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¿Sabéis por qué me llaman el Contable? ¡Porque me gusta contar! ¡Ja, ja, ja!

EL CONTABLE

Barrio Sésamo

No tuvieron crepúsculo al iniciarse la segunda noche en la carretera. Hacia las cuatro y media, la tormenta dio paso a una llovizna ligera y helada que se prolongó hasta casi las ocho. A esa hora, las nubes empezaron a abrirse y aparecieron unas estrellas brillantes con su frío parpadeo.

Garraty se encogió dentro de sus ropas empapadas. No precisaba de ningún meteorólogo para saber de dónde soplaba el viento. La veleidosa primavera se había llevado el balsámico calor que hasta entonces les había acompañado.

Quizá la multitud proporcionaría un poco de calor. Como un radiador, o algo parecido. Cada vez eran más los que se agolpaban junto a la calzada. Se apretaban unos contra otros para mantenerse en calor, pero no gesticulaban. Observaban el paso de los Marchadores y se volvían a casa o corrían a tomar posiciones más adelante. Si lo que buscaba el público era sangre, no habían conseguido mucha. Sólo habían perdido dos chicos después de Jensen, ambos muy jóvenes, que se habían desmayado y así habían recibido su pasaporte. Eso les dejaba exactamente a mitad de camino. No… En realidad, a más de la mitad. Cincuenta eliminados, cuarenta y nueve por delante.

Garraty avanzaba en solitario. Hacía demasiado frío para sentir sueño. Apretaba los labios para evitar que le temblaran. Olson aún seguía allí; se habían cruzado algunas apuestas indiferentes sobre si Olson sería el número cincuenta en recibir el pasaporte, si con él se cubriría la mitad. Pero no había sido así. El señalado honor había correspondido al número 13, Roger Fenum. El tópico número 13 de la desgracia. Garraty empezaba a pensar que Olson seguiría indefinidamente. Quizá hasta que muriera de hambre. Se había encerrado en sí mismo, a salvo de cualquier dolor. Pensó que, en cierto modo, sería un acto de justicia poética si Olson vencía. Ya veía los titulares: ¡UN MUERTO GANA LA LARGA MARCHA!

Garraty no notaba los dedos de los pies. Los movió dentro del forro deshilachado de las zapatillas y no notó nada. El dolor de verdad no lo tenía ahora en los dedos, sino en los arcos. Un dolor agudo que le laceraba hasta la pantorrilla como una cuchillada cada vez que daba un paso. Se acordó de un cuento que su madre le hacía cuando era pequeño. Era sobre una sirena que quería ser mujer. Ella tenía cola de pez, pero un hada buena o algo así le había dicho que podría tener piernas si lo deseaba con suficiente ahínco. Cada paso que diera en tierra firme sería como caminar sobre cuchillos pero, si quería tener piernas, las tendría. Y la sirena dijo que sí, que aceptaba, y así empezó la Larga Marcha…

—¡Aviso! ¡Aviso, número 47!

—¡Ya te he oído! —masculló Garraty, acelerando el paso.

Los bosques no eran tan densos ahora. El norte del estado había quedado atrás. La carretera había atravesado un par de ciudades residenciales muy tranquilas cuyas aceras estaban repletas de espectadores que resultaban poco más que sombras bajo la luz de las farolas, difuminada por la lluvia. Nadie había aplaudido demasiado. Garraty supuso que hacía demasiado frío y demasiada oscuridad y, ¡Jesús!, tenía otro aviso que quitarse de encima. Si aquello no era una auténtica mierda, entonces ¿qué cosa lo era?

Sus pies volvían a ser más lentos, y se obligó a aumentar el ritmo. Delante de él, a bastante distancia, Barkovitch dijo algo y soltó una desagradable carcajada. La respuesta de McVries llegó hasta Garraty con claridad:

—¡Cállate, asesino!

Barkovitch le dijo a McVries que se fuera a la mierda, y en su voz hubo un tono de profunda irritación. Garraty sonrió.

