13. Una escatología cósmica
Por la tarde del día siguiente, Steergard llamó a Nakamura y a los dos pilotos. Inmediatamente después de la catástrofe, el Hermes se situó por encima de la eclíptica, con el motor a toda potencia, para apartarse de los incontables fragmentos lunares. Tomó un rumbo parabólico en dirección al sol, pero dejó tras de sí sondas de radio y transmisores. Éstos enviaron comunicados que indicaban que en realidad Quinta había atraído sobre sí los escombros de la luna rota, porque su salva de cohetes balísticos había interferido en la cavitación de tal forma que la excentricidad del proceso se volvió contra el planeta.
Los efectos, observados ópticamente a pesar de que la nave ya había triplicado su distancia de Quinta, eran horribles. Desde el epicentro oceánico se extendía el maremoto. Masas de agua cien veces más altas de lo normal inundaban las cercanas costas orientales de Heparia y sumergían su extensa llanura en un frente de mil quinientos kilómetros. El océano entró tierra adentro y no se retiró por completo, creando lagos del tamaño de mares, porque la placa litosférica sobre el manto de Quinta había cedido y el agua llenó la nueva depresión formada en la superficie.
Al mismo tiempo, cientos de miles de toneladas de agua, lanzadas en forma de vapor por encima de la estratosfera, cubrían el planeta con una sólida capa de nubes. Sólo el delgado anillo de hielo brillaba sobre ella a la luz del sol, como la hoja de una navaja.
Steergard le pidió a Nakamura un informe sobre los SG tomados continuamente durante el selenoclasmo. Inmediatamente después de producirse éste, había ordenado que las unidades de magnetrón más pesadas fuesen lanzadas y puestas en órbita alrededor de Quinta, en lados opuestos del planeta. Éstas eran auténticos gigantes con alimentadores siderales; cada una tenía una masa de siete mil toneladas. Como protección contra posibles ataques, Steergard hizo que rodearan la nave de cañones de gravedad coherente: grácer de un solo uso que, según el plan previsto por el SETI, habían de servir para aniquilar cualquier asteroide que el Hermes encontrara en su camino a Quinta (la nave era incapaz, debido a su velocidad próxima a la de la luz, de sortear los obstáculos que los escudos protectores no pudiesen detener).
Antes de que Nakamura presentase su informe, Steergard se volvió inesperadamente al segundo piloto y le preguntó dónde había aprendido la antigua frase latina Nemo me impune lacessit, con la cual había concluido el último consejo.
Tempe no podía recordarlo.
—No creo que haya sido usted nunca un latinista. Probablemente la leyó en «El barril de amontillado», de Poe.
El piloto sacudió la cabeza con expresión triste.
—Tal vez. ¿Poe? ¿El escritor de cuentos fantásticos? Lo dudo. Pero no recuerdo lo que he leído… antes de Titán. ¿Es importante?
—Eso ya lo veremos. Pero no ahora. Oigamos los resultados.
Nakamura apenas había abierto la boca cuando Steergard le interrumpió.
—¿Ha sido atacado el equipo?
—Dos veces. Los grácer han destruido unos cincuenta cohetes. La curvatura de Holenbach detuvo la recepción de SG pero sin daño para la imagen.
—¿Su origen?
—El continente que recibió los impactos, pero los cohetes procedían de fuera de la zona catastrófica.
—¿Más concretamente?
—Cuatro puntos en un sistema montañoso a quince grados por debajo del círculo ártico. Las lanzaderas son subterráneas, sus emplazamientos están fortificados con rocas falsas. Hay muchas allí. En los cinturones meridionales, hasta el ecuador. Las fotografías han descubierto más de mil. Hay más, sin duda, pero las más fáciles de observar eran las que estaban situadas perpendicularmente al campo de pulsación. El planeta gira, pero el campo no. Con una giroscopia continua se obtiene una imagen completamente inservible, como la radiografía de una persona que se hubiera movido durante la exposición. Así que pasamos a la topografía de instantáneas de microsegundo. Hasta ahora hemos acumulado unos quince millones de fotogramas. Quería esperar hasta el final, es decir, una rotación completa del planeta, y sólo entonces entregarle las cintas a DEUS…
—Comprendo —dijo Steergard—. ¿DEUS no ha ajustado las fotografías?
—Todavía no. Pero yo he podido ver los resúmenes de una hora de los tomogramas.
—¡Entonces ya tiene algo! Adelante.
—Me gustaría que viera usted mismo los SG más claros. Una descripción verbal no puede ser objetiva. Casi todo lo que se ve en la película da motivos para una interpretación determinada, pero no para un diagnóstico preciso.
—De acuerdo.
Se levantaron. Nakamura metió un disco en el MV y su monitor se iluminó. Cruzaban la pantalla franjas borrosas y temblorosas; el físico tocó los botones por un momento, la imagen se oscureció y vieron un espectro circular con un punto negro y redondo en el centro y un perímetro de irregular luminosidad. Nakamura cambió la imagen hasta que la superficie del planeta quedó en la mitad inferior de la pantalla. Por encima de la curva de la litosfera, que era opaca y negra, había —en la misma franja curva— una bruma blanquecina más densa a lo largo del horizonte: la atmósfera, con flóculos microscópicos que eran nubes. El físico cambió el espectro, pasando de los elementos más ligeros a los más pesados. Los gases de la atmósfera se desvanecieron como dispersados por el viento, y la oscuridad de la placa continental, antes impenetrable, empezó a aclararse.
Tempe estaba de pie entre Harrach y el capitán, con los ojos clavados en la pantalla. Había estudiado la giroscopia planetaria cuando aún estaba en el Eurídice, pero nunca la había visto aplicada. Un instrumento nuclear de alcance astronómico situaba al planeta dentro de un cuenco de campos magnéticos cuya densidad de flujo, en los picos de la pulsación, era igual a la magnetosfera de un micropulsor. El planeta era sondeado en su totalidad, y las imágenes resultantes, creadas por la resonancia de los átomos, podían seleccionarse —tomografiarse— concentrando el campo en las sucesivas capas del globo, empezando por la superficie y profundizando hasta los estratos cada vez más calientes del manto y el centro.
Lo mismo que un microtomo cortaba los tejidos congelados para que pudieran ser examinados en secuencia al microscopio, así un nucleoscopio permitía la toma de fotografías que mostraban, estrato por estrato, la estructura interna de un cuerpo celeste, imposibles de obtener por sondeos de radar o de neutrinos. Para el radar, un planeta era completamente opaco; para una corriente de neutrinos, demasiado transparente. Por tanto, sólo una giroscopia multipolar, magnetocoherente, permitía ver el interior de los cuerpos celestes; aunque únicamente de los que se habían enfriado, como lunas y planetas.
Tempe había leído sobre el tema. Los potenciales magnéticos, concentrados por control remoto, orientaban las revoluciones de los núcleos atómicos a lo largo de las líneas de fuerza; cuando el campo se desconectaba, los núcleos devolvían la energía que se les había dado. Entonces, cada elemento de la tabla periódica vibraba de acuerdo con su propia resonancia. La imagen grabada en el receptor era un retrato nuclear en corte diagonal, donde cuatrillones de átomos desempeñaban el papel de los puntos en un fotograbado de medio tono corriente. La ventaja del sistema de imágenes nucleares de alta potencia consistía en que era inofensiva para los objetos materiales examinados, incluyendo a los seres vivos; su desventaja era que, aplicando semejante potencia, no se podía ocultar la fuente de la transmisión.
Siguiendo las instrucciones de los físicos, DEUS filtró las imágenes, cada capa y sección, en busca de SG de elementos que fueran especialmente adecuados para uso tecnológico. Esta elección se basaba en una suposición que no era enteramente segura, pero era la única de que disponían: la analogía, al menos parcial, entre la tecnología quintana y la terrestre. Y, de hecho, en las profundidades de la corteza del globo iluminado apareció una vaga red de vanadios, cromos y platinos, y este último grupo incluía osmio e iridio. Los hilos de cobre del subsuelo sugerían líneas eléctricas. Los SG de la región afectada por el selenoclasmo mostraban caóticas microfosas de devastación, y los cortes diagonales de la construcción en forma de estrella llamada Medusa parecían ruinas y tenían vestigios de uránidos.
