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El programa concurso definitivo sería aquel en que el perdedor pagara con su vida.

CHUCK BARRIS

Creador de programas concurso

Presentador de El Show del gong

Caribou decepcionó a todos los Marchadores.

Era como Limestone.

El número de espectadores era mayor pero, por lo demás, se trataba de otro pueblo grande con una sola industria, unas cuantas tiendas y gasolineras, un centro comercial que celebraba, según los carteles que cubrían su fachada, ¡LA MARCHA ANUAL DE LAS REBAJAS!, y un parque con un monumento a los soldados caídos. Una pequeña banda musical de estudiantes, espantosamente desafinada, interpretó el himno nacional, un popurrí de marchas y finalmente, en una soberana muestra de mal gusto, el Marchando hacia Pretoria.

Allí apareció de nuevo la mujer que había organizado el escándalo en el cruce de carreteras, muchos kilómetros atrás. Seguía buscando a Percy. Esta vez consiguió atravesar el cordón policial y saltar a la carretera. Se abrió paso entre los Marchadores, tropezando con uno de ellos, mientras gritaba a su Percy que regresara inmediatamente a casa. Los soldados prepararon sus armas y, por unos instantes, dio la impresión de que la madre de Percy iba a ganarse allí mismo su pasaporte por interferencia. Un policía consiguió asirla por el brazo y se la llevó a rastras. Un muchachito, sentado en una papelera con el lema MANTENGA LIMPIO MAINE, dio cuenta de una salchicha mientras observaba a los agentes introducir a la mujer en un coche patrulla. Esto fue lo más destacado del paso de la Larga Marcha por Caribou.

—¿Qué viene después de Oldtown, Ray? —preguntó McVries.

—¡Oye, no soy un mapa de carreteras viviente! —replicó Garraty, irritado—. Bangor, supongo. Y luego Augusta. Y después Kittery y la frontera del estado, a quinientos kilómetros de aquí. Tómalo o déjalo, ¿de acuerdo?, no me preguntes más.

—¡Quinientos kilómetros! —exclamó alguien con un silbido.

—Es increíble… —musitó Harkness tenebrosamente.

—Todo este maldito asunto es increíble —dijo McVries—. ¿Dónde estará el Comandante?

—Bien instalado en Augusta —respondió Olson.

Todos sonrieron, y Garraty reflexionó sobre el extraño cambio que se había producido en el grupo, donde en sólo diez horas el Comandante había pasado de ser considerado un Dios a la encarnación de Satanás.

Quedaban noventa y cinco, pero eso ya no era lo peor. Lo más terrible era imaginar a McVries o a Baker recibiendo su pasaporte. O a Harkness, con su estúpida idea de escribir un libro.

Cuando hubieron dejado atrás Caribou, la carretera quedó casi desierta. Pasaron una encrucijada de caminos con una única farola iluminándola. Al atravesar el claro de luz, sus siluetas formaron en el asfalto sombras negras bien definidas. A lo lejos se oyó el silbido de un tren. La luna bañaba la niebla baja con una luz tenue, dándole un aspecto perlado y opalescente sobre los campos.

Garraty tomó un sorbo de agua.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 12! ¡Último aviso, número 12!

El número 12 era un chico llamado Fenter, que llevaba una camiseta de manga corta con la leyenda YO HE VIAJADO EN EL TREN DE CREMALLERA DEL MONTE WASHINGTON. Fenter se estaba humedeciendo los labios. Corría el rumor de que padecía una terrible rigidez en los pies. Cuando, diez minutos después, fue abatido a tiros, Garraty no lo sintió demasiado. Estaba muy cansado. Esquivó el cuerpo caído de Fenter y observó algo que brillaba en la mano del muchacho: una medalla de san Cristóbal.

—Si salgo de ésta —dijo McVries—, ¿sabéis qué voy a hacer?

—¿Qué? —preguntó Baker.

—Follar hasta que el pájaro se me ponga morado. No había estado en mi vida tan cachondo como en este momento, a las ocho menos cuarto de este primero de mayo.

—¿De veras? —dijo Garraty.

—De veras —confirmó McVries—. Sería capaz hasta de hacerte proposiciones a ti, Ray, si no fuera porque necesitas un buen afeitado.