Poco a poco, había ido retrocediendo casi hasta la cola del pelotón y, de mala gana, advirtió que de nuevo estaba dirigiéndose hacia Stebbins. Había algo en Stebbins que le fascinaba, pero Garraty decidió que no le importaba saber qué era aquel algo. Ya era tiempo de dejar de preguntarse por las cosas. Eso no conducía a nada y era sólo otra mierda.

Delante de ellos, en la oscuridad, apareció una enorme flecha luminosa y una banda inició una marcha. La flecha luminosa destellaba como un espíritu maléfico. Los vítores subieron de tono, el aire se llenó de pequeños copos blancos y, por un instante, Garraty creyó que estaba nevando. Pero no era nieve sino confeti. Estaban a punto de cambiar de carretera. La que habían recorrido hasta entonces se unía con la nueva en ángulo recto, y otro cartel de la autopista de Maine anunciaba que Oldtown quedaba apenas a 25 kilómetros. Garraty notó una tentativa de animación, quizá incluso de orgullo, que pretendía inflamar su ánimo. Desde Oldtown conocía la ruta. Casi la podía trazar en la palma de la mano.

—A lo mejor es tu ciudad.

Garraty dio un brinco. Era como si Stebbins hubiera abierto la tapa de su mente y hubiera mirado en su interior.

—¿Cómo?

—Estamos en tu tierra, ¿no?

—Tan al norte no. Nunca he subido más allá de Greenbush, salvo para el viaje hasta el mojón fronterizo donde se inicia la Larga Marcha. Y mi madre me llevó por otra ruta.

La banda de música quedó atrás. Sus tubas y clarinetes brillaban suavemente en la noche húmeda.

—Pero cruzaremos por tu pueblo, ¿verdad?

—No, sólo pasaremos muy cerca.

Stebbins emitió un gruñido. Garraty le miró los pies y vio con sorpresa que se había quitado sus zapatillas de tenis y llevaba ahora un par de mocasines de aspecto blando y suave. Las zapatillas de tenis metidas en su camisa de cambray.

—Guardo las zapatillas por si acaso —le explicó Stebbins—. Pero creo que los mocasines resistirán.

—Ya.

Pasaron por delante de una antena de radio que se alzaba como un esqueleto en un campo vacío. En su vértice superior, una luz roja titilaba con la regularidad de un latido.

—¿Esperas encontrar a tus seres queridos?

—Sí, eso espero —asintió Garraty.

—¿Y después de eso?

—¿Después? —repitió encogiéndose de hombros—. Seguir carretera adelante, supongo. A menos que para entonces todos hayáis tenido el detalle y la consideración de haberos ganado el pasaporte.

—¡Ah, no confíes en ello! —dijo Stebbins con una sonrisa distante—. ¿Estás seguro de que no vas a quedar eliminado después de haberles visto?

—Ya no estoy seguro de nada —replicó Garraty—. No sabía gran cosa cuando empezamos, y ahora todavía sé menos.

—¿Crees que tienes posibilidades?

—Eso tampoco lo sé. Ni siquiera sé por qué me molesto en hablar contigo. Es como hablarle al humo.

A lo lejos, las sirenas de la policía rasgaron la noche con sus aullidos.

—Alguien ha irrumpido en la calzada ahí delante, donde el cordón policial es más débil —murmuró Stebbins—. Los nativos están impacientes, Garraty. Piensa en toda esa gente que contribuye diligentemente a abrirte paso.

—Y a ti también.

—Es cierto —asintió Stebbins. Después permaneció callado un rato. El cuello de su camisa de cambray batía contra su piel—. Es sorprendente cómo actúa la mente sobre el cuerpo —dijo por fin—. Es asombroso cómo puede imponerse y mandar sobre el organismo. Un ama de casa normal quizá camina veinticinco kilómetros diarios desde la nevera a la tabla de planchar y de allí al tendedero. Y al final del día seguro que le apetece poner los pies en alto, pero no está exhausta. Un vendedor puerta a puerta quizá hace treinta. Un estudiante que se entrena en algún deporte hace cuarenta o cuarenta y cinco… todo en un día, desde que se levanta hasta que se acuesta. Y todos ellos terminan cansados, pero no agotados.

