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Diga la palabra secreta y ganará cien dólares. George, ¿quiénes son nuestros primeros concursantes? ¿George…? ¿Estás ahí, George?

GROUCHO MARX

Apueste su vida

Un viejo Ford azul se detuvo esa mañana en el aparcamiento vigilado, con el aspecto de un perrillo cansado tras una larga carrera. Uno de los vigilantes, un joven inexpresivo con un uniforme caqui y los correspondientes correajes, pidió que le mostraran la tarjeta azul de identidad. El muchacho que iba sentado en el asiento trasero entregó la tarjeta de plástico a su madre, que se la dio al vigilante. Éste la introdujo en una terminal de ordenador que parecía fuera de lugar en aquel apacible paisaje rural. La terminal engulló el plástico y la pantalla se iluminó:

GARRATY, RAYMOND DAVIS
RD. 1 POWNAL MAINE
ANDROSGOGGIN COUNTY
NÚMERO ID. 49-801-89
OK-OK-OK

El vigilante pulsó otra tecla y todo desapareció de la pantalla, quedando de nuevo limpia y vacía, con su color verdusco. Después hizo un gesto de que el coche podía pasar.

—¿No nos devuelven la tarjeta? —preguntó la madre—. ¿No…?

—No, mamá —respondió Garraty con tono paciente.

—Pues no me gusta —añadió la mujer, mientras detenía el coche en un sitio libre.

Llevaba repitiendo esa frase desde que habían emprendido el camino en la oscuridad, a las dos de la madrugada. En realidad, la había murmurado por lo bajo durante todo el trayecto.

—No te preocupes —dijo el muchacho, mirando alrededor con una confusa mezcla de expectación y temor. Bajó del coche antes casi de que el motor lanzara su último jadeo asmático.

Garraty era un joven alto, de buena complexión, y llevaba una descolorida chaqueta militar para protegerse del frío en aquella mañana primaveral. Su reloj marcaba las ocho en punto.

La madre también era alta, pero demasiado delgada. Sus pechos eran apenas unas leves protuberancias. Su mirada era insegura y errática, como afectada por una profunda conmoción, y su expresión era la de un inválido. Su cabello pelirrojo se había despeinado bajo el puñado de horquillas que supuestamente debía mantenerlo en su sitio. Sus ropas colgaban desmañadamente de su cuerpo, como si acabase de perder varios kilos.

—Ray —murmuró con aquel susurro de conspiración que él había llegado a temer—. Ray, escucha…

El muchacho bajó la cabeza y fingió arreglarse la camisa. Uno de los vigilantes estaba comiendo una ración militar de alimentos concentrados directamente de la lata, mientras leía un cómic. Unas gotas de salsa de judías le bajaban por la comisura de los labios. Garraty contempló al vigilante y pensó por enésima vez: Esto es real. Y ahora, por fin, la idea empezó a cobrar una forma concreta.

—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea…

El miedo y la expectación le formaron un nudo en el estómago.

—No, ya no queda tiempo —replicó—. La fecha límite de retirada era ayer.

Todavía con voz de conspiradora, la madre insistió:

—Ellos lo comprenderán. Sé que lo harán. El Comandante…

—El Comandante… —le interrumpió Garraty, mientras observaba el gesto desesperado de su madre—. Ya sabes lo que haría el Comandante, mamá.

Otro coche había terminado el breve ritual a la entrada y estaba aparcando. Descendió de él un muchacho de cabello castaño. Sus padres bajaron a continuación y, por un instante, el trío formó un corro, conferenciando como jugadores de béisbol preocupados por la marcha del partido. El recién llegado llevaba, como algunos de los demás muchachos, una bolsa de viaje ligera. Garraty se preguntó si habría sido una tontería no llevar una también.

—¿No vas a cambiar de idea?

En la pregunta, bajo el tono de nerviosismo, asomaba un sentimiento de culpabilidad. Ray Garraty, pese a contar sólo dieciséis años, tenía una idea bastante precisa de la naturaleza de tal sentimiento. Su madre creía haber sido demasiado adusta con él, haber estado demasiado cansada o absorta en sus achaques de adulta para detener la locura de su hijo en su etapa inicial, antes de que la pesada maquinaria del Estado se adueñara de la situación con sus vigilantes de caqui y sus terminales de ordenador; desde tiempo atrás, el muchacho se había encerrado cada vez más en su insensatez hasta que, el día anterior, la trampa había caído sobre él definitivamente.

Él posó una mano en el hombro de su madre.

—La idea ha sido siempre mía, mamá. Sé muy bien que no la compartes, pero… —Echó un vistazo alrededor. Nadie les prestaba atención—. Te quiero, mamá, pero esto es lo mejor, de todos modos.

—No lo es —replicó ella, a punto de que le saltaran las lágrimas—. No lo es, Ray. Si tu padre estuviera aquí lo impediría.

