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Muy bien, Noroeste, aquí va su pregunta de diez puntos para el empate. ALLEN LUDDEN Trofeo escolar |
A la una, Garraty realizó un nuevo inventario.
Llevaban 185 kilómetros recorridos. Se hallaban a 70 kilómetros al norte de Oldtown, a 200 al norte de Augusta, la capital del estado, 240 de Freeport (o más, pues tuvo la terrible certeza de que había más de 40 kilómetros entre Augusta y Freeport); probablemente, debía de haber 370 hasta la frontera con New Hampshire. Y corría el rumor de que, este año, la Marcha llegaría al menos hasta allí.
Durante un largo rato —hora y media o más— no le habían dado el pasaporte a nadie. Todos caminaban, casi sin oír los vítores procedentes de los arcenes, y contemplaban kilómetro a kilómetro los monótonos bosques de pinos y abetos. Garraty sintió nuevas punzadas de dolor en la pantorrilla izquierda, que acompañaban al latir constante y pesado que sentía en ambas piernas y a la sorda agonía que representaban sus pies.
Después, cuando el calor llegó a su grado máximo, los fusiles empezaron a dejarse oír nuevamente. Un chico llamado Tressler, el número 92, sufrió una insolación y fue despachado mientras yacía en el asfalto, inconsciente. Otro chico padeció unas convulsiones y recibió el pasaporte mientras se agitaba en el suelo emitiendo horrendos gemidos con la lengua hinchada. Aaronson, el número 1, sufrió un calambre en ambos pies a la vez, y fue abatido como una estatua, con el rostro hacia el sol en un gesto de concentración, como forzando los músculos del cuello. Y a los pocos minutos, otro Marchador al que Garraty no conocía fue víctima de otra insolación.
Así me encontraré yo, se dijo Garraty, mientras pasaba junto al cuerpo que temblaba y murmuraba sobre el asfalto. Vio cómo apuntaban los fusiles y se concentró en las gotas de sudor que caían del cabello del muchacho, agotado y próximo a morir. Así me encontraré yo, se repitió. ¿No podría ser ahora mismo?
Los fusiles resonaron, y un grupo de chicos de secundaria sentados a la escasa sombra de una tienda de campaña aplaudió brevemente.
—Me gustaría que viniera el Comandante —masculló Baker—. Quiero verle.
—¿Qué? —preguntó mecánicamente Abraham. Durante las últimas horas, parecía más sombrío. Sus ojos aparecían más hundidos en las cuencas. Su rostro estaba cubierto por una ligera sombra de barba azulada.
—Quiero verle para cagarme en él —insistió Baker.
—Tranquilo —le aconsejó Garraty—. Procura relajarte.
Garraty había borrado ya sus tres avisos.
—¡Vete al infierno! —replicó Baker—. ¡Métete en tus asuntos!
—No tienes derecho a odiar al Comandante. Él no te obligó.
—¿Obligarme? ¡Está matándome, eso es lo que está haciendo!
—Todavía no…
—Cállate —le cortó Baker con aspereza.
Garraty obedeció. Se frotó la nuca y alzó la mirada al cielo. Su sombra era una mancha informe casi bajo sus pies. Levantó su tercera cantimplora del día y la apuró.
—Lo lamento —le dijo Baker al cabo de unos minutos—. No quería gritarte. Mis pies…
—Está bien.
—Todos nos estamos volviendo así —añadió Baker—. A veces pienso que eso es lo peor.
Garraty cerró los ojos. Tenía sueño.
—¿Sabes qué me gustaría hacer a mí? —intervino Pearson, que caminaba entre ambos.
—Cagarte en el Comandante —contestó Garraty—. Todo el mundo quiere cagarse en el Comandante. Cuando vuelva a presentarse, le haremos caer del jeep y nos bajaremos los pantalones y le llenaremos la boca de…
—Eso no es lo que me gustaría hacer.
Pearson caminaba como si estuviera en los últimos momentos de conciencia de una borrachera. La cabeza le bamboleaba, mientras los párpados se le abrían y cerraban como espasmódicos postigos.
—No tiene nada que ver con el Comandante —continuó—. Lo que me gustaría es desviarme a ese prado de ahí, tenderme y cerrar los ojos. Tumbarme ahí, sencillamente, con la espalda sobre el trigo…
—En Maine no se cultiva trigo —repuso Garraty—. Es heno.
—… en el heno, pues. Y componer un poema mientras me duermo.
Garraty se llevó la mano al cinturón de los alimentos y no encontró nada en la mayoría de las bolsas. Por fin, tropezó con una caja de galletas saladas y empezó a engullirlas, acompañadas de sorbos de agua.
—Me siento como una regadera —dijo—. Bebo y el agua me sale por los poros a los dos minutos.
Los fusiles volvieron a dejarse oír y otra figura se derrumbó como un muñeco de caja de sorpresas con el resorte destensado.
—Cuarenta y cinco —dijo Scramm con voz gangosa, aproximándose a ellos—. A este ritmo, no creo que lleguemos a Portland.
—No andas muy bien de voz —murmuró Pearson.
—Menos mal que tengo buena constitución —prosiguió Scramm con alegría—. Creo que tengo un poco de fiebre.
—¡Cielo santo! ¿Cómo puedes seguir? —preguntó Abraham.
—¿Yo? ¿Me lo dices a mí? —Señaló con el pulgar a Olson—. ¡Mira a ese capullo! ¡Eso me gustaría saber!
