4. El SETI

Los camarotes de los físicos estaban en la cuarta cubierta. Ahora se orientaba bien en el Eurídice. Había estudiado la distribución de la nave, tan distinta de aquellas en las que él había volado. No conocía los nombres ni las funciones de muchas de las máquinas en la sección más a popa, que estaba deshabitada y separada del resto del casco por triples mamparas. El inmenso gusano estaba surcado por túneles como una red de pasadizos secretos en una ciudad alargada y cilindrica.

En sus músculos conservaba el recuerdo de haberse movido por estrechos pasillos —ovales en corte transversal o circulares como un pozo— donde flotaba ingrávido, impulsándose ligeramente para cambiar de dirección en las vueltas. Pero en los cargueros se podía llegar a la bodega más fácilmente por los conductos de la ventilación; lo único que había que hacer era encender el compresor de aire y dejarse llevar por una fuerte corriente de viento, con las piernas bamboleándose inútilmente como vestigios de órganos. Se encontró echando de menos la ingravidez, que tantas veces había maldecido cuando estaba haciendo reparaciones, porque las leyes de Newton no paraban de recordarle su existencia. Si utilizaba un martillo sin agarrarse bien a algo con la otra mano, acababa dando volteretas laterales, lo cual sólo era divertido para los espectadores.

Los ascensores —en realidad vehículos ovales sin ruedas, con ventanas curvas en las que uno veía su propio reflejo distorsionado y reducido— se movían sin ruido, indicando los números de las secciones por las que pasaban y parpadeando al llegar a la parada.

En el pasillo había una moqueta áspera pero gruesa. Una aspiradora desapareció tras una esquina, con el aire de una tortuga con varillas, mientras él pasaba por delante de una serie de puertas que eran ligeramente abombadas, como la pared, y tenían umbrales altos con molduras de latón; sin duda, para satisfacer el capricho de algún decorador. No se le ocurría ningún otro motivo. Se quedó parado delante de la puerta de Lauger, repentinamente inseguro. Aún no era capaz de sentirse un miembro más de la tripulación. La actitud amistosa de todos ellos en las comidas, la forma en que primero un grupo y luego otro le invitaban a su mesa, le parecía algo forzado, como si estuvieran tratando de fingir que él era realmente uno de ellos y que su falta de misión era sólo temporal. Lo cierto era que había hablado con Lauger, y éste le había asegurado que podía ir a verle cuando quisiera. Pero esto, en lugar de darle confianza, por alguna razón le ponía en guardia. Lauger no era un tipo cualquiera; era el físico número uno, y no simplemente en el Eurídice.

Nunca había pensado que pudiera verse asaltado por las dudas respecto a cómo actuar con alguien. El trato social estaba aquí tan fuera de lugar como un juego de salón en las tumbas de la Gran Pirámide. La puerta no tenía picaporte; un toque con las yemas de los dedos y se abría, tan rápidamente que él casi retrocedió, como un salvaje ante un automóvil.

Una habitación espaciosa. Le llamó la atención el desorden. Entre pilas de cintas, placas fotográficas, papeles y atlas había un escritorio, un tablero formaba un semicírculo con una silla giratoria en el centro. Detrás, en la pared, había un rectángulo negro con puntos de luz móviles. A cada lado de este panel de control colgaban dos grandes fotografías —transparencias iluminadas— de nebulosas espirales, y más allá había unos cilindros verticales semejantes a columnas, parcialmente abiertos, llenos de casillas para discos de ordenador. En el rincón izquierdo se alzaba una enorme máquina romboidal con una silla fija en la base. La parte superior atravesaba el techo, y de una ranura bajo un visor binocular salía una cinta, a pequeños saltos, en la que se veía una especie de gráfico. La cinta iba enroscándose en el suelo, cubierto por una vieja alfombra persa que tenía un dibujo jeroglífico. Fue la alfombra lo que le dejó asombrado. Un cilindro-columna desapareció, revelando la entrada a una habitación contigua. Lauger estaba allí de pie, vestido con pantalones de algodón y un suéter, el pelo demasiado largo. La sonrisa con que le recibió era a la vez comprensiva e inocente. Su cara era carnosa, como la de un niño envejecido antes de tiempo; una cara que no parecía la de un creador de grandes abstracciones, como tampoco lo parecía la de Einstein en los tiempos en que éste aún trabajaba en un organismo del gobierno.

—Hola —dijo el visitante.

—Entra, compañero, entra. Has llegado justo a tiempo: al mismo tiempo puedes ahondar en la física y en la metafísica… —como explicación, añadió—: el padre Arago está aquí.

El visitante siguió a Lauger al otro camarote, que era más pequeño, con una litera cubierta y varias sillas en torno a una mesa, en la cual el dominico estaba examinando con una lupa un diagrama, o tal vez fuera el mapa computarizado de un planeta, cruzado por las líneas de las latitudes.