—Sí.

—Ahora supón que le dices al ama de casa que hoy debe caminar veinticinco kilómetros antes de la cena.

—Se encontrará agotada, en lugar de cansada —asintió Garraty.

Stebbins guardó silencio. Garraty tuvo la sensación de que estaba disgustado con él.

—¿Y bien?

—¿No crees que intentaría terminar los veinticinco kilómetros a mediodía, para así poder descalzarse y pasar la tarde viendo telenovelas? Yo sí. ¿Estás cansado, Garraty?

—Sí —repuso éste lacónicamente—. Estoy cansado.

—¿Agotado?

—Bueno, no lejos de eso…

—No, Garraty, todavía no estás agotado —dijo, señalando la silueta de Olson—. Eso es estar agotado. Ya casi está acabado.

Garraty observó a Olson, esperando casi verle caer bajo el influjo de las palabras de Stebbins.

—¿Adónde quieres llegar?

—Pregúntale a ese palurdo amigo tuyo, Art Baker. A las mulas no les gusta tirar del arado, pero les gustan las zanahorias. Por eso se las cuelgan delante de los ojos. Las mulas sin zanahorias se agotan. Las que tienen delante una zanahoria resisten mucho tiempo cansadas. ¿Me vas siguiendo?

—No.

Stebbins volvió a sonreír.

—Ya lo entenderás. Observa a Olson. Ha perdido el apetito por la zanahoria. Todavía no se ha dado cuenta, pero lo hará. Obsérvale, Garraty. Puedes aprender de Olson.

Garraty lo miró, sin saber hasta qué punto tomarle en serio. Stebbins soltó una carcajada, franca y abierta, un sonido estentóreo que hizo volver la cabeza a varios Marchadores.

—Continúa. Sigue hablando con él, Garraty. Y si no quiere hablar, acércate a él y obsérvale bien. Nunca es tarde para aprender.

Garraty tragó saliva.

—¿Tú dirías que es una lección tan importante?

Stebbins interrumpió sus risas y le cogió la muñeca con fuerza.

—La lección más importante de tu vida —dijo—. El secreto de la vida sobre la muerte. Despeja esa ecuación y estarás preparado para la muerte, Garraty. Puedes pasarte la vida como un borracho en una parranda.

Stebbins le soltó la mano. Garraty se frotó la muñeca. Stebbins parecía haberle despreciado una vez más. Nervioso, se alejó de él y se acercó a Olson.

Casi le pareció que era arrastrado hacia éste por un cable invisible. Llegó hasta él por atrás e intentó escrutar su rostro.

Cierta vez, hacía mucho tiempo, una película protagonizada por… ¿quién era? ¿Robert Mitchum? Bien, esa película le había provocado una noche de miedo e insomnio. Trataba sobre un clérigo sureño que también era un asesino psicópata. Ahora, la silueta de Olson se parecía un poco a aquel personaje. Sus formas parecían haberse estirado debido a la pérdida de peso. Su piel aparecía agrietada y reseca a causa de la deshidratación. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, y su cabello se agitaba como la barba de maíz sacudida por el viento.

Olson no era más que un robot, un autómata. ¿Podía existir todavía un Olson real oculto tras aquella fachada? No. Olson ya no existía. Garraty tuvo la certeza de que el Olson que había conocido, aquel muchacho sentado en la hierba, que gastaba bromas y hablaba del chico que quedó paralizado en la línea de salida y recibió el pasaporte, aquel Olson ya no existía. Lo que veía ahora era una figura de barro.

—¿Olson? —susurró.

Olson continuó caminando. Era como una casa encantada ambulante. Y apestosa. Olson se había ensuciado con sus propios excrementos.

—¿Olson, puedes hablar?

Olson continuó adelante. Su rostro se volvió hacia la oscuridad. Estaba reaccionando. Sí, estaba reaccionando. Dentro de su cuerpo exhausto había algo vivo, algo que todavía respondía a los impulsos, pero… ¿qué?

