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¡La sangre ha empezado a manar! ¡Liston se tambalea! ¡Clay le ataca con combinaciones! ¡Penetra en la guardia! ¡Clay le está matando! ¡Le está matando! ¡Señoras y señores, Liston está en la lona! ¡Sonny Liston ha caído! ¡Clay baila! ¡Saluda! ¡Grita al público! ¡Ah, señoras y señores, no sé cómo describir esta escena!

Comentarista radiofónico

Segundo combate Clay Vs Liston

Tubbins se había vuelto loco.

Tubbins era un chico menudo con gafas y un mar de pecas. Llevaba unos tejanos que le iban grandes de cintura y se los tenía que subir constantemente. No había hablado mucho, pero había sido bastante buen tipo hasta que se había vuelto loco.

—¡Ramera! —balbuceó Tubbins a la lluvia. Había vuelto el rostro hacia ella y la lluvia rebotaba en las pecas de sus mejillas y en sus labios y resbalaba hasta el extremo de su roma barbilla—. ¡La gran ramera de Babilonia ha venido entre nosotros! ¡Se tiende en las calles y abre las piernas sobre la suciedad de los adoquines! ¡Vil! ¡Vil y perversa! ¡Guardaos de la prostituta de Babilonia, pues sus labios rezuman miel pero su corazón es amargo y rezuma hiel!

—Y además tiene gonorrea —añadió Collie Parker con voz cansada—. ¡Señor, ése es peor que Klingerman! —Alzó la voz y exclamó—: ¡Cáete muerto de una vez, Tubbins!

—¡Alcahueta y celestina! —gritó Tubbins—. ¡Vil y perversa!

—¡Maldita sea! —murmuró Parker—. Le mataré yo mismo si no calla.

Se pasó unos dedos temblorosos y esqueléticos por los labios, los dejó caer sobre el cinturón y tardó treinta segundos en conseguir liberar la cantimplora. Ésta casi se le cayó al llevársela a los labios, y derramó la mitad del contenido. Después se puso a sollozar débilmente.

Eran las tres de la tarde. Portland y South Portland habían quedado atrás. Hacía unos quince minutos, habían pasado bajo una pancarta empapada en la que se informaba que la frontera de New Hampshire quedaba a sólo 70 kilómetros.

Sólo, pensó Garraty. Sólo. Vaya palabreja estúpida. ¿A qué imbécil se le había ocurrido que era necesaria tal palabreja?

Garraty caminaba junto a McVries, pero éste sólo había murmurado monosílabos desde Freeport. Ray apenas se atrevía a hablarle. Estaba en deuda con él nuevamente, y se sentía avergonzado. Sentía vergüenza porque sabía que, si llegaba el momento, él no ayudaría a McVries. Ahora, Jan había desaparecido, igual que su madre. Irrevocablemente y para toda la eternidad. A menos que venciera. Y ahora, Garraty deseaba fervientemente ganar.

Era extraño. Hasta donde podía recordar, era la primera vez que deseaba vencer. Ni siquiera al principio, cuando todavía estaba fresco (más o menos en la época en que los dinosaurios poblaban la Tierra), había tenido el deseo consciente de ganar. Sólo le interesaba el reto que representaba la Marcha. Pero después, de los fusiles no salían disparos de broma, ni banderitas rojas con la palabra BANG. No era un juego como el béisbol o el escondite. Todo era real.

¿O lo había sabido desde el principio?

Los pies parecían dolerle el doble desde que había decidido que quería ganar, y cada vez que respiraba profundamente, un puñal parecía clavársele en el pecho. La sensación de fiebre era cada vez más alta. Quizá se había contagiado de Scramm.

Deseaba ganar, pero ni siquiera McVries podía llevarle hasta la invisible línea de llegada. No creía que consiguiera ganar. En sexto curso de primaria había ganado el concurso de ortografía de su escuela y había acudido al concurso del condado, pero el tribunal del condado no era como la señorita Petrie, que le permitía a uno volver atrás. La señorita Petrie y su blando corazón. Allí se había quedado él, dolido e incrédulo, convencido de que se había producido algún error, aunque no había sido así. Sencillamente, no lo había hecho lo bastante bien para quedar entre los mejores, y tampoco lo conseguiría ahora. Quizá consiguiera sobrevivir a la mayoría, pero no a todos. Sus pies y sus piernas habían pasado más allá de la rebelión sorda e irritada, y estaban ahora a un paso del motín.