—Pero no está, ¿verdad?

Garraty se mostraba desconsiderado con ella, esperando impedir que se pusiera a llorar… ¿Qué sucedería si, al final, tenían que llevársela a rastras? Garraty había oído decir que tal cosa sucedía en ocasiones, y la idea le provocó un escalofrío. Con un tono más bajo, añadió:

—Déjalo ya, mamá. ¿De acuerdo? —Sonrió con una mueca forzada, y él mismo se respondió—: De acuerdo…

A la mujer todavía le temblaba el mentón, pero asintió. No estaba de acuerdo, pero ya era demasiado tarde. Nadie podía hacer nada a esas alturas.

Una leve brisa soplaba entre los pinos. El cielo presentaba un azul intenso. La carretera quedaba justo delante de ellos, con el sencillo mojón que señalaba la frontera entre Estados Unidos y Canadá. De pronto, la expectación superó el miedo y Garraty deseó estar ya en marcha, avanzando por aquella carretera.

—Te he preparado esto. Puedes llevarlo, ¿no? No pesa demasiado —musitó la madre, mientras le entregaba un paquete de galletas envueltas en papel de aluminio.

—Está bien —respondió el muchacho.

Tomó el paquete y abrazó seguidamente a la mujer con gesto torpe, intentando darle lo que ella parecía necesitar. La besó en la mejilla y notó que su piel era como seda gastada. Por un instante estuvo a punto de llorar él también. Después pensó en el rostro del Comandante, con su sonrisa y su mostacho, y dio un paso atrás guardando las galletas en el bolsillo de su chaqueta militar.

—Adiós, mamá.

—Adiós, Ray. Pórtate bien.

La mujer se quedó inmóvil unos instantes y Garraty tuvo la sensación de que era muy ligera, como si incluso las suaves ráfagas de brisa que soplaban esa mañana pudieran levantarla del suelo y arrastrarla por el aire como una semilla de diente de león. Luego volvió al coche y puso en marcha el motor. Garraty permaneció donde estaba. La madre levantó la mano y se despidió. El muchacho pudo ver ahora lágrimas en sus ojos. Respondió agitando la mano y, cuando el coche se alejó, permaneció inmóvil unos instantes más, con los brazos a los costados, consciente de lo valiente y solitario que debía de parecer. Pero cuando el coche hubo cruzado la entrada, la sensación de desamparo le embargó de nuevo, y volvió a ser únicamente un muchacho de dieciséis años, solo en un lugar extraño.

Se volvió hacia la carretera. El otro muchacho, el de cabello castaño, estaba contemplando a su familia, que se marchaba. En el rostro tenía una cicatriz muy visible. Garraty se acercó y le saludó. El otro le dedicó una mirada.

—Hola.

—Hola. Me llamo Ray Garraty —se presentó, sintiéndose ligeramente estúpido.

—Yo soy Peter McVries.

—¿Estás preparado? —preguntó Garraty.

McVries se encogió de hombros.

—Me siento ansioso. Eso es lo peor.

Garraty asintió.

Los dos se encaminaron hacia la carretera y el mojón fronterizo. Detrás de ellos, otros coches empezaban a marcharse. Una mujer se echó a llorar con desconsuelo. Garraty y McVries se acercaron más el uno al otro. Ninguno de los dos volvió la vista atrás. Delante tenían la carretera, ancha y negra.

—Ese asfalto estará caliente al mediodía —dijo McVries—. Voy a hundirme en él hasta los hombros.

Garraty asintió. McVries le contempló con aire pensativo.

—¿Cuánto pesas? —preguntó.

—Setenta y tres kilos.

—Yo setenta y seis. Dicen que cuanto más pesas, antes te cansas, pero yo creo que estoy en muy buena forma.

A los ojos de Garraty, Peter McVries parecía más que en buena forma: parecía tener una potencia física asombrosa. Se preguntó quién habría dicho que a más peso, antes llegaba el cansancio. Estuvo a punto de preguntarlo, pero decidió abstenerse. La Larga Marcha era una de esas cosas que estaban rodeadas de afirmaciones apócrifas, talismanes y leyendas.

McVries se sentó a la sombra junto a un par de chicos y, al cabo de unos instantes, Garraty le imitó. McVries parecía haberse olvidado de él por completo. Garraty echó un vistazo a su reloj. Eran las ocho y cinco. Cincuenta y cinco minutos para la salida. La impaciencia y la expectación volvieron a acuciarle, e hizo lo posible para sosegarse, diciéndose que debía aprovechar el rato permaneciendo sentado.

Todos los muchachos estaban sentados, unos en grupo y otros en solitario; uno de ellos se había encaramado a la rama inferior de un pino situado junto a la carretera, y estaba comiendo un emparedado de jalea. Era un muchacho flaco y rubio que llevaba unos pantalones púrpura y una camiseta azul bajo un viejo suéter verde de cremallera, con agujeros en los codos. Garraty se preguntó si el enjuto muchacho aguantaría, o si se agotaría rápidamente.