Acometieron una nueva subida. La respiración se hizo más y más corta en los pulmones de Garraty, hasta que se encontró jadeando como un perro. Sus ropas húmedas despedían ligeras columnas de vapor. Debajo de los Marchadores corría un río que se perdía en las sombras como una serpiente plateada. Debía de ser el Stillwater, se dijo Garraty. El Stillwater pasaba cerca de Oldtown. Se levantaron algunos gritos de ánimo indiferentes, pero no muchos. Más adelante, agrupadas al otro lado del río, en un recodo (quizá era el Penobscot, después de todo) había numerosas luces encendidas. Oldtown. Otro grupo de luces, de menor tamaño y situado al otro lado del río, debía de ser Milford y Bradley. Oldtown. Habían conseguido llegar a Oldtown.

—Olson —musitó—. Eso es Oldtown. Esas luces son Oldtown. Estamos llegando, colega.

Olson no respondió. Y, por fin, Garraty recordó lo que durante los últimos kilómetros había tenido en la punta de la lengua sin conseguir concretar y que, después de todo, no era nada importante. Simplemente, que Olson le recordaba al Holandés Errante, que seguía navegando eternamente después de desaparecida toda la tripulación.

Descendieron a buen paso una larga colina, dejaron atrás una doble curva y cruzaron un puente que salvaba, según pudieron leer en el rótulo correspondiente, el río Meadow Brook. Al otro lado del puente, un nuevo rótulo indicaba PENDIENTE PRONUNCIADA, MARCHAS CORTAS. Algunos Marchadores gruñeron y protestaron.

Realmente, la subida de la colina resultaba terrible. La carretera parecía alzarse ante ellos como un tobogán.

No era muy larga, pues incluso en la oscuridad podían ver la cima, pero sí empinada. Muy empinada.

Iniciaron la ascensión.

Garraty se inclinó y notó que su respiración empezaba a debilitarse. Al llegar a la cima estaría jadeando sin resuello, pensó. Si es que llego… De ambas piernas se alzaba ahora un clamor de protesta, que se iniciaba en los muslos y bajaba hasta los pies. Sus piernas le gritaban que no pensaban seguir adelante con aquella mierda de competición.

Sí que lo haréis, les dijo Garraty. Lo haréis, o moriréis.

No nos importa, le replicaron las piernas. No nos importa morir, morir, morir…

Los músculos parecían estar ablandándosele, licuándose como la gelatina al sol. Le temblaban casi incontrolablemente, y se le crispaban como marionetas mal movidas.

Empezaron a oírse avisos, y Garraty advirtió que también él iba a recibir uno muy pronto. Mantuvo los ojos fijos en Olson y se obligó a igualar su paso. Subirían juntos hasta la cima de aquella colina asesina, y entonces haría que Olson le contara su secreto. Después, todo estaría en orden y ya no tendría que preocuparse de Stebbins, de McVries, de Jan o de su padre; ni siquiera importaría ya D’Allessio el Bizco, que había incrustado la cabeza en un muro de piedra junto a la interestatal 1, como un grumo de cola.

¿Cuánto faltaba aún para la cima? ¿Cien pasos? ¿Cincuenta? ¿Cuántos?

Garraty jadeaba.

Los disparos rasgaron el aire. Hubo un grito estentóreo, desgarrador, que quedó ahogado por una nueva salva de disparos. Garraty no podía ver nada en la oscuridad. El pulso le martilleaba en las sienes, y advirtió que no le importaba conocer quién había recibido el pasaporte en esta ocasión. No importaba nada. Sólo el dolor, ese dolor lacerante en las piernas y los pulmones.

La carretera fue nivelándose, continuó plana durante un trecho y luego inició la correspondiente bajada. La inclinación era muy suave, perfecta para recuperar la respiración. Sin embargo, persistía la sensación de que sus piernas eran de gelatina. Las piernas van a dejar de sostenerme, pensó. Jamás conseguiré que me lleven hasta Freeport. Ni siquiera llegaré a Oldtown. Creo que estoy a punto de morir.