Arago le acercó una silla. Los tres se sentaron.

—Éste es Mark. ¿Le conoce, padre? —preguntó Lauger y, antes de que el dominico pudiera contestar, siguió—: Me imagino cuál es tu problema, Mark. Es difícil tener una charla de hombre a hombre con una máquina.

—La culpa no es de la máquina —observó el dominico con ironía—. Ella dice lo que le metieron.

—Es decir, lo que usted le metió —le corrigió el físico con la sonrisa de un oponente—. Las teorías no concuerdan. Tampoco es que hayan concordado nunca. Mark, estábamos hablando del destino de las civilizaciones «por encima de la ventana» —le explicó a su visitante—. Pero como has llegado a la mitad de la discusión, voy a resumirte el principio. Como sabes, las viejas nociones acerca de la inteligencia extraterrestre han cambiado. Aunque haya un millón de civilizaciones en una galaxia, su duración está tan dispersa en el tiempo que nos resulta imposible comunicarnos con los habitantes de un planeta y luego visitarlos. Las civilizaciones son más difíciles de atrapar que una efímera, que vive sólo un día. Por tanto, buscamos los crisálidas, no las adultas. ¿Sabes qué es la ventana de contacto?

—Sí.

—Bien. Después de haber examinado escrupulosamente doscientos millones de estrellas, nos encontramos con once millones de candidatas. La mayoría tienen planetas sin vida, o planetas por debajo de la ventana, o por encima de la ventana. Imagínate —le dio una palmada en la rodilla— que te enamoras del retrato de una chica de dieciséis años. Te pones en camino para conquistarla. Desgraciadamente, el viaje dura cincuenta años. Encontrarás a una vieja o una tumba. Si decides declararle tu amor por correo, serás un anciano antes de recibir la primera respuesta. Ésa, en resumen, es la idea básica del CETI. No se puede mantener una conversación con intervalos de muchos siglos.

—¿Así que viajamos hacia una crisálida? —preguntó «Mark».

Hacía ya algún tiempo que la gente le llamaba así, pero ahora se le ocurrió de repente —sin saber por qué— que la idea podía haber sido del fraile, que, como él, a la vez era y no era miembro de la tripulación.

—No sabemos hacia qué viajamos —comentó Arago. A Lauger parecieron agradarle estas palabras.

—Efectivamente. Los planetas capaces de producir vida se reconocen por su atmósfera. La lista de éstos en nuestra galaxia asciende a miles. Los hemos cribado y nos quedan unos treinta que ofrecen esperanzas.

—¿De inteligencia?

—La inteligencia, en pañales, es invisible. Y cuando madura, se escapa volando por la ventana. Tenemos que atraparla antes. ¿Cómo sabemos que nuestro destino vale la pena? Es Quinta, el quinto planeta de Zeta Harpyiae. Tenemos muchos datos…

In dubio pro reo —dijo el dominico.

—¿Y quién es, en su opinión, el acusado, padre? —preguntó Lauger, pero de nuevo continuó sin dejarle contestar—: El primer síntoma cósmico de inteligencia es la radio. Muy anterior a la radioastronomía. Bueno, en realidad, no tan anterior: unos cien años. Un planeta con transmisores puede ser detectado cuando la potencia combinada de éstos entra en el orden de los gigavatios. Quinta emite, en las frecuencias alta y ultraalta, menos que su sol, pero una cantidad fenomenal para ser un planeta sin vida. Para un planeta con electrónica, una cantidad moderada, puesto que está por debajo del nivel de ruido solar. Pero hay algo allí, en radio, por debajo del umbral. Tenemos pruebas.

—Circunstanciales —le corrigió de nuevo el delegado apostólico.

—Es verdad, y es una sola —reconoció Lauger—. Pero, y eso es más importante, se han observado en Quinta explosiones controladas de electromagnetismo, una de las cuales fue grabada, toda la emisión, por un espectroscopio desde orbitadores cerca de Marte. Ésos dos orbitadores le han costado a la Tierra una fortuna: nuestra expedición.

—¿Bombas atómicas? —preguntó el hombre que se había resignado al nombre de Mark.

—No. Más bien, los preliminares de ingeniería planetaria, porque se trataba de energía termonuclear limpia. Si en Quinta las cosas hubieran seguido el mismo curso que en la Tierra, habrían empezado con los uránidos. Además, las explosiones aparecieron sólo en el círculo polar, es decir, en su zona ártica o antártica. Se podría fundir un glaciar continental de esta manera. Pero ésa no es la cuestión en la que diferimos —lanzó una mirada al dominico—. La cuestión es si nuestra llegada causará daño allí o no. El padre Arago cree que podría causarlo. Yo soy de la misma opinión…

—Entonces, ¿cuál es el desacuerdo?