También encontraron calcio allí. Para ser las ruinas de unas viviendas, había demasiado poco calcio. Y en el suelo no se veía ninguna roca sedimentaria. De ahí la suposición de que se trataba de los restos de los millones de seres vivos que, antes o después de su muerte, habían sido sometidos a contaminación radiactiva, ya que un alto porcentaje del calcio era un isótopo que sólo se encontraba en los esqueletos de vertebrados irradiados. A pesar de toda su crueldad, este descubrimiento (que aún no era una prueba concluyente, por supuesto) ofrecía un destello de esperanza. No tenían manera de saber todavía si la población de Quinta estaba formada por criaturas vivas o, quizá, por autómatas no biológicos: los herederos de una civilización extinguida. No se podía descartar la terrible hipótesis de que la carrera armamentista, después de haber exterminado la vida (quedando tal vez unas cuantas almas escondidas en refugios o cuevas), fuese mantenida por los sucesores mecánicos de la vida.
Era precisamente esto lo que más había temido Steergard desde los primeros choques, aunque no lo manifestara. Consideraba posible que en el curso de los acontecimientos históricos, a lo largo de siglos de operaciones, un ejército viviente hubiese sido sustituido por máquinas militares no sólo en el espacio, cosa que ya había comprobado, sino también en el planeta. Unos autómatas guerreros, carentes de instinto de conservación, diseñados para el combate suicida, no estarían muy predispuestos a cualquier tipo de negociaciones con un intruso cósmico. Aunque los centros de mando, incluso si estaban totalmente informatizados, se rigieran todavía por la autoconservación. Sin embargo, si su única directriz era lograr la supremacía por medio de operaciones estratégicas, tampoco se prestarían al papel de negociadores.
No obstante, la posibilidad de que unos seres vivos comunicasen con otros seres vivos era superior a cero. El optimismo despertado por el examen de los SG —por el posible reconocimiento de hecatombes, montones de esqueletos, debido a la relación del calcio con su isótopo— era moderado. Habría sido difícil llamarle un deseo piadoso. Mientras los pilotos y el capitán escuchaban a Nakamura, que les daba explicaciones sobre las reveladoras imágenes —advirtiéndoles que en gran medida se trataba de conjeturas—, sonó el intercom. El capitán lo cogió.
—Steergard al habla.
Oyeron la voz al otro lado del hilo, pero no entendieron las palabras. Cuando el otro terminó, Steergard no contestó inmediatamente.
—De acuerdo. ¿Ahora mismo? Venga, entonces.
Colgó, se volvió hacia ellos y dijo:
—Arago.
—¿Quiere que nos vayamos? —preguntó Tempe.
—No. Quédense —y añadió, como sin intención—: No va a ser una confesión.
El dominico entró vestido de blanco, aunque no con su hábito de fraile, sino con un jersey largo. Sólo un cordón oscuro alrededor del cuello revelaba que llevaba una cruz debajo del jersey. Al ver a los presentes, se detuvo en la puerta.
—No sabía que el capitán estaba celebrando un consejo.
—Tome asiento, padre. Esto no es un consejo. Ha pasado el momento de los procedimientos parlamentarios y las votaciones —y, como si esto hubiera sonado más brusco de lo que pretendía, añadió—: Yo no deseaba que ocurriera esto. Pero a la dura realidad no le importa lo que yo deseara. Siéntense todos, por favor.
Se sentaron, porque, aunque había dicho la última frase con una sonrisa, era una orden. El monje había esperado tener una conversación en privado. O quizá le desconcertó el tono perentorio de las palabras de Steergard. Adivinando las razones de la vacilación de Arago, el capitán dijo:
—C’est le ton qui fait la chanson. Pero yo no compuse la melodía. Traté de tocarla pianissimo.
—Acabaron tocándola las trompetas de Jericó —respondió el fraile—. Pero ¿podríamos dejar de lado las metáforas musicales?
—Desde luego. Hablemos francamente. Rotmont estuvo aquí hace una hora, y conozco la esencia de la conversación, la exégesis, no, dejémoslo en conversación, que provocó DEUS. Trataba de… astrobiología.
—No sólo —dijo el dominico.
—Lo sé. Y por tanto pregunto en calidad de qué se presenta mi visitante, ¿médico o nuncio apostólico?
—Yo no soy nuncio.
—Con o sin la voluntad de la Santa Sede, lo es. In partibus infidelium. O quizá in partibus daemonis. Digo esto en relación con un comentario memorable no del doctor en astrobiología, sino del padre Arago, en el Eurídice, en el camarote de Ter Horab. Yo estaba allí, lo oí y lo recuerdo. Y ahora, le escucho.
—Veo aquí las mismas imágenes que Rotmont me ha explicado. Efectivamente, DEUS ha provocado mi visita.
—¿La hipótesis del calcio? —preguntó el capitán.
—Sí. Rotmont preguntó si una determinada línea en el análisis espectral de ciertos puntos era o no era un isótopo de calcio. DEUS no pudo descartar esa posibilidad.
—Conozco los detalles. Si eso son huesos, son millones de huesos. Una montaña de cuerpos.
—El punto crítico es un gran complejo de edificios. Sin duda, un centro quintano —dijo el fraile. Parecía más pálido que de costumbre—. ¿Un museo con un radio de setenta y cinco kilómetros? Nada probable. Genocidio, entonces. Un cementerio para una nación asesinada no es una escena sin precedentes en nuestra historia. De todas formas, los fundadores del Proyecto SETI no pensaban establecer contacto con otra inteligencia sobre un campo de batalla cubierto de cadáveres de los anfitriones.
—La situación es mucho peor que eso —respondió Steergard—. No, déjeme hablar. Repito: ha sucedido algo peor que una catástrofe producida por una serie de coincidencias que nadie deseaba. Yo dije que el planeta podría responder a nuestro ultimátum antes del plazo fijado, pero no con señales. El otro bando, suspicaz, podía haber optado por una contraofensiva. Pero ni se me ocurrió que, con toda premeditación, atrajeran la luna cavitada sobre sí. Nos convertimos en genocidas de acuerdo con la máxima de cierto herético italiano: «Por un exceso de virtud prevalecen las fuerzas del infierno».
—¿Cómo debo entender eso? —preguntó Arago, asombrado.
—Utilizando los cánones de la física. Anunciamos que haríamos pedazos su luna como demostración de nuestra superioridad, y les aseguramos que esta operación sideral no les causaría ningún daño. Teniendo expertos en mecánica celeste, sabían que se puede destrozar un planeta con la mínima inversión de energía aumentando la gravedad de su centro. Sabían que sólo una explosión realizada exactamente en el centro de la masa de la luna no cambiaría la órbita de los fragmentos resultantes. Si hubieran interceptado nuestros misiles siderales procedentes del lado solar de la luna, o en su frente a lo largo de una tangente a la órbita, los pedazos desprendidos habrían sido impulsados a una órbita más alta. Sólo al interceptarlos en el hemisferio que daba hacia Quinta podían (tenían que) atraer el producto excéntrico de la cavitación sobre sí mismos.
—¿Cómo puedo creer semejante cosa? ¿Me está usted diciendo que querían utilizar nuestra ayuda para suicidarse?