Entonces empezó a abrirse paso en la noche oscura un sonido salvaje y orgiástico. Era una voz, muchas voces, que repetían una y otra vez la misma palabra:

¡GARRATY! ¡GARRATY! ¡GARRATY! ¡GARRATY!

Era Dios, o quizá su padre, dispuesto a cortarle las piernas antes de que pudiera conocer el secreto, el secreto, el secreto de…

¡GARRATY! ¡GARRATY! ¡GARRATY!

Como un trueno.

No se trataba de su padre, ni tampoco de Dios. Parecía tratarse de todo el alumnado del instituto de Oldtown, entonando su nombre al unísono. Cuando los estudiantes divisaron su rostro pálido y tenso, el grito unitario se transformó en un sonoro jolgorio de gritos, vítores y aplausos. Las animadoras agitaron sus pompones de colores. Los chicos silbaron estentóreamente y besaron a sus chicas. Garraty devolvió los saludos, sonrió, se aproximó más a Olson.

—Olson —susurró—. Eh, Olson…

Los ojos de éste parpadearon ligeramente. Era un chispazo de vida, como el carraspeo del arranque de un viejo coche.

—Dime cómo, Olson —susurró Garraty—. Dime qué tengo que hacer.

Los chicos y chicas del instituto (Garraty se preguntó si también él había asistido al instituto o si se trataba de otro sueño) quedaron atrás, todavía con sus animados aplausos y gritos.

Olson movió espasmódicamente los ojos en las ojerosas cuencas, como si llevaran mucho tiempo oxidados y necesitaran lubricante. Después abrió la boca dejando caer la mandíbula.

—Eso es —susurró Garraty con vehemencia—. Habla. Dímelo, Olson. Habla.

—¡Ah! —dijo Olson—. ¡Ah!

Garraty se aproximó aún más. Posó una mano en el hombro de Olson e inclinó la cabeza hacia aquel fétido cúmulo de sudor, halitosis y orina.

—Por favor —insistió—. Inténtalo. Vamos, haz un esfuerzo.

—El jar… el jardín de Dios. Dios…

—El jardín de Dios —repitió Garraty—. ¿Qué significa eso?

—Está… lleno… de cizaña —balbuceó—. Yo…

Garraty no respondió. No podía. Estaban subiendo otra cuesta y el esfuerzo le hacía jadear de nuevo. Olson no parecía haber perdido un ápice de resuello.

—No… quiero… morir —terminó Olson.

Los ojos de Garraty parecían fijados a la ruina en sombras que constituía el rostro de Olson. Éste se volvió hacia él con una especie de crujido.

—¿Eh? —Alzó lentamente la cabeza, que le colgaba sobre el pecho—. Ga… Ga… ¿Garraty?

—Sí, soy yo.

—¿Qué… hora es?

Garraty había dado cuerda a su reloj anteriormente, Dios sabía por qué.

—Las nueve menos cuarto.

—No… ¿Sólo… esa hora…? —Una leve expresión de sorpresa inundó las facciones ajadas y seniles de Olson.

—Olson… —Le sacudió ligeramente el hombro y todo su cuerpo pareció temblar—. ¿De qué va todo esto? ¿Qué significa todo esto, Hank?

Olson le dirigió una mirada de calculada astucia.

—Garraty —susurró, y su aliento parecía salir de una alcantarilla—. ¿Qué hora es?

—¡Maldita sea! —le gritó Garraty.

Stebbins tenía la mirada fija en la calzada. Había demasiada oscuridad para saber si estaba riéndose de Garraty.

—¿Garraty? Jesús… Jesús nos… salvará.

Olson levantó del todo la cabeza. Empezó a salirse de la calzada y se dirigió hacia el vehículo oruga.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 70!

Olson no aminoró el paso. Había en él una lastimosa dignidad. El parloteo de la multitud enmudeció. Todos contemplaban la escena con los ojos muy abiertos.