—Yo creo que vale la pena. La exploración de un mundo sin hacer daño es imposible.

Mark empezó a entender la esencia del debate. Se olvidó de su propia situación; la antigua pasión volvía a él.

—Usted, padre, viaja con nosotros… ¿en contra de sus convicciones? —dijo, dirigiéndose al fraile.

—Por supuesto —contestó Arago—. La Iglesia era de los que se oponían a la expedición. El llamado contacto podría resultar el regalo de un caballo de Troya. Timeo Danaos et dona ferentes. Una caja de Pandora.

—Se ha contagiado usted del patrocinio mitológico del proyecto, padre —rió Lauger—. Eurídice, Hermes, Júpiter, Hades, Cerbero… hemos saqueado a los griegos. La nave debería llamarse el Argos, y nosotros seríamos los psiconautas. Pero intentaremos hacer el menor daño posible. Por eso es tan complejo el plan de la operación.

Contra spem spero —suspiró el fraile—. O, más bien —añadió—, deseo equivocarme.

Lauger no pareció oírle, absorto en otra idea.

—Cuando lleguemos a Quinta, habrán transcurrido por lo menos trescientos años por cada año de tiempo en la nave. Lo cual significa que les cogeremos en la parte superior de la ventana. ¡Ojalá no sea más tarde! Una diferencia de segundos en nuestras maniobras podría adelantarnos o retrasarnos tremendamente. Respecto al perjuicio… el reverendo padre sabe que una civilización tecnológica tiene inercia, aunque no esté parada. En otras palabras, no es tan fácil desviarla de su curso. Pase lo que pase, no haremos el papel de dioses que bajan del cielo. No hemos buscado culturas primitivas, y no hay astroetnólogos en el CETI.

Arago, en silencio, miró al físico entornando los ojos. El oyente de esta conversación aventuró una pregunta:

—Pero ¿tiene sentido?

—¿Que si tiene sentido qué? —dijo Lauger sorprendido.

—Tratar a los que no son observables como si no existieran. Puede que sea práctico, pero…

—Puedes llamarlo oportunismo también, si lo deseas —respondió Lauger fríamente—. Escogimos una misión que se puede realizar. La ventana de contacto tiene un marco empírico, pero también hay una justificación ética para ello. No ungiremos las cabezas de unos cavernícolas con óleo destilado por el siglo XXII. Pero ya basta de este pluralis maiestaticus. Yo defendí el proyecto y estoy aquí porque para mí el contacto significa un intercambio de conocimientos. Un intercambio, no un mecenazgo, no la dispensa de consejos meliorativos.

—¿Y qué pasa si allí reina el mal? —preguntó Arago.

—¿Existe un mal universal? ¿Una constante del mal? —replicó Lauger.

—Me temo que sí.

—Entonces tendremos que decir non possumus y abandonar el proyecto.

—Yo sólo cumplo con mi deber.

Con estas palabras el fraile se levantó, le hizo una inclinación de cabeza, y se fue.

Lauger, medio tumbado en la silla, hizo una mueca, movió los labios como si tuviera un mal sabor en la boca y luego suspiró.

—Le respeto… porque es capaz de sulfurarme. Le pone alas a todo, o cuernos. Pero dejemos eso. No es ésa la razón por la que quería verte. Mandaremos una nave exploradora a Quinta. Un monocasco capaz de aterrizar. El Hermes. En él irán nueve o diez hombres. Ya se ha decidido quién será el capitán y cuatro de los hombres. Los restantes serán elegidos por votación por especialidades. ¿Te gustaría entrar en la votación?

Al principio, Mark no entendió.

—Poner el pie allí…

Incredulidad, alegría. Lauger, viendo cómo se excitaba, se apresuró a añadir:

—Entrar en la votación no significa necesariamente que vayas. Los logros científicos tampoco son una garantía. El mejor teórico podría fácilmente venirse abajo. Necesitamos gente dura, la clase de persona que no se derrumba por nada. Gerbert es un psiconicista y un psicólogo brillante, un experto en mentes, pero el valor no se puede probar en el laboratorio. ¿Sabes quién eres?

Palideció.

—No.

—Entonces te lo diré yo. En el glaciar de Birnam murieron varias personas en megapasos. Las erupciones de los géiseres les cogieron por sorpresa. Eran operadores profesionales que cumplían las instrucciones recibidas y no tenían ni idea de que iban a la muerte. Dos hombres fueron en busca de ellos voluntariamente. Tú eres uno de esos dos.

—¿Cómo sabes eso? El doctor Gerbert me dijo que…

—El doctor Gerbert y su ayudante son médicos de la nave. Saben mucho de medicina pero flaquean cuando se trata de ordenadores. Decidieron preservar el secreto médico, ya que fue imposible determinar la identidad del resucitado. Trauma psíquico, argumentaron. No hay escuchas en el Eurídice, pero tenemos un centro con memoria imborrable. El comandante, el informático jefe y yo tenemos acceso a él. Espero que no se lo digas a los médicos.