—No estoy diciendo nada; los hechos hablan por sí mismos. Su acción, lo admito, parece una locura. Pero una recreación del cataclismo revela su lógica. Comenzamos el selenoclasmo en el momento en que el sol estaba saliendo sobre Heparia y poniéndose en Norstralia. Los misiles balísticos dirigidos a nuestros siderales fueron lanzados desde la parte de Heparia que aún estaba detrás del terminador, es decir, de noche. Necesitaron cinco horas para llegar al perilunio y alcanzar nuestros cohetes. Para evitar que destruyésemos nuestros propios misiles a tiempo, los quintanos los pusieron en una órbita elíptica, una órbita desde la cual pudieran caer sobre la luna unos doce minutos antes del selenoclasmo. No cabe la menor duda: sus misiles tendieron una emboscada a los nuestros, moviéndose a lo largo del segmento de la elipse más lejano de Quinta y más cercano a la luna. Todos atacaron a nuestros siderales, que no llevaban escudo porque no habíamos creído que semejante contraofensiva fuese posible. Al principio yo mismo pensé que la catástrofe había sido consecuencia de un error de cálculo suyo. Pero un análisis de la secuencia de los hechos descarta la posibilidad de error.
—No. No puedo entenderlo —dijo Arago—. Pero… un momento… ¿quiere esto decir que un bando trató de dirigir el golpe contra el otro?
—Ni siquiera eso habría sido tan malo —dijo Steergard—. Desde el punto de vista de un cuartel general, durante una guerra, cualquier maniobra que pueda perjudicar al enemigo es válida y apropiada. Pero, dado que no podían saber la potencia de nuestros siderales, ni el momento en que empezaría el selenoclasmo, ni la velocidad inicial de las masas separadas de la luna, debieron tener en cuenta que la dispersión de las rocas podría incluir su propio territorio. ¿Se sorprende el reverendo padre? ¿No me cree? La physica de motibus coelestis es el testigo principal en este caso. Examine la situación desde el punto de vista de los generales de una guerra de cien años.
»Sobre el campo de batalla aparece un intruso cósmico con una rama de olivo —continuó el capitán—. Desea establecer relaciones amistosas con la civilización; en lugar de responder a un ataque con otro ataque, se muestra comedido y pacífico. ¿Que no quiere atacar? ¡Entonces, habrá que obligarle a hacerlo! ¿Se ha enterado la población del planeta de lo que realmente sucedió? Masacrada, ¿cómo puede dudar de lo que sus gobiernos le dicen: que el intruso es un agresor despiado e infinitamente cruel? ¿Acaso no ha arrasado las ciudades? ¿Y bombardeado todos los continentes, haciendo pedazos la luna con ese propósito? ¿Sus propias bajas? Se culpa de ellas al intruso. Si nosotros compartimos la culpa, es por exceso de inocencia, por no haber previsto semejante giro en los acontecimientos. La retirada, después de lo ocurrido, dejaría al planeta en la creencia de que nuestra expedición era un intento de invasión asesina. Por tanto, no nos retiraremos, reverendo padre. La apuesta era alta de entrada. Ellos la han subido, lo cual nos obliga a seguir jugando…
—¿Contacto a cualquier precio? —preguntó el dominico.
—Al más alto que podamos permitirnos. Como he preocupado a nuestro delegado apostólico con el anuncio de que ha pasado el tiempo de la democracia, las votaciones, los titubeos, creo que debo explicarle por qué; puesto que asumo todo el mando y por tanto toda la responsabilidad, llevaré este juego hasta el final. ¿Quiere que se lo explique?
—Se lo ruego.
Steergard se acercó a uno de los armarios de su camarote, lo abrió y, mientras buscaba algo en los compartimentos, dijo:
—La idea de una guerra no localizada que se había extendido al espacio se me ocurrió después de que cogiéramos aquellos restos detrás de Juno. Y no fui el único a quien se le ocurrió. Por el principio de primum non nocere, me lo callé, para no infectar de derrotismo a la tripulación. Se sabe por la historia de los viajes antiguos, el de Colón, las expediciones polares, con cuánta facilidad un grupo aislado formado por las mejores personas puede convertirse en una amenaza para ellos mismos por la influencia de un individuo, especialmente si ese individuo es uno en quien se apoyan, como si valiera aún más que ellos. Por este motivo, sólo discutí esta posibilidad con DEUS. Aquí están las grabaciones de esas discusiones.
De un pequeño estuche acolchado que parecía un joyero de piedras preciosas sacó unos cuantos cristales de memoria e insertó uno en la ranura del reproductor.
Su voz llenó la habitación.
—¿Cómo vamos a establecer contacto con Quinta si allí hay bloques que llevan años enzarzados en una batalla permanente?
—Dé los límites del espacio decisorio n. Es estratégicamente incalculable sin parámetros de partida.
—Supon dos, luego tres antagonistas con un potencial militar aproximadamente igual, con la destrucción segura de todos en caso de una escalada violenta.
—Los datos siguen siendo insuficientes.
—Da una evaluación minimax en una aproximación no numérica.
—El valor en las aproximaciones también es indeterminado.
—A pesar de ello, dame un puñado de alternativas estocásticamente sopesadas.
—Eso requiere suposiciones adicionales. Serán arbitrarias y sin fundamento.
—Lo sé. Adelante.
—Para dos antagonistas en continentes opuestos, enviar dos transmisores (en la ventana atmosférica de los infrarrojos) con colimación puntual. Ambos deberían tener camuflaje antirradar y autodirigirse a las estaciones de radio del planeta. Esta táctica da por sentado algo que es dudoso, porque los antagonistas podrían no estar en continentes opuestos sino compartir la posesión del mismo territorio, tanto horizontal como verticalmente.
—¿De qué manera?
—Por ejemplo, si han entrado en la fase atómica con gran patriotería, y cada bando apunta a la población enemiga y la convierte en rehén, amenazando con un ataque o represalia. Fortifican los medios de ataque y de defensa y, cuando se produce la saturación, se trasladan al subsuelo. Sus territorios pueden estar situados muy por debajo de la tierra, como minas que se entrecruzan a distintas profundidades y niveles. Lo mismo puede suceder por encima de la atmósfera.
—¿Una expansión de ese tipo hace imposible el contacto?
—Descarta la táctica propuesta, porque en ese caso el contacto no tendría dos destinatarios separados.
—Supón que no exista esa colonización subterránea, con cada bando minando al otro.
—¿Dónde hay que trazar la frontera entre los antagonistas?
—El meridiano en el centro del océano.
—Eso es lo más sencillo, pero es completamente arbitrario.
—Adelante.
—Muy bien. Supongamos el envío de cohetes sonda, la emisión de señales, en fin, el reparto del correo. Y que ellos han recibido las claves transmitidas y las han comprendido. Esta suposición me da una horquilla minimax. Envía a ambos bandos una petición de contacto idéntica, sea con una garantía de neutralidad auténtica o con una garantía de respaldo exclusivo falsa.
—¿Quieres decir comunicar a cada bando que nos estamos dirigiendo al otro al mismo tiempo, o bien asegurarle que sólo estamos contactando con él?
—Sí.
—Dame el cálculo de riesgo de ambas posibilidades.
—La sinceridad ofrece mejores posibilidades si el mensaje llega a la dirección equivocada, y peores posibilidades si llega a la dirección equivocada. La mentira ofrece más posibilidades si la dirección es la correcta, y menos si la dirección es la correcta.
—Eso es una contradicción.
—Sí. El juego del espacio no es cuantificable minimaximalmente.
—Muéstrame las razones de la contradicción.
—Un bloque, si se le asegura la exclusividad de su contacto con nosotros, se inclinará a reaccionar positivamente, a condición de que pueda verificar esa exclusividad, independientemente de nuestro comunicado. Si, por el contrario, se entera de que el otro bloque ha interceptado nuestro mensaje, o de que, lo cual sería aún peor, estamos haciendo un doble juego, las posibilidades de contacto bajan a cero. También se puede tener una probabilidad negativa de contacto.
—¿Negativa?
—Una denegación es cero. Yo atribuiría un valor negativo a una respuesta que nos engañe.
—¿Una trampa?