Olson no había dicho una sola palabra en los últimas dos horas ni había tocado su cantimplora. Miradas codiciosas se posaban de vez en cuando en su cinturón, que seguía casi intacto. Sus ojos, de negra obsidiana, estaban fijos al frente. Su rostro, tiznado por una barba de dos días, parecía enfermizo y lobuno. Hasta su cabello, erizado en la nuca y en mechones pegados a la frente, contribuía a darle un aspecto fantasmal. Tenía los labios resecos, partidos y con ampollas. La lengua le colgaba como una culebra muerta a la boca de una cueva. El saludable tono rosado de su piel había desaparecido y era ahora grisáceo. Como el polvo del camino.
Ahí está, pensó Garraty; eso era lo que Stebbins había dicho que les sucedería a todos con el tiempo. ¿Qué tan concentrado debía de estar Olson en sí mismo? ¿A qué profundidad debía de hallarse? ¿A una braza? ¿A kilómetros? ¿A años luz? ¿En qué honduras, en qué oscuridades? Y la respuesta le llegó a Garraty: Demasiado profundo para poder salir otra vez. Olson estaba ocultándose allí, en la oscuridad, a demasiada profundidad para volver a salir.
—¿Olson? —dijo en voz baja—. ¿Olson?
Él no respondió. No movió nada, salvo los pies.
—Me gustaría que al menos escondiera la lengua —susurró Pearson con aire nervioso.
La Marcha continuó.
Los bosques se retiraron, y se encontraron atravesando otra zona de amplios arcenes, ocupados por espectadores entusiastas. Las pancartas con el nombre de Garraty predominaban de nuevo. Después volvieron los bosques. Pero ahora ni los árboles hacían retroceder a la multitud. Chicas guapas con pantalones cortos y camisetas de tirantes. Chicos con pantalones de baloncesto y camisetas de gimnasia.
Unas buenas vacaciones, pensó Garraty.
Ya no podía seguir deseando no estar allí; estaba demasiado cansado y aturdido para hacer memoria. Lo hecho, hecho estaba. Nada en el mundo podría cambiarlo. Pensó que muy pronto resultaría demasiado esfuerzo incluso hablar con los demás. Deseó poder ocultarse dentro de sí como los niños se ocultan bajo la alfombra, sin más preocupaciones. Así todo sería más sencillo.
Había estado dándole vueltas a las palabras de McVries. Todos ellos habían sido estafados, timados. Pero eso no podía ser cierto, se repitió testarudamente. Uno de ellos no había sido estafado. Uno de ellos iba a timar a todos los demás… ¿O no era así?
Se humedeció los labios y bebió un poco.
Pasaron junto a un pequeño cartel verde que informaba que la autopista de Maine quedaba a 70 kilómetros.
—Eso es —dijo para sí—. Setenta kilómetros para Oldtown.
Garraty ya pensaba en acercarse de nuevo a McVries, cuando alcanzaron un nuevo cruce y una mujer empezó a gritar. El tráfico de la otra calzada estaba interrumpido mediante un cordón policial, y la multitud se agolpaba ansiosamente contra las barreras y los guardias que las custodiaban. Los espectadores agitaban las manos, las pancartas, los frascos de loción para el sol…
La mujer que gritaba era alta y tenía el rostro encendido. Se lanzó contra uno de los caballetes de la valla, que le alcanzaba hasta la cintura, lo derribó e hizo caer gran parte de la cinta amarilla brillante. Después se encontró luchando, arañando y gritando a los agentes que la contenían. Los policías jadeaban debido al esfuerzo.
La conozco, pensó Garraty. ¿Verdad que la conozco?
El pañuelo azul. Los ojos brillantes y fieros, incluso el vestido azul marino con el lazo blanco. Todo eso le resultaba familiar. Los gritos de la mujer se habían hecho incoherentes. Unas uñas afiladas marcaron cuatro líneas de sangre en la mejilla de uno de los policías que intentaban sujetarla.
Garraty pasó a tres metros de la mujer. Al dejarla atrás, supo dónde la había visto con anterioridad. Era la madre de Percy, aquel chico que había intentado perderse entre los árboles y que en cambio se había perdido en el otro mundo.
—¡Quiero a mi chico! —aullaba la mujer—. ¡Devolvedme a mi chico!
La multitud la vitoreó. Detrás de ella, un chiquillo le escupió en la pierna y salió corriendo.
Jan, camino por ti, pensó Garraty. A la mierda todo lo demás; juro por Dios que llegaré. Sin embargo, Jan no había querido que él participara en la Larga Marcha. Había llorado, le había suplicado que cambiara de idea. Podían esperar, ella no quería perderle. «Por favor, Ray, no seas tonto, la Larga Marcha no es más que un puro asesinato…».
Eso había sucedido hacía más de un mes, en abril. Estaban los dos sentados en un banco, junto al quiosco de la orquesta, y él tenía el brazo alrededor de su talle. Ella llevaba el perfume que Ray le había regalado por su aniversario, y que parecía estimular el secreto olor a mujer de Jan, un aroma carnal y embriagador.
—Tengo que ir —había respondido él—. Tengo que ir, ¿no lo comprendes? Tengo que hacerlo.
—Ray, no sabes lo que dices. Ray, por favor, no lo hagas. Te quiero.
Bien, pensó ahora Garraty, mientras continuaba carretera adelante, ella había tenido razón en eso. Desde luego, no había tenido la menor idea de dónde se estaba metiendo. Y ni siquiera ahora lo entiendo, pensó. Eso es lo más condenado de todo.