—No.

—Supuse que no lo harías. Sólo serviría para molestarles.

—Pero ¿no lo adivinarán si…?

—Lo dudo. Los médicos tienen que controlar constantemente el estado de salud de toda la tripulación. Y la votación es secreta. Vota el consejo. Necesitarás tres de los cinco votos. Eso es lo que yo supongo. Y te lo digo ahora porque te espera muchísimo trabajo. Sé que en los simuladores demostraste capacidad astrogacional, pero en categorías obsoletas, de primera clase para aquellos tiempos… pero no ahora. Tienes un año para aprender los fundamentos de las ciencias interestelares. Si consigues dominarlo, verás a los quintanos. Y ahora vete, tengo un montón de cosas que hacer.

Se levantaron. Mark era más alto que el famoso físico, y más joven. «No irá», pensó Lauger, acompañándole a la puerta.

Pero Mark no se fijó en esto, no vio las luces que cruzaban por la pantalla negra, no recordaba si dijo adiós, ni siquiera si dijo algo. Tampoco cómo volvió a su camarote. No sabía qué hacer consigo mismo. Al ir al lavabo abrió por error la puerta del armario, vio su cara en el espejo y murmuró:

—Verás a los quintanos.

Así que empezó sus estudios.

El resultado de los cálculos estadísticos era, con todo, claro. La vida había surgido y perdurado en los planetas durante miles de millones de años, pero en todo ese tiempo había sido muda. De ella nacían civilizaciones: no para perecer, sino para transformarse en algo extranatural. Debido a que el índice de natalidad de las tecnologías en una galaxia espiral ordinaria era una constante, éstas nacían, maduraban y desaparecían con la misma frecuencia. Continuamente emergían otras nuevas, y escapaban del intervalo de comprensión mutua —la ventana de contacto— antes de que fuera posible intercambiar señales con ellas. El mutismo de las existentes en fase primitiva era evidente. Pero se habían hecho innumerables hipótesis sobre el silencio de las altamente desarrolladas. Había toda una biblioteca dedicada a ese tema, pero él la ignoró por el momento. En un libro leyó: «En este momento, respecto a este siglo (astronómicamente, es la misma cosa), se puede afirmar que la Tierra es la única civilización ya tecnológica y todavía biológica en toda la Vía Láctea».

Lo cual parecía desbaratar el proyecto CETI. Pasaron ciento cincuenta años antes de que se descubriese que no era así.

La conquista del espacio que separaba a una estrella de otra, de modo que unas inteligencias vivas pudiesen encontrarse con otras y regresar, no se podía lograr por simple vuelo. Aunque los astronautas viajasen a velocidades próximas a las de la luz, ni se encontrarían con aquellos a quienes iban a visitar ni volverían a ver a quienes se quedaban en la Tierra: tanto en el punto de destino como en el de origen habrían transcurrido muchos siglos en los pocos años de tiempo de la nave. Esta categórica declaración de la ciencia impulsó a la Iglesia a reflexionar teológicamente como sigue: Aquel que creó el mundo hizo que el encuentro entre criaturas de distintas estrellas fuese un sueño vano. Levantó entre ellas una barrera, completamente vacía e invisible pero imposible de romper: un abismo que Él podría cruzar, pero no el hombre. Sin embargo, la historia humana siempre tomaba direcciones impredecibles. El abismo del espacio resultó efectivamente una barrera que no podía romperse. Pero podía ser sorteada, por medio de una serie de maniobras especiales.

El tiempo medio de la galaxia era un valor. La galaxia misma era un reloj que indicaba la hora de su edad. Pero en los lugares de máxima intensidad de la gravedad, el tiempo galáctico sufría violentos cambios. Había límites donde se detenía por completo. Éstos eran las esferas de Schwarzschild, las negras superficies de estrellas colapsadas. Horizontes eventuales. Un objeto que se aproximase a este horizonte empezaría a dilatarse a los ojos de un observador distante; desaparecería antes de tocar la superficie de un agujero negro, porque el tiempo, dilatado por la gravedad, desplazaba la luz hacia el infrarrojo y luego a longitudes de onda cada vez más largas, hasta que finalmente ni un solo fotón reflejado volvía al ojo del observador. El agujero negro atrapaba dentro de su horizonte cada partícula y cada vestigio de luz para siempre.

En todo caso, un viajero que se aproximara a un agujero negro sería destrozado junto con su nave por la creciente gravedad. Las fuerzas de marea alargarían cualquier objeto material hasta convertirlo en un hilo, y del disco de acreción formado en torno a la esfera negra ese hilo caería en un picado vertical del cual no había regreso.