—Enteramente posible. Aquí las horquillas se ramifican factorialmente. La trampa puede ponérnosla un bando, o los dos por separado, o ambos unidos en una alianza provisional y limitada, basada en el razonamiento de que si llegan a una tregua temporal y cooperan para destruirnos, o disuadirnos de intentar el contacto, correrán menos riesgo que si compiten por la exclusividad del contacto con el Hermes.
—¿Y qué me dices de que se pusieran de acuerdo para establecer un contacto independiente y separado?
—En esa variante se encuentra una contradicción fundamental. Para conseguir ese paralelismo, tiene que garantizar a ambos bandos nuestra neutralidad, de una forma convincente. Es decir, tiene que dar su palabra de que mantendrá su palabra. Pero una afirmación, cuando es reflexiva, no puede afirmarse. Es una antinomia típica.
—¿De dónde has obtenido los cálculos para las horquillas decisorias?
—De su premisa de que en el planeta hay sólo dos jugadores que se tienen mutuamente en jaque. Y que se atienen a las reglas del minimax. El premio de ese juego para ellos es la conservación del status quo ante fuit y, para nosotros, el contacto si rompemos el punto muerto.
—¿Específicamente?
—Es trivial. Supongo dos imperios, A y B. La variante óptima para nosotros. Tanto A como B entran en contacto con nosotros, cada uno de ellos creyendo que tiene un monopolio. Si cualquiera de los dos no está seguro de su situación privilegiada, de su exclusividad, desconfiará del monopolio. Entonces, de acuerdo con la regla del minimax, propondrá al otro una coalición contra nosotros, porque no está seguro de las probabilidades de entrar en una coalición con nosotros. Eso es evidente. Conociendo su propia historia, conocen las reglas de su conflicto. Pero desconocen las reglas de conflicto que rigen para nosotros. Si le hacemos una oferta de alianza a una de las partes, será sospechosa. Primo: tal oferta hecha por nosotros a ambos adversarios sería absurda. Secundo: si elegimos a uno de los bandos, estaremos apoyándolo y por tanto poniendo en contra nuestra al otro bando, con lo cual no ganaremos nada excepto participar en el conflicto. Semejante estrategia de contacto sólo podría ser adoptada por idiotas. Es improbable incluso en la escala metagaláctica.
—Sí. Pueden unirse temporalmente contra nosotros. ¿Qué clase de juego se produce en ese caso?
—Un juego con reglas indeterminadas. Las reglas surgen o cambian de acuerdo con el curso del juego. Por tanto, no se sabe si la función de recompensa contendrá valores positivos. El juego, probablemente, terminaría con el marcador a cero, porque ninguno de los jugadores, incluyéndonos a nosotros, puede ganar. Todos sufrirían pérdidas.
—¿No puede reducirse el riesgo a cero? ¿Dónde está el mínimo?
—No tengo suficientes datos.
—Sigue adelante sin los datos.
—El alivio de la frustración ante problemas insolubles no está dentro del dominio de mi capacidad computadora. No pida lo imposible, capitán. El árbol de la heurística no es el Árbol de la Ciencia de Dios.
En el silencio que se produjo después de estas palabras de DEUS, Steergard puso un segundo cristal en el reproductor, explicando que se trataba de un diálogo sostenido con DEUS inmediatamente después del selenoclasmo. De nuevo oyeron la voz de la máquina.
—Previamente el riesgo era sólo incalculable. Ahora ha alcanzado la potencia de un conjunto transfinito; es innumerable. Se mantiene el minimax, pero ahora sólo para la retirada.
—¿Se les podría hacer capitular?
—Teóricamente, sí. Por ejemplo, por la progresiva eliminación de su tecnosfera militar.
—¿Destruyendo todos los instrumentos de guerra que hay en el espacio en torno a Zeta?
—Sí.
—¿Cuáles son las posibilidades de contacto, con esa operación?
—Mínimas, partiendo de las suposiciones más optimistas: que el despliegue de nuestros siderales se lleve a cabo sin ningún tropiezo; que los quintanos permanezcan como observadores pasivos mientras pelamos su esfera de autoarmamento, capa tras capa; y que, una vez despojados de estas capas, caigan en una parálisis armamentista. En la categoría de la teoría de juegos, esto sería un milagro, del orden de ganar el primer premio de la lotería sin haber comprado nunca un billete.
—Preséntame las variantes de desarmar su tecnosfera sin milagros.
—La curva tendrá por lo menos dos depresiones. O bien se oponen a nosotros, ofensiva o defensivamente, o la pacificación-destrucción de la zona de guerra no viva reactiva el conflicto que aún está latente en el planeta, y en consecuencia les empujamos a una guerra total.
—¿Es posible destruir parcialmente su zona de guerra cósmica sin perturbar el equilibrio de fuerzas en el planeta?
—Es posible. Con ese fin, habría que destruir cada arma en órbita después de averiguar a qué bando pertenece. Así se reduce el potencial militar cósmico de todos los adversarios en el mismo grado, con objeto de preservar el equilibrio dinámico entre sus fuerzas. Esto presupone dos cosas: 1) saber hasta qué distancia controlan sus armas en el espacio, es decir, el radio de su eficacia de mando, y 2) identificar los sistemas de cómbate más allá de ese radio y destruirlos, y, después de la destrucción del armamento en la periferia, despojar a la civilización de las fuerzas bajo su control dentro de la esfera. In abstracto, sería posible, por así decirlo, dejarla desnuda. Pero si cometemos errores de identificación, respecto a quién controla qué en la esfera interior, reavivaremos el conflicto en el planeta, puesto que debilitaremos a un bando en beneficio del otro. Y de esta manera empujamos a los antagonistas, que se encuentran en un precario equilibrio en su carrera de armamentos, a una guerra total. Capitán, me está alejando de mí y a usted mismo de la realidad. ¿Busca el éxito?
—Naturalmente.
—¿Y en qué consiste ese éxito suyo? ¿En el contacto? Pero en el modelo mencionado el concepto de éxito es indeterminado. No depende únicamente de si el Hermes podrá o no destruir, además de la esfera bélica, toda la producción de aparatos militares que puedan ser lanzados continuamente al espacio. Estaremos librando una guerra indirecta al atacar no a los quintanos, sino a sus armas. ¿Cómo podemos estar seguros de que, al introducir nuevas tecnologías en la batalla, ellos no acabarán dominando los recursos que nos sostienen a nosotros, los siderales?
—Supón que no sea así.
—Muy bien. Además de los factores externos (la ambigüedad de los equipos tecnológicos, las decisiones y cálculos minimax consecuentes con la lógica), las reacciones de los quintanos también estarán determinadas por factores irracionales que desconocemos por completo. Sin embargo, sabemos cuánta importancia han tenido precisamente estos factores en la historia terrestre.
Aquí terminaba la conversación grabada. Después de un breve silencio oyeron el siguiente diálogo de Steergard con la máquina.
—¿Has realizado un simulacro de las estructuras organizativas?
—Sí.
—¿Para todas las variantes y conflictos postulados?
—Sí.
—¿Qué magnitud tiene el coeficiente de variación de estas estructuras para nuestro juego de comunicación? Da el intervalo de cálculos estadísticos, o una distribución modal, de la influencia de esas diferencias en nuestras posibilidades de contacto.
—El coeficiente es igual a uno.
—¿Para todos los simulacros?
—Sí.
—En otras palabras, ¿las diferencias organizativas de los antagonistas no tienen ninguna importancia?
—Exacto. La evolución tecnomilitar, generada por un conflicto constante, se convierte en una variable independiente del tipo de organización, porque esta evolución está determinada por la estructura del conflicto y no por la estructura de las sociedades implicadas. Para decirlo de una forma más precisa: en las primeras etapas del conflicto es cuando las diferencias organizativas dejan su impronta en las tácticas de la propaganda psicológica, la diplomacia, el sabotaje, el espionaje y la carrera armamentista. La división de los presupuestos en militares y no militares es una función del conjunto de valores que sí depende de la estructura organizativa. Pero la creciente presión para obtener la supremacía en el conflicto anula estas diferencias en el conjunto de valores. Esto hace que las estrategias de los adversarios se vuelvan similares.