Garraty se echó a reír.

—El Príncipe Azul, eso es lo que soy —prosiguió McVries, llevándose los dedos a la cicatriz de su rostro y palpándola—. Lo único que necesito ahora es una Bella Durmiente. La despertaría con un beso profundo y apasionado y los dos cabalgaríamos juntos hasta el amanecer. O al menos hasta el motel más cercano.

—Caminaríamos —le corrigió Olson.

—¿Qué?

—… caminaríamos hasta el amanecer.

—Está bien, caminaríamos hasta el amanecer —concedió McVries—. ¡Ah, el amor verdadero! ¿Tú crees en el amor verdadero, Hank?

—Yo creo en los buenos polvos —dijo Olson, y Art Baker se echó a reír.

—Pues yo creo en el amor verdadero —afirmó Garraty, arrepintiéndose inmediatamente; parecía una niñería.

—¿Quieres saber por qué yo no? —repuso Olson, mientras le dedicaba una sonrisa furtiva—. Pregúntale a Fenter, o a Zuck. Ellos te lo dirán.

—¡Qué ideas tan horribles! —dijo Pearson, que había surgido de la oscuridad y volvía a caminar junto a ellos.

Pearson cojeaba. No mucho, pero cojeaba visiblemente.

—No, no lo son —replicó McVries. Y añadió crípticamente—: Nadie ama a los muertos.

—Edgar Allan Poe sí —dijo Baker—. Hice un trabajo sobre él en la escuela y se decía que tenía tendencias necro… necro…

—Necrófilas —completó Garraty.

—Sí, eso es.

—¿Qué coño es? —preguntó Pearson.

—Querer follar a una mujer muerta —explicó Baker—. O a un hombre, si eres mujer.

—O si eres de la acera de enfrente —añadió McVries.

—Dejadlo ya, capullos —graznó Olson—. Es repulsivo.

—¿Por qué? —dijo una voz ronca y sombría. Era Abraham, el número 2, un chico alto y desgarbado que caminaba arrastrando los pies—. Creo que podríamos dedicar un par de minutos a pensar en qué tipo de vida sexual habrá en el otro mundo.

—Yo iré a por Marilyn Monroe —dijo McVries—. Tú puedes quedarte con Eleanor Roosevelt, si quieres.

Abraham le dedicó un gesto obsceno. Delante, un soldado gritó un aviso.

—Cambiad de tema, maldita sea. —Olson hablaba con lentitud, como si tuviese dificultades para expresarse.

—«La cualidad trascendental del amor», conferencia a cargo del famoso filósofo Henry Olson —dijo McVries, y añadió—: Autor de Un melocotón no es un melocotón si no tiene hueso y otros ensayos

—¡Coño! —gritó Olson con un chillido agudo—. ¡El amor es una farsa! ¡No es más que una mentira podrida! ¿Lo entendéis?

Nadie contestó. Garraty clavó su mirada en el horizonte, donde las oscuras colinas de carbón se encontraban con la negrura del firmamento, tachonada de estrellas. Le pareció sentir los primeros indicios de un calambre en el arco del pie izquierdo. Quiero sentarme, pensó con irritación. Maldita sea, quiero sentarme.

—¡El amor es un fraude! —bramaba Olson—. Sólo hay tres grandes verdades en el mundo, y son una buena comida, un buen polvo y una buena cagada. ¡Y eso es todo! Y cuando a uno le sucede lo que a Fenter o a Zuck…

—¡Cállate ya! —masculló una voz aburrida, y Garraty supo que había sido Stebbins aunque, cuando dirigió la mirada hacia éste, tenía la vista fija en la carretera y caminaba junto al arcén contrario.

Un avión pasó sobre sus cabezas dejando tras de sí el zumbido de los motores y una fina línea blanca de tiza en el negro firmamento, con sus luces de posición de destellos amarillos y verdes. Baker volvía a silbar, y Garraty dejó que los párpados se le cerraran casi por completo. Sus pies se movían por sí solos.