—¿Garraty?
Dio un respingo. Había vuelto a quedarse medio dormido. La voz era de McVries, que caminaba a su lado.
—¿Cómo te sientes?
—¿Sentirme? —repitió Garraty—. Bien, supongo. Sí, creo que estoy bien.
—Barkovitch se está desmoronando. Estoy seguro. Está hablando consigo mismo. Y cojea.
—Tú también cojeas —replicó Garraty—. Y Pearson, y yo mismo…
—Me duele, eso es todo. Pero Barkovitch no deja de frotarse la pierna. Creo que tiene un tirón muscular.
—¿Por qué lo odias tanto? ¿Por qué no a Collie Parker, o a Olson, o a cualquiera de los demás?
—Porque Barkovitch sabe lo que se hace.
—¿Porque juega a ganar, te refieres?
—No sabes a qué me refiero, Ray.
—Me parece que no lo sabes ni tú. Desde luego es un cerdo. Pero quizá sea preciso serlo para vencer.
—¿Siempre ganan los malos?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
Pasaron ante una escuela, prefabricada en madera, y los niños salieron al patio a saludarles. Un grupo se había subido a lo alto de los laberintos de tubo metálico, como centinelas, y a Garraty le recordaron los hombres de la serrería, muchos kilómetros atrás.
—¡Garraty! —gritaba uno de ellos—. ¡Ray Garraty! ¡Ga-rra-ty!
Un chiquillo de cabello enmarañado saltaba arriba y abajo en lo más alto del laberinto, levantando ambas manos. Garraty le devolvió el saludo, con indiferencia. El chiquillo hizo una acrobacia, quedó colgado boca abajo por las rodillas y siguió agitando las manos. Garraty se sintió aliviado cuando el niño y la escuela quedaron atrás.
—He estado pensando… —dijo Pearson, uniéndoseles.
—Ahorra energías —aconsejó McVries.
—¿Qué has estado pensando? —inquirió Garraty.
—En lo duro que va a ser para el finalista.
—¿Por qué lo dices? —preguntó McVries.
—Bien… —Pearson se frotó los ojos y contempló un pino que había sido fulminado por un rayo—. Fijaos, el tipo que ha resistido más que ninguno, salvo ese último contrincante. Tendría que haber un Premio para el finalista, eso es lo que opino.
—¿Cuál? —inquirió con voz plana McVries.
—No lo sé.
—¿Qué te parece su vida? —preguntó Garraty.
—¿Quién querría participar en la Marcha para conservar la vida?
—Antes de empezar, es posible que nadie. Pero ahora mismo me conformaría con ello, y al diablo con el Premio. Al diablo con conseguir lo que desee mi corazón. ¿Tú qué dices?
Pearson meditó su respuesta.
—Lo siento, pero no le veo sentido —dijo por fin.
—Díselo tú, Pete —dijo Garraty.
—¿Qué quieres que le diga? Él tiene razón. O te llevas todo el pastel o te quedas en ayunas.
—Estás chiflado —replicó Garraty sin mucha convicción.
Estaba acalorado y muy fatigado, y en la parte interior de los ojos sentía los primeros indicios de un dolor de cabeza. Quizá era así como se iniciaba la insolación, pensó. Por otro lado, tal vez fuera la mejor forma de recibir el pasaporte. Sencillamente, caer al suelo en un movimiento a cámara lenta, casi en un sueño y apenas consciente, y despertarse muerto.
—Claro —asintió McVries—. Todos estamos chiflados, o no estaríamos aquí. Creía que ya habíamos discutido esto hace horas. Todos deseamos morir, Garraty. ¿Todavía no te has metido eso en tu obtusa cabezota? Mira a Olson. Es apenas una calavera sobre un palo. Ya es suficientemente penoso que uno de nosotros haya visto cómo sus auténticos deseos quedaban defraudados.
—Yo no tengo la menor idea de esa condenada psicohistoria —dijo por último Pearson—. No creo que nadie se conformara con quedar segundo.
—Estás chiflado —repitió Garraty, con una carcajada.
McVries también se echó a reír.
—Veo que empiezas a entender mi punto de vista —dijo—. Aguanta un poco más de sol, deja que tu cerebro se ase un poco más, y pronto haremos de ti un auténtico creyente.
La Marcha continuó.
El sol parecía colocado limpiamente en el techo del mundo. La temperatura había alcanzado los 26 °C (uno de los Marchadores llevaba un termómetro de bolsillo) y durante unos minutos llegó a rozar los 27 °C. ¡Veintiséis grados!, se dijo Garraty. No era tanto. En julio, el termómetro podía subir diez grados más. Veintiséis grados. La temperatura ideal para sentarse bajo un olmo en el jardín trasero y engullir una buena ensalada de pollo con lechuga. Veintiséis grados. Lo justo para una buena zambullida en el río Royal. ¡Jesús!, ¿no sería eso maravilloso? En su rincón favorito del río el agua estaba caliente en la superficie, pero a la altura de los tobillos estaba bastante fría y se podía apreciar cómo la ligera corriente tiraba un poco de uno; allí, junto a las rocas, solía haber sanguijuelas, pero uno mismo podía arrancárselas si no era un cobarde. ¡Ah, el agua, bañándole a uno la piel, el cabello, la entrepierna…! Se estremeció al pensarlo. Veintiséis grados. Lo justo para quedarse en traje de baño y tenderse en la hamaca de lona en el patio de atrás, con un buen libro en las manos. Y quizá para echar una cabezada. En cierta ocasión había hecho subir a Jan a la hamaca con él, y allí habían estado juntos un buen rato, balanceándose y besuqueándose hasta que el pájaro se le había puesto tieso como una estaca. A Jan no había parecido importarle. Veintiséis grados…
Veintiséisveintiséisveintiséis. La palabra, a fuerza de repeticiones, perdía sentido y realidad.
