–Eres Nathan Drake. —Terri miraba absorta el rostro que debería tener un agujero de bala en esa frente tan lisa.
—Sí. No me dispares. —Le dedicó una sonrisa pensada para que bajara las defensas. Funcionó bastante bien.
¿De qué valdría dispararle si una bala en la cabeza no le había matado? Esa idea era ridícula.
Terri bajó el arma.
—¿Cómo puedes estar vivo? —Tenía que haber una explicación. Pensaba en él como un fantasma pero solo para divertirse.
—Es una historia complicada y creo que hay mejores sitios en los que hablar que aquí.
Ella le dio la vuelta y recobró la consciencia.
Un gruñido desde la esquina le llamó la atención. Nathan también se dio la vuelta y se colocó entre ella y el sonido.
—¿Qué piensas hacer con él?
Terri saltó al oír una voz grave a su espalda y corrió hacia Nathan, entonces se dio cuenta de lo que había hecho y se apartó de los dos hombres.
Nathan se dio la vuelta, con el ceño fruncido.
—La has asustado.
—No, ¿qué dices? —mintió ella, avergonzada—. ¿Quién es?
—Terri Mitchell, él es Vic Stoner. —Luego añadió—: Un buen amigo.
—Tu único amigo —susurró él y le tendió la mano a Terri—. Encantado de conocerte.
Terri se quedó mirando aquella mano enorme mientras Stoner esperaba pacientemente a que decidiera si era amigo o enemigo. Al final, se la estrechó. Podría haberle crujido todos los dedos, pero anduvo con cuidado al darle el apretón.
Un golpe sordo hizo que Nathan volviera a fruncir el ceño.
—Tengo que hacer algo con Rodaine. —Se fue hacia la puerta trasera. Terri le siguió unos pasos hasta que vio el cuerpo atado y amordazado en el suelo, retorciéndose.
Nathan se puso en cuclillas y le dijo algo en voz baja. El hombre asintió vigorosamente. Entonces, Nathan sacó una navaja y cortó las cuerdas en un par de tajos. A Rodaine le faltó tiempo para levantarse y salir corriendo como una cucaracha a la que persiguen con un insecticida.
Nathan se acercó a ella y miró en todas direcciones, alerta.
—¿Qué le has dicho? —Terri recuperó el bolso, guardó la pistola dentro y volvió a fijar las correas.
—Que si fuera él, buscaría un escondrijo y no saldría de él en mucho tiempo. Y si me enteraba que le contaba a alguien lo de esta noche, iría a buscarle un día durmiendo y… bueno, sabe que no sería muy agradable. —Entonces le lanzó a Stoner una mirada interrogativa—. ¿Qué haces tú aquí?
Stoner miró alrededor.
—Hermano, como has dicho antes, hay mejores sitios donde hablar que este.
—Cierto. —Examinó el almacén por última vez y luego le hizo unas señas con las manos a su compañero, que asintió como si discutieran un plan para salir de ahí.
Todo indicaba que los dos hombres habían recibido formación como agentes secretos, pero dejaría las preguntas para más tarde. Nathan le tendió la mano. Terri hizo caso omiso del gesto y asintió en dirección a la entrada; una orden silenciosa que quería decir que la guiaran y ella les seguiría.
Con una mirada triste, él dejó caer la mano y echó a andar pasillo abajo. Ella tomó aire profundamente, contenta por haber sobrevivido, y siguió el ritmo a pesar del dolor que sentía en la pierna; correr para refugiarse no le había ayudado demasiado. Una vez fuera, los hombres se movieron en tándem, Nathan tomó la delantera y Stoner le siguió mientras reconocían el terreno.
De hecho, se movían como si fueran una unidad.
Estos dos habían trabajado así antes, ¿pero dónde y cuándo?
