proporciones que lo hacían visible. Ahora, vista desde las cercanías cósmicas, la naturaleza artificial de la intensidad de radio de Quinta no dejaba lugar a dudas. Las descargas Eurídice de las tormentas atmosféricas no podían ser un factor a tener en cuenta. En intensidad de radio en la frecuencia de onda corta, Quinta igualaba a la correspondiente emisión de su sol. Lo mismo había sucedido con la Tierra después de la difusión global de la televisión.
Los resultados de las observaciones realizadas poco antes de la inmersión en el puerto temporal causaron una conmoción. Ter Horab convocó inmediatamente a los expertos. La única línea de acción del consejo era diagnosticar lo antes posible lo que estaba sucediendo en el planeta y enviar ese mensaje a la nave exploradora. El mensaje, codificado en el alfabeto de cuantos de alta energía, alcanzaría al Hermes y a su tripulación inconsciente. DEUS lo recibiría y se lo transmitiría a los hombres cuando fuesen reanimados al borde del sistema de Zeta. El mensaje estelar iría codificado para que sólo DEUS pudiera leerlo. Recomendaba precaución: los cambios en Quinta eran alarmantes.
1) Se habían registrado varias series de breves destellos por encima de la termosfera y la ionosfera del planeta, y también entre éste y su luna, a unos doscientos mil kilómetros de Quinta. Los destellos duraban de treinta a cuarenta nanosegundos. Espectralmente, eran iguales a la emisión solar, con la radiación cortada en los infrarrojos y ultravioletas.
2) Después de las series de destellos, que duraban varias horas, aparecían en la superficie del planeta, en la zona intertropical, unas franjas oscuras a ambos lados del anillo de hielo.
3) Al mismo tiempo, aumentaba la emisión de ondas de longitud próxima al metro, superando todas las máximas previamente observadas, mientras que la emisión del hemisferio sur se hacía más débil.
4) Inmediatamente antes de que el consejo se reuniera, un bolómetro dirigido al centro de la cara del planeta registró una fuerte bajada de temperatura del orden de 180 grados Kelvin, con un lento regreso al equilibrio. La zona fría tenía una extensión igual a la de Australia. Al principio, la capa nubosa desapareció sobre esa zona, rodeándola por todas partes con un banco de nubes muy luminosas; antes de que las nubes volvieran a cerrarse, el bolómetro localizó la «fuente del frío» en un solo punto en el centro exacto de la zona. El repentino enfriamiento se había extendido desde una fuente de naturaleza desconocida en un frente circular.
5) En la gran luna de Quinta apareció —en el hemisferio oscuro, el que no miraba al sol— un punto luminoso que parpadeaba y se movía independientemente del movimiento de la superficie de la luna. Como si, justo por encima de la corteza, a través de un arco de una diezmilésima de segundo, se desplazase una llama, hecha de plasma atómico a una temperatura de un millón de grados Kelvin.
6) Cuando el consejo empezó a deliberar, la zona fría desapareció bajo las nubes, y la capa nubosa oscureció la superficie de Quinta en una extensión sin precedentes: noventa y dos por ciento de la cara del planeta.
Las opiniones de los especialistas, como era de suponer, estaban divididas. La primera hipótesis que se le ocurría a uno —la de explosiones nucleares, fuesen de prueba o empleadas como armas de guerra— quedó descartada sin más discusión: los destellos no tenían nada en común espectralmente con explosiones de uránidos ni con reacciones termonucleares. La excepción era la chispa plasmática de la luna, pero su espectro termonuclear era continuo. Sugería un reactor abierto de hidrógeno-helio en un torno magnético. El propósito de tal reactor era un misterio para los expertos nucleónicos.
Los destellos en el espacio más próximo al planeta podían proceder de unos láser especialmente sintonizados que incidieran en objetos metálicos —posiblemente, meteoros de níquel y magnetita— o de la colisión de cuerpos con un alto contenido de hierro, níquel y titanio, si chocaban de frente y a velocidades del orden de ochenta a cien kilómetros por segundo. Pero tampoco se podía descartar que la fuente fuesen unos espejos convertidores (que absorbían una porción de las ondas del sol) al estallar por una avería.
El consejo entró en un debate acalorado; los expertos no se ponían de acuerdo. Se habló de control climático con ayuda de fotoconvertidores muy grandes y de células fotoeléctricas; lo cual, sin embargo, no tenía mucha relación con el foco de frío en el ecuador. Pero lo más asombroso fue el resultado del análisis de Fourier realizado sobre todo el espectro de radio de Quinta. Desapareció todo rastro de modulación, mientras que al mismo tiempo la potencia de los transmisores aumentaba. Un mapa de radiolocalización del planeta mostraba cientos de transmisores de ruido blanco, que se unían en manchas informes. Quinta emitía ruido en todas las longitudes de onda. El ruido era la mezcolanza de señales de radiodifusión o alguna clase de comunicación en clave disimulada por el aparente caos; también podía ser verdadero caos, creado intencionadamente.
Ter Horab exigió una respuesta inmediata a la pregunta de qué había que transmitir al Hermes en las próximas horas, ya que después todo contacto con la nave quedaría cortado. Más concretamente: ¿para qué debían prepararse los exploradores, y qué debían hacer una vez que estuvieran en el sistema de Zeta?
El programa de reconocimiento se había preparado con mucha antelación, pero evidentemente no había podido tener en cuenta los fenómenos que acababan de observar.
Al principio nadie quería tomar la palabra. Finalmente, el astromático Tuym, como portavoz del grupo asesor del SETI, dijo con evidente renuencia que no era posible enviar al Hermes ningún consejo útil. Tendrían que hacer una lista de los hechos, añadir una explicación hipotética y confiar en el criterio de la tripulación.
