7

Me gusta pensar que soy un tipo encantador, de verdad. La gente que conozco me considera un esquizofrénico sólo porque soy absolutamente distinto fuera de la pantalla de como aparezco ante las cámaras…

NICHOLAS PARSONS

La venta del siglo

Scramm, el número 85, no fascinaba a Garraty por su deslumbrante inteligencia, ya que Scramm no era en absoluto brillante. Ni fascinaba a Garraty por su cara de luna, su corte de pelo militar o su físico, imponente como el de un alce. Fascinaba a Garraty porque estaba casado.

—¿De verdad? —le preguntó Garraty por tercera vez. Temía que Scramm le tomara el pelo—. ¿De verdad estás casado?

—Ajá. —Scramm alzó la mirada al primer sol de la mañana con placer—. Dejé la escuela a los catorce. No había nada que hacer allí, al menos para mí. No era ningún buscalíos, no señor; es que las cosas no me entraban. Y nuestro profesor de historia nos leyó un artículo acerca de la superpoblación en las escuelas, así que me dije: ¿por qué no dejo mi sitio a alguien que pueda aprovechar el tiempo, y yo me dedico a lo mío? De todos modos, quería casarme con Cathy.

—¿Cuántos años tenías? —preguntó Garraty, más asombrado que antes.

Estaban atravesando otra pequeña población, con las aceras llenas de pancartas y espectadores, pero apenas lo advirtió. Los espectadores ya pertenecían a otro mundo, en modo alguno relacionado con él. Podían perfectamente estar tras una gruesa cristalera blindada.

—Quince —respondió Scramm.

Se rascó el mentón, oscuro por la barba incipiente.

—¿Nadie intentó convencerte de que siguieras estudiando?

—En la escuela había un tutor de estudios que me dio la lata para que me quedara y no acabara de peón caminero. Pero alguien tiene que hacer de peón caminero, ¿no?

Saludó con entusiasmo a un grupo de niñas que realizaban una espontánea demostración de majorettes, con las falditas plisadas y flexionando las rodillas hacia el cielo.

—De todos modos, nunca he hecho de peón caminero, ni he cavado zanjas. Ni una sola vez en mi vida. Entré a trabajar en una fábrica de sábanas cerca de Phoenix, a tres dólares la hora. Yo y Cathy somos felices —añadió Scramm con una sonrisa—. A veces estamos viendo la tele, y Cathy me abraza y dice: «Somos personas felices, cielo». Cathy es un bombón.

—¿Tenéis hijos? —preguntó Garraty, cada vez más convencido de que aquélla era una conversación de locos.

—Bueno, Cathy está embarazada ahora mismo. Dijo que esperaríamos hasta tener en el banco lo suficiente para pagar el parto. Cuando juntamos setecientos dólares, ella dijo «adelante», y así fue. Se quedó embarazada en un abrir y cerrar de ojos. —Miró a Garraty con ademán decidido y añadió—: Mi hijo irá a la universidad. Dicen que los tipos borricos como yo no tienen hijos inteligentes, pero Cathy es lo bastante lista por los dos. Cathy ha terminado la secundaria. Yo hice que terminara. Cuatro cursos nocturnos y sacó el certificado. Y mi chico tendrá toda la universidad que quiera.

Garraty no dijo nada. No se le ocurría qué decir. McVries iba a su lado, conversando con Olson. Baker y Abraham estaban enfrascados en un juego de palabras que llamaban «el fantasma». Se preguntó por Harkness. Estaba fuera de su vista. Mira, Scramm, creo que has cometido un grave error, pensó. Tu esposa está embarazada, Scramm, pero eso no te concede ningún privilegio especial aquí. ¿Setecientos dólares en el banco? Con ese dinero ni siquiera se puede pronunciar «embarazo». Y ninguna compañía de seguros del mundo haría una póliza a un Marchador.

Garraty posó la mirada, sin fijarse, en un hombre con una chaqueta de pata de gallo que hacía ondear un sombrero de paja con una cinta, con gesto delirante.