Sólo tres Marchadores habían recibido el pasaporte desde que salieran de Freeport. Uno de ellos había sido el desgraciado Klingerman. Garraty sabía qué estaban pensando los demás. Eran demasiados los pasaportes ya expedidos para abandonar por las buenas. Imposible, ahora que sólo quedaban diecinueve más por derrotar. Ahora, todos caminarían hasta que sus cuerpos o sus mentes reventaran.

Pasaron un puente que salvaba un plácido arroyo cuya superficie era suavemente batida por la lluvia. Rugieron los fusiles, gritó la multitud, y Garraty sintió que el testarudo resquicio de esperanza se abría un poco más en su mente.

—¿Tenía buen aspecto tu chica?

Era Abraham, que daba la imagen de una víctima de la marcha de Bataan. Por alguna razón inconcebible, se había desprendido de la chaqueta y la camisa, dejando desnudo su pecho huesudo y su magro costillar.

—Sí —respondió Garraty—. Y espero poder regresar a ella.

—¿Esperas? —Abraham sonrió—. Sí, yo también empiezo a recordar de nuevo cómo se pronuncia esa palabra. —Era como una sutil amenaza—. ¿Ése era Tubbins?

Garraty prestó atención un momento, sin oír nada salvo el rumor constante de la multitud.

—Sí, gracias al cielo. Parker debió de lanzarle un maleficio, supongo.

—Yo no dejo de repetirme que lo único que debo hacer es seguir poniendo un pie delante del otro.

—Ya.

—Garraty… —Abraham parecía inquieto—. Resulta difícil decir esto, pero…

—¿De qué se trata?

Abraham permaneció en silencio un largo instante. Llevaba unas grandes zapatillas que a Garraty le parecían horriblemente pesadas. Las zapatillas de Abraham se arrastraban y resonaban sobre la calzada, que ahora se había ensanchado a tres carriles. La multitud no parecía tan bulliciosa ni tan terriblemente próxima como había sido desde Augusta.

Abraham parecía muy incómodo.

—Es una mierda, pero no sé cómo empezar.

—Lo mejor será que empieces directamente —contestó Garraty, al tiempo que se encogía de hombros.

—Bien, escucha. Estamos poniéndonos de acuerdo en una cosa. Todos los que quedamos.

—¿Es algún juego?

—Es una especie de… de promesa.

—¿Ah, sí?

—Nada de ayudar a nadie. O lo hace uno mismo, o no lo hace.

Garraty se miró los pies. Se preguntó cuánto tiempo llevaba hambriento, y cuánto transcurriría antes de que cayera desmayado si no comía algo. Pensó que las zapatillas de Abraham eran como las de Stebbins: aquellas zapatillas podían llevarle hasta el mismísimo puente Golden Gate sin siquiera desatarse el lazo… al menos, eso parecía.

—Eso suena muy despiadado —dijo.

—La situación va a ser de lo más despiadada.

Abraham mantuvo la mirada apartada de él.

—¿Ya has hablado con los demás de esto?

—No he terminado aún. He hablado con una docena.

—Sí, es una auténtica mierda. Comprendo que te sea difícil plantearlo.

—Cada vez parece más difícil, en lugar de más sencillo.

—¿Y qué han dicho los demás?

Ya sabía lo que habrían dicho los demás. ¿Qué iban a decir?

—Están de acuerdo.

Garraty abrió la boca y volvió a cerrarla. Observó a Baker, unos metros más adelante. Llevaba puesta la chaqueta e iba empapado. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante. Una de sus caderas subía y bajaba trabajosamente. La pierna izquierda se le había quedado prácticamente rígida.

—¿Por qué te has quitado la camisa? —preguntó a Abraham.