Los chicos junto a los cuales habían tomado asiento él y McVries estaban conversando.

—Yo no pienso apresurarme —dijo uno de ellos—. ¿Para qué? Y si me señalan un aviso, ¿qué más da? Me adapto, y ya está. Aquí la palabra clave es adaptarse. Recordad dónde habéis oído esto por primera vez.

El muchacho que estaba hablando miró alrededor y reparó en Garraty y McVries.

—Más ovejitas para el matadero. Me llamo Hank Olson, y lo mío es la marcha —dijo, sin el menor asomo de sonrisa.

Garraty se presentó. McVries también lo hizo, con aire ausente y la mirada fija en la carretera.

—Yo soy Art Baker —dijo el cuarto muchacho, con un ligero acento sureño.

Los cuatro se estrecharon las manos. Hubo un momento de silencio, que rompió McVries.

—Impone un poco de respeto, ¿verdad?

Todos asintieron salvo Hank Olson, que se encogió de hombros y sonrió. Garraty observó al chico sentado en la rama del árbol, que terminó el emparedado, hizo una pelota con el papel y lo lanzó hacia el arcén. Garraty llegó a la conclusión de que no duraría mucho. Eso le hizo sentirse un poco mejor.

—¿Veis esa señal junto al mojón? —dijo Olson de repente.

Todos volvieron la mirada. La brisa impulsaba las nubes, formando zonas de sombra que corrían velozmente cruzando la cinta de asfalto. Garraty no estaba seguro de ver nada concreto.

—Es de la Larga Marcha de hace dos años —continuó Olson con siniestra satisfacción—. El chico estaba tan asustado que se quedó helado ahí mismo al sonar las nueve en punto.

El resto del grupo visualizó en silencio aquel horror.

—Simplemente, no consiguió moverse. Le cayeron los tres avisos y, a las nueve y dos minutos, le dieron el pasaporte. Justo ahí, al lado del poste de salida.

Garraty se preguntó si también a él se le entumecerían las piernas. No lo creía, pero era algo que sólo sabría cuando llegara el momento, y era un pensamiento terrible. Se preguntó por qué Hank Olson había decidido sacar a colación un tema tan horrible.

De pronto, Art Baker se enderezó, sin ponerse en pie.

—Ahí viene.

Un jeep pardo grisáceo llegó junto al mojón fronterizo y se detuvo, seguido de un extraño vehículo oruga que avanzaba lentamente. En la parte delantera y trasera del vehículo sobresalían dos pequeñas antenas de radar con forma de plato; dos soldados haraganeaban en la cubierta superior del vehículo. Garraty sintió un vacío en el estómago al verlos. Los soldados llevaban fusiles de precisión de grueso calibre.

Algunos muchachos se pusieron en pie, pero Garraty no les imitó. Tampoco lo hicieron Olson ni Baker y, tras la mirada inicial, McVries pareció ensimismarse de nuevo. El muchacho sentado en la rama del pino balanceaba los pies ociosamente.

El Comandante descendió del jeep. Era un hombre alto y erguido, con un intenso bronceado de desierto a juego con su sencillo traje caqui. Llevaba una pistola enfundada en el cinturón y gafas de sol reflectantes. Corría el rumor de que la vista del Comandante era extremadamente sensible a la luz, y nunca se le había visto en público sin sus gafas.

—Sentaos, muchachos —dijo, una vez en tierra—. Tened en cuenta el consejo número 13.

El consejo número 13 rezaba: «Conservar las energías siempre que sea posible».

Los que se habían puesto en pie volvieron a sentarse. Garraty consultó de nuevo su reloj: las 8.16. Decidió que iba un minuto adelantado. El Comandante siempre aparecía a la hora prevista. El muchacho pensó en atrasar el reloj un minuto, pero pronto lo olvidó.

—No voy a hacer un discurso —continuó el Comandante, escudriñándoles con las gafas que le ocultaban los ojos—. Quiero felicitar al que resulte vencedor, y expresar mi reconocimiento a los perdedores por su valor.

A continuación, volvió a la parte trasera del jeep. Se produjo un intenso silencio. Garraty inspiró profundamente el aire primaveral. Iba a ser un día de calor moderado, perfecto para la marcha.

El Comandante regresó junto al grupo llevando en la mano una tablilla con sujetapapeles.

—Cuando diga vuestros nombres, adelantaos y recoged vuestros dorsales. Después, volved a vuestro sitio hasta que sea la hora de empezar. Por favor, que no haya desorden.

—Ya estamos como en el ejército —musitó Olson con una sonrisa.

Garraty no hizo caso. No podía evitar un sentimiento de admiración hacia el Comandante. Antes de que los Escuadrones se lo llevaran, el padre de Garraty solía llamar al Comandante el monstruo más peligroso y raro que podía producir cualquier nación, un sociópata apoyado por la sociedad. Sin embargo, el padre de Garraty nunca había visto en persona al Comandante.