—Scramm, ¿qué sucederá si te dan el pasaporte? —inquirió precavidamente.

Él replicó con una suave sonrisa.

—A mí no. Creo que podría caminar eternamente. Mira, yo quise estar en la Larga Marcha desde que tuve edad para querer alguna cosa. Hace apenas dos semanas, hice ciento treinta kilómetros tan tranquilo.

—Pero suponte que sucede algo…

Scramm se limitó a soltar una carcajada.

—¿Qué edad tiene Cathy? —preguntó Garraty.

—Casi un año más que yo. Cumplirá dieciocho. Su familia está con ella ahora, allá en Phoenix.

A Garraty le dio la impresión de que la familia de Cathy Scramm sabía algo que al propio Scramm se le escapaba.

—Debes de quererla mucho —murmuró.

Scramm sonrió, enseñando las últimas piezas que resistían, obstinadas, en su dentadura.

—No he vuelto a mirar a nadie desde que me casé con ella. Cathy es un bombón.

—Y tú te has metido en esto.

—¿No es divertido? —Sonrió Scramm.

—Para Harkness no lo es —replicó Garraty agriamente—. Ve y pregúntale si es divertido.

—No tienes la menor idea de las consecuencias —intervino Pearson, situándose entre Scramm y Garraty—. Podrías perder. Tienes que reconocer que podrías perder.

—Las apuestas en Las Vegas me daban favorito al inicio de la Marcha —dijo Scramm—. Favorito claro.

—Desde luego —asintió Pearson—. Y además estás en forma, eso nadie puede negarlo. —El mismo Pearson estaba pálido y demacrado tras la larga noche en la carretera. Echó una mirada a la muchedumbre reunida en el aparcamiento de un supermercado ante el cual pasaban. Después añadió—: Todos los que no estaban en forma han muerto ya, o están casi muertos, pero todavía quedamos setenta y dos.

—Sí, pero…

Una arruga de meditación se extendió por el rostro de Scramm. Garraty casi pudo oír su maquinaria mental empezando a funcionar, lenta y laboriosamente, pero a la postre segura como la muerte e inevitable como los impuestos. Resultó algo asombroso.

—No quiero haceros sentir mal, chicos —añadió Scramm—. Me caéis bien, pero no os habéis metido en este asunto convencidos de ganar y llevaros el Premio. La mayoría no sabe por qué se ha metido en esto. Mirad a Barkovitch. No está aquí para conseguir el Premio, sino que camina para ver morir a los demás. Vive de ello. Cuando le dan a alguien el pasaporte, es como si le dieran nuevas energías. Eso no basta. Se secará como una hoja en la rama.

—¿Y yo? —preguntó Garraty.

—Bueno, diablos…

—Vamos, dímelo.

—Bien, tal como yo lo veo, tú tampoco sabes por qué estás aquí. Es lo mismo. Ahora sigues porque tienes miedo pero… pero eso tampoco es suficiente. Eso cansa. —Scramm fijó los ojos en la distancia y se frotó las manos—. Y cuando te hayas desgastado, me temo que te darán el pasaporte como a los demás, Ray.

Garraty pensó en lo que McVries había dicho: «Cuando esté cansado… cansado de verdad… bueno, creo que me sentaré».

—Tendrás que caminar mucho para desgastarme —dijo Garraty, pero la cruda valoración de la situación hecha por Scramm le había afectado.

Enfilaron una pendiente en bajada, y luego un paso a nivel con los raíles hundidos en el asfalto. Pasaron ante un puesto de almejas fritas cerrado. Después, se encontraron de nuevo en pleno campo.

—Yo comprendo qué es morir —dijo de pronto Pearson—. Ahora lo comprendo. No la muerte en sí, a eso todavía no llego; pero entiendo qué es morir. Si dejo de caminar, punto final. —Tragó saliva con un chasquido en la garganta—. Igual que un disco tras el último surco. —Observó a Scramm y, con aire sincero, añadió—: Quizá sea como dices. Quizá no baste, pero… no quiero morir.

Scramm le devolvió una mirada casi desdeñosa.

