badTop-05

Shhh. —En cuanto habló, Nathan se preguntó por qué se había molestado. Dudaba que Mitchell cerrara la boca, sobre todo ahora que sabía que fue él al que conoció cuando entró en casa de su madre.

No diría nada más. Joder, ya había hablado más que en los últimos dos años.

—¿Qué relación tienes con Nathan Drake? ¿Sabes dónde está su cadáver?

—Sigue hablando y el tirador nos cogerá desprevenidos —le susurró. No tendría que recordárselo. ¿No trabajaba para la policía?

Reinaba tanto silencio dentro del contenedor que creyó que ella había dejado de respirar.

Terri arrastró los pies hacia atrás hasta que topó con algo que creyó que era la pared.

—Estate quieta. —No podía verla pero se quedó en silencio hasta que la oyó respirar entrecortadamente. Estaba desconcertada y que le ladrara ahora tampoco le servía de ayuda. «¡Muy bien, Drake!». ¿Acaso había olvidado cómo ser amable con una mujer? Para ser sincero, sí. No había mantenido una conversación cordial con nadie en tanto tiempo que había olvidado cómo hablar sin que pareciera una amenaza—. No te haré daño —le dijo en voz baja. Nunca le había puesto la mano encima a una mujer y no quería que se sintiera amenazada.

—De acuerdo. —Mantuvo un tono igual de bajo.

—Me acercaré para hablar. No te asustes.

—Está bien.

Respuestas cortas. Aún le tenía miedo pero no disponía de toda la noche para tranquilizarla. Ella no hizo sonido alguno mientras se le acercaba, despacio. Se puso la capucha de la sudadera y alargó la mano por encima de su cabeza para apoyarse en la pared antes de golpearse contra ella. Al rozar una superficie dura, se detuvo y se inclinó hacia delante.

—¿Qué quieres? —preguntó ella.

—Que te calmes.

—¿Por qué estás enfadado?

—No tienes tiempo para oír toda la lista. Examinaré el contenido del contenedor para ver si descubro qué ha venido a buscar. Podrías ayudarme.

No hubo respuesta. Llevaba casi dos días sin dormir pero no le quedaba mucho tiempo. En cuanto se supiera que Drake, el ex presidiario, estaba en la calle y no se reunía con su agente de la condicional, se habría acabado la historia. Tendría que esconderse. Tampoco ganaría tiempo poniéndose en contacto con él y no podía arriesgarse a que la poli o los de Marseaux le siguieran la pista. Eso quería decir que tendría que actuar deprisa.

Contuvo su enfado y trató de parecer paciente mientras le explicaba:

—El tío que ha intentado matarte volverá si no ha cogido lo que andaba buscando.

—Pues entonces mira lo que hay dentro. —Parecía menos nerviosa y quizá menos molesta, incluso.

—Sin ti, no. No puedo protegerte si estás entre él y yo o fuera de mi alcance.

—No hace falta que me protejas —le dijo con un deje de enfado y arrogancia.

—¿Llevas pistola? —Conocía la respuesta. Si tuviera una, ahora mismo le estaría apuntando.

Silencio.

—Yo tampoco —le dijo—. Te cogeré del brazo para saber dónde estás mientras yo me muevo por aquí.

—No.

Nathan apretó los puños. Paciencia. Al menos le hablaba, aunque seguía comportándose como si fuera a arrastrarla por los pelos.

—¿Y si tú te agarras a mí? —le preguntó, tratando de encontrar la manera de que colaborara.

No hubo respuesta.

Le molestaba que tuviera tan poca fe en un hombre que acababa de salvarle la vida. Después de dos años defendiendo su espacio personal y evitando que le tocaran, aunque fuera un simple apretón de manos de otro reo, Nathan sentía unas ganas extrañas de que la mujer le hiciera al menos esa concesión. Que reconociera que él merecía ser aceptado como un hombre decente y que no le tuviera miedo.

—Por favor, agárrate del brazo —le apremió con suavidad, y esperó. Un segundo, dos segundos, tres…

Una delicada mano chocó contra su brazo, luego la echó hacia atrás y entonces notó como unos dedos le recorrían el brazo para finalmente sujetar su muñeca, incendiando la piel allí donde la había rozado.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos esa conexión con otra persona. Con una mujer.