»Un espejo no miente —continuó explicando DEUS—. No se puede hacer que refleje sólo posturas libres y relajadas sin dar una imagen de todo lo demás. Una vez que la inviabilidad del desarme es segura, la continuación de la carrera por el dominio elimina las estrategias de los adversarios que dependen de sus diferencias organizativas. Esta dependencia se convierte en algo así como la influencia del músculo humano en el lanzamiento de un misil balístico. En el Paleolítico, en la edad de las cavernas, o incluso en la Edad Media, un oponente musculoso llevaba ventaja sobre los que eran más débiles. Pero en la era atómica, un cohete puede ser lanzado por un niño que apriete el botón adecuado. Los quintanos ya no controlan la estrategia que eligieron. Por el contrario, la estrategia les controla a ellos. Si tropezó con diferencias organizativas, las subordinó a sí misma hasta uniformarlas. Si esto no hubiera ocurrido así, el conflicto habría concluido con la victoria de uno de los bandos. La actividad de la esfera bélica refuta esta posibilidad.
—Dame las reglas óptimas para el juego del contacto partiendo de este diagnóstico.
—Los centros de mando del planeta saben que fue la interceptación de nuestros cavitadores lo que provocó la catástrofe. Nadie más que ellos podía haber realizado esa acción.
—¿Quiere eso decir que la bélica está bajo su control en una radio que conecta la órbita de la luna con Quinta?
—No necesariamente. Puede que el límite de su alcance operativo no sea una esfera que tenga una superficie claramente demarcada de la zona enajenada.
—¿Puedes sacar algunas conclusiones respecto al personal de los centros de mando?
—Entiendo la alusión. La idea que algunos miembros de nuestra tripulación han expresado, la de unos centros de mando no biológicos, o incluso de un planeta muerto con unos ordenadores que siguen luchando después de la extinción de los quintanos, es una idea absurda. Los ordenadores, aunque carezcan de los postulados de autoconservación, actúan racionalmente. Se atienen al minimax en sus más lejanos pronósticos. Pueden luchar mientras exista una vía en la cual la batalla proporciona una ventaja. Pero si la función de recompensa en la última partida es la destrucción total, el minimax baja a cero. Rechazo la noción de unos ordenadores locos. Además, los datos espectrales y los SG indican la presencia de seres vivos.
—Bien. Sigue.
—Hay máquinas calculadoras en los centros de mando pero también hay quintanos. Los efectos del selenoclasmo no les alcanzaron: en un conflicto de tal duración y escala, nada está mejor protegido que los cuarteles generales. Ya sabe que las pérdidas en la población no suponen para los gobiernos un argumento convincente para el establecimiento del contacto.
—Dame un argumento convincente.
—Aquí tiene uno. Ha llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre. La presión indirecta no es suficiente. Debe actuar directamente, capitán.
—¿Amenazar los centros de mando?
—Sí.
—¿Con un ataque masivo?
—Sí.
—Es curioso. ¿Consideras que la matanza de seres inteligentes que se portan de forma nada inteligente es el mejor método de establecer contacto con ellos? ¿Es que vamos a aterrizar en el planeta como arqueólogos, para estudiar la civilización que previamente hemos destruido?
—No. Debe amenazar con un ataque sideral al propio planeta. Ellos han visto desintegrarse su luna.
—Pero eso sería un farol. Si renovamos nuestra petición de contacto, no podemos aniquilar a los participantes en la conversación. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de eso. Pensarán que es una amenaza vacía, y tendrán razón.
—La amenaza no tiene por qué ser completamente vacía.
—¿Atacar el anillo?
—Capitán, ¿por qué se dedica a mantener discusiones nocturnas con una máquina en vez de irse a la cama, cuando ya sabe lo que tiene que hacer?
El reproductor quedó silencioso. Steergard puso otro cristal en la ranura.
—Tengan un poco de paciencia —dijo—. Ésta es la última conversación.
El indicador azul se encendió. Oyeron nuevamente la monótona voz de DEUS.
—Capitán, tengo un consuelo para usted. He examinado la estabilidad de la esfera bélica y la he extrapolado al futuro hasta el límite de la certeza en el pronóstico. Independientemente del número de oponentes y del diámetro del espacio de la batalla, esta civilización tiene que perecer. El modelo más simple es un castillo de naipes. No puede ser arbitrariamente alto. Toda estructura de ese tipo acabará por caerse; eso es evidente incluso sin hacer cálculos.
—¿Un castillo de naipes? ¿Y con más precisión?
—La teoría de Holenbach. En el aumento del conocimiento no hay personas insustituibles. Si no hubieran existido Planck, Fermi, Meitner, Einstein o Bohr, los descubrimientos que llevaron a la bomba atómica los habrían hecho otros. El monopolio adquirido por los norteamericanos duró poco y fue rápidamente contrarrestado. Durante décadas los oponentes se mantuvieron a raya el uno al otro con los misiles nucleares. Compitieron en la precisión y carga útil de esos misiles. La física sideral, no obstante, no ofrece la oportunidad de semejante competición.
»Una serie de pasos conducen al conocimiento de las reacciones nucleares, la masa crítica y el ciclo de Bethe. A la ingeniería sideral, en cambio, se llega de golpe. Antes del descubrimiento del intervalo de Holenbach no se sabe nada, y después, todo. En la fase de reversibilidad de armamentos, cuando las negociaciones y la paz todavía son posibles, aquel que descubra el triunfo nuclear puede usarlo como la carta más alta, pero quizá no gane la partida. En la fase de la esfera bélica cósmica, el que descubra primero el efecto sideral ganará inmediatamente: porque el espacio de juegos de combate, potencialmente simétrico con las armas convencionales y atómicas, pierde su estabilidad al introducir el factor sideral. En un planeta no se puede hacer chantaje con las armas siderales.
»Durante mucho tiempo las reacciones termonucleares no explosivas eludieron el control, con las fugas de plasma y la inseguridad de los campos que las encadenan. Durante varias décadas las dificultades parecieron insuperables. Las dificultades para controlar la gravitación eran similares, pero a escala astronómica. No se puede empezar a pequeña escala, extrayendo primero del uranio un isótopo con un peso atómico de 235, provocando luego una reacción en cadena por encima de la masa crítica, sintetizando el plutonio y obteniendo así un detonante para las bombas de hidrógeno-tritio. El terreno para las pruebas ha de ser un cuerpo celeste.
»La fase sideral va precedida de la fase de teratrones y anomalones. Por tanto, no comprendo el asombro de los físicos por lo que hizo el Gabriel. Si los quintanos lo hubiesen capturado y desmontado, eso los habría puesto en la pista de Holenbach. El Gabriel tenía que fundir su teratrón. Recuerdo que propuse que se le incorporara una carga autodestructiva.
—¿Por qué no nos explicaste esto antes?
—No soy omnisciente. Opero con los datos que me dais. Sus físicos, capitán, consideraron que la captura del Gabriel era imposible puesto que ninguno de los objetos de la esfera bélica había demostrado poseer ni siquiera una décima parte de la potencia del Gabriel. Yo tenía objeciones pero ninguna prueba. Se sacaron esa imposibilidad de la manga. Pero es difícil saber si fue bueno o malo que mi primo del Gabriel demostrase recursos tan fulgurantes. Si se hubiera dejado colar, ahora no estaríamos hablando de contacto, sino de elegir entre la retirada y la guerra sideral con Quinta, que sería un contendiente con la misma fuerza que nosotros. Y si descartamos un ataque sideral al Hermes, estaríamos huyendo a toda velocidad por entre los escombros de una esfera bélica en ruinas, porque los sucesos que hubieran destrozado la esfera dentro de cincuenta o cien años se habrían precipitado. El bloque que hubiese descubierto la ingeniería sideral gracias al Gabriel no esperaría a que el enemigo la descubriera también; atacaría por derecho de prioridad.