—Aaronson.

Un muchacho campesino, bajo, robusto y con el cuello tostado por el sol, se adelantó titubeando, obviamente amedrentado por la presencia del Comandante, y recogió su gran dorsal de plástico con el número 1. Lo fijó a su camisa con tiras autoadhesivas y el Comandante le dio una palmada en el hombro.

—Abraham.

Un alto chico, pelirrojo con tejanos y camiseta de manga corta se puso en pie. Llevaba la chaqueta atada a la cintura al estilo de los colegiales, y la tela le bailaba sobre las rodillas al caminar. Olson emitió una risita disimulada.

—Baker, Arthur.

—Ése soy yo —dijo mientras se incorporaba.

Avanzó con engañosa parsimonia, poniendo nervioso a Garraty. Baker iba a ser un duro adversario. Iba a resistir mucho.

Cuando regresó a su lugar, Baker ya había adherido su dorsal, el 3, a la parte superior derecha de su camiseta.

—¿Te ha dicho algo? —inquirió Garraty.

—Me ha preguntado si empezaba a hacer calor por mi tierra —respondió estupefacto Baker—. Sí… el Comandante me ha hablado.

—No debe de hacer tanto calor allí como el que empezará a hacer pronto por aquí —se mofó Olson.

—Baker, James —continuó el Comandante.

Así continuó hasta las 8.40, sin ningún tropiezo. Nadie había faltado a la cita. Detrás del grupo, en el aparcamiento, varios motores se pusieron en marcha y otros tantos coches empezaron a alejarse. Eran los chicos de la lista de reservas, que ahora regresarían a sus casas y verían la Larga Marcha por la televisión.

Ya estamos en marcha, pensó Garraty. Lo estamos de verdad.

Cuando llegó su turno, el Comandante le entregó el número 47 y le dijo «Buena suerte». Garraty apreció el olor viril y casi irresistible que el Comandante despedía, y sintió la necesidad casi irrefrenable de tocarlo para asegurarse de que era de carne y hueso.

Peter McVries era el 61. Hank Olson, el 70. Olson estuvo con el Comandante más tiempo que los demás. El Comandante rió de algo que le había dicho el muchacho y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Le he dicho que tenga a mano una buena suma de dinero —explicó Olson cuando regresó con el grupo—. Y él me ha dicho que los aplaste a todos. Dice que le gusta ver a alguien con ganas de luchar. «Aplástalos a todos», me ha dicho.

—Magnífico —murmuró McVries.

Después le hizo un guiño a Garraty. Éste se preguntó qué había pretendido McVries con el guiño. ¿Estaría burlándose de Olson?

El chico del árbol se llamaba Stebbins. Recogió su dorsal con la cabeza baja, sin intercambiar palabra alguna con el Comandante. Al volver, tomó asiento bajo el mismo árbol al que antes se había encaramado. Por alguna razón, Garraty estaba fascinado con el muchacho.

El número 100 era un chico pelirrojo con acné, apellidado Zuck. Tras recoger su dorsal, volvió a sentarse con el resto y todos esperaron lo que venía a continuación.

Momentos después, tres soldados del vehículo oruga distribuyeron unos anchos cinturones con bolsas cerradas a presión. Las bolsas iban llenas de tubos con alimentos concentrados de alto contenido energético. Otros soldados se acercaron con cantimploras. Los muchachos se ajustaron las hebillas de los cinturones y sujetaron a ellas las cantimploras. Olson se colocó el cinto en la cadera, como un pistolero; encontró una barra de chocolate y empezó a comérsela.

—No está mal —dijo con una sonrisa.

Bebió un trago de la cantimplora para hacer bajar el chocolate y Garraty se preguntó si Olson estaba simplemente marcándose un farol, o si sabía algo que él desconocía.

El Comandante les dedicó una sobria mirada general. El reloj de Garraty señalaba las 8.56. ¿Cómo podía haber transcurrido tan rápido el tiempo? Tenía un doloroso espasmo en el estómago.

—Está bien, muchachos. Colocaos en filas de diez. No es preciso ningún orden concreto. Quedaos con vuestros amigos si lo preferís.

Garraty se puso en pie. Se sentía aturdido, fuera de la realidad. Era como si su cuerpo perteneciera a otra persona.

—Bueno, allá vamos —murmuró McVries a su lado—. Buena suerte a todos.

—Buena suerte a ti —contestó Garraty, sorprendido.

—Necesitaría que me examinaran mi maldita cabeza —añadió McVries.

De pronto se había puesto pálido y sudoroso, perdiendo aquel buen aspecto que había mostrado antes. Intentaba sonreír sin conseguirlo, y la cicatriz de su mejilla sobresalía como un extravagante signo de puntuación.