•• • ••
—No me resultó difícil entrar en el contenedor, pero solo había ocho ampollas. Debería de haber diez en total. —Duff colocó el estuche forrado de gomaespuma que tenía diez huecos para las ampollas encima del escritorio de caoba. Al apartar los dedos vio que le temblaban las manos.
Fra Bacchus pulsó un botón del teléfono con un dedo huesudo.
—Linette, ven, por favor.
La puerta se abrió y la formidable ayudante del Fra entró tan silenciosa como una plegaria. Tenía unas piernas infinitas y un cuerpo que Duff había imaginado desnudo muchas noches a bordo de su barco. Si hubiera nacido rubia…
—Llévalo a la enfermería. —Fra Bacchus le entregó el estuche.
Cuando se dio la vuelta para irse, Duff se dio cuenta de cómo el Fra seguía el contoneo de caderas de Linette. ¿Se la estaba tirando el muy cabrón? Era algo que prefería no imaginarse. La forma apenada de sus ojos escondía secretos y dolor de los que tampoco quería saber nada. Era mejor acostumbrarse. Todos tenían que cargar con su cruz.
La muchacha cerró la puerta sin hacer ruido, como todo lo que hacía.
—No puedo esconder lo decepcionado que estoy —empezó a decir. Tenía los brazos cruzados dentro de las mangas anchas del hábito. Al Fra le gustaba ese atuendo típico de monjes pero fuera de esas paredes llevaba trajes a medida confeccionados por sastres italianos. Una ropa más adecuada para su persona pública: el inversor internacional y entendido en vinos poco conocidos.
Duff había estado reflexionando un buen rato antes de entrar. Sabía que era peliagudo presentarse sin dos viales y ningún plan para recuperarlos.
—Alguien entró en el contenedor y se llevó las otras dos ampollas, pero si sabían lo que tenían entre manos, ¿por qué no cogieron las diez? Creo que quienquiera que robó las herramientas de teca no tiene ni idea de lo que contienen. Si pudiéramos obtener la lista de todos los que han entrado ahí, encontraría los viales en un periquete.
—Cierto, pero puede que tardemos mucho en obtener esa lista y, además, llamaríamos una atención innecesaria si empezáramos a interrogar a la gente.
«Gracias por tu ayuda». Duff cerró el puño con las manos pegajosas. Se esforzaba por no perder la calma y dejar entrever su nerviosismo.
—Aún tengo un día para recuperar las dos ampollas. Las conseguiré.
—¿Cómo? —Fra Bacchus pronunció esa palabra con la fuerza de un cuchillo de carnicero cortando una cabeza. Y no hacía falta preguntar de quién era esa cabeza.
—Tengo contactos a los que puedo sonsacar para saber quién ha estado dentro del contenedor. —No era exactamente la verdad, pero quería aplacar al Fra hasta que localizara las dos ampollas o acabaría dentro de una caja de pino—. No te preocupes, seré discreto.
—Hoy tienes que entregar las dos primeras —le espetó—. Eso no te deja demasiado tiempo para buscar las que faltan.
Duff miró el reloj. Eran las tres de la mañana pasadas.
—Pensaba que estaba previsto probar el virus primero para asegurar que el producto funcione tan rápido como nos han dicho. ¿Quién va a probarlo?
—Nuestros invitados.
Los prisioneros que le había pedido a Duff que trajera en lugar de matar vidas. Ninguna muerte innecesaria. Al Fra le gustaba mucho la palabra «innecesaria». Entonces ese desgraciado no era otra cosa que un conejillo de Indias necesario.
—La prueba debería de estar lista. Puedes verla tú mismo. —El Fra volvió a pulsar un botón del teléfono—. Ya puedes servirle a nuestro invitado. —Soltó el botón y le miró—. Quiero que entiendas lo potente que es este virus y el peligro de que caiga en las manos equivocadas.
Duff abrió la boca para decirle que lo entendía todo perfectamente.
—No digas nada. —Levantó el mando a distancia y apuntó a la pared que había detrás de Duff, que se dio la vuelta para mirar.