Su mente adormilada empezó a desviarse de la realidad. Los pensamientos se sucedían al azar. Recordó a su madre cantándole una canción de cuna irlandesa cuando él era muy pequeño, una canción sobre almejas y mejillones, con un estribillo muy pegadizo. Y recordó el rostro de su madre mientras le cantaba, tan enorme y tan hermoso como el rostro de una actriz de cine. Él quería besarla y amarla para siempre. Cuando fuera mayor, se casaría con ella.

Entonces, la imagen fue reemplazada por el rostro sonriente de Jan, con aquel cabello tan largo que le caía casi hasta la cintura. Jan llevaba un biquini bajo un albornoz corto, porque iban a bañarse a Reid Beach. Y él llevaba pantalón corto y zapatillas.

Jan desapareció. Su rostro se convirtió en el de Jimmy Owens, el chico de la casa de al lado. Él tenía cinco años y Jimmy otros tantos, y la madre de Jimmy les había sorprendido jugando a médicos en la cantera de arena detrás de la casa de Jimmy. Ambos tenían pajarito. Así era como lo llamaban, «pajarito». La madre de Jimmy había llamado por teléfono a la suya, y ésta había acudido a llevárselo y le había hecho sentarse en su dormitorio y le había preguntado cómo se sentiría si ella le hacía salir a pasear por la calle desnudo. El cuerpo adormilado de Garraty dio un respingo al revivir la humillación y la vergüenza que había sentido ante tal idea. Había llorado y suplicado que no le obligara a pasear por la calle desnudo… y que no se lo dijera a su padre.

Ahora tenía siete años. Él y Jimmy Owens miraban a hurtadillas por los sucios ventanales de la oficina de Materiales para Construcción Burr’s para observar los calendarios de chicas desnudas, sabiendo lo que miraban pero sin saberlo realmente, y sintiendo una mezcla de vergüenza y de excitación cuya causa no sabían concretar con exactitud. Había una foto de una chica rubia con un retal de seda azul colocado sobre las caderas, y los dos habían permanecido mucho tiempo contemplándola. Después habían discutido qué habría bajo la tela. Jimmy dijo que había visto a su madre desnuda, y dijo que lo sabía. Dijo que allí abajo había pelo y una especie de raja abierta, y Ray no había querido creerle porque lo que Jimmy decía parecía repugnante.

Pero, a pesar de todo, Ray estaba seguro de que las mujeres eran distintas de los hombres allí abajo, y él y Jimmy habían pasado un largo atardecer discutiéndolo mientras mataban mosquitos y contemplaban un entrenamiento de béisbol en el aparcamiento al aire libre de la compañía de mudanzas, frente a la tienda de Burr’s. Garraty pudo apreciar, medio dormido en plena carretera, la sensación real del duro bordillo bajo sus nalgas.

Al año siguiente, Ray le había dado a Jimmy Owens un golpe en la boca con el cañón de su carabina de aire comprimido mientras jugaban, y necesitó cuatro puntos de sutura en el labio superior. Un año después, se habían trasladado de domicilio. Ray no había tenido intención de golpear a Jimmy en la boca. Había sido un accidente, de eso estaba seguro, aunque para entonces ya sabía que Jimmy había estado en lo cierto porque también él había visto desnuda a su madre (no había sido un descubrimiento intencionado sino accidental). Allí abajo, las mujeres tenían pelo. Un pelo rizado y una especie de raja abierta.

Chist, no llores, mi niño. No es un tigre, ¿ves? Es sólo tu osito de peluche… Vamos a cantar… Almejas y mejillones, la, la, la… Mamá quiere a su niñito… Vamos a dormir…

—¡Aviso! ¡Aviso, número 47!

Un codo se hundió en sus costillas.

—Ése eres tú, muchacho. Aviva el paso y despierta.

Era McVries, que le sonreía.

—¿Qué hora es? —preguntó Garraty con voz apagada.

—Las ocho y media.

—¡Pero si he estado…!

—… durmiendo durante horas —completó McVries—. Ya conozco esa sensación.

—Desde luego, eso me ha parecido.

—Es tu mente, utilizando la puerta de escape. ¿No te gustaría hacer lo mismo con tus pies?