—Me producía escozor en la piel, y un hormigueo insoportable. La camisa era de fibra sintética, y quizá soy alérgico a los tejidos sintéticos. ¿Cómo diablos voy a saberlo? ¿Tú qué dices, Ray?

—Pareces un penitente o algo así.

—¿Qué dices, Garraty? ¿Sí o no?

—Quizá le debo a McVries un par de favores…

McVries seguía aún cerca de ellos, pero era imposible saber si podía oír la conversación por encima de la algarabía de la muchedumbre. Dile que no te debo nada, pensó Garraty. Vamos, hijo de perra, díselo. Pero McVries no dijo nada.

—Está bien, cuenta conmigo —cedió al fin.

—Bien.

Ahora ya soy una bestia, una sucia y estúpida bestia cansada. Ya está. La traición ya está hecha.

—Si intentas ayudar a alguien, no podremos impedirlo, pues iría contra las normas. Pero te haremos el vacío. Y habrás roto tu promesa.

—No lo intentaré.

—Lo mismo cabe decir si alguien intenta ayudarte a ti.

—De acuerdo.

—No es nada personal, ya sabes, Ray, pero ahora todos estamos en contra de las ayudas.

—A cara o cruz…

—Eso es.

—Nada personal. Simplemente, la ley de la jungla.

Por un instante, pensó que Abraham iba a enfadarse, pero lo único que consiguió emitir éste fue un apagado e inofensivo jadeo. Quizá estaba demasiado cansado para enfadarse.

—Has accedido. Y haré que cumplas, Ray.

—Debería enfurecerme y decir que mantendré mi promesa porque tengo palabra, pero seré sincero. Me encantará ver cómo te dan el pasaporte, Abraham. Y cuanto antes, mejor.

—Ya. —Abraham se humedeció los labios.

—Esas zapatillas que llevas parecen muy buenas —comentó Garraty.

—Sí, pero pesan demasiado, maldita sea. Ganas en distancia, pero pagas en peso.

—«Y no hay remedio para la tristeza de verano», ¿verdad? —Entonó Garraty.

Abraham se echó a reír. Garraty observó a McVries, cuyas facciones resultaban inescrutables. Quizá les había oído.

La lluvia caía en una constante cortina, más intensa y más fría. La piel de Abraham tenía el blanco del vientre de los peces, y sin la camisa, su aspecto era todavía más el de un preso. Garraty se preguntó si alguien le habría dicho a Abraham que no tenía la menor oportunidad de soportar una noche entera sin camisa. El atardecer parecía adivinarse ya.

¿Nos has oído, McVries? Te he vendido, McVries. Mosqueteros para siempre…

—¡Oh!, no quiero morir así —sollozó Abraham—. No quiero morir en público, con la gente gritando que me ponga en pie y camine unos kilómetros más. Es tan absurdo, tan jodidamente absurdo… Esto tiene la misma dignidad que un pobre mongólico ahogándose con su propia lengua.

Eran las tres y cuarto cuando Garraty hizo su promesa de no ayudar ni ser ayudado. A las seis de la tarde, sólo uno más había recibido el pasaporte. Nadie dijo nada. Garraty pensó que parecían formar parte de una incómoda conspiración tramada para hacer caso omiso de los últimos jirones de sus vidas, para simular que nada sucedía. Los grupos, o lo poco que quedaba de ellos, se habían desperdigado. Todos habían asentido a la propuesta de Abraham. McVries lo había hecho. Y Baker. Stebbins se había reído y le había preguntado a Abraham si quería pincharle el dedo para firmar con sangre.

Cada vez hacía más frío. Garraty empezó a preguntarse si realmente existía una cosa llamada sol, o si sólo la había soñado. Incluso Jan era ya un sueño para él. Un sueño de un verano que nunca fue.

En cambio, le pareció ver a su padre aún con más claridad. Su padre, con la tupida mata de pelo que él había heredado y los anchos hombros carnosos de camionero. Su padre tenía la constitución de un defensa de rugby. Recordó cuando su padre le levantaba, le volteaba vertiginosamente, le despeinaba, le besaba, le quería.