La pared se dividió y dejó al descubierto una pantalla de plasma que se encendió con la imagen de una habitación con una cama individual y una pequeña mesa junto a la puerta. Había un hombre en calzoncillos tumbado boca abajo en la cama y con un hombro vendado. Con el otro brazo se cubría el rostro. El pecho le subía y bajaba con cada respiración corta. Las sábanas, así como los calzoncillos, estaban empapadas del sudor que le caía prácticamente a chorros.
El segundo hombre estaba atado a una silla con cuerdas. Estaba inclinado hacia delante en el mismo estado; llevaba únicamente unos calzoncillos y transpiraba en abundancia. La cabeza le había caído hasta que la barbilla le tocaba el pecho.
Duff no podía verle la cara al paciente tendido en la cama desde ese ángulo de la cámara, pero el vendaje le tenía intrigado. La noche anterior había disparado a un policía antes de llevarle al laboratorio del Fra.
En el televisor vio cómo se levantaba un panel de la pared para introducir una bandeja que se desplazó sobre la mesa. El panel se cerró de nuevo. El plato de la bandeja estaba colmado de cosas: un bistec de aspecto apetecible, una patata, brócoli y una botella de agua.
El clic de la compuerta corredera al cerrarse llamó la atención del tipo que yacía en la cama. Saltó a por la botella, le sacó el tapón desesperadamente y engulló el agua, que le chorreaba por la boca. Tosió y casi se atragantó, luego cayó de rodillas.
•• • ••
El hombre de la silla volvió en sí y abrió la boca para gritar pero solo acertó a decir con la voz ronca:
—Agua, agua… por favor, agua.
Sus ruegos eran demasiado débiles o llegaron demasiado tarde. Su compañero de celda había apurado la botella de un trago largo como si hubiera enloquecido por la sed.
El Fra le señaló la pantalla.
—Tenemos la habitación a más de cuarenta grados para estimularles la sed. Le dimos un sedante suave para ver si la presencia de drogas en el organismo influye en algo. Dudo que sepa siquiera que el otro hombre está en la misma habitación.
Duff asintió, incapaz de apartar la mirada de la pantalla, nervioso pero a la vez intrigado. Había oído hablar de este virus y había visto los resultados, pero no el proceso real de la muerte.
—No queda mucho ya —dijo Fra Bacchus.
Durante unos diez minutos no parecía que pasara nada; aunque al tipo parecía faltarle el aliento y luego empezó a rascarse.
A los quince minutos estuvo a punto de apartar la vista pero entonces de los altavoces salió un gemido agonizante. El tipo que estaba de rodillas se dobló, se contorsionó adoptando una forma escalofriante y empezó a gritar:
—Ayudadme. Estoy enfermo. Necesito… —Después de eso, parecía más un animal torturado que un ser humano.
El compañero, que estaba en la silla, dijo en un grito desgarrador:
—¡Socorro! Que venga alguien. ¡Está enfermo!
La piel se le empezó a hinchar. El hombre se arañó en el cuello y en la cara, y le empezó a salir la sangre a borbotones. Le cambió la piel; se le oscureció en algunas zonas y se endureció. La hinchazón siguió su curso. Dio un pisotón en el suelo y se golpeó en la cara, chillando y retorciéndose de dolor. Entonces empezó a moverse de forma espasmódica desde su postura fetal. Se agarró la entrepierna y empezó a apretar con fuerza, gritando de desesperación.
Duff se encogió y cerró las piernas en un acto reflejo para protegerse los genitales.
El hombre de la silla pedía ayuda a gritos. Se inclinaba hacia delante y hacia atrás en un intento de desatarse, pero las patas de la silla parecían ancladas al suelo.