—¿Y crees que comprender la muerte te librará de morir?

Pearson esbozó una sonrisa torcida, como un hombre de negocios en una barca intentando mantener la cena en el estómago pese al balanceo.

—Ahora mismo, es casi lo único que me hace seguir andando.

Y Garraty sintió una enorme gratitud, porque sus defensas todavía no se habían reducido a eso. Al menos por el momento.

Delante de ellos, como para ilustrar lo que habían hablado, un muchacho con un suéter negro de cuello alto sufrió de repente una convulsión. Cayó al suelo y empezó a revolverse y estremecerse espantosamente. Agitaba brazos y piernas y daba golpes en el asfalto. Su garganta emitía un sonido barboteante, un sonido como un débil balido. Cuando Garraty pasó apresuradamente a su lado, el muchacho le tocó la zapatilla con una de sus temblorosas manos y Ray sintió una oleada de repulsión. Los ojos del chico estaban en blanco, y tenía los labios y la barbilla salpicados de espumarajos. Recibió el segundo y tercer avisos, pero ni siquiera podía oírlos y, cuando hubo transcurrido el tiempo reglamentario, los soldados le remataron como a un perro.

No mucho después alcanzaron la cima de una suave subida y pudieron contemplar la extensión de campo verde y despoblado que se abría ante ellos. Garraty agradeció la fría brisa matinal que acarició su cuerpo sudoroso.

—¡Vaya panorámica! —exclamó Scramm.

Podía apreciarse la carretera en una extensión de unos veinte kilómetros. Se deslizaba por una larga ladera, corría en zigzag por el llano a través de los bosques como una marca de carboncillo gris negruzco sobre un trozo de papel rizado de un verde intenso y, a lo lejos, ascendía de nuevo y se difuminaba bajo el halo rosado de la luz de la mañana.

—Esto debe de ser lo que llaman los bosques de Hainesville —dijo Garraty—. Cementerio de camioneros. Un infierno de hielo en invierno.

—Nunca había visto nada igual —exclamó Scramm con aire reverente—. Hay más verde aquí que en todo el estado de Arizona.

—Disfrútalo mientras puedas —dijo Baker, uniéndose al grupo—. Hoy va a hacer un día sofocante. Ya hace calor y sólo son las seis y media…

—Pensaba que estarías acostumbrado a eso, viniendo de donde vienes —dijo Pearson.

—Uno no se acostumbra —replicó Baker mientras se colgaba del brazo su liviana chaqueta—. Aprende a vivir con ello.

—Me gustaría tener una casa aquí —dijo Scramm. Estornudó dos veces—. La construiría aquí mismo, con mis propias manos, y contemplaría el panorama cada mañana. Yo y Cathy. Quizá lo haga algún día, cuando todo esto haya terminado.

Nadie respondió.

A las 6.45 las colinas quedaban atrás, por encima de ellos; la brisa casi había desaparecido y el calor ya les acompañaba. Garraty se quitó la chaqueta, la enrolló y se la ató a la cintura. La calzada a través de los bosques ya no estaba desierta. Aquí y allá algunos madrugadores habían detenido sus coches junto a la carretera y permanecían en pie o sentados en grupos, aplaudiendo, saludando y agitando pancartas.

Dos chicas les miraron, apoyadas contra los restos de un coche abandonado en el arcén. Llevaban pantalones cortos veraniegos muy ajustados, blusas ceñidas y sandalias. En el grupo hubo silbidos y vítores. Las muchachas se ruborizaron, excitadas y arrastradas por un oscuro impulso erótico. Garraty sintió crecer una lujuria animal, tan agresivamente viva que estremeció su cuerpo con una fiebre paralizante.

Fue Gribble, el más osado de todos, quien de pronto corrió hacia ellas, levantando nubes de polvo en el arcén. Una de las chicas se inclinó hacia atrás en el capó del coche y abrió las piernas ligeramente, volviendo las caderas hacia él. Gribble le puso las manos en los pechos y ella no hizo nada por detenerle. Recibió un aviso, titubeó, y luego se lanzó sobre ella como una figura apresurada, frustrada y atemorizada, con su camiseta blanca sudorosa y sus pantalones de pana. La muchacha enroscó sus tobillos en torno a las piernas de Gribble y pasó los brazos con ligereza en torno a su cuello. Se besaron.