—Eso es especulación.
—Ciertamente, pero no especulación sacada de la manga. Mi suposición es que alguien quería la luna como terreno de pruebas, alguien que ignoraba que ningún plasmotrón puede suministrar la energía necesaria para abrir el intervalo de Holenbach. Y quienquiera que llevara ese equipo a la luna luego no tuvo suficiente fuerza para tomar posesión de ella. Alguien le dio jaque al rey, que no había alcanzado la mayoría de edad. Pero el primer grupo también dio jaque, aunque no sé a qué pieza. El resultado fue que quedaron en tablas. En la luna. Más allá de la luna, el juego continuó.
—¿Por qué no nos presentaste la situación desde esta perspectiva antes?
—Si acaba de llamar especulación a mi razonamiento, antes del selenoclasmo habría dicho que DEUS deliraba. ¿Le interesaría oír mi versión de la historia de Quinta?
—Cuenta.
—La clave de esa historia, hasta su punto de inflexión, es el anillo. En la etapa de plena aceleración de la industrialización el planeta tenía muchas naciones, con un poderoso consorcio de naciones muy en vanguardia. Se aventuraron a salir al espacio; dominaron el átomo. Al mismo tiempo comenzó una explosión demográfica en las naciones que eran más débiles industrialmente, más fuertes sólo numéricamente. El consorcio decidió aumentar la superficie habitable haciendo descender el nivel de los océanos. La única manera de hacerlo era lanzar el agua al espacio, por encima de la atmósfera. No conozco la tecnología que emplearon para ello. El agua en cientos de kilómetros cúbicos no puede transportarse ni por medio de naves espaciales ni por un sistema de bombas y surtidores. El primer método exige masas de combustible imposibles de obtener y un número inverosímil de naves cisterna. El segundo no puede realizarse, porque antes de que los chorros proyectados hacia arriba (cataratas a la inversa) puedan alcanzar la velocidad de escape, se evaporan a causa de la fricción atmosférica y permanecen en la atmósfera.
»Sin embargo, hay muchos métodos posibles. Mencionaré uno. Se puede perforar la atmósfera con canales de descargas de rayos y en la estela de cada trueno, en un arco desde la orilla del océano hasta la termosfera, disparar vapor de agua. Estoy simplificando en exceso. Se podría crear en la atmósfera una especie de cañón electromagnético, que sería como un túnel de impulsos centrífugos que arrastraran el vapor de agua ionizado. Y dar al agua propiedades dipolares no térmicas. En la Tierra un tal Rahman se ocupó de esta hidroingeniería. Demostró que era posible impulsar el agua sólo a primera velocidad de escape, a partir de lo cual empezaría a formarse un anillo de hielo alrededor del planeta, y que este anillo sería inestable. Por tanto, en la etapa siguiente, una vez que el anillo se hubiera formado en el espacio, habría que acelerarlo para que se convirtiera en centrífugo y volara en pedazos a segunda velocidad de escape. Todo esto, a lo largo de un período entre veinte y cuarenta años. De lo contrario, si disminuía la aceleración en el espacio o la obra se detenía, caería al planeta más agua de la que era arrojada al espacio en ese mismo tiempo, debido a la fricción con los gases superiores de la atmósfera. No es necesario entrar en más detalles. Basta decir que incluso desde el Eurídice se observó el gradual deterioro del anillo por el lado del planeta, así como el crecimiento del lado exterior.
»Esto no puede haber sido beneficioso para nadie en el planeta. El agua que vuelve hace algo más que producir nubes; crea diluvios en el cinturón tropical, con la máxima concentración pluvial variando según la época del año, puesto que el eje de rotación del planeta está inclinado con respecto a la eclíptica, de forma semejante a lo que ocurre en la Tierra. La temperatura media anual ha bajado dos grados Kelvin. El escudo de hielo arroja una sombra sobre parte del lado diurno del planeta y refleja la luz del sol.
»Un error técnico, cosa que siempre es posible, habría sido subsanado después de cierto tiempo. Pero no hay ninguna indicación de reparaciones. Por tanto, las dificultades de la ingeniería planetaria no pueden haber sido la causa del abandono de la empresa. Hay que buscar la causa en otra parte; en las discordias políticas de la civilización. De las condiciones iniciales lo único que sabemos es que favorecían un proyecto que sólo podía llevarse a cabo con una unión global de fuerzas, unión que más tarde se rompió. El período de cooperación, por lo menos en el campo de la tecnología, duró unos cien años. Una desviación del orden de una década o dos no tiene importancia en esta fase crítica.
»¿Cuál fue la causa de que abandonaran la vía de la cooperación? ¿Guerras locales? ¿Crisis económicas? No es probable. El curso de los acontecimientos políticos, opaco para las reconstrucciones y análisis retrospectivos partiendo de su estado actual, sólo puede estudiarse con un modelo llamado cadena de Markov. Éste es un procedimiento estocástico que a cada paso borra el camino que sigue. Unos visitantes cósmicos que hubieran observado la Tierra en el siglo XX no habrían tenido manera de extrapolar hasta las Cruzadas, excepto consultando libros de texto. Por tanto, lleno esta laguna con la siguiente posibilidad: el crecimiento de los diferentes poderes del consorcio fue desigual. Las semillas del antagonismo estaban sembradas desde la formación del consorcio, puesto que la derrota de la fuerza principal por las armas era imposible. Las naciones más débiles participaron en el proyecto global, pero su cooperación, auténtica al comienzo, se convirtió luego en mera apariencia.
»El antagonismo se manifestó, aunque no directamente, no por medio de un ataque. Puede que hubiese más bloques, tres o cuatro, pero para el mínimo ergódico bastaría con dos oponentes. Empezó una carrera de armamentos. Esto provocó, primero, el abandono de los esfuerzos para dispersar el anillo de hielo por el espacio. El material y la energía destinados a este fin se gastaron en armamento. Al mismo tiempo, la fragmentación del anillo de hielo de tal forma que los trozos no dañaran a los habitantes de todos los continentes dejó de interesar a la superpotencia que había invertido más en el proyecto, puesto que los resultados positivos de ese esfuerzo continuado beneficiarían igualmente al enemigo. El enemigo razonó y actuó de un modo similar. A partir de ese momento, ninguno de los bandos se ocupó del anillo, a pesar de que caían avalanchas de hielo sobre el planeta. Una vez metidos en la espiral de la carrera armamentista, los bandos no podían poner remedio a eso. La escalada hizo que la carrera pasase al espacio cósmico. El prólogo y el primer acto podrían haber sido así. Nosotros llegamos a la mitad del segundo acto y, sin saberlo, nos metimos de cabeza en la esfera bélica de varios niveles, con el inocente sol en su centro.
—Repito mi pregunta. ¿Por qué no nos presentaste esta reconstrucción antes? Tuviste la oportunidad —dijo la voz de Steergard.
—Varias versiones de lo que te he dicho circulaban a bordo. En privado o no, circulaban. Ninguna podía probarse. Los límites de la imaginación están mucho más allá que los de la teorización. Poco a poco fueron llegando piezas del rompecabezas, en forma de datos. Mientras todavía eran pocos, se podían construir innumerables explicaciones a medias, llenando los huecos con invendones carentes de base. Yo soy una máquina combinatoria. Si les hubiera abrumado con todas las variantes del análisis que había hecho, habrían tenido que pasarse semanas leyendo hipótesis, en las que cada frase estaría llena de dudas. Además, había recibido instrucciones contrarias a sus órdenes. El doctor Rotmont quería SG de Quinta. Le expliqué que utilizar toda la energía de las unidades de la nave para eso era algo que no podría ocultarse y que reduciría las posibilidades de contacto. Insistió, así que envié giroscopios ligeros que podían camuflarse. Esto ya lo sabe, capitán. Rotmont esperaba ver algo que era imposible ver con ese método. No consiguió nada, pero no fui yo quien le defraudó. Yo hice lo que me pidió, porque con ello no perjudicaba a nadie. Las hipótesis que no se emplean como trampolín para una acción real pueden ser falsas, pero nunca fatales.