Si seguía con vida cuando terminara todo, quizá intentaría encontrar a una mujer con la que poder pasar la noche. Una que entendiera que no valía la pena malgastar las energías con él, alguien que no esperara nada de un hombre emocionalmente vacío como él.

«Ponle cincuenta pavos y sería una prostituta, listo».

Nathan volvió a centrarse y se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó una pequeña linterna de LED y la encendió para examinar el interior del contenedor. La única zona desordenada era la de unas cajas que había al fondo, junto a un generador de tubos de acero de diez centímetros. Habían cortado una parte de la que se veían las marcas dentadas. Habían usado un soplete oxiacetilénico. También habían abierto una caja de cartón, que habían dejado medio desgarrada.

Se movió con cautela para no romper ese lazo frágil que le unía a ella. Iluminando el camino por delante, la guio hasta el centro y le echó un vistazo a la puerta. Cuando llegaron a la zona donde habían abierto el paquete, se acercó para verlo mejor.

Había dos herramientas de carpintería hechas con madera de teca: un guillame y una escuadra de madera, junto a una caja de embalaje. Unos cachivaches tallados con elegancia que ningún carpintero utilizaría en realidad.

Ella le soltó el brazo y se abrió paso para mirar pero no dijo nada.

—¿Le encuentras sentido a esto? —preguntó él.

Ella levantó la vista y le miró de reojo, pero él mantuvo la cara oculta. El leve halo de luz le iluminaba la curva de los labios. Tenía una boca muy hermosa.

—Pues no. No tengo ni idea de lo que estaba buscando aquí —musitó.

Mentía, pero no quería arriesgar lo mucho que había ganado diciéndoselo. Seguramente aquel hombre no consiguió lo que iba buscando porque esa era la única caja abierta. De haber terminado, no hubiera fallado el disparo. Hubiera asomado la cabeza, pistola en mano.

Mitchell estaba plantada sin decir ni una palabra.

—¿Llevas una radio encima? —le preguntó Nathan.

—No.

—¿No eres de la Policía de Nueva Orleans? —Le iluminó el rostro con la linterna pero no le apuntó directamente a los ojos.

—No exactamente.

—¿Dónde tienes el bolso? ¿No has traído nada para comunicarte?

—Está en el coche. No pensé que lo necesitara para registrar una caja de metal —espetó, y se apartó el pelo de los ojos, aunque parecía que esos rizos rubios no eran fáciles de dominar.

Le gustaba ese pelo desenfadado y esa actitud de resistencia a pesar de la situación. Le llamaba la atención de una manera provocativa. Que le excitara una mujer de la policía que no mostraba interés alguno por él decía mucho del tiempo que había pasado soltero.

—¿Y qué vamos a hacer? —Se había cruzado de brazos y si pudiera verle los pies, seguro que estaría dando golpecitos en el suelo—. El móvil está en la bolsa que se me cayó cuando me empujaste.

—¿Qué? Yo no te empujé. Te aparté de la línea de fuego.

—Lo que tú digas.

¿Es que no entendía lo que había hecho por ella?

—Saldré a recogerla…

—Y una mierda —farfulló.

—Lo haré a menos que quieras pasarte toda la noche aquí conmigo. —¿Lo había dicho de verdad en un tono esperanzado? «Menudo perdedor estoy hecho».

Silencio.

Nathan suspiró. «Sí, soy un fracasado». A estas alturas ya no le quedaba demasiado ego, con eso de ser ex presidiario y todo lo que eso conllevaba así que, ¿qué importaba ya? ¿Y qué se creía? ¿Qué querría pasar la noche con un hombre que probablemente no era más que un violador de los bajos fondos o algo por el estilo?

Sacudió la cabeza para quitarse esas ideas de encima y centrarse en lo que importaba de verdad.

—Por cómo están amontonadas estas cosas yo diría que no falta nada. Lo que significa que ese tío puede que intente volver y siga buscando. No voy armado así que no puedo luchar contra una nueve milímetros. Volveré a la puerta. —Se echó a andar, despacio, para ver si le seguía.

Ella le cogió el brazo.