Garraty se puso a pensar en que los recuerdos eran como una línea trazada en el polvo. Cuanto más se retrocedía en ellos, más borrosa y difícil de ver se hacía la línea, hasta que finalmente no quedaba más que arena lisa y el agujero negro, la nada absoluta de la que uno había surgido. En cierto modo, los recuerdos eran como aquella carretera. Ahora, ésta era real, tangible y sólida. En cambio, el asfalto anterior, la carretera que habían pisado a las nueve de la mañana de aquel mismo día, quedaba ahora lejano y sin sentido.

Llevaban casi ochenta kilómetros de marcha. Llegó el rumor de que el Comandante acudiría para contemplarles y hacer un breve discurso cuando alcanzaran el punto exacto de los ochenta kilómetros. Garraty pensó que probablemente era mentira.

Ascendieron una cuesta larga y empinada, y Garraty estuvo tentado de quitarse de nuevo la chaqueta, pero no lo hizo. Sin embargo, abrió del todo la cremallera y, dando media vuelta, anduvo de espaldas durante un minuto. A lo lejos parpadeaban todavía las luces de Caribou, y se puso a pensar en la mujer de Lot, que se había convertido en estatua de sal por mirar atrás.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 47! ¡Segundo aviso, número 47!

Garraty tardó unos instantes en advertir que se trataba de él. Era el segundo aviso en diez minutos, y empezó a sentir miedo de nuevo. Pensó en aquel chico sin nombre que había muerto porque había bajado de ritmo una vez más de las permitidas. ¿Era eso lo que estaba sucediéndole a él?

Miró alrededor. McVries, Harkness, Baker y Olson le observaban con atención. Olson tenía una extraña mirada de satisfacción. Garraty podía apreciar su atenta expresión pese a la oscuridad. Olson había dejado fuera a seis Marchadores, y deseaba que Garraty fuera el número siete. Deseaba verle morir.

—¿Tengo monos en la cara, o qué? —le espetó Garraty con tono irritado.

—No —respondió Olson, apartando la vista de él—. Claro que no.

Garraty caminaba ahora con determinación, balanceando los brazos vigorosamente. Eran las nueve menos veinte. A las once menos veinte, unos trece kilómetros más allá, volvería a estar libre de avisos. Sintió el histérico impulso de proclamar que podía hacerlo, que no era necesario esparcir rumores acerca de él, que no iban a darle el pasaporte… al menos de momento.

La niebla baja se extendía por la carretera en delicados jirones, como humo. Las siluetas de los muchachos avanzaban entre ella como islotes oscuros que, de algún modo, navegaban a la deriva. A los ochenta kilómetros exactos de marcha, pasaron ante un pequeño garaje cerrado con un poste de gasolina oxidado en la parte delantera, apenas una forma quieta y siniestra entre la niebla. La clara luz fluorescente de una cabina telefónica era el único punto que destacaba. El Comandante no apareció. Ni él, ni nadie.

La carretera se inclinó suavemente tras una curva y apareció a lo lejos un rótulo amarillo de tráfico. Llegaron rumores sobre lo que decía pero, antes de que alcanzara a Garraty, éste consiguió leerlo con sus propios ojos: PENDIENTE ACUSADA — CALZADA LATERAL PARA CAMIONES.

Hubo gemidos y gruñidos. Desde la cabeza del grupo, Barkovitch proclamó con voz alegre:

—¡Vamos allá, colegas! ¿Quién quiere hacer una carrera conmigo hasta la cima?

—¡Cállate, idiota! —respondió una voz baja.

—¡Dímelo a la cara, gilipollas! —chilló Barkovitch—. ¡Ven aquí y dímelo a la cara!

—Se está volviendo loco —murmuró Baker.

—No —respondió McVries—. Sólo está desentumeciéndose. Los tipos como él tienen una resistencia increíble.

La voz de Olson llegó hasta ellos, sorda y apagada.

—No creo que pueda subir esa colina. A seis kilómetros y medio por hora no lo conseguiré.

La colina se alzaba ahora ante ellos. Casi habían llegado a la base y, con la niebla, era imposible divisar la cumbre. Por lo que sabían, pensó Garraty, la subida podía ser eterna.

Iniciaron la ascensión.