Ter Horab quiso oír algunas hipótesis, aunque fueran mutuamente contradictorias.
—Sea cual sea el significado de los cambios que se están produciendo en Quinta, no son señales dirigidas a nosotros —dijo Tuym—. En eso estamos todos de acuerdo. Algunos creen que Quinta ha percibido nuestra presencia y se está preparando, a su manera, para recibir al Hermes. Ésta no es una idea basada en datos racionales; en mi opinión, es simplemente una expresión de preocupación, o, para decirlo claramente, de miedo. Un miedo muy antiguo y primitivo, que en otro tiempo dio lugar a pesadillas de invasiones cósmicas. Yo considero que dicha explicación de los fenómenos es una tontería.
Ter Horab quería algo más específico. Los hombres de la misión de reconocimiento decidirían por sí mismos si debían tener miedo o no. Lo que le interesaba era el mecanismo de los nuevos fenómenos.
—Nuestros astrofísicos tienen hipótesis concretas. Pueden presentarlas —respondió Tuym, sin inmutarse por el sarcasmo que había en las palabras del comandante, puesto que no iba dirigido a él.
—¿Quién? —preguntó Ter Horab.
Tuym indicó a Nystedt y a Fecteau.
—Los saltos en la temperatura y en el albedo podrían haber sido causados por un enjambre de meteoros que hubieran entrado en el sistema de Quinta y chocado con satélites artificiales. Eso puede haber producido los destellos —dijo Nystedt.
—¿Cómo explica la semejanza de los destellos de la superficie con el espectro de Zeta?
—Algunos de los satélites de Quinta podrían ser grandes trozos de hielo desprendidos del borde exterior del anillo. Reflejarían la luz del sol en nuestra dirección solamente en ciertos ángulos de incidencia y reflexión, de manera fortuita. Serían sólidos irregulares, con diferentes momentos orbitales.
—¿Y qué me dicen de la zona fría? —preguntó el comandante—. ¿Quién sabe cómo ha podido producirse?
—Eso no está claro… aunque se nos podría ocurrir algún mecanismo natural que…
—Y una hipótesis ad hoc —comentó Tuym.
—He hablado de esto con los químicos —dijo Lauger—. Es posible que una reacción endotérmica haya tenido lugar allí. A mí no me satisface semejante rareza, lo reconozco, pero existen compuestos que absorben el calor cuando reaccionan. Las circunstancias concurrentes, sin embargo, parecen indicar algo más dramático.
—¿Qué? —preguntó Ter Horab.
—Una causa no natural, aunque no necesariamente intencionada. Por ejemplo, un accidente en unas enormes instalaciones de refrigeración, en un equipo criogénico. Como un incendio en un complejo industrial, pero de signo negativo. De todas formas, esto tampoco me parece muy probable. No tengo datos en que basar esta afirmación, ninguno de nosotros los tiene, pero la misma proximidad en el tiempo de todos estos cambios sugiere que de algún modo están relacionados.
—El valor de su hipótesis también tiene un signo negativo —dijo uno de los físicos.
—Yo no lo creo así. La reducción de muchos factores desconocidos a un común denominador desconocido representa una ganancia, no una pérdida, de información —replicó Lauger sencillamente.
—Por favor, continúe —le dijo el comandante. Lauger se puso de pie.
—Diré lo que pueda. Un bebé, cuando sonríe, lo hace de acuerdo con suposiciones que ha traído consigo a este mundo. Estas suposiciones, de naturaleza estadística, son numerosísimas: que las manchas rosadas que perciben sus ojitos son las caras de las personas, que la gente suele reaccionar positivamente a la sonrisa de un bebé, etc.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que todo se basa en ciertas suposiciones, aunque, por regla general, las suposiciones se hagan en silencio. Nuestra discusión trata de sucesos que parecen muy improbables si no tuvieran una relación entre sí: los destellos, la emisión caótica, los cambios en el albedo de Quinta, el plasma en la luna. ¿Qué los ha causado?, pregunta usted. La actividad de una civilización. ¿Aclara esto algo? Por el contrario, confunde, porque empezamos con la suposición tácita de que podríamos comprender las acciones de los quintanos.
»Marte, creo recordar, fue en un tiempo considerado viejo, y Venus joven, en comparación con la Tierra: los bisabuelos de nuestros astrónomos supusieron automáticamente que la Tierra era igual a Marte y a Venus, sólo que más joven que el primero y más vieja que el segundo. De ahí los canales de Marte, las junglas de Venus, etc., que finalmente hubieron de ser abandonados como cuentos de hadas. Creo que nada es capaz de comportarse de una forma tan poco inteligente como la inteligencia. Puede que en Quinta haya una mente, o mentes, inaccesibles para nosotros debido a la diferencia de propósitos…
—¿Guerra? —dijo una voz desde el fondo de la sala.
Lauger, aún de pie, continuó:
—La guerra no es un conjunto de conflictos absolutamente cerrado que da como resultado la destrucción. Comandante, no cuente con que le iluminemos. Dado que no conocemos ni los estados iniciales ni los parámetros, nada puede convertir lo desconocido en conocido. Lo único que podemos decirle al Hermes es que proceda con cautela. ¿Preferiría usted un consejo más específico? Sólo puedo ofrecerle dos posibilidades: las acciones de esas inteligencias no son inteligentes… o son ininteligibles, no clasificables según las categorías de nuestro pensamiento. Pero esto es únicamente una opinión, nada más.