El indicador azul se apagó. Los pilotos y Nakamura, aunque estaban sentados en la misma mesa que Steergard y Arago, parecían ser únicamente espectadores, que no podían participar en la escena que se estaba interpretando. Era como si no contaran en esta reunión.
—Sirva esto de explicación —dijo Steergard—. Usted dijo una vez, reverendo padre, que el asunto estaba en buenas manos. No contesté nada entonces, y no por modestia, puesto que era una alabanza, sino porque sabía lo diferentes que eran nuestros conceptos del bien y del mal. Yo ya había tomado la decisión de dar este nuevo paso. Ninguno de nosotros puede influir en lo que suceda, ni siquiera yo. No deseo ofender a ninguno de los presentes. Pero la hora de la acción resuelta es también la hora de la franqueza completa. Lo que dijo nuestro segundo piloto era una estupidez. No hemos venido aquí a arrojar guanteletes ni a batirnos en duelo para defender el honor de la Tierra. Si ése fuera el caso, yo no habría aceptado el mando de esta misión de reconocimiento. Un hombre sólo puede tener en la cabeza cierto número de cosas al mismo tiempo. Por eso divide mentalmente en partes una tremenda empresa. Ésta es la razón de que los medios puedan fácilmente oscurecer los fines y convertirse en esos fines.
»Cuando asumí el mando, pedí primero algún tiempo para reflexionar, para retroceder y ver el gigantesco conjunto —continuó Steergard—. Los miles de esfuerzos del CETI y el SETI, los millones de horas de trabajo de los constructores de las naves, los vuelos a Titán, las conferencias en las capitales del mundo, los fondos obtenidos de los bancos y los equipos que barajaron las infinitas variantes del juego de contacto para encontrar la variante infalible, o por lo menos la óptima; todo esto era expresión de una esperanza, una esperanza mucho más profunda que el sensacionalismo barato de los periódicos. Comprendí que, tanto en el Eurídice como en el Hermes, yo no era más que una hormiga en el hormiguero humano, un hormiguero perdido en las ilimitadas extensiones del Universo, y que por tanto iba a aceptar una tarea más allá de mis capacidades; probablemente, más allá de las capacidades de cualquier hombre. Habría sido más fácil declinar el ofrecimiento. Cuando acepté, no tenía ni idea de lo que nos esperaba. Sólo sabía que cumpliría con mi deber y haría lo que hubiese que hacer. Si convoqué reuniones, no fue para encontrar la mejor línea de acción, sino para aligerar la carga que pesaba sobre mí. Para traspasar la responsabilidad, al menos en parte, a otros hombros. Luego comprendí que no tenía derecho a hacer esto. Así que he tomado la decisión yo solo. Ya nadie puede influir en lo que va a ocurrir, pero todos siguen teniendo derecho a expresar su opinión y a ser escuchados. Especialmente usted, reverendo padre.
—¿Se propone usted romper el anillo?
—Sí. La maquinaria ya se está montando en la sala de popa.
—¿Al romper el anillo lo alejaremos del planeta?
—No. Billones de toneladas caerán sobre el planeta. Los pedazos serán demasiado grandes para derretirse. Golpearán incluso los lugares más protegidos. Además, las capas exteriores de la atmósfera serán desplazadas. Esto disminuirá la presión a nivel del mar en unos cientos de bares. Será una advertencia.
—Será un asesinato.
—Ciertamente.
—¿Para forzar el contacto a cualquier precio?
—No. El contacto ha pasado a ser una cuestión secundaria. Esto será un intento de salvarlos. Si les dejamos a su suerte, darán con el intervalo de Holenbach. ¿Conoce usted los arcanos de la física sideral, reverendo padre?
—Sólo como lego en la materia. Capitán, ¿está usted basando este genocidio en una hipótesis? ¿Una hipótesis que ni siquiera es suya, sino de una máquina?
—Hipótesis es lo único que tenemos. Y la máquina me ayudó. Verdaderamente. Pero ya conozco la hipersensibilidad de la Iglesia hacia el animus in machina.
—Yo no comparto ese sentimiento. Permítame agradecerle su explicación, capitán, con una mía. A menudo un hombre no reconoce lo que otros que están al margen ven claramente. DEUS habló de cómo los instrumentos de guerra empleados por los adversarios de Quinta se volvieron uniformes. Esto se aplica también a usted.
—No le entiendo.
—Usted ha prescindido de nuestra manera habitual de proceder, convencido de que el parlamentarismo debía ser sustituido por un gobierno autocrático. No pongo en duda la nobleza de sus intenciones. Desea usted asumir toda la responsabilidad. Pero al hacerlo así ha sucumbido a los quintanos, por el efecto de espejo. Es decir, en la brutalidad de la decisión tomada. Quiere usted responder a sus golpes con golpes. Como ellos han puesto dobles barricadas en sus centros de mando, usted quiere atacarlos con doble fuerza. De esa forma, estoy utilizando sus propias palabras, subordina usted la estructura organizativa de la tripulación del Hermes, las relaciones entre los tripulantes, a la estructura de la estrategia que ha elegido.
—Son palabras de DEUS.
—Peor aún. No estoy sugiriendo que la máquina le domine. Estoy sugiriendo que también la máquina se ha convertido en un espejo. Un espejo que agranda la imagen de una agresión nacida de su frustración.
Por primera vez, Steergard se mostró sorprendido. Pero no dijo nada, y el fraile siguió:
—Las operaciones militares requieren centros de mando autoritarios. Y eso es todo lo que ha sucedido en el planeta. Pero nosotros no deberíamos participar en ese tipo de actividad.
—No tengo intención de declararle la guerra a Quinta, si es lo que insinúa.
—Desgraciadamente, estoy diciendo la verdad. Se puede hacer la guerra sin declararla y sin darle ese nombre. No hemos venido aquí a intercambiar golpes, sino información.
—Estoy completamente a favor de eso, pero ¿cómo?
—Es evidente. Gracias a Dios, el principio del secreto militar no se ha mantenido a bordo. Sé que en los laboratorios se está construyendo un láser solar que golpeará al planeta.
—No al planeta, al anillo.
—Y la atmósfera, que constituye una parte vital del planeta. Un láser solar (o soláser, como lo llaman los físicos) se puede emplear no sólo para ataques genocidas, sino para enviar información.
—Ya enviamos información durante cientos de horas, sin ningún resultado.
—Es curioso, realmente, que yo sea capaz de ver una posibilidad que a los expertos, junto con su superinteligente máquina, se les ha pasado por completo. Las señales emitidas por nuestro satélite, el Embajador, requerían aparatos especiales para su recepción: antenas, descodificadores… Yo no soy un técnico en radio, pero si Quinta está entregada a la guerra, todos los equipos capaces de recibir señales de radio habrán sido requisados para uso militar. Los receptores, por tanto, habrán sido los centros de mando, no la población. Y aunque haya informado a la población de nuestra llegada, lo habrán hecho de la forma engañosa que usted mencionó: para presentarnos a los ojos de los quintanos como una flota de invasores imperialistas. Un enemigo despiadado. Y usted, capitán, con su soláser, está a punto de convertir esa mentira en verdad.
Steergard le escuchaba asombrado. Más aún, parecía estar perdiendo su categórica certeza.
—No se me había ocurrido…
—Precisamente por lo sencillo que es. Usted y su DEUS ascienden a tales alturas de complejidad con su teoría de juegos, minimax, espacio decisorio cuantificado, etc., que no han prestado ninguna atención a los espejitos de bolsillos con los que juegan los niños para reflejar la luz del sol. El soláser podría ser un espejo de bolsillo para todo Quinta. Con seguridad puede producir relámpagos más luminosos que el sol. Cualquiera que levante la cabeza los verá.