No era tan difícil, comprobó Garraty, si uno sólo miraba las puntas de sus pies y se inclinaba ligeramente hacia adelante. Si uno se limitaba a mirar la pequeña superficie de asfalto entre un paso y el siguiente, podía incluso imaginar que caminaba por terreno llano. Aunque, naturalmente, uno no podía esperar que los pulmones y la garganta no tuviesen problemas, porque los jadeos eran constantes.

De algún modo, seguían corriendo rumores. Al parecer, había quien todavía podía malgastar parte de su aliento charlando. El rumor era ahora que la colina tenía casi medio kilómetro de subida. Otro rumor decía que eran tres kilómetros. Otro decía que ningún Marchador había recibido nunca el pasaporte en aquella cuesta. Otro, que el año anterior lo habían recibido tres.

—No puedo —repetía Olson monótonamente—. Ya no puedo más.

Jadeaba como un perro, pero continuaba avanzando como los demás. Se oían ruidos de gemidos y respiraciones profundas. Salvo esto, no se oía otro sonido que la cantinela de Olson, el rumor de los pasos y el rechinar, como una chicharra, del vehículo oruga que traqueteaba detrás del grupo.

Garraty sintió crecer en su estómago el miedo y el aturdimiento. Podía morir en aquella subida. No sería muy difícil. Se había despistado un poco y ya tenía dos avisos. Ahora mismo, no debía ir muy por encima de la velocidad mínima. Con sólo perder un poco el ritmo, le caería el tercer y último aviso. Y entonces…

—¡Aviso! ¡Aviso, número 70!

—Están tocando tu canción, Olson —logró decir McVries entre jadeo y jadeo—. Ánimo con esos pies. Quiero verte bailando en la cima de esa colina como Fred Astaire.

—¿Y a ti qué más te da? —replicó Olson con furia.

McVries no respondió. Olson reunió un poco más de energía y consiguió acelerar la marcha. Garraty se preguntó, morbosamente, si aquellas energías de Olson serían las últimas. También se preguntó por Stebbins, allá en la cola del grupo. ¿Qué tal va, Stebbins? ¿Te cansas?

En la cabeza del pelotón, un chico llamado Larson, el número 60, se sentó de pronto sobre el asfalto. Recibió un aviso. El resto del grupo se dividió en dos partes longitudinalmente y le superó por ambos lados, como hizo el mar Rojo con Moisés y los hijos de Israel.

—Sólo voy a tomarme un descansito, ¿de acuerdo? —dijo Larson con una sonrisa confiada y neurótica—. Ahora mismo no puedo seguir, ¿de acuerdo?

Su sonrisa se hizo más amplia, y se volvió hacia el soldado que acababa de saltar del vehículo con el fusil en una mano y el cronómetro de acero inoxidable en la otra.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 60! ¡Segundo aviso!

—Oiga, ahora mismo los alcanzo —se apresuró a asegurarle Larson—. Sólo me tomo un descanso. Nadie puede caminar todo el rato. Todo el rato no. ¿Verdad, colegas?

Olson emitió un gemido al pasar junto a Larson y se apartó cuando éste intentó tocarle la vuelta del pantalón.

Garraty notó que le latía ardientemente el pulso en las sienes. Larson recibió el tercer aviso. Ahora se dará cuenta, pensó Garraty. Se dará cuenta, se pondrá en pie y echará a andar otra vez.

Y, en efecto, Larson pareció comprenderlo por fin. La realidad cayó sobre él como una losa.

—¡Eh! —dijo, ya detrás del grupo. Su voz sonó aguda y alarmada—. ¡Eh, un segundo, no haga eso! ¡Ahora mismo me levanto! ¡Ahora…!

Un disparo. Siguieron ascendiendo la cuesta.

—Quedan noventa y tres botellas de cerveza en la estantería —murmuró McVries en voz baja.

Garraty no respondió. Fijó la mirada en sus pies y siguió andando, y centró su atención en llegar a la cumbre sin recibir el tercer aviso. Ya no podía estar muy lejos la cima de aquella cuesta monstruosa. Claro que no.

En la cabeza de la Marcha, alguien emitió un grito agudo, casi un graznido, y los fusiles dispararon al unísono.

—Barkovitch —dijo Baker con voz ronca—. Ése ha sido Barkovitch, estoy seguro.

—¡Te equivocas, imbécil! —gritó Barkovitch desde la oscuridad.