Los vuelos a través de la estrella colápsar eran imposibles, por cualquier trayectoria: las fuerzas de marea matarían a los viajeros y harían pedazos la nave. La nave podía ser el más denso enano cósmico, una estrella de neutrones, un globo de núcleos atómicos comprimidos hasta formar un sólido, un sólido comparado con el cual el acero más duro fuese tan tenue como un gas: no habría ninguna diferencia. Incluso a ese globo el colápsar le daría forma de huso, lo destrozaría y se lo tragaría en un instante, dejando como único rastro los agónicos destellos de los rayos X que escapasen al espacio.

Los colápsares que surgían de estrellas varias veces más pesadas que el Sol eran como súbitas guillotinas para los viajeros. No obstante, aunque la masa de un agujero negro fuera cien o mil veces la del Sol, la gravedad en su horizonte podría ser tan débil como la de la Tierra. Ningún peligro inmediato amenazaría a la nave que se aventurase allí, y la tripulación que se dirigiese a ese horizonte quizá no lo advirtiera en absoluto. Pero nunca podría salir de debajo de esa cáscara invisible. Una nave atraída por un colápsar gigante sería aniquilada, cayendo a plomo hacia el centro, en cuestión de días u horas, dependiendo de la masa de la trampa.

A finales del siglo XX, los astrofísicos diseñaron modelos teóricos de estos cementerios gravitatorios. Pero, como suele suceder en la historia del conocimiento, los modelos resultaron insuficientes. La realidad era más compleja. Primero, había que tener en cuenta la mecánica cuántica: cada agujero negro emitía radiación. Cuanto más grande fuera el agujero negro, más débil sería la radiación. Los agujeros negros gigantes, que generalmente se encontraban en el centro de las galaxias, también morirían finalmente, aunque su «evaporación cuántica» podría tardar cien mil millones de años. Serían la última reliquia del antiguo esplendor estelar del Universo.

Por medio de subsiguientes cálculos y simulaciones se fueron descubriendo nuevas diversificaciones de los agujeros negros. Una estrella, cuando colapsaba porque su radiación centrífuga debilitada ya no podía contrarrestar su gravedad, no asumía inmediatamente la forma de una esfera. Oscilaba, a la manera de una gota que alternativamente se aplanara como un disco y se alargara como un puro. Esta vibración era muy breve, la frecuencia dependía de la masa. El colápsar se comportaba como un gong… que se golpeara a sí mismo. Pero se puede hacer vibrar un gong en reposo con un golpe. Igualmente, se podía hacer oscilar de nuevo una esfera negra… por medio de la ingeniería sideral. Era necesario conocer el método y poseer la suficiente energía, del orden de 1044 ergios, que podían dirigirse como un rayo de tal forma que la esfera entrase en resonancia. ¿Con qué fin? Para crear lo que los astrofísicos familiarizados con el gigante llamaban desenfadadamente una «cebolla temporal».

Igual que el centro de una cebolla está rodeado de capas de tejido, visibles en sección transversal como los anillos de un árbol, así un colápsar en resonancia estaba rodeado de un tiempo gravitatoriamente curvado, o más bien de una compleja estratificación de espacio-tiempo. Para un observador distante, un agujero negro parecía vibrar como un diapasón durante varios segundos. Pero para uno que se encontrase en sus proximidades, en una curva de nivel de tiempo alterado, las lecturas del reloj galáctico perdían todo sentido. Así, si una nave llegaba a un agujero negro que deformaba el continuo de forma multivalente, a lo largo de una pendiente, la nave podría entrar en una bradicronalidad y permanecer durante años en esa zona de tiempo retardado, antes de partir del puerto temporal. A los ojos del observador exterior la nave se desvanecería al llegar al agujero negro y, después de su invisible escala en la bradicronalidad, reaparecería en el espacio cercano.

Para la galaxia entera, para todo el que observara el colápsar resonante desde lejos, éste parecería oscilar en cuestión de segundos entre el disco y el puro, exactamente como había oscilado en el momento de su violento nacimiento, cuando era una estrella colapsada por la gravedad después de que la caldera nuclear se apagase. Mientras que para la nave en la bradicronalidad, el tiempo casi se había detenido.

Pero esto no era todo. El colápsar, vibrando, no se comportaba como una pelota perfectamente elástica, sino, más bien, como un globo que se deforma de manera no uniforme al rebotar, debido al aumento de los efectos relativistas. Por ello, junto con las bradicronalidades podían producirse retrocronalidades. Corrientes o ríos de tiempo que fluían hacia atrás. Para los observadores lejanos no existían ni unas ni otras. Para hacer uso de estos retrasos o inversiones del tiempo, por tanto, era preciso entrar en ellos físicamente.