—En mi vida había tenido tanto calor —murmuró Scramm con voz gangosa, debido al resfriado.
Su rostro cuadrado estaba encendido y bañado en sudor. Se había quitado la camisa y llevaba desnudo el velludo torso. Las gotas de sudor le corrían por el cuerpo como pequeños arroyos procedentes del deshielo.
—Será mejor que te pongas otra vez la camisa —dijo Baker—. Vas a coger frío cuando el sol empiece a bajar, y entonces sí tendrás problemas de verdad.
—¡Este maldito resfriado! —masculló Scramm—. Estoy ardiendo.
—Lloverá —contestó Baker. Sus ojos escrutaron el cielo limpio de nubes—. Tiene que llover.
—¡Y una mierda! —exclamó Collie Parker—. Nunca he visto un estado más asqueroso.
—Si no te gusta, ¿por qué no vuelves al tuyo? —repuso Garraty con una risita estúpida.
—¡Métetelo en el culo!
Garraty se obligó a beber sólo un sorbo de la cantimplora. No quería que le diera un calambre estomacal. Ésa sería un forma horrible de recibir el pasaporte. En cierta ocasión había sufrido uno de tales calambres, y ya tenía suficiente. Había sido un verano, mientras ayudaba a sus vecinos, los Elwell, a guardar el heno. En la parte superior del granero de los Elwell el calor era explosivo. Mientras amontonaban las grandes balas de heno de treinta kilos formando una cadena, Garraty había cometido el error de beber tres tragos seguidos del agua helada que la señora Elwell acababa de traer. De pronto había sentido unos dolores insoportables en el pecho, el vientre y la cabeza, había resbalado y caído desde el piso superior al camión del heno. El señor Elwell le había sostenido por la cintura con sus manos encallecidas por el trabajo mientras Ray vomitaba por el costado del vehículo, exhausto de dolor y de vergüenza. Los vecinos le habían enviado a casa. Había sido el regreso de un muchacho que había fracasado en una de sus primeras pruebas de hombría, con los brazos llenos de arañazos del heno y el cabello repleto de polvo y restos de paja. De vuelta a casa, el sol había caído a plomo sobre su nuca tostada por el sol como un martillo de cinco kilos.
Se estremeció y, al instante, todo el cuerpo empezó a latirle convulsivamente. El dolor de cabeza le martilleaba tras los ojos… ¡Qué fácil resultaría soltarse de la cuerda!, pensó.
Volvió la mirada hacia Olson. Seguía allí. Se le estaba ennegreciendo la lengua, tenía el rostro sucio y los ojos miraban sin ver. Como él no. ¡Dios mío, no quiero acabar como Olson!
—Este calor va a agotar nuestras energías —pronosticó lúgubremente Baker—. No llegaremos a New Hampshire. Apostaría algo.
—Hace dos años tuvieron aguanieve —intervino Abraham—. Y llegaron a la frontera. Al menos llegaron cuatro.
—Sí, pero el calor es distinto —dijo Jensen—. Cuando hace frío puedes caminar más deprisa y calentarte. Cuando hace calor puedes caminar más despacio… y quedarte helado. ¿Qué se puede hacer?
—No es justo —dijo Collie Parker—. ¿Por qué no celebran la maldita Marcha en Illinois, donde el terreno es llano?
—A mí me gusta Maine —afirmó Scramm—. ¿A qué viene ese mal humor, Parker?
—¿Y tú por qué tienes que limpiarte los mocos tan a menudo? —replicó Parker—. Tengo mal humor porque soy así, y basta. ¿Alguna protesta?
Garraty echó un vistazo al reloj, pero éste se había detenido a las 10.16. Se había olvidado de darle cuerda.
—¿Alguien tiene hora? —preguntó.
—Veamos… —Pearson entrecerró los ojos para consultar su reloj—. La misma de ayer a estas horas, Garraty.
Todo el mundo se echó a reír.
—Venga —insistió Garraty—. Se me ha parado el reloj.
Pearson volvió a consultar la esfera. Después dirigió la mirada hacia el firmamento.
—Son las dos y dos. El sol tardará aún mucho en ponerse.
El astro rey seguía malévolamente colocado sobre la orla de árboles. Todavía no estaba lo bastante inclinado para dejar la carretera en sombras, ni lo haría en horas. Muy al sur, Garraty creyó percibir unas manchas púrpura que podían ser nubes de tormenta o una mera ilusión óptica.
Abraham y Collie Parker estaban discutiendo lánguidamente sobre las características de los carburadores múltiples. Nadie parecía muy dispuesto a hablar, y Garraty se separó del grupo por el lado opuesto de la calzada, saludando con la mano a algún que otro espectador, pero despreocupado del público la mayor parte del tiempo.