No alcanzaron a ver al muchacho que había sido abatido después de Larson. Había formado parte del grupito de vanguardia y los soldados lo habían apartado de la carretera antes de que el pelotón principal llegara hasta el lugar. Garraty se aventuró a levantar la mirada del asfalto y lo lamentó inmediatamente. Distinguió apenas la cima, para la que aún quedaban más de cien metros, que a él le parecieron cien kilómetros. Nadie volvió a pronunciar palabra. Todos se habían retirado a su propio mundo personal de esfuerzo y dolor. Los segundos parecían convertirse en horas.

Cerca de la cumbre, un camino de tierra lleno de rodadas partía de la carretera principal. Junto al camino vieron apostados a un agricultor con su familia, que observaban el paso de los Marchadores. Eran un hombre ya anciano con la frente llena de profundas arrugas, una mujer de cara enjuta con un voluminoso abrigo de paño y tres hijos adolescentes con aspecto de medio atontados.

—Ese tipo sólo necesita… una horca… —dijo McVries a Garraty casi sin aliento, mientras le corría el sudor por la frente—. Se le podría utilizar… como modelo para un cuadro.

Alguien les dirigió un saludo, pero ni el campesino, ni su esposa ni sus hijos respondieron. Ni sonrieron. Ni fruncieron el entrecejo, ni levantaron pancartas ni les animaron. Se limitaron a observar. A Garraty le recordaron aquellas películas del Oeste que veía de pequeño, todos los sábados por la tarde, en las que el héroe era abandonado en mitad del desierto para que muriera y los buitres acudían y empezaban a volar en círculo sobre él.

La familia campesina quedó atrás y Garraty se alegró de ello. Supuso que toda la familia —el hombre, la mujer y los tres hijos medio atontados— estarían allí de nuevo hacia las nueve de la noche del siguiente primero de mayo, y del siguiente, y del otro… ¿A cuántos chicos habrían visto morir? Garraty no quiso pensar en ello. Dio un trago a su cantimplora y retuvo el agua en la boca unos instantes, intentando desprenderse de la densa saliva. Por fin, escupió.

La colina seguía ascendiendo. En el grupo de cabeza, Toland se desmayó y fue rematado por un soldado después de que éste gritara los tres avisos a su cuerpo inconsciente. A Garraty le parecía que llevaban un mes subiendo la cuesta. Sí, al menos debían de llevar un mes, y ése era un cálculo moderado, porque ya debían de llevar unos tres años caminando por aquella carretera. Rió, tomó un nuevo sorbo de agua y, tras mantenerla unos instantes en la boca, la tragó. No tenía calambres. Un calambre ahora sería fatal. Pero podía presentarse. Podía suceder, porque alguien le había llenado los zapatos de plomo líquido mientras estaba distraído.

Nueve eliminados, un tercio de ellos precisamente en aquella cuesta. El Comandante le había dicho a Olson que los aplastara a todos, y si aquél no era un buen momento para ello, se le parecía bastante. Sí, bastante…

¡Ah, muchacho…!

De pronto, Garraty se sintió bastante mareado, como si fuera a desmayarse. Levantó una mano y se dio unos cachetes en la mejilla, con la palma y con el revés.

—¿Te encuentras bien? —preguntó McVries.

—Me siento mareado.

—Vierte la cantimplora… —dijo McVries, con palabras rápidas y entre jadeos— sobre la cabeza.

Garraty lo hizo. Yo te bautizo, Raymond Davis Garraty, pax vobiscum. El agua estaba fría. Dejó de sentirse mareado. Parte del agua se le coló por el cuello de la camiseta como lágrimas heladas.

—¡Cantimplora! —gritó.

El esfuerzo del grito le hizo sentirse agotado una vez más. Deseó haber esperado un poco para pedirla.

Un soldado se acercó a paso ligero y le entregó una cantimplora llena. Garraty notó los ojos inexpresivos del soldado, que parecían estudiarle.

—Lárgate —dijo con voz de odio mientras asía la cantimplora—. Te han pagado para que me dispares, no para que me mires.

El soldado se alejó sin cambiar de expresión. Garraty se esforzó por acelerar el paso.