Le dio un vuelco el corazón. Nathan sonrió por ese gesto, pequeño, sí, pero le hizo sentir menos presidiario y más hombre.

Al llegar a la puerta ella le dio un tirón. Cuando se dio la vuelta, se le acercó para escucharla. Tenía un olor de lo más femenino, dulce y fresco.

Le susurró:

—No salgas. Puede que te dispare.

«¿Se preocupa por mí? ¿De verdad?».

—No me disparará. —Nathan se tomó el comentario como algo positivo y se le acercó un poco más, concentrando la atención en su boca. Le gustaría averiguar si sus labios eran tan suaves como parecían.

—Eso no lo sabes —le rebatió ella.

Su suave aliento le hizo cosquillas en la nariz. Ahora sabía exactamente donde estaban sus labios.

Tentador. Muy tentador.

—Sé que no me va a disparar —le aseguró él—. En cuanto lance la bolsa adentro, pide refuerzos.

Esta vez, ella le tocó el hombro para retenerle. Él se dejó embriagar por su aroma; quería saborearla más que cualquier otra cosa durante estos últimos dos años.

—Si llamo a alguien te arrestarán —le dijo con una voz ronca que resultaba atractiva y muy apetecible. ¿O eran solo imaginaciones suyas?

—No me verán.

Ella no dijo nada pero notó cómo se le acercaba un poco más; lo suficiente para que se le acelerara el pulso.

—¿Quién eres? —dijo, humedeciéndose los labios—. Me… me gustaría saber cómo encontrarte. —Le apretó el hombro con más fuerza.

Hacía más de dos años que no besaba a una mujer. Posiblemente no volvería a tener la oportunidad de besar a ninguna a corto plazo, o a ninguna si al final tenía que desaparecer. Se inclinó un milímetro más y… ¿qué diantre?

Nathan la estrechó entre sus brazos y la besó con una mezcla de ternura y pasión. Ella le devolvió el beso durante unos diez segundos y luego se apartó.

—¿Pero qué haces? —preguntó en una voz tensa que le cayó como un jarro de agua fría.

—Nada. —La soltó y levantó la vista. Se sentía como un niño al que han cogido con la mano dentro del bote de las galletas.

El silencio incómodo que le siguió no hizo nada para cambiar esa sensación.

Disgustado consigo mismo por esa locura transitoria, también conocida como gran estupidez, se centró en su siguiente movimiento.

«Coge la bolsa para que pueda pedir refuerzos y ahuyenta al tipo que ya ha intentado acabar con ella esta noche».

—Espérame aquí. —Nathan se arrodilló y salió del contenedor. Se deslizó por la hierba y el polvo hasta donde ella había caído antes. Palpó con una mano y dejó la otra libre por si tenía que ponerse de pie rápidamente. A tientas palpaba el suelo y aguzó los oídos en busca de alguna vibración provocada por el movimiento. Entonces dio con la bolsa, la cogió, buscó la parte superior y fue con cuidado para no volcar el contenido. Luego regresó sigilosamente al contenedor y lanzó la bolsa por la puerta.

No era así como imaginaba que sería el primer encuentro con una mujer al salir de la prisión. En primer lugar, besarla fue una estupidez. Tuvo suerte que no puso el grito en el cielo.

Encontró un lugar desde donde poder vigilarla hasta que llegaran los refuerzos. No debería importarle. Después de todo era policía y en este momento tampoco estaba indefensa pero seguía siendo una mujer. Una que probablemente le estaba apuntando con el arma ahora mismo.

Sin embargo mentiría si dijera que no le gustaban sus agallas.

Cuando se dio la vuelta para subir la pendiente, oyó que le susurraban por detrás:

—Gracias, hombre misterioso.

Nathan parpadeó, incrédulo, y luego sonrió. «Hombre misterioso» estaba por encima de criminal.

Llevaba recorridos unos dieciocho metros cuando se encendieron los focos de la entrada. La persiana eléctrica se cerró. Unos hombres en un coche patrulla dieron una vuelta en dirección al aparcamiento de gravilla.

Cuando los dos agentes llegaron al contenedor, Nathan retrocedió lentamente, dio la vuelta hacia donde estaba el coche de Terri y abrió la puerta… no le había echado la llave. ¿Acaso pensaba que solo porque estuviera en unas instalaciones policiales estaría seguro? Seguramente no volvería a hacerlo después de esta noche.