Los Marchadores no iban tan dispersos como en otros momentos. La vanguardia estaba claramente a la vista: dos muchachos altos y de tez morena con chaquetas negras atadas a la cintura. Se decía que eran novios, pero Garraty se lo creía tanto como que la luna era un queso. Los dos muchachos no parecían afeminados, y sí bastante agradables…, aunque ninguna de ambas cosas, pensó, tenía mucho que ver con el que fueran o no novios. Tampoco era asunto suyo si lo eran, pero…
Barkovitch iba detrás de los chicos de las chaquetas negras, y McVries seguía detrás de Barkovitch con la mirada fija en su espalda. Barkovitch todavía llevaba colgando del bolsillo posterior el gorro amarillo para la lluvia, y a Garraty no le dio la impresión de que estuviera a punto de desmoronarse. En realidad, pensó con una punzada de dolor, era McVries el que parecía agotado.
Detrás de McVries y Barkovitch iba un grupo disperso de siete u ocho chicos, en una de aquellas asociaciones urdidas espontáneamente que se formaban y reformaban durante el transcurso de la Marcha, dando entrada y salida a nuevos miembros. Detrás de ellos venía otro grupo más reducido, y detrás el grupo de Scramm, Pearson, Baker, Abraham, Parker y Jensen. Su grupo. Al empezar había otros más en él, pero Garraty apenas recordaba sus nombres.
Más atrás venían otros dos grupos, y esparcidos a lo largo de la abigarrada columna de Marchadores como motas de pimienta entre la sal, avanzaban los solitarios. Algunos de éstos, como Olson, iban ensimismados y catatónicos. Otros, como Stebbins, parecían preferir su propia y única compañía. Y casi todos ellos tenían aquella mirada atemorizada y decidida que Garraty había llegado a conocer tan bien.
Los fusiles apuntaron a uno de los solitarios que Garraty había estado observando, un chico bajo y robusto con un deshilachado chaleco de seda verde. A Garraty le parecía que el muchacho había recibido el tercer aviso media hora antes. Le vio lanzar una mirada breve y horrorizada a los fusiles, y apretar el paso. Los fusiles perdieron su amenazador interés por él, al menos de momento.
Garraty sintió de pronto una exaltación incomprensible. No debía de faltar mucho más de 60 kilómetros para Oldtown y la civilización, si se podía llamar civilización a una ciudad con un par de fábricas textiles y poco más. Llegarían allí a una hora avanzada de la noche, y alcanzarían la autopista. Comparada con la carretera, la autopista sería una maravilla. En la autopista uno podía caminar por la franja central de hierba y quitarse los zapatos. Y sentir la fresca humedad. ¡Dios santo, aquello sería magnífico! Se secó el sudor de la frente con el antebrazo. Quizá, después de todo, las cosas acabaran bien. Las manchas púrpura estaban un poco más cerca y eran, efectivamente, nubes de tormenta.
Los fusiles rugieron y Garraty ni siquiera se sobresaltó. Acababan de darle el pasaporte al chico del chaleco verde, que había caído de espaldas. Quizá ni siquiera la muerte era tan terrible. Todos, incluso el Comandante, tendrían que afrontarla tarde o temprano. Entonces, ¿quién estaba timando a quién, en el fondo? Tomó nota mentalmente de mencionárselo a McVries la próxima vez que hablaran.
Aceleró el paso y decidió saludar a la siguiente chica guapa que encontrara. Pero antes de ver a ninguna, se fijó en un tipo que era una auténtica caricatura de italiano, bajito y menudo, con una raída gorra de fieltro y un bigotillo negro enroscado en las puntas. Estaba junto a una vieja camioneta con la puerta posterior levantada. Saludaba y sonreía con unos dientes increíblemente blancos y bien alineados.
En el fondo del maletero de la camioneta, el hombre había colocado una esterilla aislante. Sobre ella había un montón de hielo picado, y surgiendo del hielo en todas direcciones, como grandes sonrisas rojas mentoladas, grandes tajadas de sandía.
Garraty sintió que el estómago se le contraía por dos veces, exactamente igual que a un saltador de trampolín al hacer una pirueta. Sobre la camioneta podía leerse en un cartel: DOM L’ANTIO QUIERE A TODOS LOS MARCHADORES. ¡SANDÍA GRATIS!
Varios Marchadores, entre ellos Abraham y Collie Parker, se dirigieron al trote hacia el arcén. Todos recibieron el correspondiente aviso. Iban a más de 6,5 kilómetros por hora, pero no en la dirección correcta. Dom L’Antio les vio venir y se echó a reír, con una carcajada cristalina, alegre, fresca. Aplaudió, metió las manos en el hielo y las sacó con dos tajadas de roja y jugosa sandía. Garraty sintió que se le hacía la boca agua. Pero no iban a permitirlo, pensó. Igual que no habían dejado al tipo del almacén repartir los refrescos. ¡Pero, Señor, qué buena debía de estar! ¿No sería posible que esta vez fueran un poco más condescendientes? Y de todos modos, ¿de dónde sacaba aquel tipo sandías en esa época del año?
Los Marchadores se arremolinaron junto a las cuerdas de los arcenes, el grupo de espectadores próximo a Dom se volvió loco de fervor, sonaron varios segundos avisos y, milagrosamente, aparecieron tres policías estatales para contener a Dom, que gritaba en voz alta:
—¿Qué quieren decir? ¿Qué es eso de que no puedo? ¡Estas sandías son mías, agente! ¡Y si quiero regalarlas, las regalo! ¡Déjenme en paz!