El proyecto se proponía utilizar el único colápsar por encima de la constelación Arpía como puerto para el Eurídice. La misión de la expedición no era establecer contacto con cualquier civilización que se encontrase dentro del intervalo de comunicación posible, sino cazar una civilización que, como una mariposa perseguida por un entomólogo, estaba a punto de salir por la ventana, ya revoloteando en el borde superior. Para esta operación era indispensable un aparcamiento en el tiempo, a cierta distancia del planeta habitado, que permitiera a los psiconautas humanos visitarlo antes de que la civilización se saliese de la vía principal del desarrollo de Ortega y Nilssen. Con este fin, la expedición se dividía en tres fases. En la primera, el Eurídice iría hasta el colápsar en la constelación Arpía elegido para ocultarse y realizar maniobras temporales. El colápsar recibió el adecuado nombre de Hades, porque el Eurídice sería precedido por un coloso no tripulado, un misil de un solo uso, el Orfeo. Era un cañón de gravedad, un grácer (amplificador de gravedad por excitación colimada de resonancia). A una señal del Eurídice, pondría en oscilación el agujero negro de acuerdo con la frecuencia y amplitud natural de éste.

Aunque gigantesco en la escala de objetos de la Tierra, el Orfeo era una mota minúscula comparado con la masa del colápsar que iba a poner en movimiento. Pero podía conseguirlo gracias al fenómeno de resonancia gravitatoria. Entregando su alma vibratoria a Hades, induciría en el colápsar una sola contracción y dilatación, con lo cual ese infierno negro, abriendo sus abismos, permitiría al Eurídice entrar y surcar el vértice de sus corrientes bradicronales. Pero antes era necesario verificar, desde la nave, si Quinta, distante cinco años luz, estaba en el apogeo de su era tecnológica y decidir, a partir de ese diagnóstico, el momento adecuado para visitarla. Una vez fijado el momento, el Eurídice permanecería en un puerto temporal en Hades, que estaría en vibración debido a la emisión de grácer del Orfeo. Como el Orfeo sólo tenía potencia suficiente para una descarga de gravedad coherente, aniquilándose a sí mismo en esa descarga, la operación no podía repetirse. Si no tenía éxito la primera vez —a causa de un error de navegación en la tormenta temporal, un diagnóstico incorrecto del nivel de desarrollo de la civilización quintana, o cualquier otro factor no tenido en cuenta—, la expedición sería un fiasco. Lo cual quería decir, en el mejor de los casos, que volverían a la Tierra con las manos vacías.

El plan se complicó aún más por la decisión de hacer uso, dentro del infierno de Hades, de retrocronalidades, tiempo fluyendo en sentido inverso al de toda la galaxia, para que la expedición pudiera regresar a las proximidades del Sol menos de veinte años después del despegue, a pesar de que mil parsecs separaban a la Arpía de la Tierra. La fecha exacta del regreso, por supuesto, era indeterminada: una fracción de segundo en la navegación a través de bradicronalidades y retrocronalidades suponía una diferencia de años lejos de las prensas y molinos de la gravitación.

Su mente no podía aceptar estas afirmaciones; estaban cargadas de paradojas. La principal paradoja era la siguiente:

El Eurídice iba a permanecer por encima del colápsar en un no tiempo, o un tiempo diferente del normal. Los exploradores volarían hasta Quinta y regresarían: esto llevaría más de setenta mil horas, o aproximadamente ocho años. Se suponía que, a consecuencia del impacto del grácer, el colápsar oscilaría entre la forma de un disco y la de un huso durante sólo un momento o dos, para los observadores lejanos. Cuando los exploradores regresaran, por tanto, no encontrarían la nave en su puerto del colápsar. El agujero negro habría recuperado mucho antes la forma de una esfera sin vibraciones. Y sin embargo, el Hermes, al marcharse de Quinta, tenía que reunirse con la nave madre en el puerto temporal, a pesar de que ese puerto, habiendo nacido para desaparecer inmediatamente, no estaría allí cuando el Hermes volviera. ¿Cómo se conciliaba una cosa con la otra?

—Hay físicos —le explicó Lauger— que afirman comprender esto del mismo modo que comprenden lo que son las piedras o los armarios. Lo que comprenden, en realidad, es sólo que una teoría concuerda con los resultados experimentales, con las mediciones. La física, amigo mío, es un estrecho camino trazado sobre una sima que la imaginación humana no puede captar. Es una serie de respuestas a ciertas preguntas que le hacemos al mundo, y el mundo nos da las respuestas a condición de que luego no le hagamos otras preguntas, preguntas planteadas por el sentido común. ¿Y el sentido común? Es lo que se entiende por una inteligencia que se sirve de unos sentidos que no son diferentes de los de un mandril. Esta inteligencia desea conocer el mundo en términos aplicables a su nicho biológico terrestre. Pero el mundo, fuera de ese nicho, esa incubadora de simios sapientes, tiene propiedades que uno no puede coger en la mano, ver, olfatear, roer, escuchar y, de este modo, adueñarse de ellas.