Stebbins se puso en pie y se encaminó a la parte posterior de los participantes, dispuestos en diez filas de diez en fondo. Olson, Baker, McVries y Garraty estaban en la tercera fila. Se preguntó si era conveniente beber un poco, pero decidió que no. En toda su vida no había estado más atento a sus pies. Se preguntó si también él se quedaría paralizado y recibiría el pasaporte definitivo en la misma línea de salida. Se preguntó si Stebbins quedaría eliminado pronto. Stebbins, con sus emparedados de jalea y sus pantalones púrpura. Se preguntó si él mismo quedaría eliminado a las primeras de cambio. Se preguntó qué sentiría si…

Su reloj marcaba las 8.59.

El Comandante tenía la vista puesta en su cronómetro de acero inoxidable. Levantó lentamente los dedos y todo quedó en suspenso, pendiente de su mano. El centenar de muchachos observaba ésta atentamente, y el silencio era sobrecogedor. El silencio lo llenaba todo.

El reloj de Garraty indicaba las 9.00, pero la mano levantada no descendió.

Garraty estuvo a punto de gritar «¡Vamos! ¿Por qué no la baja?». Entonces recordó que su reloj iba un minuto adelantado. Todos debían de haber puesto sus relojes en hora con el del Comandante. Pero él lo había olvidado.

El Comandante dejó caer la mano.

—Buena suerte a todos —dijo.

Su rostro seguía inexpresivo, y las gafas le ocultaban los ojos. Todos echaron a caminar.

Garraty avanzó con ellos. No se había quedado paralizado. A nadie le había ocurrido. Sus pies cruzaron el mojón que señalaba la salida, a paso de desfile, con McVries a su izquierda y Olson a su derecha. El ruido de las pisadas era estruendoso.

¡Ya está, ya está!, se dijo.

Le embargó el loco y repentino impulso de detenerse, sólo para ver si realmente sucedía lo que decían.

Salieron de la sombra y quedaron bajo el cálido sol de primavera. Resultaba agradable. Garraty se relajó, metió las manos en los bolsillos y se mantuvo junto a McVries. El grupo empezó a disgregarse y cada Marchador buscó el paso y el ritmo que mejor le iban. El vehículo oruga se puso en movimiento tras ellos, levantando una ligera nube de polvo en el arcén. Las pequeñas antenas de radar empezaron a moverse, controlando la velocidad de cada Marchador mediante el sofisticado ordenador instalado a bordo. El mínimo de velocidad era de 6,5 kilómetros por hora, exactamente.

—¡Aviso! ¡Aviso al número 88!

Garraty levantó la cabeza y miró alrededor. El 88 era Stebbins. De pronto, Garraty tuvo la certeza de que a Stebbins iban a darle el pasaporte allí mismo, todavía a la vista del poste de salida.

—Muy listo —murmuró Olson.

—¿Qué? —preguntó Garraty, que tuvo que hacer un esfuerzo consciente para mover la lengua.

—Ese tipo recibe un aviso mientras todavía está fresco y se hace una idea de dónde está el límite. Ahora resulta bastante fácil borrar ese aviso. Ya sabes, si se camina una hora sin recibir un nuevo aviso, queda anulado el anterior.

—Ya —respondió Garraty.

Estaba escrito en el reglamento. Se podían recibir hasta tres avisos. La cuarta vez que uno bajaba del ritmo mínimo de 6,5 kilómetros por hora, uno quedaba… bueno, quedaba fuera de la Marcha. Pero si uno tenía tres avisos y conseguía seguir el ritmo mínimo durante tres horas, volvía a quedar sin penalizaciones.

—Pues ese muchacho ya sabe dónde está el límite —añadió Olson—, y a las diez y dos volverá a estar limpio.

Garraty siguió caminando a buen paso. Se sentía bien. El poste de salida desapareció de la vista cuando terminaron de ascender una colina y la carretera empezó a bajar hacia un gran valle salpicado de pinos. Aquí y allá aparecían campos de labor con la tierra recién roturada.

—Me han dicho que son patatales —dijo McVries.

—Los mejores del mundo —respondió Garraty.

—¿Tú eres de Maine? —inquirió Baker.

—Sí, del sur de Maine.

Miró al frente. Varios muchachos se habían distanciado del grupo principal, a una velocidad de 9 o 9,5 kilómetros por hora. Dos de ellos llevaban chaquetas de cuero idénticas, con algo que parecían águilas en la espalda. Garraty sintió la tentación de apresurar la marcha, pero no quería correr demasiado. Consejo número 13: «Conservar las energías siempre que sea posible».

—¿La carretera pasa cerca de tu pueblo? —preguntó McVries.

—A unos once kilómetros. Supongo que mi madre y mi novia vendrán a verme. —Hizo una pausa y añadió—: Si todavía sigo marchando, claro.