Siguieron subiendo, y nadie más fue eliminado, y por fin alcanzaron la cumbre. Eran las nueve en punto. Llevaban en la carretera doce horas, pero eso no importaba. Lo único que importaba era la fresca brisa que soplaba en la cumbre de la colina. Y el piar de un pájaro, y la sensación de la camiseta mojada sobre la piel.

Y los recuerdos que se agitaban en su cabeza. Todas aquellas cosas eran importantes, y Garraty se asía a ellas con desesperada determinación. Eran sus cosas, y seguía poseyéndolas.

—¿Pete? —dijo.

—¿Sí?

—Chico, me alegra seguir vivo.

McVries no respondió. Ahora enfilaban la bajada y resultaba fácil caminar.

—Intentaré seguir vivo —dijo Garraty, casi con tono de disculpa.

La carretera formaba una suave curva en bajada. Todavía estaban a 185 kilómetros de Oldtown y de la autopista, comparativamente mucho más plana.

—De eso se trata, ¿no? —respondió al fin McVries.

Su voz sonaba débil y enmarañada, como si procediera de una bodega polvorienta.

Ninguno de los dos volvió a decir nada durante un rato. Nadie hablaba. Baker caminaba con su ritmo constante —no había recibido aún ningún aviso—, con las manos en los bolsillos; su cabeza se movía en un leve gesto de asentimiento al ritmo de sus pasos. Olson había vuelto a sus avemarías. Su rostro era una mancha blanca en la oscuridad. Harkness estaba comiendo.

—Garraty —dijo McVries.

—Aquí estoy.

—¿Has visto alguna vez el final de una Larga Marcha?

—No, ¿y tú?

—No, diablos. Pensaba que, como no vives lejos, alguna vez…

—Mi padre odiaba la Larga Marcha. Una vez me llevó para darme una… ¿cómo se llama…?, una lección objetiva. Pero ésa fue la única vez que la vi.

—Yo sí he visto un final.

Garraty dio un respingo al oír aquella voz. Era Stebbins, que había avanzado hasta situarse a su altura, con la cabeza aún inclinada y el cabello rubio revoloteándole alrededor de las orejas.

—¿Y cómo era? —preguntó McVries. Su voz parecía haber rejuvenecido.

—No te gustaría saberlo —respondió Stebbins.

—Dímelo, venga.

Stebbins no lo hizo. La curiosidad que Garraty tenía por él era mayor que nunca. Stebbins no se había arrugado. Ni mostraba signos de arrugarse. Caminaba sin protestar y no había recibido un solo aviso desde aquel primero, casi en la salida.

—Sí, ¿cómo era? —Se oyó decir a sí mismo.

—Presencié el final hace cuatro años —dijo al fin Stebbins—. Tenía entonces trece años. Terminó a unos veinticinco kilómetros de la frontera del estado, ya en New Hampshire. Allí estaba la Guardia Nacional y dieciséis Escuadrones Federales para reforzar a la policía estatal. Era necesario ese despliegue porque la gente se agolpaba a ambos lados de la calzada a lo largo de casi setenta kilómetros. Más de veinte personas murieron pisoteadas antes de que todo finalizara. Sucedió porque la gente intentaba avanzar con los Marchadores para ver el final de la competición. Yo tuve un asiento de primera fila. Lo consiguió mi padre.

—¿A qué se dedica tu padre? —preguntó Garraty.

—Está en los Escuadrones. Había calculado con toda precisión dónde terminaría la Marcha, y ni siquiera tuve que moverme para verlo. La Marcha terminó prácticamente delante de mí.

—¿Qué sucedió? —preguntó Olson en voz baja.

—Les oí llegar mucho antes de que aparecieran a la vista. Fue como un gran rumor, una ola de sonido que se acercaba más y más. Y transcurrió una hora antes de que los dos últimos supervivientes se aproximaran lo suficiente para que les divisara. Los Marchadores no miraban a la multitud. Era como si ni siquiera se enteraran de la gente que les rodeaba. Sólo parecían ver la carretera. Los dos venía cojeando, como si les hubieran crucificado y después les hubieran bajado de la cruz y obligado a caminar con los clavos todavía hincados en los pies.

Todos estaban pendientes de la narración de Stebbins. Un silencio horrorizado había caído sobre el grupo.