Gribble recibió el segundo aviso, después el tercero, y por fin, apenas a quince segundos del final definitivo, se apartó tambaleándose y echó a correr frenéticamente, arrastrando los pies. Cayó al suelo, se levantó, se llevó las manos al vientre y avanzó de nuevo, bamboleándose. Sus finos rasgos habían enrojecido.

—No podía —sollozaba—. No tenía suficiente tiempo, y ella me deseaba, y yo… yo no…

Seguía llorando y tambaleándose, con las manos en la entrepierna. Sus palabras eran gemidos ininteligibles.

—Pero le has dado a ésa un poco de emoción —murmuró Barkovitch—. Algo de que poder hablar mañana en algún programa de televisión local.

—¡Cállate! —gritó Gribble, inclinado sobre sí mismo—. Me duele. Tengo un calambre…

—Un buen sifilazo —dijo Pearson—. Eso es lo que tienes.

Gribble le miró entre los mechones de cabello negro que le caían sobre los ojos. Parecía una comadreja aturdida.

—Me duele —murmuró otra vez.

Lentamente, cayó de rodillas, con las manos en la entrepierna, la cabeza baja y la espalda inclinada. Se estremecía y resollaba, y Garraty observó las gotas de sudor que le corrían por el cuello, algunas de ellas prendidas en el fino vello de la nuca, eso que el padre de Garraty siempre llamaba «pelusa de pato».

Un momento después, Gribble estaba muerto.

Garraty volvió la cabeza para observar a las chicas, pero éstas se habían marchado.

Hizo un decidido esfuerzo por apartarlas de su mente, pero aparecían una y otra vez en sus pensamientos. ¿Cómo habría sido penetrar en seco aquella carne cálida y receptiva? La chica había crispado los muslos. ¡Dios mío!, se habían crispado en una especie de espasmo, de orgasmo. ¡Oh, Dios!, ese impulso incontrolable de apretar y acariciar… y sobre todo de sentir aquel calor…

Sintió que iba a eyacular. Aquella cálida sensación de un fluido que se dispara, calentándole. Mojándole. ¡Oh, Jesús, no! Empaparía los pantalones y alguien se daría cuenta. Lo vería y le señalaría con el dedo, y le preguntaría si acaso quería pasearse por el vecindario sin ropas, caminar desnudo… caminar, caminar y caminar…

¡Oh, Jan!, te quiero de verdad, se dijo; pero todo le resultaba confuso, entremezclado con tantas cosas…

Se ató con más fuerza la chaqueta en torno a la cintura y siguió avanzando como antes, y el recuerdo fue amortiguándose y apagándose rápidamente, como un negativo Polaroid expuesto al sol.

El ritmo se incrementó. Ahora estaban en una bajada bastante pronunciada y resultaba difícil caminar despacio. El sudor le corría por el cuerpo. Los músculos funcionaban como pistones y se apretaban unos contra otros. Garraty se descubrió deseando que cayera de nuevo la noche. Observó a Olson, preguntándose cómo podía resistir.

Olson volvía a tener la mirada fija en sus pies. Los músculos del cuello parecían agarrotados e hinchados, y llevaba los labios tensos en una sonrisa helada.

—Ya está casi a punto —murmuró McVries junto a Garraty, sobresaltando a éste—. Cuando empiezan a medio desear que alguien les dispare y así por fin poder descansar los pies, no les queda mucho.

—¿De verdad? ¿Cómo es que todo el mundo aquí sabe mucho de esto, menos yo?

—Porque eres muy tierno —dijo McVries con dulzura, antes de acelerar el paso, dejándose llevar por la pendiente en bajada y rebasando a Garraty.