Olson no titubeó. Pisó el arcén, apoyó las manos contra el costado del vehículo y empezó a trepar trabajosamente.

—¡Olson! —gritó Abraham, asombrado—. ¡Mirad a Hank Olson!

Los soldados levantaron sus armas en perfecta armonía. Olson cogió el cañón del fusil más próximo, se lo arrancó de las manos al soldado y lo sostuvo un momento. Después lo arrojó a la multitud, que se apartó del arma como si se tratara de una víbora.

Entonces resonó uno de los tres fusiles restantes. Garraty vio el destello en la boca del cañón. Vio la sacudida instantánea de la camisa de Olson cuando la bala le penetró en el vientre y le salió por la espalda.

Olson no se detuvo. Alcanzó la torreta del vehículo y cogió el cañón del arma que acababa de herirle. Alzó el fusil y, tras luchar con el soldado, consiguió arrojarlo también a la multitud.

—¡Dales! —gritó con furia McVries desde la cabeza del grupo—. ¡Dales, Olson! ¡Mátalos! ¡Acaba con esos cabrones!

Los otros dos fusiles rugieron al unísono y el impacto de las balas lanzó a Olson fuera del vehículo. Aterrizó de espaldas en el asfalto, con los brazos y las piernas abiertos, como un hombre clavado a una cruz. La mitad de su vientre era una masa ennegrecida y destrozada. Tres balas más hicieron impacto en su cuerpo. El primer guardia al que Olson había desarmado había sacado del interior del vehículo —sin inmutarse— un nuevo fusil.

Olson se incorporó hasta quedar sentado. Se llevó las manos al vientre y contempló a los soldados encaramados en el vehículo. Éstos le devolvieron la mirada.

—¡Hijos de perra! —Sollozó McVries—. ¡Malditos bastardos!

Olson empezó a levantarse. Una nueva salva de disparos le derribó otra vez.

Garraty captó otro sonido a su espalda. No necesitó volver la cabeza para saber que era Stebbins, que estaba riendo casi en silencio.

Olson se sentó de nuevo. Los fusiles seguían apuntándole, pero los soldados no dispararon. Sus siluetas en el vehículo parecían expresar casi curiosidad.

Lentamente, Olson se puso en pie, con las manos sujetándose el vientre. Pareció olisquear el aire para saber qué dirección tomar, se volvió hacia donde avanzaba la Marcha y empezó a caminar tambaleándose.

—¡Terminad con él de una vez! —gritó una voz ronca y emocionada—. ¡Por el amor de Dios, hacedlo de una vez!

Los intestinos de Olson se escurrían entre sus dedos y le caían como una ristra de salchichas sobre la entrepierna, balanceándose obscenamente. Olson se detuvo, se inclinó sobre sí mismo como para recogerlos (¡Recogerlos!, pensó Garraty casi en un éxtasis de asombro y horror) y vomitó un borbotón de sangre y bilis. Después reemprendió la marcha, inclinado. Su rostro expresaba una serena dulzura.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Abraham, al tiempo que se volvía hacia Garraty cubriéndose la boca con las manos. Tenía la cara pálida y fláccida. Los ojos le sobresalían de las órbitas, presas de un frenético terror—. ¡Oh, Dios mío, Ray, qué asquerosidad!

Abraham vomitó, con las manos todavía delante de la boca.

Bien, Abraham ha devuelto por fin sus galletas, pensó Garraty. Ésa no es manera de cumplir el consejo número 13, Abraham.

—Le han disparado al vientre —murmuró Stebbins—. Y volverán a hacerlo. Es algo deliberado, para que a nadie más se le ocurra repetir el numerito de la carga del séptimo de caballería.

—¡Apártate de mí! —masculló Garraty—. ¡Apártate o te arranco la cabeza!

Stebbins dejó que la distancia entre ellos aumentara rápidamente.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 88!

La risa de Stebbins llegó hasta Garraty.