Recordó con tristeza que no había alcanzado a ver a su madre en Freeport; pero había estado allí, con su raído abrigo negro, «el de las fiestas», el que siempre llevaba una orla de caspa en los hombros, por mucho que ella se lavara la cabeza. La habría herido profundamente que la dejara de lado en favor de Jan. Quizá incluso había tenido la intención de herirla. Pero eso no importaba ya. Era parte del pasado. Y era el futuro lo que se deshilaba ahora, antes incluso de que estuviera tejido.

Cada vez se hace más profundo todo, pensó. Nunca más superficial. Siempre más profundo, hasta que uno se encuentra fuera de la bahía y se adentra en el océano. En otro tiempo, todo esto me había parecido muy sencillo. Y curioso.

Hablando con McVries, éste le había confesado que la primera vez le había salvado por puro reflejo. Después, en Freeport, había sido para evitar una escena horrible frente a una chica bonita a la que nunca conocería. Igual que él no conocería a la esposa de Scramm, embarazada de su hijo. Garraty notó una aguda punzada al pensarlo. No se había acordado de Scramm en mucho rato. Pensó que McVries era un tipo muy maduro, realmente. Y se preguntó por qué él no había sido capaz de madurar así.

La Marcha continuó. Las ciudades se sucedieron.

Cayó en un estado melancólico, extrañamente autocomplaciente, que fue roto de pronto por un tableteo de disparos, acompañado de una ronca algarabía entre la multitud. Al mirar alrededor, se sorprendió de ver a Collie Parker encaramado a lo alto del vehículo oruga con un fusil en las manos.

Uno de los soldados había caído al suelo y yacía mirando al cielo con ojos vacíos e inexpresivos. En el centro de su frente había un limpio orificio rodeado de una orla de pólvora quemada.

—¡Malditos cerdos! —gritaba Parker. Los demás soldados habían saltado del vehículo. Parker dirigió una mirada a los asombrados Marchadores—. ¡Vamos, muchachos! ¡Vamos, podemos…!

Los Marchadores, entre ellos Garraty, lo contemplaron como si les estuviera hablando en un idioma desconocido. Y en aquel instante, uno de los soldados que habían saltado al suelo cuando Parker se había encaramado al vehículo abatió a Collie con precisión, de un disparo por la espalda.

—¡Parker! —gritó McVries. Era como si sólo él hubiera comprendido lo que acababa de suceder, la ocasión que acababan de desperdiciar—. ¡Oh, no, Parker!

Collie Parker emitió un jadeo como si alguien le hubiera golpeado en la espalda con una maza de gimnasia acolchada. La bala explosiva se fragmentó y, por un momento, Collie permaneció en pie sobre la torreta del vehículo con las tripas fuera, mezcladas con su camisa caqui y sus pantalones tejanos. Una de sus manos estaba levantada en un interrumpido gesto, como si se dispusiera a pronunciar una agria filípica.

—Maldita… sea… —musitó.

Disparó dos veces contra el asfalto. Las balas rebotaron y silbaron, y Garraty notó cómo una cortaba el aire frente a él. Entre la multitud se oyó un grito de dolor. Después, el fusil se escurrió de las manos de Parker, que dio una media vuelta casi militar y cayó a la calzada, donde quedó tumbado de costado, jadeando como un perro malherido. Sus ojos emitían fuego. Abrió la boca y pugnó por decir una última frase entre bocanadas de sangre.

—Ce… ce… cerdos…

Parker murió mirándoles con furia mientras se alejaban.

—¿Qué sucedió? —gritó Garraty sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Qué diablos sucedió?

—Saltó sobre ellos sin que lo advirtieran —dijo McVries—. Eso es lo que sucedió. Debería haber sabido que no lo conseguiría. Se acercó sigilosamente y pilló dormidos a los que montaban guardia. —La voz de McVries se hizo más ronca—. Quería que todos subiéramos con él, Garraty. Y creo que habríamos podido.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó Garraty, aterrado.

—¿No lo sabes? —dijo McVries—. ¿De veras no lo sabes?

—¿Subir con él…? ¿Qué…?

—Olvídalo. Olvídalo todo, anda.