Stebbins. Llevaba mucho tiempo sin pensar en Stebbins. Pero Stebbins seguía allí. El grupo se había estirado en el descenso de la larga cuesta y Stebbins estaba unos cuatrocientos metros más atrás, pero aquellos pantalones púrpura y aquella camisa resultaban inconfundibles. Stebbins seguía a la cola del grupo como una especie de buitre escuálido, esperando a que todos fueran cayendo…

Garraty sintió un arrebato de furia, el súbito impulso de correr hacia atrás y estrangular a Stebbins. No tenía ninguna razón concreta para ello, pero tuvo que esforzarse para contenerse.

Cuando llegaron al final de la pendiente, Garraty sentía las piernas inestables, como de goma. El estado de entumecido cansancio en que más o menos se mantenían sus músculos se vio alterado por unas inesperadas punzadas de dolor en los pies y las piernas, amenazando con agarrotar los músculos y provocar un calambre. ¿Y por qué no?, pensó. Llevaba veintidós horas en la carretera. Veintidós horas de caminar sin parar. Era increíble.

—¿Qué tal te sientes ahora? —preguntó a Scramm, como si hubieran transcurrido doce horas desde la última vez que se lo había preguntado.

—Perfectamente —replicó Scramm. Se pasó el dorso de la mano por la nariz, estornudó y escupió—. Todo lo perfectamente que se puede estar.

—Parece que has pillado un resfriado.

—No. Es el polen. Me sucede cada primavera. La fiebre del heno. Incluso me sucede en Arizona, pero nunca he pillado un resfriado.

Garraty abrió la boca para añadir algo cuando un sonido hueco llegó hasta ellos desde la lejanía, carretera adelante. Eran disparos de fusil. Después llegó la noticia: Harkness había sido eliminado.

Una sensación extraña, casi de exaltación, atenazó el estómago de Garraty mientras pasaba la noticia a quienes le seguían. El círculo mágico se había roto. Harkness no escribiría jamás su libro sobre la Larga Marcha. Harkness estaba siendo retirado de la carretera en algún lugar allá delante, como un saco de trigo, o estaba siendo cargado en un camión, envuelto en un saco de lona. Para Harkness, la Larga Marcha había terminado.

—Harkness —dijo McVries—. El viejo Harkness ya tiene su pasaporte para ver los prados eternos.

—¿Por qué no le escribes un poema? —repuso Barkovitch.

—¡Cállate, asesino! —replicó McVries con aire ausente, meneando la cabeza—. El viejo Harkness, el muy…

—Yo no soy un asesino —gritó Barkovitch—. ¡Voy a bailar sobre tu tumba, Caracortada! Voy a…

Un coro de gritos airados le silenció. Entre murmullos, Barkovitch miró a McVries. Después apretó el paso, sin volver más la mirada.

—¿Sabéis a qué se dedicaba mi tío? —dijo Baker.

Estaban cruzando un túnel sombrío de árboles rebosantes de hojas, y Garraty intentaba olvidar a Harkness y Gribble y concentrarse en la sensación de frescor.

—¿A qué? —preguntó Abraham.

—Tenía una funeraria.

—Magnífico —respondió Abraham sin interés.

—Cuando yo era pequeño, siempre me preguntaba… —Baker pareció perder el hilo de lo que estaba diciendo, miró a Garraty y sonrió. Era una sonrisa muy especial—. Me preguntaba quién le embalsamaría a él. Igual que uno se pregunta quién le corta la barba al barbero o quién opera de cálculos renales al cirujano. ¿Comprendes?

—Se necesitan muchos riñones para llegar a médico —dijo McVries con tono solemne.

—No, no. Ya sabes de qué estoy hablando.

—Está bien —intervino Abraham—. ¿A quién llamaron cuando llegó el momento?

—Sí —se sumó Scramm—. ¿A quién?

Baker levantó la mirada hacia las ramas gruesas y torneadas bajo las cuales estaban pasando y Garraty volvió a observar que parecía agotado. Claro que ninguno de ellos tenía mejor aspecto, añadió para sí.

—Vamos —dijo McVries—. No nos tengas en ascuas. ¿Quién le enterró?

—Ésta es la broma más vieja del mundo —murmuró Abraham—. Ahora, Baker dirá: «¿Y qué os hace creer que ha muerto?».