Duff se agarraba a las piernas con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en la piel. Había presenciado muchas muertes, la gran mayoría en sus propias manos, pero nada como esta. Se le revolvió el estómago cuando a la víctima se le cuarteó la piel y empezó a salirle sangre. Maldita sea, se le había partido la cabeza por detrás y el líquido empezaba a rezumar con fuerza.
Se dio la vuelta; quería dejar de oír esos gritos y esos llantos.
—¡No vuelvas la cabeza! —rugió Fra Bacchus.
Cuando Duff se dio la vuelta para ver el resto de esa película escabrosa, la víctima se desplomó y empezó a echar espuma por la boca. Los párpados se le agrietaron; ya no podían retener esos dos ojos hinchados como pelotas de golf.
Estaba irreconocible. No era humano siquiera.
El segundo hombre estaba histérico, no dejaba de llorar y rezar.
Duff jadeaba e intentaba recobrar el aliento. Se movía en la butaca, incapaz de esconder el miedo.
—¿Estamos seguros de que no se transmite por el aire?
—Bueno, relativamente, por eso es un experimento vital para asegurar que hayamos recibido mercancía de primera calidad. Eso se ha conseguido con una sola gota de virus en un vaso de agua. Antes de soltar el virus en la siguiente localización, examinaremos al segundo prisionero para ver si está infectado.
La pantalla se apagó. Duff se dio la vuelta al oír que se abría la puerta y entraba Linette. El corazón seguía latiéndole tan fuerte que pensó que ella podría oírlo. Necesitaba un trago… pero asegurándose antes de que tuviera un tapón imposible de manipular.
La muchacha dejó dos bolígrafos gruesos sobre el escritorio y luego se fue.
El Fra levantó el bolígrafo plateado.
—Este contiene la ampolla del agente viral activo.
Como si quisiera tocar esa mierda después de lo que acababa de ver. Duff se quedó mirando el bolígrafo con el respeto de un hombre que se enfrenta a una serpiente venenosa a punto de atacar.
—El virus está perfectamente a salvo dentro de este vial en el interior del bolígrafo —le explicó—. Aunque se te cayera, la ampollita no se rompería así que estás fuera de peligro.
Aún asustado, Duff hizo un esfuerzo y cogió el bolígrafo, pero se metió el suero dentro de la chaqueta de cuero, en cualquier sitio salvo en los pantalones. Hizo una mueca al recordar cómo se agarraba ese tipo.
—Llévale este a Parker. —Le entregó un segundo bolígrafo de la misma forma y tamaño, pero en azul oscuro—. Es el antídoto.
—¿Y las otras ampollas? ¿No quieres que las entregue también?
—Estarán a salvo en nuestra cámara acorazada hasta que hayas completado la primera parte de esta misión.
Duff contuvo la rabia. El Fra le trataba como si fuera un niño que no podía ocuparse de demasiadas cosas a la vez.
Fra Bacchus volvió a recostarse en la butaca y escondió los brazos en las mangas de nuevo.
—Recuérdale a Parker que en cuanto el primer brote saliera en las noticias, tendría que hacerle la transferencia o las otras dos acciones planificadas no sucederían en el momento previsto.
—De acuerdo… Fra. —Tembló y le costó articular las palabras—. Como quiera. —Se levantó y se lamió los labios secos—. ¿Me puede vacunar?
—No, el antídoto solo funciona en un paciente infectado.
¿Paciente o víctima?
—No te pasará nada, Duff. No me arriesgaría a que esto saliera a la luz hasta su debido momento. Asegúrate de que entregas el suero activo a nuestro contacto en Chicago antes de las diez de la mañana, pero luego vuelve directamente aquí y busca esas dos ampollas.
•• • ••
Nathan llevó a Terri y a Stoner hasta una callejuela detrás de un edificio a media manzana del almacén de Marseaux. Terri se detuvo a unos pasos de donde él había aparcado su Muerte Negra.
—¿Ese es el que restauraste? —Stoner le pasó la mano al brillante capó del Javelin.