McVries se alejó. A Garraty le entró un repentino temblor. No sabía a qué se refería McVries. No quería saberlo. Ni siquiera pensar en ello.

La Marcha continuó.

A las nueve de la noche la lluvia cesó, pero el cielo continuaba encapotado. Nadie más había caído, pero Abraham se había puesto a murmurar incoherencias. Hacía mucho frío, pero nadie se ofreció a cederle a Abraham algo con que abrigarse. Garraty intentó considerarlo un acto de justicia poética, pero con ello sólo consiguió sentirse peor. El dolor que le embargaba se había convertido en una enfermedad, en una pútrida sensación enfermiza que parecía crecer en sus cavidades como un hongo verde. El cinturón de los alimentos estaba casi lleno, pero no había conseguido tragar más que un pequeño tubo de pasta de atún sin que el estómago se le revolviera.

Baker, Abraham y McVries. Su círculo de amigos se había reducido a tres. Y Stebbins, si cabía considerarle amigo de alguien. Un conocido, más bien. O un semidiós. O un diablo, o lo que fuera. Se preguntó si alguno de ellos seguiría allí por la mañana, y si él sobreviviría para saberlo.

Sumido en estos pensamientos, casi tropezó con Baker en la oscuridad. Oyó un sonido metálico entre las manos de éste.

—¿Qué haces? —preguntó Garraty.

—¿Eh? —Baker levantó una mirada.

—¿Qué estás haciendo? —repitió Garraty.

—Cuento el cambio.

—¿Cuánto tienes?

Baker hizo tintinear las monedas entre las manos y sonrió.

—Un dólar veintidós.

—Una fortuna… —sonrió Garraty—. ¿Qué vas a hacer con ese dinero?

Baker no le devolvió la sonrisa, y fijó la vista en la fría oscuridad, como ausente.

—Comprarme una de las grandes —murmuró. Su acento sureño era más acusado—. Comprarme una de esas cajas con recubrimiento de plomo y forradas de seda rosa y con una almohada blanca de satén. —Sus ojos como picaportes vacíos parpadearon, y añadió—: Allí jamás me pudriré. Jamás, hasta el día del Juicio, cuando todos volvamos a ser como fuimos, dotados de cuerpo incorruptible.

—¿Baker? ¿Te has vuelto loco, Baker?

—No se puede conseguir. Somos todos unos estúpidos al intentarlo. No se puede derrotar la podredumbre. No en este mundo. Chapado de plomo, así es el pasaporte…

—Si no te contienes, por la mañana estarás muerto.

Baker asintió. La piel se le había tensado sobre los pómulos dándole un aspecto cadavérico.

—Así es el pasaporte. Yo quería morir. ¿Tú no? ¿No viniste por eso?

—¡Cállate! —gritó Garraty.

Le había entrado de nuevo el temblor.

La autopista inició una pronunciada subida que le dejó sin habla. Se inclinó hacia adelante, sintiendo a la vez frío y calor, con la columna vertebral ardiendo y el pecho lacerado por el dolor. Tuvo el convencimiento de que sus músculos se negarían a continuar mucho más. Pensó en el ataúd chapado de plomo, sellado para los oscuros milenios por venir, y se preguntó si aquél sería el último pensamiento de su vida. Esperó que no, y pugnó por encontrar un nuevo tema en que pensar.

Los avisos se sucedieron esporádicamente. La dotación del vehículo oruga volvía a estar al completo. El soldado que Parker había matado acababa de ser reemplazado discretamente por otro. La multitud aplaudía monótonamente. Garraty imaginó cómo sería yacer en un silencio similar al de la mayor y más polvorienta biblioteca, rendido a sueños interminables y absurdos tras unos párpados sellados, eternamente vestido con el traje de los domingos. Ninguna preocupación sobre dinero, éxito, temor, alegría, dolor, lástima, sexo o amor. Absolutamente ninguna. Sin padre, madre, novia o amante. Los muertos son huérfanos. Sin más compañía que el silencio. El final de la agonía de moverse, de la larga pesadilla de seguir carretera adelante. El cuerpo en paz, quietud y orden. La oscuridad perfecta de la muerte.

¿Cómo sería? ¿Cómo sería el fin?