Uno de los policías intentó arrebatar a Dom L’Antio las tajadas que tenía en las manos, y otro cerró la puerta del maletero de la furgoneta.
—¡Cerdos! —gritó Garraty.
Su aullido cortó el claro día como una lanza de cristal, y uno de los agentes miró alrededor, sorprendido y casi avergonzado.
—¡Cerdos hijos de puta! —siguió gritando Garraty—. ¡Ojalá vuestras madres os hubieran abortado, hijos de perra!
—¡Vamos, Garraty! —gritó otra voz.
Era Barkovitch, con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes largos y puntiagudos como clavos. Después levantó los puños hacia los policías y gritó con furia:
—¡Cabrones!
Todos los Marchadores estaban gritando ahora, y los policías estatales no eran como los soldados de los Escuadrones encargados de cubrir la Larga Marcha. Tenían los rostros azorados y contritos, pero aun así retuvieron a Dom y sus sandías, lejos del arcén y el alcance de los competidores.
Dom olvidó su inglés o decidió dejar de utilizarlo, y se puso a gritar sonoros insultos en italiano. Los espectadores abuchearon a la policía estatal. Una mujer con un sombrero de paja de ala ancha lanzó un transistor a uno de los policías. El objeto lo golpeó en la cabeza y le arrancó la gorra. Garraty lo lamentó por el agente, pero siguió maldiciendo. Parecía no poder reprimirse. Jamás se había creído capaz de proferir aquellas maldiciones.
En el mismo instante en que Dom L’Antio parecía a punto de desaparecer de su vista —afortunadamente—, el menudo italiano se liberó de los policías y volvió a correr hacia los Marchadores. El público pareció abrirse mágicamente para dejarle paso, cerrándose a continuación —o intentando hacerlo— para impedir a los agentes que pudieran darle alcance. Uno de éstos se lanzó para hacerle un placaje de rugby, le asió por las rodillas y le hizo caer. En el último instante, antes de caer, Dom lanzó al aire sus hermosas sonrisas rojas.
—¡Dom L’Antio os quiere a todos! —gritó.
La multitud rugió de entusiasmo, al borde de la histeria. Dom cayó de cabeza en el polvo y, en un abrir y cerrar los ojos, se encontró con las manos esposadas a la espalda. Las tajadas de sandía volaron por el aire dando vueltas, y Garraty soltó una estentórea carcajada, con ambas manos alzadas hacia el cielo en un gesto triunfante, cuando vio que Abraham atrapaba una con habilidad.
Otros Marchadores recibieron su tercer aviso por detenerse a recoger pedazos de sandía pero, sorprendentemente, nadie recibió el pasaporte, y seis chicos terminaron con un trozo de sandía entre las manos. Los demás se dedicaron a aplaudir a los que habían conseguido hacerse con la fruta y a insultar a los soldados de rostro pétreos, cuyas expresiones eran ahora interpretadas como sutilmente furiosas, para satisfacción de todos.
—¡Os quiero a todos! —gritó Abraham.
Su rostro sonriente estaba bañado en el jugo rosado de la sandía. A continuación, escupió al aire tres pepitas oscuras.
—¡Maldita sea, esto es fantástico! —exclamó Collie Parker, con semblante de felicidad—. ¡Fantástico, maldita sea!
Hundió el rostro en la tajada de sandía, le dio un voraz bocado y partió el resto en dos partes. Después le lanzó uno de los pedazos a Garraty, que estuvo a punto de dejarlo caer debido a la sorpresa.
—¡Ahí tienes, pueblerino! —gritó Collie—. ¡Para que no digas que nunca he hecho nada por ti!
—¡Vete a la mierda! —respondió Garraty con una risotada.
La sandía estaba fría. Unas gotas de jugo se le colaron por la nariz, otras le resbalaron por la barbilla, y la mayor parte, ¡oh, maravilla!, le bañó la boca y le corrió, dulce y refrescante, por la garganta. Se obligó a comer sólo la mitad de su parte. Después se volvió hacia McVries y le lanzó el pedazo restante.
McVries cogió la sandía del revés con gran habilidad, en una demostración de buen jugador de béisbol universitario. Tras dedicar una sonrisa a Garraty, engulló la dulce fruta.
Garraty echó un vistazo alrededor y notó que le embargaba una alegría loca; los latidos de su corazón se aceleraron y sintió deseos de ponerse a dar volteretas. Casi todos los Marchadores habían conseguido un pedazo de sandía, aunque no fuera más que un trocito de carne roja adherido a la cáscara.
Stebbins, como casi siempre, era la excepción. Seguía con la mirada fija en la carretera. No tenía nada entre las manos y seguía sin sonreír.
Al cuerno con Stebbins, pensó Garraty. Sin embargo, no pudo evitar que su alegría se resintiera un poco. Volvió a notar cansados los pies. Ray sabía que lo malo no era que Stebbins no hubiera conseguido un pedazo, o que no hubiese querido. Lo malo era que Stebbins no lo necesitaba.
Las 14.30. Llevaban recorridos 195 kilómetros y las nubes de tormenta se aproximaban. Se levantó una brisa fresca, que causó un escalofrío en la acalorada piel de Garraty. Va a llover otra vez, pensó. Magnífico.
A ambos lados de la carretera la gente estaba recogiendo los manteles y volvía a cargar sus cestas de picnic, entre servilletas de papel levantadas por el viento.