—Pues no —dijo Baker—. Murió hace seis años, de cáncer de pulmón.

—¿Fumaba mucho? —preguntó Abraham mientras saludaba con la mano a una familia de cuatro personas y un gato persa de aspecto hosco.

—No, ni siquiera en pipa —informó Baker—. Tenía miedo de que le provocara cáncer.

—¡Oh, maldita sea! —dijo McVries—. ¿Quién le enterró? Dínoslo de una puta vez para que así podamos discutir de los problemas del mundo, o de béisbol, o de control de la natalidad o cualquier otra cosa.

—Pues yo opino que el control de la natalidad es un auténtico problema mundial —dijo Garraty con seriedad—. Mi novia es católica y…

—¡Vamos! —aulló McVries—. ¿Quién diablos enterró a tu abuelo, Baker?

—A mi tío. Era mi tío. Mi abuelo era abogado en Shreveport y…

—Me importa una mierda si tu abuelo tenía tres pichas —le interrumpió McVries—. Sólo me interesa saber quién le enterró para poder pasar a otra cosa.

—En realidad, no le enterró nadie. Quiso que le incineraran.

—¡Oh, vaya estupidez! —exclamó Abraham, con una breve carcajada.

—Mi tía guardó sus cenizas en una vasija de cerámica en su casa de Baton Rouge. La mujer intentó seguir adelante con la empresa de pompas fúnebres, pero nadie parecía aceptar a una mujer con esa profesión.

—Dudo que fuera ésa la razón —replicó McVries.

—¿Ah, no?

—No. Creo que tu tío le gastó una jugarreta.

—¿Una jugarreta? ¿A qué te refieres? —Baker parecía muy interesado.

—Bueno, tendrás que reconocer que no era un buen reclamo para el negocio…

—¿El qué? ¿Morirse?

—No —terminó McVries—. Hacerse incinerar.

Scramm emitió una carcajada medio sofocada a través de su obturada nariz y dijo:

—Ahí te ha pescado.

—Tu tío me la trae floja —masculló Abraham con hosquedad—. Y puedo añadir también que…

En ese instante Olson se puso a suplicar a uno de los soldados que le dejara descansar…

No dejó de caminar ni aminoró el ritmo lo suficiente para recibir un aviso, pero su voz desgranaba una letanía de súplicas monótonas y pusilánimes que hizo que Garraty se volviera hacia él. La conversación cesó. Los espectadores contemplaban a Olson con aterrada fascinación. Garraty deseó que Olson se callara antes de que les creara a los demás mala fama entre el público. Él tampoco deseaba morir pero, si así tenía que ser, no quería que la gente dijese que era un cobarde. Los soldados observaron a Olson con sus rostros pétreos, sordos y mudos. Sin embargo, de vez en cuando le daban a alguien un aviso, de modo que Garraty llegó a la conclusión de que no podía llamárseles mudos.

Eran casi las ocho menos cuarto cuando corrió la noticia de que estaban a punto de cumplir los 150 kilómetros. Garraty recordó haber leído que la cifra más alta de Marchadores que había completado los 150 primeros kilómetros era de sesenta y tres. Parecía casi seguro que iban a batir ese récord, pues quedaban sesenta y nueve en el grupo. De todos modos, no era un asunto que importara demasiado…

Las súplicas de Olson subieron de tono, en una plegaria constante y confusa, haciendo casi que el día pareciera más caluroso e incómodo de lo que realmente era. Varios chicos le habían gritado a Olson que se callara pero, o no les oía, o no le importaban.

Cruzaron un puente de madera cubierto y los tablones retumbaron y crujieron bajo sus pasos. Garraty captó el aleteo y el rumor de las golondrinas que habían hecho sus nidos entre las vigas. Hacía un frío refrescante, y el sol pareció caer todavía con más fuerza cuando aparecieron por el otro lado. Espera a más tarde si ahora crees que hace calor, se dijo Garraty. Espera a que salgamos a campo abierto. ¡Ay, Señor!