»Para el Eurídice en su puerto del colápsar, el vuelo del Hermes durará dos semanas. Para la tripulación del Hermes el viaje durará año y medio, más o menos. Es decir, tres meses para llegar a Quinta, un año en Quinta, y tres meses para volver. Para observadores no situados en el Hermes ni el Eurídice, el Hermes realizará su misión en nueve años, mientras el Eurídice desaparecería de la vista por el mismo período de tiempo. De acuerdo con el tiempo medido a bordo de la nave madre, ésta pasará del viernes al sábado, regresará el viernes y luego el colápsar la escupirá al espacio.

»El tiempo transcurrirá más despacio en el Hermes que en la Tierra debido a su velocidad cercana a la de la luz. En el Eurídice, el tiempo, gravitacionalmente dilatado, transcurrirá aún más despacio, y luego retrocederá: la nave descenderá de una bradicronalidad a una retrocronalidad, y desde allí saltará a una línea galactocronal. Al emerger, se reunirá con el Hermes en un continuo espacio-tiempo desplegado.

»Si el Eurídice comete en sus cálculos un error de segundos mientras navega por las variocronalidades, no se encontrará con el Hermes. No hay ninguna contradicción en esto, por así decirlo, por parte del mundo. Las contradicciones nacen de la disparidad entre una mente formada en la insignificante gravedad de la Tierra y unos fenómenos que pertenecen a gravedades billones de veces mayores. Es así de simple. El mundo se rige por reglas universales llamadas leyes de la naturaleza, pero la misma regla puede manifestarse de manera diferente a diferentes intensidades.

»Tomemos, por ejemplo, a un hombre que cae dentro de un agujero negro. Para él, el espacio toma el aspecto del tiempo, porque ya no puede retroceder en él, lo mismo que uno no puede dar un paso atrás en el tiempo terrestre, es decir, volver al pasado. Es imposible imaginar lo que sería tal caída, suponiendo, naturalmente, que uno no pereciese inmediatamente por debajo del horizonte eventual.

»Yo sigo creyendo que el mundo está ordenado a nuestro favor, puesto que a pesar de todo podemos dominar cosas que van en contra de nuestros sentidos. Piensa: un niño domina un idioma sin entender los principios de la gramática, la sintaxis o las contradicciones internas del habla que están ocultas para el hablante. Ahora estoy filosofando por tu culpa. El hombre ansia las verdades últimas. Toda mente mortal, creo yo, es así. Pero ¿qué es la verdad última? Es el final del camino, donde ya no hay misterio, ni esperanza. Ni más preguntas que hacer, puesto que todas las respuestas han sido dadas. Pero ese lugar no existe.

»El Universo es un laberinto hecho de laberintos. Cada uno conduce a otro. Y allá donde no podemos ir nosotros mismos, llegamos con las matemáticas. Con las matemáticas construimos carretas que nos llevan a los terrenos no humanos del mundo. También es posible construir con las matemáticas mundos fuera del Universo, independientemente de que existan o no. Y además, por supuesto, uno siempre puede abandonar las matemáticas y sus mundos, para aventurarse con la fe en el más allá. Las personas de la vocación del padre Arago se ocupan de eso. La diferencia entre nosotros y ellos es la diferencia entre la posibilidad de que ciertas cosas lleguen a suceder y la esperanza de que ciertas cosas lleguen a suceder. En mi campo tratamos con lo que es posible, accesible; en el suyo, sólo con lo que se espera que sea, que se hace accesible, cara a cara, sólo después de la muerte. ¿Qué aprendiste cuando moriste? ¿Qué viste?

—Nada.

—Ahí reside la differentia specifica entre la ciencia y la fe. Que yo sepa, el que los resucitados no vieran nada no ha hecho que los dogmas de la religión se tambalearan. La más reciente escatología del cristianismo sostiene que una persona resucitada olvida su estancia en el más allá. Que por un acto de censura divina (ellos no lo dicen así, claro está) al hombre se le prohíbe saltar de acá para allá entre este mundo y el otro. Credenti non fit iniuria. Si vale la pena vivir de acuerdo con una fe tan elástica, como hace Arago, cuánto más fácil es aceptar las paradojas que te permitirán hacerles una visita a los quintanos. Confía en la física de la misma forma en que Arago confía en su religión. Piénsalo. Y ahora, vete, tengo que trabajar.

Era medianoche cuando volvió a su camarote. Pensó, alternativamente, en Lauger y en el fraile. El físico estaba en el lugar que le correspondía… pero ¿y el otro? ¿Qué esperaba el fraile, o con qué contaba? ¿Labor misionera? ¿Había edificado la teología moderna un anexo para albergar a los receptores extraterrestres de la munificencia de Dios, y Arago iba a ser su portavoz? ¿Por qué había dicho, en aquella conversación, que tal vez el mal reinase allí?