—Vamos, vamos —dijo Olson—. Cuando lleguemos al sur del estado no estarán fuera de competición ni siquiera veinticinco de los que hemos empezado.

Un profundo silencio se abatió sobre ellos tras estas palabras. Garraty sabía que no sería así, y pensó que también Olson lo sabía.

Otros dos chicos recibieron avisos y, pese a la explicación de Olson, el corazón de Garraty le dio un vuelco en cada ocasión. Volvió a observar a Stebbins. Seguía en la cola del grupo, y estaba dando cuenta de otro emparedado de jalea. Un tercer emparedado asomaba por el bolsillo de su raído suéter verde. Garraty se preguntó si se los habría hecho su madre, e inmediatamente recordó las galletas que le había dado la suya. Se las había entregado con gesto apremiante, como si fueran a protegerle de los malos espíritus.

—¿Por qué no dejan que la gente acuda a ver la salida de la Larga Marcha? —preguntó Garraty.

—Porque perjudica a la concentración de los Marchadores —respondió una voz aguda.

Garraty volvió la cabeza. Era un chico bajo, moreno, de aspecto fuerte, con el dorsal 5 adherido al cuello de la chaqueta. Garraty no recordaba su nombre.

—¿Concentración? —exclamó.

—Sí. —El muchacho se colocó al lado de Garraty—. El Comandante ha dicho que es muy importante concentrarse en conservar la calma al principio de una Larga Marcha. —Hizo un gesto meditabundo—. Y yo estoy de acuerdo con eso. La expectación, las multitudes y la televisión, más adelante. De momento, lo que necesitamos es concentrarnos. —Observó a Garraty con sus hundidos ojos castaño oscuro, y repitió la palabra—: Concentrarnos.

—Yo sólo me concentro en alcanzar a ésos y dejarles atrás —replicó Olson.

Fue como si el número 5 se sintiera insultado.

—Tienes que adoptar tu propio ritmo —insistió—. Tienes que concentrarte en ti mismo. Tienes que tener un plan. Por cierto, me llamo Gary Barkovitch, y vivo en Washington D. C.

—Yo soy Cárter —replicó Olson—, y vivo en Marte.

Barkovitch hizo una mueca de desagrado y volvió a retrasarse.

—Hay gente para todo —comentó Olson.

Sin embargo, Garraty consideró que Barkovitch tenía las ideas muy claras. Al menos, así lo creyó hasta que, cinco minutos después, oyó la voz de un vigilante:

—¡Aviso! ¡Aviso al número 5!

—¡Se me ha metido una piedra en la zapatilla! —exclamó Barkovitch.

El soldado no respondió. Saltó del vehículo oruga y se plantó en el arcén opuesto al carril de la carretera por donde circulaba Barkovitch. El soldado llevaba un cronómetro de acero inoxidable igual que el del Comandante. Barkovitch se detuvo completamente y se quitó la zapatilla para sacar la piedrecita. Con el rostro moreno, casi cetrino, brillante por el sudor, no prestó atención cuando el soldado gritó: «¡Segundo aviso, número 5!». Por el contrario, se arregló cuidadosamente el calcetín sobre el empeine.

—¡Oh, no! —exclamó Olson.

Todos se habían vuelto y caminaban de espaldas.

Stebbins, todavía en la cola del grupo, pasó junto a Barkovitch sin mirarle siquiera. Barkovitch estaba ahora completamente solo, un poco a la derecha de la línea blanca del asfalto, atándose de nuevo las zapatillas.

—¡Tercer aviso, número 5! ¡Último aviso!

Garraty sentía en el estómago una pegajosa bola de mucosidad. No quería mirar, pero no podía apartar la mirada. Caminando de espaldas, incumplía también el consejo de conservar energías siempre que fuera posible, pero tampoco podía evitarlo. Casi sentía cómo a Barkovitch se le agotaban los pocos segundos de que disponía.

—¡Vaya! —murmuró Olson—. Ese estúpido se va a ganar su pasaporte.

Pero en ese instante Barkovitch se puso en pie. Todavía se entretuvo sacudiéndose del pantalón el polvo de la carretera. Después emprendió un trotecillo, se incorporó al grupo y recuperó su ritmo normal. Dejó atrás a Stebbins, que siguió sin mirarle, y alcanzó a Olson. Entonces sonrió, con sus ojos castaños destellando.

—¿Lo ves? Acabo de concederme un descanso. Está todo en mi plan.

—Quizá tú lo veas así —respondió Olson con un tono más alto de lo habitual—. Lo único que sé es que ahora tienes tres avisos. Por un despreciable minuto y medio tendrás que caminar tres… tres condenadas horas. Además, ¿para qué diablos necesitabas descansar? ¡Si acabamos de empezar, por el amor de Dios!

De nuevo fue como si hubiera insultado a Barkovitch, que le miró con aire furioso.

—Ya veremos a quién le dan primero el pasaporte, si a ti o a mí —replicó—. Todo está en mi plan.