La tormenta se deslizó indolentemente hacia ellos y, en unos instantes, la temperatura descendió hasta hacerles sentir que había llegado el otoño. Garraty se abrochó la camisa rápidamente.
—Aquí viene otra vez —le dijo a Scramm—. Será mejor que te pongas la camisa.
—¿Estás de broma? —Sonrió Scramm—. ¡No me había sentido mejor en todo el día!
—Va a ser una tronada —afirmó Parker con tono alegre.
Se encontraban en la cima de una meseta suavemente inclinada y contemplaron la cortina de lluvia que se abatía sobre los bosques en dirección a ellos, bajo las nubes color púrpura. El cielo encima de ellos se había vuelto de un color amarillo enfermizo. Un cielo de tornado, se dijo Garraty. Eso sería definitivo. ¿Qué harían si un tornado se abatía sobre ellos y se los llevaba a todos a Oz en un torbellino de zapatillas destrozadas y semillas de sandía?
Se echó a reír, pero el viento arrancó la carcajada de sus labios. Llamó a McVries.
Éste se volvió ligeramente para observarle. McVries iba inclinado contra el viento con las ropas pegadas al cuerpo y ondeando por detrás. El cabello oscuro y la blanca cicatriz grabada en su rostro bronceado le daban el aspecto de un curtido lobo de mar, ligeramente chiflado, en el puente de su nave.
—¿Hay alguna mención a las intervenciones divinas en el Reglamento? —le preguntó.
—No, me parece que no —replicó McVries tras una pausa, al tiempo que empezaba a abrocharse la camisa.
—¿Qué sucedería si nos cayera encima un rayo?
—¡Que estaríamos todos muertos! —contestó McVries, echando la cabeza atrás y soltando una carcajada.
Garraty masculló algo y se alejó. Algunos Marchadores observaban el firmamento con gesto ansioso. Ahora no iba a caer un pequeño chubasco como el que les había ayudado a aliviar el calor del día anterior. ¿Cómo había dicho Parker…? Una tronada. Eso era: desde luego, iba a ser una buena tronada.
Una pequeña gorra de béisbol pasó dando tumbos entre sus pies y Garraty se volvió. Vio a un chiquillo contemplar la gorra con tristeza. Scramm la atrapó e intentó devolvérsela, pero el viento la llevó en dirección contraria y terminó colgada de un árbol que se agitaba con furia.
Se dejó oír un trueno. La línea quebrada de un relámpago apareció en el horizonte. El reconfortante suspiro del viento entre los pinos se había convertido en el amenazador gemido de un centenar de fantasmas furiosos.
Rugieron los fusiles, como pequeños estampidos casi perdidos bajo los truenos y la lluvia. Garraty volvió la cabeza y tuvo la premonición de que Olson había recibido, por fin, el pasaporte. Sin embargo, Olson seguía allí. El ondear de sus ropas ponía de manifiesto la asombrosa rapidez con que estaba perdiendo peso. Olson había perdido su chaqueta en algún momento de la marcha, y los brazos que salían de su camisa de manga corta eran huesudos y delgados como lápices.
El Marchador eliminado había sido otro, cuyo rostro aparecía crispado y agotado, muy muerto bajo su mata de pelo batida por el viento.
—¡Si el viento fuera de cola, podríamos estar en Oldtown a las cuatro y media! —dijo Barkovitch con alegría.
Se había vuelto a calar el gorro para la lluvia hasta las orejas y su rostro anguloso parecía alegre y demente. Garraty lo comprendió súbitamente, y tomó nota mental de comentárselo a McVries. Barkovitch no estaba en sus cabales.
Unos minutos después, el viento amainó de pronto. Los truenos se redujeron a una serie de leves murmullos. El calor les envolvió de nuevo, pegajoso y casi insoportable después del frescor del viento.
—¿Qué ha sucedido? —bramó Collie Parker—. ¡Garraty! ¿Acaso este jodido estado también ahuyenta a las tormentas?
—Creo que no, que tendrás lo que deseas —respondió Garraty—. Aunque no sé si seguirás deseándolo cuando llegue…
—¡Eh, Raymond! ¡Raymond Garraty!
Garraty levantó la cabeza. Durante un terrible instante pensó que era su madre y su cabeza se llenó con las imágenes de Percy. Sin embargo, sólo se trataba de una anciana de dulce rostro que le contemplaba por debajo de un ejemplar de la revista Vogue con que se protegía de la lluvia.
—¡Vaya pellejo! —murmuró Art Baker al lado de Ray.
—¿Sabes quién es?
—Conozco el tipo —respondió Baker—. Es igual que mi tía Hattie. Le gustaba asistir a los funerales y escuchaba los llantos y gemidos de los acompañantes con una sonrisa en el rostro, idéntica a esa mujer de ahí.
—Probablemente será la madre del Comandante —bromeó Garraty, pero no tuvo éxito.
Baker tenía el rostro pálido y tenso bajo la luz agonizante del cielo agitado.
—La tía Hattie tuvo nueve hijos, Garraty. Y enterró a cuatro con esa misma expresión. Cuatro hijos, carne de sus entrañas. Hay gente a la que le gusta ver morir a los demás. Es algo que no puedo entender, ¿y tú?
—Tampoco —respondió Garraty. Baker le estaba poniendo nervioso. Los truenos se dejaron oír de nuevo en el firmamento—. ¿Tu tía ha muerto?