—La muchedumbre gritaba a uno u otro, como si ellos pudiesen oírles. Unos gritaban el nombre de uno de los Marchadores, y otros el de su contrincante, pero lo único que se entendía en el griterío era una cantinela de «vamos, vamos, vamos». A mí me vapuleaban como si fuera un saco de patatas. Un tipo que estaba a mi lado se orinó encima o se masturbó bajo los pantalones.

»Entonces pasaron justo delante de mí. Uno de los Marchadores era un chico alto, fuerte y rubio que llevaba la camisa abierta. Una de las suelas de sus zapatos se había despegado, descosido o lo que fuera, y aleteaba con cada uno de sus pasos. El otro muchacho ni siquiera llevaba zapatos, sólo los pies envueltos en unos calcetines que le cubrían los tobillos, el resto de los calcetines se lo había tragado el asfalto, ¿comprendéis? Tenía los pies morados y podían apreciarse los vasos sanguíneos reventados bajo la piel. No creo que fuera consciente de ello desde hacía horas. Quizá después pudieran hacer algo para recuperarlos en algún hospital, no lo sé. Quizá…

—¡Basta, por el amor de Dios! —gritó McVries con expresión aturdida—. ¡Basta!

—Querías saberlo, ¿no? —repuso Stebbins casi jovialmente—. ¿No es así?

No hubo respuesta. El vehículo oruga rechinó, traqueteó y barboteó sonidos metálicos desde el arcén y, a cierta distancia, alguien recibió un aviso.

—Perdió el tipo grande y rubio. Lo vi todo. Acababan de pasar delante de mí y estaban apenas a unos metros. El chico levantó ambos brazos al aire, como si fuera Superman, pero en lugar de echar a volar cayó de bruces y le dieron el pasaporte al cabo de treinta segundos, porque ya llevaba tres avisos. Los dos tenían tres avisos.

»A continuación la gente se puso a aplaudir y dar vítores. Gritaban y gritaban, y entonces el chico que había ganado abrió la boca e intentó decir algo, así que enmudecieron unos instantes. El chico había caído de rodillas, como si fuera a rezar, pero sólo estaba llorando. Se arrastró hasta el otro muchacho y hundió el rostro en el pecho del muerto. Empezó a decirle algo, pero no pudimos oírle. Hablaba con el rostro hundido en la camisa del chico rubio. Se dirigía al muerto. Entonces los soldados acudieron y le dijeron que había ganado el Premio, y le preguntaron cómo quería empezar.

—¿Y qué dijo él? —preguntó Garraty, y le pareció que con la pregunta ponía en juego toda su vida.

—No dijo nada. Al menos en aquel momento —añadió Stebbins—. El muchacho le estaba hablando al muerto. Le estaba diciendo algo, pero nadie pudo oírlo.

—¿Qué sucedió luego? —preguntó Pearson.

—No me acuerdo —respondió Stebbins.

Nadie dijo una palabra. Garraty tuvo una sensación de pánico, de haber caído en una trampa, como si alguien le hubiera introducido en un estrecho conducto subterráneo del que nunca saldría. En la delantera del grupo, alguien recibió el tercer aviso y una voz emitió un gemido desesperado, como un jadeo de agonía. ¡Por favor, Dios mío, no permitas que maten a nadie ahora!, pensó Garraty. Me volvería loco si oyera disparar a alguien en este momento. ¡Por favor, Dios mío! ¡Te lo ruego!

Unos minutos después, los fusiles bramaron con su sonido metálico y mortífero en plena noche. Esta vez fue un muchacho de baja estatura que lucía un jersey de fútbol bastante amplio, rojo y blanco. Por un instante Garraty pensó que la madre de Percy no iba a tener que preocuparse o perseguirle más, pero no se trataba de Percy, sino de un muchacho llamado Quincy, o Quentin.

Garraty no perdió los nervios. Se volvió para dirigir unas palabras de recriminación a Stebbins, para preguntarle qué se sentía al castigar al muchacho con aquella historia tan terrible en sus últimos minutos de vida. Sin embargo, Stebbins había regresado ya a su habitual posición y Garraty volvió a encontrarse a solas.

Los noventa Marchadores que quedaban continuaron la competición.