—Ese plan tuyo y lo que me sale a mí del culo tienen bastante parecido —espetó Olson.

Baker dejó escapar una risita.

Con un bufido, Barkovitch apretó el paso y les dejó atrás. Olson no pudo evitar un último comentario:

—Y no vayas a tropezar, amigo. No volverán a avisarte. Simplemente te…

Barkovitch no se dignó a volverse, y Olson le dejó en paz.

A las 9.12, según el reloj de Garraty (quien se había tomado la molestia de retrasarlo un minuto), el jeep del Comandante apareció sobre la colina que acababan de descender. Pasó junto a ellos y se llevó a los labios un altavoz a pilas.

—Me complace anunciaros que acabáis de cubrir el primer kilómetro y medio del recorrido. También quería recordaros que la distancia más larga cubierta por un grupo completo de Marchadores está establecida en doce kilómetros y medio. Espero que mejoréis el récord.

El jeep aceleró. Olson pareció enterarse de las novedades con sorpresa e, incluso, cierto temor. Ni siquiera quince kilómetros, pensó Garraty. No era, ni mucho menos, lo que él había calculado. No esperaba que nadie —ni siquiera Stebbins— recibiera el pasaporte hasta avanzada la tarde. Pensó en Barkovitch. Bastaba con que redujera el paso una sola vez durante la hora siguiente y…

—¿Ray? —Era Art Baker. Se había quitado la chaqueta y la llevaba colgada del hombro—. ¿Tienes alguna razón especial para participar en la Larga Marcha?

Garraty destapó su cantimplora y tomó un rápido sorbo de agua. Estaba fría y muy agradable. Le quedaron unas gotas en el labio superior y se pasó la lengua. Era magnífico sentir cosas como aquélla.

—En realidad no lo sé —respondió con sinceridad.

—Yo tampoco —dijo Baker. Permaneció pensativo unos instantes y añadió—: ¿Has practicado la marcha o algo parecido? ¿En la escuela quizá?

—Pues no.

—Yo tampoco, pero supongo que eso no importa mucho, ¿verdad? Ahora ya no.

—En efecto, ahora ya no —asintió Garraty.

Pasaron una pequeña población con una tienda y una gasolinera. Dos ancianos, sentados en sillas de jardín plegables delante de la gasolinera, como un par de reptiles al sol, les vieron pasar con sus ojos hundidos. En la escalera de entrada a la tienda, una joven levantó en brazos a su hijito para que pudiera ver a los Marchadores. Un par de chiquillos de unos doce años les contemplaron alejarse con añoranza.

Algunos Marchadores empezaron a especular sobre la distancia recorrida. Corrió el rumor de que se había destacado un segundo vehículo oruga para cubrir a la media docena de chicos que iban en vanguardia y que ya estaban totalmente fuera de su vista. Alguien dijo que caminaban a un ritmo de 11 kilómetros por hora. Otros decían que a 16. Una voz dijo con seguridad que uno de los chicos del grupo delantero estaba flaqueando y que ya había recibido dos avisos. Garraty se preguntó por qué no estaban ya alcanzándole, si tal cosa era cierta.

Olson terminó la barra de chocolate que había empezado en la línea de salida y bebió un poco de agua. Algunos Marchadores más estaban comiendo, pero Garraty decidió esperar hasta sentirse realmente hambriento. Había oído que los concentrados eran muy buenos. Era la comida de los astronautas cuando viajaban por el espacio.

Poco después de las diez pasaron ante una señal que indicaba «LIMESTONE 16 KM». Garraty recordó la única Larga Marcha que su padre le había dejado presenciar. Habían ido a Freeport para ver a los Marchadores cruzar la ciudad. Su madre había ido con ellos. Los Marchadores iban cansados, con los ojos hundidos, y apenas conscientes del griterío, los saludos y los hurras constantes de la gente a sus favoritos o a aquellos por los que habían apostado. Ese día, más tarde, su padre le había dicho que la gente se apiñaba a los lados de la carretera a partir de Bangor. El recorrido por el campo hasta allí no era muy interesante, y la carretera estaba estrictamente acordonada, quizá para que pudieran concentrarse en conservar la calma, como había dicho Barkovitch. Conforme pasaba el tiempo, naturalmente, la competición cobraba mayor interés.

Aquel año, cuando los Marchadores pasaron por Freeport, llevaban más de setenta y dos horas en la carretera, Garraty tenía entonces diez años y se había sentido abrumado por cada detalle. El Comandante había pronunciado un discurso ante la multitud cuando los competidores se encontraban todavía a siete kilómetros de la ciudad. Había empezado hablando de la Competición, había seguido con el Patriotismo y había terminado con algo llamado Producto Nacional Bruto (Garraty se había echado a reír al oír esto último, pues para él «bruto» significaba algo malo, como «mentiroso»). También recordaba haber comido seis salchichas y que, cuando por fin vio a los Marchadores, se mojó los pantalones.