—Sí. —Nathan abrió la puerta. La luz interior iluminó a Terri, que le observaba sin decir nada.
Nathan seguía sin creer que Stoner estuviera allí. Tenía muchísimas preguntas que hacerle y suponía que a él le pasaba lo mismo.
—Tenemos que hablar y pronto.
—Mañana. ¿Tienes un móvil?
—No.
—Mira, traje este por si acaso. —Le dio un teléfono negro pequeño y muy delgado—. Estoy en la agenda como S. Llámame por la mañana. —Miró a Terri y luego otra vez a él—. No hace falta que sea muy temprano. —Se volvió hacia ella y le dijo—: Ha sido un placer. Gracias por no dispararme. —Entonces sonrió y se fue.
Nathan intentó relajarse de hombros pero se notaba tan tieso como un palo. Terri podría haber muerto. Otra vez. Y ahora Marseaux haría que sus hombres fueran a por ella.
Se apartó un mechón de pelo que se le había salido de la coleta cuando se quitó la capucha, y se dio la vuelta para mirar a Terri. Había estado tan callada durante los últimos quince minutos que no sabía si estaba enfadada, confundida o seguía molesta porque Marseaux la hubiera atrapado. Se dijo que debía mantener la calma pero, maldita sea, ella no tendría que encontrarse ahí en este momento.
—¿Por qué no fuiste a casa cuando te lo dije? —Al instante se arrepintió de ese tono incisivo que había usado y abrió la boca para suavizarlo antes de molestarla aún más cuando vio que ella le miraba con dureza.
—¿De dónde sacaste la idea de que tenía que seguir tus consejos? —le espetó. Tanta mordacidad y ni una sola lágrima.
—Es que no era un consejo.
Ella se llevó las manos a la cintura y añadió:
—Te estaba dando el beneficio de la duda cuando me refería a «consejo». No acato órdenes de nadie, especialmente de alguien que ni siquiera conozco. —Alzó la voz en esas últimas palabras.
Él se cruzó de brazos y dio un paso al frente.
—A mí sí me conoces.
—Hoy es la primera vez que te he visto la cara —se burló ella.
—La cara que tenga no significa nada.
—Significa que puede que seas un criminal.
Los grillos chirriaban. El viento arrastraba la basura por el suelo. Nathan esperaba que ella le tachara de traficante solo porque un archivo lleno de papeles así lo dijera. ¿No podía confiar en sus instintos sobre alguien para diferenciar a un presunto criminal de uno de verdad?
—¿Y cuál es el veredicto? —le preguntó él, incapaz de soportar más su silencio. Se preparó para su repulsa y odiaba lo mucho que le molestaría eso.
—No lo tengo. No sé qué pensar.
No era ninguna repulsa pero tampoco se había ganado un voto a favor.
Le daba la espalda al interior iluminado del coche.
—Olvida que me has visto la cara esta noche. Ahora mismo no puedes verla. Dime… la verdad. ¿Qué piensas de mí?
Ella se metió las manos en los bolsillos y le temblaron los rizos cuando ladeó la cabeza. Entonces se llevó un dedo a la mejilla para pensar; su mirada transmitía el sumo cuidado con que escogía las palabras.
—Creo que te formaron profesionalmente para trabajar en secreto, quizá en el ejército. Ahora pienso que no trabajas para Marseaux pero no tengo ni idea de lo que hacías antes de conocerte. Sé que no eres un fantasma, pero no puedo explicar lo del cadáver en el depósito. —Se quedó callada y la gravilla crujió al pisarla con el tacón—. Y creo que ocultas algo, pero no sé si se trata de un crimen.
Tenía motivos para cuestionarle a él y su expediente, pero le había juzgado con mucha más justicia de la que se esperaba. Se le pasó el enfado tan rápidamente cómo había venido.
—Gracias.
—Mantendré tu identidad oculta tanto como me sea posible. Así que la pregunta es: ¿Por qué no puedes dar algo de confianza y decirme la verdad sobre por qué estás aquí?