Nathan encontró su bolso y, sí señor, también su permiso de conducir. Memorizó la información y lo dejó todo en su sitio en menos de un minuto. Tras volver a examinar el revuelo que se había formado alrededor del contenedor, volvió por donde había entrado al complejo. En cuanto estuvo al otro lado de la valla, se metió en el Javelin, se acercó con sigilo hasta la persiana y aparcó al otro lado de la calle, frente a una promotora inmobiliaria. Con el motor en marcha y los silenciadores retumbando ligeramente, esperó.

Llegó otro coche patrulla y entró un código para abrir la persiana.

La atractiva asesora tenía la suficiente protección y bastante trabajo para tenerla entretenida un buen rato.

Nathan tenía que visitar a un par de personas, pero aún no había terminado con Terri Mitchell. Era interesante que viviera en la misma zona que su madre.

Se alejó de allí tranquilamente hasta que estuvo lo bastante lejos para acelerar y dejar que el Javelin rugiera. ¿Quién estaba en el contenedor? ¿Qué buscaba el intruso?

Seguro que Mitchell tenía una idea. Lo único que tenía que hacer para que hablara era cogerla desprevenida. Y sin su arma.

•• • ••

Terri entró en su casa y cerró la puerta sin hacer ruido. El sonido inconexo de la televisión en la habitación de su abuela llegaba hasta la cocina.

Eso ya le iba bien. No estaba preparada para hablar aún.

Con el bolso y la bolsa de lona en la mano, cruzó el pasillo y pasó de puntillas por delante del dormitorio de su abuela. Al llegar a su cuarto, Terri lo dejó todo en el suelo. Se quedó ahí un momento sin creerse del todo cómo había transcurrido la noche. Se le escapó una carcajada teñida de indignación.

Nadie la creería por mucho que intentara contar la verdad. Sin embargo, seguro que sonaría mejor que la lamentable historia que se inventó en el momento en que aparecieron aquellos dos agentes.

Querían detalles, una descripción del agresor. Ella se pasó la mano por el pelo y sacudió la cabeza. ¿Una descripción? La única que tenía era la del hombre que le había salvado. Mediría un metro noventa, era irritable, peligroso, algún tipo de profesional, tenía una voz profunda y sensual, besaba muy bien…

No era lo que esperaba cuando surgió la oportunidad de registrar el contenedor. Tampoco era lo que esperaba el BAD. Joe no estaría contento, y Carlos sería aún menos comprensivo. Nunca más volvería a ceder.

Feliz de estar en casa sana y salva, se masajeó las sienes que le dolían y empezó a quitarse la ropa, que luego dejó sobre una silla. La abuela lo entendería si esta noche no bajaba a ver la televisión con ella una horita. Cuando todo lo demás fallaba, un baño caliente y una copa de vino lograban curar muchos pesares.

Le vibró el móvil, que zumbaba dentro del bolso. «¿Y ahora qué?». Lo buscó a tientas, lo encontró, se le volvió a caer dentro y gruñó cuando vio que habían ocultado la llamada.

—Mitchell.

—¿Qué ha pasado? —No era aquel Carlos vivaracho con el que había bromeado antes.

—Me las vi con alguien que ya estaba inspeccionando el contenedor y no era nadie de nuestro equipo o de la Policía de Nueva Orleans.

—¿Se te ocurre quién puede ser?

—No. Trabajaba completamente a oscuras salvo por un pequeño láser… y una pistola. —Se encogió de hombros, esperando a que Carlos se subiera por las paredes por no haber querido ir acompañada.

No lo hizo, pero le preguntó:

—¿Y cómo has salido de esa?

—He salido, eso es lo que importa.

—No, no lo es, Mitchell.

Ahora no había lugar para bromas. Se dirigía a ella como Mitchell y no Terri. Mientras suspiraba, pensó cuánto podría contarle a Carlos.

—Tuve ayuda —reconoció.

—Ya me lo suponía.

Eso la hirió en lo más vivo.

—¿Por qué? ¿Crees que no sé hacer este trabajo?