Uno de los chicos venía gritando. Ése era el recuerdo más vivido que le quedaba de aquella jornada. Cada vez que apoyaba el pie en el suelo, el chico gritaba: «¡No puedo! ¡No puedo!». Pero había seguido caminando. Todos lo habían hecho y, muy pronto, habían desaparecido de la vista por la interestatal 1, detrás de los últimos edificios. Garraty se había sentido un poco disgustado por no haber visto darle el pasaporte a nadie. Jamás había vuelto a presenciar otra Larga Marcha. Aquella noche, en casa, Garraty había oído a su padre discutir a voz en grito por teléfono, como solía hacer cuando estaba bebido o cuando hablaba de política; también había oído a su madre, que con susurro conspirador le rogaba que callase, antes de que alguien interviniera la línea telefónica colectiva.

Garraty tomó otro sorbo de agua y se preguntó cómo le iría a Barkovitch.

Estaban pasando delante de otro grupo de casas. Las familias estaban sentadas en los jardines de las viviendas y bebían Coca-Cola mientras sonreían y agitaban las manos.

—Garraty —dijo McVries—, ¡vaya, vaya, mira lo que viene!

Una chica muy bonita, de unos dieciséis años, con una blusa blanca y unos pantalones de pescador a cuadros rojos, llevaba en alto una pancarta con una inscripción en rotulador: «VIVA GARRATY, NÚMERO 47. TE QUEREMOS, RAY. ¡ARRIBA MAINE!».

Garraty notó que el corazón le daba un vuelco. De pronto supo que iba a vencer. Aquella muchacha sin nombre era la prueba.

Olson emitió un largo silbido y se puso a meter y sacar el índice de una mano, perfectamente rígido, del círculo que formaba con la otra. Garraty pensó que era un gesto detestable.

Al diablo con el consejo número 13. Garraty apresuró el paso, cambiándose de lado en la carretera para pasar junto a la muchacha. Esta vio su dorsal y empezó a lanzar chillidos. Se abalanzó sobre él y le dio un largo beso. Garraty se sintió repentina y sudorosamente excitado y devolvió el beso con gesto enérgico. Ella le metió la lengua en la boca por dos veces. Apenas consciente de lo que hacía, Garraty deslizó una mano por las redondas nalgas de la muchacha y le dio un suave pellizco.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 47!

Garraty se separó de la chica y sonrió.

—Gracias… —dijo.

—¡Oh, no! ¡Gracias a ti! —Los ojos de la muchacha centelleaban de emoción.

Garraty intentó encontrar algo más que decir, pero vio que el soldado se disponía a darle el segundo aviso. Volvió a su lugar con un trotecillo, jadeando ligeramente y con una amplia sonrisa. Pese a todo, se sentía algo culpable por haberse saltado el consejo número 13.

Olson también sonreía.

—Por algo así yo me habría jugado hasta tres avisos —dijo.

Garraty no respondió. Dio media vuelta y, caminando de espaldas, agitó la mano para despedirse de la muchacha. Cuando ésta quedó fuera de la vista, Garraty se volvió y echó a caminar con paso firme. Quedaba una hora por delante para borrar el aviso, y debía tener cuidado para no recibir otro. Se sentía en forma, capaz de caminar hasta la mismísima Florida. Apretó el paso.

—Ray. —McVries todavía seguía sonriendo—. ¿A qué viene tanta prisa?

Sí, tenía razón. Consejo número 6: «Es conveniente avanzar al ritmo justo y con paso cómodo».

—Gracias.

—No me lo agradezcas —añadió McVries, con la sonrisa aún en los labios—. Yo también he venido para ganar.

Garraty le miró desconcertado.

—Es decir, preferiría que no nos organizáramos como boy scouts —explicó McVries—. Me caes bien y es evidente que tienes éxito con las chicas bonitas, pero si te quedas atrás no confíes en que acuda a ayudarte.

—Claro… —Garraty le devolvió la sonrisa, pero esta vez sólo le salió una débil mueca.

—Por otra parte —intervino Baker, arrastrando las palabras—, todos estamos metidos en esto, y bien podemos distraernos juntos mientras sea posible.

—¿Por qué no? —contestó McVries sin dejar de sonreír.

Llegaron a una pendiente y todos guardaron silencio para mantener un buen ritmo respiratorio en la ascensión. A media subida, Garraty se quitó la chaqueta y se la colgó al hombro. Unos instantes después pasaron junto a un suéter que alguien había dejado caer sobre el asfalto. Garraty pensó que alguien iba a arrepentirse de ello cuando llegara la noche. Delante del grupo, en la cima de la colina, un par de Marchadores del grupo en cabeza empezaban a perder terreno.

Garraty se concentró en rebasarles. Seguía sintiéndose bien, muy fuerte.