Olson cayó de rodillas. La cabeza le colgaba entre los brazos, que apoyaba en el suelo. Uno de los fusiles volvió a disparar y una bala rebotó en el asfalto junto a la mano izquierda de Olson. Olson empezó a ponerse en pie trabajosamente. Garraty pensó que estaban jugando con él. La Marcha debía de resultarles muy aburrida, así que ahora se divertían con Olson. ¿Resulta gracioso, muchachos? ¿Os entretiene Olson?

Garraty se puso a gritar. Retrocedió hasta Olson y cayó de rodillas junto a él. Sostuvo contra su pecho el rostro cansado, enfebrecido de Olson y sollozó sobre su cabello seco y maloliente.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 47!

—¡Aviso! ¡Aviso, número 61!

McVries estaba tirando de él. De nuevo McVries.

—¡Levántate, Ray! ¡Ya no puedes ayudarle! ¡Por el amor de Dios, levántate!

—¡No es justo! —decía Garraty entre lágrimas; en la mejilla tenía un mancha de sangre de Olson—. ¡No es justo!

—Ya lo sé. Vamos, vamos…

Garraty se levantó. Ambos empezaron a caminar de espaldas, a buen ritmo, con la mirada puesta en Olson, que estaba de rodillas. Consiguió ponerse en pie. Dio un paso adelante en la línea blanca sobre el asfalto. Levantó ambas manos al cielo y la muchedumbre emitió un sofocado jadeo.

—¡Lo he hecho mal! —gritó Olson con voz temblorosa, antes de caer de nuevo, muerto.

Los soldados del vehículo le metieron un par más de balas en el cuerpo y luego le sacaron rápidamente de la carretera.

—Sí, tienes razón.

Avanzaron en silencio más de diez minutos. La mera presencia de McVries aportaba a Garraty una especie de sosiego moderado.

—Empiezo a comprender algo, Pete —dijo por fin—. No es todo un sinsentido.

—¿Ah, sí…? No estés muy seguro de eso.

—Olson me habló, Pete. No estuvo muerto hasta que le dispararon. Seguía vivo. —Aquello parecía ahora lo más importante de la experiencia de Olson. Garraty repitió la palabra—: Vivo…

—No creo que eso cambie las cosas —replicó McVries con un suspiro de cansancio—. No es más que un número. Parte del rosario. El número cincuenta y tres. Significa que estamos un poco más cerca, y nada más que eso.

—Tú no piensas así de verdad.

—¡No me digas qué pienso y qué no!

—Me parece que estamos a veinte kilómetros de Oldtown —le informó Garraty.

—¡Me importa un rábano!

—¿Sabes cómo se encuentra Scramm?

—No soy su médico. ¿Por qué no te largas y me dejas en paz?

—¿Qué bicho te ha picado?

—¿Y encima me preguntas qué bicho me ha picado? —McVries soltó una carcajada—. ¡Fíjate dónde estamos! Si te parece, mi preocupación son los impuestos del próximo año. ¿Que qué bicho me ha picado? Olson… Los intestinos se le caían, Garraty. Al final caminaba con los intestinos cayéndole… ¡Eso es lo que me ha picado, maldita sea…!

Garraty vio que luchaba por no vomitar. De improviso, McVries añadió:

—Scramm está mal.

—¿De veras?

—Collie Parker le ha puesto la mano en la frente y dice que está ardiendo. Dice incoherencias. Respecto a su mujer, a Phoenix, a Flagstaff, cosas raras sobre los hopis y los navajos y… Resulta difícil saber de qué habla.

—¿Cuánto podrá seguir?

—¿Quién sabe? Aún puede sobrevivirnos a todos. Tiene la fuerza de un toro y todavía aguanta. ¡Señor, estoy tan cansado!

—¿Qué hay de Barkovitch?

—Se le están abriendo los ojos. Se da cuenta de que a muchos nos encantaría verle recibir el pasaporte. Ha decidido resistir más que yo, el muy maldito. —McVries emitió de nuevo su estrepitosa carcajada, y a Garraty no le gustó en absoluto—. Pero está asustado. Está pasando de impulsarse con los pulmones a confiar en sus piernas.