Sólo ahora cayó en la cuenta: el temor con el que este hombre debía de estar viviendo. No temor por sí mismo, temor por su religión. El fraile podía considerar que la redención era un don concedido solamente a la humanidad, y participaba en una expedición que iba al encuentro de seres no humanos, a un lugar, en otras palabras, donde no llegaba su Evangelio. Era probable que pensara eso. Y, creyendo en la omnipresencia de Dios, creería en la omnipresencia del mal individual, porque el demonio que tentó a Cristo era anterior a la Anunciación y a la Inmaculada Concepción. Entonces ¿llevaba el fraile sus dogmas consigo, los dogmas por los cuales vivía, para ponerlos en peligro?

Sacudió la cabeza y suspiró. A Lauger podía preguntarle cualquier cosa, pero al fraile, no. El Evangelio no mencionaba lo que Lázaro había contado después de su resurrección. Así que él no podía ayudar al padre Arago de ningún modo, a pesar de que le habían levantado de entre los muertos. La religión, en defensa propia, daba un nombre diferente, secular, de este mundo, a estas resurrecciones, y de esta manera permanecía incólume. No es que él fuera ningún experto en religión. Pero entendía el doloroso aislamiento del fraile, porque él también había estado aislado, un náufrago indefenso y pasivo recogido a bordo por casualidad. Pero ya no.

Empezó a desnudarse para meterse en la cama, escuchando el silencio del Eurídice. Volaba casi a la velocidad de la luz. Pronto invertiría la marcha. Los relojes de todas las secciones comenzarían la cuenta atrás, dando tiempo a la tripulación para tumbarse en sus literas, de espaldas, y atarse a ellas. Las esferas del casco darían un giro de ciento ochenta grados dentro de sus segmentos blindados. Todo giraría —un momento de confusión, de vértigo— y luego se estabilizaría, volviendo a la quietud y la calma. En lugar de azotar la popa, la llama del impulso saldría entonces por la proa, hacia delante. Las comunicaciones con la Tierra mejorarían algo gracias a esto. El Eurídice recibiría noticias, noticias enviadas muchos años antes, de aquellos a quienes la tripulación había dejado en la Tierra. Él no recibiría ninguna de estas cartas por láser, ya que no había dejado a nadie en la Tierra. Pero, en vez de un pasado, tenía un futuro, un futuro por el que valía la pena vivir.

La prehistoria de la expedición estaba llena de conflictos. El proyecto había tenido multitud de oponentes. Sus posibilidades de éxito, calculadas de diversas maneras, no eran grandes. El número de accidentes que de una forma u otra podían causar la destrucción de la expedición se contaba por miles.

Tal vez era ésta la razón de que el proyecto se hubiera llevado adelante. Su aparente imposibilidad, los peligros que entrañaba, constituían un desafío lo bastante magnífico como para que la gente lo aceptase. Antes de que el Eurídice despegase con aceleración creciente, el coste de la empresa había aumentado con un índice exponencial aún más alto, como señalaron los oponentes y los críticos. Pero las inversiones ya realizadas poseían su propia inercia y arrastraban otras inversiones tras de sí.

El aspecto económico del proyecto ocasionó un estruendo no menor que el producido en Titán cuando despegó el Eurídice. El viajero se saltó en sus lecturas estas crisis preliminares relacionadas con la construcción de las naves y sus repercusiones en la Tierra, tales como los defectos de fabricación que condujeron a escándalos de corrupción política. ¿Qué le podía importar eso a él, que ya estaba a bordo y en camino?

En cambio, estudió la historia de la astronáutica —informes de vuelos transolares y cohetes no tripulados a Alfa del Centauro— y relaciones llenas de nombres de los trabajadores de Grial y Roembden, con la esperanza de reconocer entre ellos los de personas que había conocido en otro tiempo, y posiblemente seguir el hilo de ese reconocimiento hasta llegar al enigma de sí mismo. Había momentos, antes de dormirse o al despertar, en que se sentía a punto de recordar, especialmente porque en más de un sueño sabía quién era. Pero lo único que retenía, al despertar, era la vacía certidumbre de esa identidad.

Pasó un año. El Eurídice, frenando, perdió su velocidad próxima a la de la luz con respecto al colápsar, que ahora aparecía como un verdadero agujero —una ausencia de estrellas— en el cielo. Entrenándose, aprendiendo, leyendo, abandonó sus esfuerzos por recordar. Y sin embargo, aunque ya había sido elegido para ser uno de los copilotos del Hermes, en sus sueños nocturnos —de los cuales no le hablaba a nadie— seguía siendo el hombre que había entrado en el Bosque de Birnam.