De pronto, sus irritados y agonizantes músculos, el sudor que le caía por el rostro e incluso el mismo dolor le parecieron muy concretos, muy reales. Garraty se esforzó, luchó por llegar a la cima de la colina y luego descendió la ladera contraria resollando mientras se recuperaba.

A las 23.40 Marty Wyman recibió su pasaporte. Garraty se había olvidado por completo de Wyman, que no había hablado ni hecho gesto alguno durante las últimas veinticuatro horas. Wyman no tuvo una muerte espectacular. Simplemente, cayó al suelo y allí fue rematado. Alguien susurró: «Ése era Wyman, ¿verdad?». Otro dijo: «Es el ochenta y tres, ¿no?». Y eso fue todo.

A medianoche sólo estaban a 13 kilómetros de la frontera de New Hampshire. Pasaron frente a un auto-cine, una enorme forma oblonga de color blanco que destacaba en la oscuridad. En la pantalla aparecía un único rótulo: LA DIRECCIÓN DE ESTE CINE SALUDA A LOS PARTICIPANTES EN LA LARGA MARCHA DE ESTE AÑO.

Veinte minutos después de la medianoche se puso a llover otra vez y Abraham empezó a toser, con la misma tos húmeda y rasgada que había mostrado Scramm poco antes de morir. A la una la lluvia había arreciado y caía con una fuerza y constancia que hería los ojos de Garraty y le asaeteaba el cuerpo con una especie de escalofrío interior. El viento les impulsaba por la espalda.

A la una y cuarto Bobby Sledge intentó escurrirse silenciosamente entre la multitud bajo la protección de la oscuridad y la lluvia, pero fue abatido con rapidez y eficacia. Garraty se preguntó si lo habría hecho el soldado rubio que casi le había dado el pasaporte a él. Sabía que el soldado seguía de servicio, pues había divisado su rostro bajo el resplandor del anuncio del autocine. Deseó fervientemente que Parker lo hubiese matado.

A las dos menos veinte, Baker cayó al suelo y se golpeó la cabeza en el asfalto. Garraty empezó a caminar hacia él sin pensarlo. Una mano, todavía fuerte, le sujetó por el hombro. Era McVries. Naturalmente, no podía ser otro que McVries.

—No —dijo—. Se acabaron los mosqueteros. Y ahora va en serio.

Siguieron avanzando sin mirar atrás.

Baker recibió, uno tras otro, los tres avisos, y luego el silencio se prolongó interminablemente. Garraty esperó a que tronaran los fusiles y, al ver que no lo hacían, echó un vistazo a su reloj. Habían transcurrido más de cuatro minutos. Poco después, Baker adelantó a McVries y al propio Garraty, sin mirar a nadie en concreto. Tenía una herida en la frente, con un reguero de sangre, pero sus ojos parecían más cuerdos. La mirada vacía y alucinada había desaparecido.

Poco antes de las dos de la madrugada cruzaron la frontera de New Hampshire, en medio del mayor pandemónium organizado hasta el momento. Retumbaron los cañones y los fuegos de artificio iluminaron el cielo lluvioso, descubriendo a una multitud que se extendía hasta donde el ojo alcanzaba, bañada por una luz extravagante y febril. Varias bandas competían en tocar aires marciales. Los vítores atronaban el espacio. Una gran traca trazó con llamas en el aire el rostro del Comandante y, aturdido, Garraty pensó en la imagen de Dios. A ello siguió el perfil del gobernador Provo, de New Hampshire, un hombre famoso por haber irrumpido en una base nuclear enemiga prácticamente solo, en 1953. En aquella ocasión, había perdido una pierna a causa de las radiaciones.