—Igual que todos.

—Sí. Oldtown está cerca. ¿Veinte kilómetros?

—Más o menos.

—¿Puedo decirte un secreto, Garraty?

—Claro. Me lo llevaré a la tumba.

—Supongo que eso es verdad.

Alguien, entre las primeras filas del público, lanzó un petardo, y los dos muchachos dieron un salto. Varias mujeres se pusieron a chillar mientras un hombre fornido de la primera fila soltaba una maldición entre una bocanada de palomitas de maíz.

—La razón de que esto sea tan terrible es precisamente su trivialidad, ¿comprendes? —dijo McVries—. Hemos vendido nuestras almas por cuatro banalidades. Olson era un tipo trivial. También era bueno, pero ambas características no son excluyentes. Olson era bueno y trivial. Sea como fuere, ha muerto como un insecto bajo un microscopio.

—Eres peor que Stebbins —musitó Garraty con enojo.

—Me gustaría que Priscilla me hubiera matado. Al menos eso no habría sido…

—Trivial —terminó la frase Garraty.

—Sí. Me parece…

—Escucha, me gustaría echar una cabezadita. ¿Te importa?

—Está bien. —La voz de McVries sonó tensa y ofendida.

—Lo lamento —respondió Garraty—. Escucha, no te lo tomes tan a pecho. Sólo era una…

—Trivialidad… —terminó McVries, y soltó por tercera vez su salvaje carcajada. Luego se alejó.

Garraty deseó (y no por vez primera) no haber hecho amigos durante la Larga Marcha. Aquello iba a complicarlo todo. De hecho, ya lo estaba haciendo.

Notó un lento movimiento en sus intestinos. Pronto tendría que vaciarlos. La idea le hizo rechinar los dientes mentalmente. La gente le señalaría y se reiría. Dejaría los excrementos en la calle como un perro y la gente se agolparía con toallitas de papel para llevárselos a casa como recuerdo. Parecía imposible que la gente pudiera comportarse así, pero él sabía que ya había sucedido.

Olson con las tripas fuera…

McVries y Priscilla, y la fábrica de pijamas.

Scramm, incandescente a causa de la fiebre.

Abraham… «¿Cuánto daría el público por tu sombrero de copa?».

Garraty dejó caer la cabeza para dormitar.

La Larga Marcha continuó por colinas, valles, puentes y montañas.

Garraty sonrió en los recovecos de su mente. Su tacón suelto se aflojó todavía más, como la vieja contraventana de una casa abandonada.

Pienso, luego existo. Primer año de latín. Viejas frases en una lengua muerta. Viejas tonadas infantiles.

Existo, luego sigo vivo.

Estalló otro petardo. Hubo nuevos gritos y vítores. El vehículo oruga apisonaba el asfalto con su traqueteo, y Garraty oyó su número en un aviso y se adormiló todavía más profundamente.

Papá, no me gustó que tuvieras que irte, pero en realidad nunca te eché de menos cuando no estabas. Lo lamento. Pero no es ésa la razón de que esté aquí. No tengo un ansia subconsciente de matarme, Stebbins, lo siento.

De nuevo los fusiles, despertándole sobresaltado, y la habitual saca de correos que cae al suelo; otro muchacho camino de la casa del Señor.

Y la muchedumbre que grita horrorizada y ruge de aprobación.

—¡Garraty! —gritó una mujer—. ¡Ray Garraty! —Su voz era ronca y basta—. ¡Estamos contigo, muchacho! ¡Estamos contigo, Ray!

Su voz se alzaba entre la multitud, y las cabezas se volvieron hacia él, con los cuellos estirados, para contemplar con más atención al muchacho de Maine. Se oyeron algunos abucheos ahogados en un creciente clamor.

La multitud se añadió al cántico. Garraty oyó su nombre hasta que quedó reducido a una confusión de sílabas sin sentido.

Saludó brevemente con la mano y volvió a adormilarse.