—No es una cuestión de confianza. Lo que no quiero es que te involucres más de lo que ya estás.
—¿Cuántas veces mi vida y mi trabajo se han visto ya amenazados? Estoy metida en esto, te guste o no. La única manera de salir es llegar al fondo de toda esta mierda.
Él levantó la mano y le acarició los rizos.
—Ya lo sé, pero no cambia el hecho de que te he puesto en peligro y ahora deberemos encontrar la manera de sacarte de esto antes de que empeore.
—Entonces dime a lo que nos enfrentamos.
«A lo que nos enfrentamos». ¿De verdad le incluía a él? Estaba tan sorprendido que dejó de hablar. ¿Qué podía decirle a eso? Él no había pensado en ese «nosotros» desde que trabajaba en el ejercita o con su hermano.
Esta mujer luchaba por trabajar codo con codo con él.
Ya que no sabía qué responder, cambió de tema.
—Salgamos de aquí primero. ¿Dónde has dejado el coche?
—Un par de manzanas más abajo, hacia la carretera principal. He encontrado una salida lo bastante cerca para cruzar el bosque hasta la empresa.
Él tuvo que contenerse para no gritarle. Tenía habilidades para ser investigadora, pero no una agente secreto, maldita sea. Y sin embargo había regresado al almacén, con la clara intención de entrar.
—Entra y te llevo.
Ella se cruzó de brazos; señal de que estaba clavando los tacones en el suelo para seguir hablando.
—Aún no estamos fuera de peligro —le recordó.
Ella le lanzó una mirada malévola antes de moverse.
Cuando ambos estuvieron dentro del coche, él encendió el motor y salió despacio de la carretera, para a continuación doblar a la izquierda. Miró a Terri y trató de recordar cuándo fue la última vez que había llevado a una mujer en coche. Nunca. La última que estuvo ahí antes de que él entrara en el ejército fue una chica, no una mujer.
Él siguió las direcciones que le daba ella y tuvo que reconocer que había escondido bien el coche. Eso no aplacaba la rabia que sentía al imaginársela andando a través del bosque sola, por muy armada que fuera. Estaba claro que no debía involucrarse con una mujer de la policía. Por muy hábil que fuera, nunca podría asumir la idea de verla en peligro.
Aparcó el coche y le dijo:
—Espera a que vuelva.
—Yo puedo…
—No empieces otra vez. —Salió, examinó la zona al tiempo que daba una vuelta alrededor del coche y luego le abrió la puerta. Al mirarlo más detenidamente, se dio cuenta de que había escogido un mejor escondite que él para aparcar, pero eso no cambiaba lo que había hecho. Y encima con una pierna herida.
Cuando cerró la puerta, ella se escabulló entre él y el coche y luego le dio una palmada en el pecho.
—Dejemos esto claro: no soy una mujercita indefensa. Soy una profesional muy bien entrenada.
Él levantó la vista y la vio con la barbilla levantada. Su mano parecía ser un hierro de marcar ganado porque quemaba allí donde tocaba. Nathan le tomó la mano.
—No creo que estés indefensa.
—Pero tampoco me crees capaz de hacer este trabajo.
—Eso no es verdad.
—De acuerdo, entonces ¿qué piensas?
—Que eres capaz de hacer todo lo que te propongas, que eres increíblemente valiente y… —«No lo digas. Cállate mientras puedas».
Se le aceleró el corazón. Ella subió la mano por encima de su pecho.
—¿Qué? —preguntó con una voz ronca que le nublaba y le impedía pensar con claridad.
—Tan… —inclinó la cabeza hacia ella— hermosa. —Y la besó. Tenía un sabor dulce y fresco, su sabor favorito. Cuando ella se puso de puntillas, él la rodeó con el brazo y la levantó aún más. Su otra mano se perdió en su nuca y en esa melena de bucles rebeldes.