—Padre Arago —dijo Steergard, inclinándose hacia él por encima de la mesa—. Benditos sean los pobres de espíritu, porque de ellos será el reino de los cielos. Me ha dejado usted aplastado. Me ha bajado los humos más de lo que nuestro piloto se los bajó a DEUS… ¿Cómo se le ocurrió la idea?
—Yo he jugado con un espejito cuando era niño —sonrió el dominico—. Pero DEUS nunca ha sido niño.
—Para transmitir información, el sistema es excelente —intervino Nakamura—. Pero ¿podrán respondernos, suponiendo que nos entiendan?
—Antes de la concepción fue la anunciación —contestó Arago—. Quizá no puedan responder de un modo que nosotros seamos capaces de comprender. Pero al menos que nos entiendan ellos a nosotros.
Tempe, mirando al fraile sin disimular su admiración, no pudo callarse por más tiempo.
—Esto sí que es un verdadero eureka… y es seguro que tendrán espejos de bolsillo. Ni siquiera en tiempo de guerra se confiscan los espejos de bolsillo.
El fraile no pareció oírle. Algo le preocupaba. En voz baja y vacilante dijo:
—Quisiera pedirles algo. Me gustaría cambiar unas palabras con el capitán a solas, si a él no le importa… y a ustedes no les molesta, caballeros.
—Está bien. Estamos en deuda con usted, padre. Jokichi, será necesario hacer modificaciones para que el soláser pueda explorar Quinta, y además de los problemas ópticos están los problemas informativos. Estas señales van dirigidas a un público con un nivel de educación elemental.
Cuando el físico y los pilotos hubieron salido, Arago se levantó.
—Por favor, perdone lo que dije al principio. Entré aquí pensando que le encontraría solo, capitán. No confío demasiado en la idea del espejo de bolsillo. Podría… de hecho, pensaba presentársela con toda modestia: como la propuesta de un profano, para que la considerasen los expertos. Puede que esas señales no sirvan de nada, o que nos hagan saltar de la sartén al fuego. Es una idea antropocéntrica cien por cien. Sin embargo, antes estaba usted indignado, ofendido; luego sintió alivio.
—Digamos que sí. ¿Adónde quiere ir a parar, padre?
—No pretendo ofrecerle consuelo espiritual. Para los aspectos técnicos de este experimento, usted y los otros contarán con DEUS.
—Por supuesto. Él hará los cálculos, un programa, todo lo que se encuentra dentro de los límites de la posibilidad. ¿Por qué? ¿No estará sugiriendo, padre, que DEUS es un advocatus diaboli?
—No. Tampoco me considero yo un doctor angelicus. Supongo que no necesito asegurarle que soy cristiano.
Steergard se sorprendió de nuevo por el giro que había tomado la conversación.
—¿Adónde quiere ir a parar? —repitió.
—A la teología. Para que usted me entienda mejor, lo expresaré con palabras que no sólo son mundanas, sino, en mis labios, prácticamente blasfemas. Me justifico ante mi conciencia por la situación sin precedentes en la que nos encontramos. Usted conoce mejor el lenguaje de la física que la hermenéutica de la religión. Traduciré lo que quiero decir al sistema conceptual de la física: las variadas formas de lo sagrado corresponden a las varias líneas espectrales de la materia, materia que es omnipresente y la misma en todo el Universo. Con esta comparación podemos decir que además de un espectro de cuerpos existe un espectro de fes. Va desde el animismo, el totemismo, el politeísmo, hasta las distintas fes en un dios personal. La línea terrestre de mi fe presenta a Dios como una familia a un tiempo humana y divina. ¿Conoce usted los debates que el SETI produjo en la teología, desde el momento en que la búsqueda de otros seres engendró esta expedición?
—Para serle franco, no. ¿Cree usted, padre, que debería conocerlos?
—En absoluto. Pero ése era mi deber. Las posturas se dividieron dentro de mi Iglesia. Algunos mantenían que la corrupción de los seres creados podría ser universal y que esa universalidad iba más allá de la nación terrestre de la palabra katholikos; que eran posibles mundos en los que el sacrificio de la Redención no se hubiera hecho y que, por tanto, estuvieran condenados. Otros decían que la salvación, como la elección entre el bien y el mal concedida por la Gracia, había aparecido en todas partes. Este desacuerdo amenazaba a la Iglesia. Los organizadores y miembros de la expedición estaban demasiado ocupados con su trabajo para que les afectara el sensacionalismo que aumentaba las tiradas de los periódicos. El sexo y la violencia estaban ya un poco rancios, así que el Eurídice, sin pretenderlo, proporcionó novedades a los lectores.
»Tales como los chistes basados en la premisa de que el Credo quia Absurdum est habían adquirido un multiplicador que la desacreditaba eficazmente —continuó el dominico—. La imagen, por ejemplo, de innumerables planetas con una multitud de manzanas donde no había manzanos, o higos que el Hijo de Dios no podía maldecir porque allí no crecían higueras. Había un ejército de Pilatos lavándose las manos en miles de millones de naves; un bosque de crucifixiones; infinidad de Judas; e inmaculadas concepciones de seres cuya fisiología reproductiva no daba lugar a tal concepto, puesto que se multiplicaban sin copular. En resumen, la multiplicación del Evangelio por todas las ramas de todas las galaxias convertía a nuestro Credo en una caricatura, la parodia de una religión. Gracias a estas bromas aritméticas, la Iglesia perdió a muchos de sus fieles.
El padre Arago hizo una pausa y luego dijo:
—¿Por qué no a mí también? Porque el cristianismo le exige a un hombre más de lo que se puede exigir. Le exige no sólo que renuncie a la crueldad, la vileza y la mentira. Le exige que ame a los viles, a los mentirosos, los asesinos y los tiranos. Ama et fac quod vis; nada puede destruir ese mandamiento. Por favor, no se sorprenda de oír este catecismo a bordo de esta nave. Mi deber es mirar más allá de la misión de reconocimiento, más allá de sus posibilidades de contacto con mentes extrañas. Sus deberes son otros, capitán. Intentaré demostrárselo. Suponga que se encuentra en un bote salvavidas atestado de gente y aquellos que se están ahogando, para los cuales no hay sitio, se agarran a los lados, poniendo el bote en peligro de volcar y hundirse. Usted les cortaría las manos, ¿no es cierto?
—Me temo que sí. En caso de que no hubiera otro remedio.
—Ahí reside la diferencia entre nosotros. Quiere decir que usted no se retirará.
—Así es. Entiendo la parábola del bote. Yo no esperaré a que se hunda. Intentaré salvar a esa civilización por todos los medios a mi alcance.
—Y si fuera absolutamente necesario, ¿por medio de la destrucción?
—Sí.
—O sea, que estamos donde estábamos al principio. He conseguido posponer esa absoluta necesidad, nada más. ¿Verdad?
—Verdad.
—¿Usted está dispuesto a salvar la vida quitando la vida?
—Ése es el sentido de su parábola, después de todo, padre Arago. Yo elijo el mal menor.
—¿Convirtiéndose en un asesino de masas?
—Acepto la palabra. También es posible que no salve a nadie, que acabe destruyéndolos a ellos y a nosotros. Pero no me lavaré las manos. Si perecemos, el Eurídice recibirá la información. Ya está en camino un informe sobre la situación, indicando que he descartado la retirada.
—En mi escatología no existe el mal menor —dijo Arago—. Con cada ser asesinado muere un mundo entero. Por esa razón la aritmética no sirve para medir la ética. El mal irreversible no puede medirse.
Se levantó.
—No le entretendré por más tiempo. Sin duda querrá usted continuar la conversación que yo interrumpí.
—No. Quiero estar solo.