Pidió una cantimplora con un grito y un soldado trotó hasta él, se la tendió sin pronunciar palabra y volvió atrás, también al trote. El estómago le pedía también comida. A las nueve en punto, calculó. Tengo que seguir caminando hasta entonces. Estaría bueno que se muriese por tener el estómago vacío.

Baker pasó por delante de él repentinamente, miró alrededor en busca de espectadores y, al no divisar ninguno, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas. Recibió un aviso. Garraty pasó junto a él y le dejó atrás, pero oyó al soldado darle un nuevo aviso. Unos veinte segundos después, Baker volvió a situarse a la altura de Garraty y McVries, jadeando mientras terminaba de ceñirse el cinturón.

—¡La cagada más rápida de mi vida! —dijo mientras resollaba.

—Tendrías que haber traído el orinal —respondió McVries.

—Nunca he podido aguantar mucho sin aligerarme —añadió Baker—. Hay gente que sólo tiene que ir al baño una vez por semana. Yo soy de los de una vez al día. Si no cago una vez al día, tomo un laxante.

—Esos laxantes te dañarán el estómago —dijo Pearson.

McVries echó la cabeza hacia atrás y rió. Abraham volvió la mirada para sumarse a la conversación.

—Mi abuelo no tomó un laxante en su vida y llegó a…

—Supongo que guardas los datos archivados —se mofó Pearson.

—No estarás dudando de la palabra de mi abuelo, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —repuso Pearson, haciendo rodar los ojos.

—Así me gusta. Mi abuelo…

—Mirad —dijo Garraty en un susurro.

Como no le interesaba el tema de los laxantes, había dejado que su mirada vagara hasta centrarse distraídamente en Percy. Ahora, contemplaba al muchacho casi sin creer lo que veían sus ojos. Percy se había ido situando cada vez más cerca del borde de la carretera, y ahora ya estaba avanzando por el polvoriento arcén. De vez en cuando, dirigía a hurtadillas una tensa y atemorizada mirada en dirección a los soldados situados en la torreta del vehículo oruga; después volvía la vista hacia la derecha, en dirección a la espesa arboleda distante apenas un par de metros.

—Creo que va a correr hacia los árboles —dijo Garraty.

—Le derribarán, puedes estar seguro —repuso Baker con un susurro.

—No parece que nadie esté pendiente de él —replicó Pearson.

—Entonces no llaméis la atención de los soldados sobre él —dijo McVries—. ¡Pandilla de estúpidos!

Durante los siguientes minutos ninguno de ellos dijo nada importante. Simulaban conversar y observaban a Percy, que miraba a los soldados una y otra vez, mientras medía mentalmente la corta distancia que le separaba del tupido bosque.

—No tiene cojones —murmuró Pearson finalmente.

Antes de que nadie pudiera responder, Percy torció lentamente y sin prisa hacia los árboles. Dos pasos, luego tres. Uno más, dos como mucho, y llegaría. Sus piernas, enfundadas en tejanos, se movían con tranquilidad. Su cabello rubio blanqueado por el sol se agitó levemente bajo un breve soplo de brisa. Podría haber sido perfectamente un boy scout en plena jornada de observación de pájaros.

No hubo avisos. Percy había perdido el derecho a ellos cuando su pie derecho había cruzado el extremo exterior del arcén. Se había salido de la carretera, y los soldados le habían visto en todo momento. El bueno de Percy no había engañado a nadie. Un limpio y seco disparo así lo anunció, y Garraty desvió la mirada hacia el soldado que se había levantado en la parte trasera del vehículo oruga. El soldado era una escultura viviente de rasgos marcados y angulosos, con el fusil bien colocado en el hueco del hombro y la cabeza algo adelantada a lo largo del cañón.

Garraty volvió de nuevo la vista hacia Percy. El muchacho seguía de pie, ahora con ambos pies en el borde de la línea de árboles, pisando la maleza. Estaba tan inmóvil como el soldado que le había disparado. Era como otra estatua. Ambos habrían constituido un buen tema pictórico, pensó Garraty. Percy permanecía extrañamente quieto bajo el cielo azul primaveral, con una mano apretada contra el pecho, como un poeta a punto de recitar. Tenía los ojos muy abiertos, en una expresión casi de éxtasis.