—No te me pongas feminista ahora. ¿Quieres que te trate como al resto del equipo? Pues entonces aguanta la bronca que les caería también a los demás si rechazaran trabajar con pareja. Tú eliges.

A Terri se le encendió el rostro de vergüenza. Carlos le dio lo que quería y había echado a perder la misión. Ahora le tocaba espabilarse y aceptar la responsabilidad.

—Tienes razón. Lo siento. Sí, me ayudaron y sí, de no haber sido por eso me hubieran hecho daño.

O matado.

—De acuerdo. Ahora entiendes lo que significa tener a un compañero y por qué es necesario.

Seguía sin querer un compañero, pero Carlos se había tranquilizado así que no era el momento de seguir insistiendo.

—Ponme al tanto de lo que ha pasado y de la información que has conseguido.

Le contó lo acaecido, ateniéndose a los hechos pero sin decirle lo de su ridícula reacción ante el hombre misterioso… y el beso. En aquel momento le sedujo la determinación del hombre encargado de protegerla. Se vio embargada por su fuerza, pero no de un modo amenazador. Notó que quería algo de ella y, no obstante, se sintió fascinada. Quizá era una locura, pero quería que la besara. Eso y la enajenación transitoria eran las únicas excusas disponibles. Pero no era información que compartiría con nadie del BAD, claro.

La voz de Carlos era más profunda y más relajada ahora.

—Cuéntame algo del contenido.

—Había un generador dentro de una estructura de acero. La droga estaba escondida dentro de los tubos. Había un par de cajas de embalar con cacharros insignificantes y una caja con herramientas de carpintero de esas tan bonitas que son más para colgar que para usar.

—¿Te dio la impresión de que faltara algo?

—No que yo viera. No salió con nada en las manos así que si cogió algo debía de ser lo bastante pequeño para llevarlo encima.

Técnicamente no había visto marchar al intruso, pero supuso que se lo hubiera dicho su hombre misterioso.

—¿Y qué me dices de esta ayuda que tuviste?

—No tengo ni idea de quién era ese segundo hombre o por qué estaba ahí. Se peleó con el primero, me devolvió la bolsa y se marchó. —Fue un poco parca en detalles pero se parecía bastante a la verdad.

—¿No se identifica, te ayuda, y luego se marcha? Eso no tiene ni pies ni cabeza.

Que se lo dijeran a ella.

—Oye, estoy tan desconcertada como tú.

—Quedemos mañana para hablar de esto en persona.

¿Por qué eso la hizo morirse de vergüenza, como si le dijeran a un niño que fuera a ver al director?

—Dime hora y lugar.

Carlos le dio los detalles. Colgó y se quedó pensando en lo que había dentro del contenedor. ¿Por qué el intruso rebuscó en las otras cajas si habían guardado las drogas en la estructura de acero del generador?

La policía había empleado un soplete para abrir una parte de la estructura en el muelle, eso estaba claro.

Si el intruso iba a por las drogas, ¿acaso no sabría dónde estaban escondidas?

Terminó de desvestirse, abrió el grifo del agua caliente y se metió en la ducha. El vino y las burbujas tendrían que esperar a otra noche. El agua caía sobre su cuerpo magullado, eliminando así hasta el último resquicio de cansancio.

Salió de la ducha y cogió una toalla del toallero para envolverse el pelo mojado en una especie de turbante e hizo una mueca cuando se palpó el chichón de la cabeza. No podía quejarse. Ese bulto era mejor que acabar con los sesos esparcidos por una bala, gracias a… él. ¿Pero quién era? ¿Qué era?

Eran preguntas que mañana podría contestar mejor con un poco de descanso.

Se envolvió con otra toalla, que aseguró con un pliegue a la altura del pecho mientras oía los ruidos de la casa. La televisión de la abuela seguía parloteando al final del pasillo, pero su cama la llamaba dulcemente y la tentaba para que se echara unos minutos. Después podría vestirse y hacer compañía a la abuela.

Se tumbó boca abajo sobre la colcha y se le cerraron los ojos. Bostezó y se estiró. La toalla que la cubría cedió un poco al moverse.

Una mano le cubrió la boca en el mismo instante que alguien se tumbaba encima de ella.