Garraty se adormiló de nuevo. Sus pensamientos se hicieron incoherentes. D’Allessio el Bizco estaba en cuclillas debajo de la mecedora de la tía de Baker, enroscado en un pequeño ataúd. Su cuerpo era el de un rollizo gato de Cheshire, y sonreía enseñando los dientes. En el pelo entre sus ojos verdes, ligeramente bizcos, se veían las señales y cicatrices de una antigua herida de béisbol. Observaba al padre de Garraty, al que conducían a una camioneta negra. Uno de los soldados que flanqueaban a su padre era el tipo rubio. El padre de Garraty sólo llevaba unos calzoncillos. El otro soldado se volvió un instante hacia atrás y, por un segundo, Garraty pensó que era el Comandante. Pero vio que era Stebbins. Volvió a mirar y el gato de Cheshire con la cara de D’Allessio había desaparecido. No quedaba más que la sonrisa, que lucía en el cielo bajo la mecedora, como la corteza de una raja de sandía.

Los fusiles rugieron de nuevo. ¡Ahora le estaban disparando a él, sentía aproximarse la bala, todo había terminado, todo había terminado…!

Se despertó con un respingo y dio dos pasos a la carrera, sintiendo punzadas de dolor desde los pies hasta la entrepierna, hasta darse cuenta de que los disparos iban dirigidos a otro, y que era otro el muerto, tendido bajo la lluvia con el rostro en el asfalto.

—¡Santa María! —murmuró McVries.

—Llena eres de gracia… —añadió Stebbins, acercándose a ellos por detrás. Se había adelantado, apartándose de los disparos, y sonreía como el gato de Cheshire del sueño de Garraty—. Ayúdame a ganar esta carrera de obstáculos.

—Vamos —replicó McVries—, no seas estúpido.

—No lo soy más que tú —repuso Stebbins.

McVries y Garraty sonrieron.

—Bueno —añadió Stebbins—, quizá sí.

—«Arriba, abajo, mantén la boca cerrada» —cantó McVries.

Se pasó una mano temblorosa por el rostro y continuó adelante, con los ojos fijos al frente y los hombros hundidos, como un arco roto.

Hubo otra baja antes de las tres, un chico abatido bajo la lluvia, el viento y la oscuridad tras caer de rodillas en algún lugar cerca de Portsmouth.

Abraham, con una tos constante, caminaba con una especie de desesperado fulgor febril, de fuego fatuo, un resplandor que recordó a Garraty las estrellas fugaces. Abraham iba a arder por dentro en lugar de estallar. Así de tenso y embotado iba ahora.

Baker caminaba con torva y atenta determinación, dispuesto a borrar sus avisos antes de que éstos le borraran a él. Garraty apenas alcanzaba a verle bajo la cortina de agua, cojeando con los brazos cruzados y las manos aferradas a los costados.

En cuanto a McVries, estaba derrumbándose. Garraty no estaba seguro de cuándo había empezado. En un momento dado estaba fuerte (Garraty recordaba la tensión de los dedos de McVries cuando Baker había caído), y al instante siguiente parecía un anciano. Era desconcertante.

Stebbins era Stebbins. Seguía siempre adelante, como las zapatillas de Abraham. Parecía cojear ligeramente de una pierna, pero podían ser sólo imaginaciones de Garraty.

De los otros nueve, cinco parecían sumidos en aquel otro mundo especial que había descubierto Olson, más allá del dolor y la comprensión de lo que se avecinaba. Avanzaban bajo la lluvia tenebrosa como aparecidos, y a Garraty no le agradaba mirarles. Eran los muertos vivientes.

Justo antes del amanecer, tres de ellos cayeron al mismo tiempo. La multitud rugió de nuevo con entusiasmo mientras los cuerpos caían al suelo como pedazos de leña cortada. A Garraty le pareció el principio de una espantosa reacción en cadena que podía esparcirse y acabar con todos ellos. Pero la racha cesó con Abraham arrastrándose de rodillas, con los ojos vueltos ciegamente hacia el vehículo oruga y hacia la multitud que había detrás, inconscientes y llenos de un confuso dolor. Su mirada era la de un cordero atrapado en la valla de alambre de espino. Abraham cayó de cara al asfalto. Sus pesadas zapatillas chapotearon en la calzada mojada y, por fin, se detuvieron.

Poco después se inició la acuosa sinfonía del amanecer. El último día de la Marcha empezaba con lluvia y cubierto. El viento soplaba por el semivacío pasadizo de la autopista como un perro perdido al que se azuza por un paraje extraño y terrible.