—No. —Baker levantó la mirada al cielo—. Está en casa. Probablemente en el porche, en su mecedora. Ya no puede andar mucho. Estará allí sentada, meciéndose y escuchando noticias de la radio. Y sonriendo cada vez que digan la nuevas cifras de eliminados. —Baker se frotó los codos con las manos—. ¿Has visto alguna vez a una gata devorando a sus propios cachorros, Garraty?
Garraty no respondió. En el aire había una tensión eléctrica, algo procedente de la tormenta situada sobre ellos, y algo más… Garraty no pudo averiguar qué era. Al parpadear, le pareció ver los ojos de D’Allessio el Bizco observándole desde la oscuridad. Por último, le dijo a Baker:
—¿Es que toda tu familia está especializada en la muerte?
Baker le dedicó una sonrisa torcida.
—Mira, yo tenía la intención de acudir a la escuela de servicios de pompas fúnebres dentro de unos años. Es un buen trabajo. Las funerarias dan de comer incluso en épocas de crisis.
—Y yo siempre he querido dedicarme a la fabricación de sanitarios —contestó Garraty—. Conseguir contratos con cines, boleras y locales grandes. Es un éxito seguro. ¿Cuántas fábricas de sanitarios puede haber en el país?
—No creo que todavía quiera ser funerario —añadió Baker—. Pero eso ya no importa mucho.
El resplandor de un relámpago cruzó el cielo, seguido del estampido del trueno. El viento se levantó en furiosas ráfagas. Las nubes cruzaron el cielo como enloquecidos corsarios.
—Ya está aquí —dijo Garraty—. Ya viene, Art.
—Algunas personas dicen que no les importa —murmuró Baker—. «Cuando me vaya, quiero algo sencillo, Don», le decían a mi tío. Pero a la mayoría le importa mucho. Eso es lo que siempre me decía mi tío. Dicen: «Con una caja sencilla de pino tendré bastante», pero terminan por quedarse el ataúd más grande… con plancha de plomo, si pueden permitírselo. Muchos incluso escriben el número del modelo elegido en sus testamentos.
—¿Por qué?
—Donde yo vivo, casi todo el mundo quiere ser enterrado en mausoleos. Por encima del suelo. No quieren estar por debajo porque en mi pueblo hay una capa de agua subterránea a muy poca profundidad. Y todo se pudre rápidamente con la humedad. Pero si te entierran por encima del suelo, entonces el problema son las ratas. Grandes ratas de pantano de Luisiana. Ratas de sepultura. Pueden abrirse paso por un ataúd de pino como si nada.
El viento tiraba de ellos con manos invisibles. Garraty deseaba que la tormenta descargara de una vez. Era como un loco tiovivo. Se hablara con quien se hablase, se volvía una y otra vez a aquel maldito tema.
—Yo jamás haría una cosa así —dijo Garraty—. Soltar mil quinientos dólares o más sólo para evitar las ratas después de muerto…
—Yo no lo sé —murmuró Baker. Tenía los ojos entrecerrados, soñolientos—. Lo que me preocupa es que buscan las partes blandas. Las veo abrir un agujero en mi propio ataúd hasta abrirse paso a través de él. Y lanzarse sobre mis ojos como si fueran golosinas. Se comerían mis ojos y pasaría a ser parte de esa rata, ¿no es así?
—No lo sé —repuso Garraty, asqueado.
—Me quedaría el ataúd con la plancha de plomo. Una y mil veces.
—Aunque en realidad sólo lo necesitarás una vez —añadió Garraty con una risita.
—¡Es cierto! —asintió Baker con aire solemne.
Un nuevo relámpago cruzó el cielo, como una línea quebrada casi rosa que dejó el aire impregnado de ozono. Un instante después, la tormenta se abatió de nuevo sobre los Marchadores. Sin embargo, esta vez no se trataba de lluvia. Caía granizo.
Al cabo de apenas cinco segundos, todos se vieron golpeados por una lluvia de granizo del tamaño de guijarros. Se oyeron gritos de dolor, y Garraty se protegió los ojos con una mano. El viento arreció y el granizo golpeó y rebotó sobre el asfalto.
Jensen echó a correr haciendo un gran círculo, trastabillando. Sus pies tropezaban y se enredaban, presa de un pánico absoluto. Se salió del arcén sin advertirlo y los soldados del vehículo oruga lanzaron hasta seis ráfagas bajo la ondulante cortina de granizo, para asegurarse. Adiós, Jensen, pensó Garraty. Lo siento, colega.
Y luego empezó a caer la lluvia entre el granizo, bañando la colina que estaban ascendiendo. El granizo empezó a fundirse bajo sus pies. Una nueva oleada se abatió sobre ellos. La lluvia y el granizo se sucedieron un par de veces más hasta que, por fin, la lluvia descargó en forma constante y abundante, acompañada por el poderoso estampido de los truenos.
—¡Maldita sea! —gritó Parker acercándose a Garraty. Tenía el rostro cubierto de manchas rojas, y parecía una rata acuática ahogada—. Garraty, éste es…
—Ya sé: el estado más jodido de los cincuenta y uno —terminó Garraty.
Parker echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y dejó que la fría lluvia cayera en ella.
Garraty se inclinó contra el viento y apresuró el paso hasta alcanzar a McVries.
—¿Qué te parece esto? —le preguntó.
McVries se encogió y se estremeció.
—No se puede ganar así. Ahora me gustaría que saliera el sol.
—No durará mucho —dijo Garraty.
Pero se equivocaba. A las cuatro, seguía lloviendo.