Entre sus dedos rezumaba un brillante chorro de sangre, que refulgía bajo el sol. ¡Eh, Percy, te llama tu mamá! ¡Eh, Percy!, ¿sabe tu madre que estás eliminado? ¡Eh, Percy!, ¿qué clase de estúpido nombre es ése? Percy, Percy, ¿no eres un encanto? Percy transformado en un brillante Adonis bañado por el sol, en contraposición a su salvaje cazador de colores pardos.

Una, dos, tres gotas de sangre como monedas cayeron sobre las zapatillas negras, polvorientas de tanto caminar. Todo sucedió en tres segundos. Garraty apenas tuvo tiempo de dar un par de pasos, y no recibió ningún aviso. ¡Oh, Percy!, ¿qué va a decir tu mamá? Vamos, Percy, ¿tendrás valor para morir?

Lo tuvo. Se tambaleó, tropezó con un arbolito joven, trastabilló de medio lado y cayó de cara al cielo. El momento de gracia, la helada simetría, habían quedado atrás. Percy estaba muerto.

—Que esta tierra quede sembrada de sal —dijo de pronto McVries—. Y que no crezca jamás una espiga de trigo ni una mazorca de maíz. Malditos sean los hijos de esta tierra y malditos sus riñones, y sus muslos y sus pantorrillas. Dios te salve, María, llena eres de gracia, reventemos este maldito lugar. —Y se echó a reír.

—Cállate —dijo Abraham con voz ronca—. Deja de decir gilipolleces.

—Todo el mundo es el Señor —dijo McVries con una risita histérica—. Estamos caminando hacia el Señor, y ahí atrás las moscas están arremolinándose sobre el Señor; de hecho, las moscas son también el Señor, así que bendito el fruto de tu vientre, Percy. Amén, aleluya, y manteca de cacahuete. Padre nuestro, que estás en hojalata, bendito sea tu nombre.

—¡Te voy a atizar! —advirtió Abraham. Su rostro estaba pálido—. ¡Voy a hacerlo, Pete!

—¡Un devoto! —se burló McVries, riendo de nuevo—. ¡Oh, mi cuerpo y mi sangre! ¡Ah, mi santa mitra!

—¡Voy a atizarte, capullo! —rugió Abraham.

—No —intervino Garraty, asustado—. Por favor, no os peleéis. Vamos… vamos a comportarnos bien.

—Percy era demasiado joven para meterse en esta excursión —dijo Baker con voz triste—. Me extrañaría mucho que hubiese cumplido los catorce.

—Su mamá le echó a perder —añadió Abraham con voz temblorosa—. Se notaba. —Miró alrededor, a Garraty y Pearson—. Se notaba, ¿verdad?

—Ya no seguirá estropeándolo —sentenció McVries.

Olson se puso a balbucear de nuevo sus súplicas a los soldados. El que había disparado contra Percy estaba ahora sentado y comiendo un bocadillo. Los pies llevaron al grupo hasta las ocho de la mañana. Pasaron ante una soleada gasolinera, donde un mecánico con un grasiento mono regaba el asfalto.

—Me gustaría que nos rociara un poco con eso —dijo Scramm—. Tengo más calor que una caldera.

—Todos tenemos calor —dijo Garraty.

—Yo pensaba que en Maine nunca hacía calor —declaró Pearson con voz exhausta—. Creía que aquí era la tierra del frío.

—Bien, ahora ya sabes que no es así —respondió Garraty con sequedad.

—Eres muy gracioso, Garraty —dijo Pearson—. ¿Lo sabías? Muy gracioso. ¡Sí, señor!, me alegro de haberte conocido.

McVries se echó a reír.

—¿Sabes una cosa? —replicó Garraty—. Tienes unas manchas sospechosas en tus calzoncillos —dijo Garraty. Era lo más agudo que se le ocurrió.

Pasaron ante otra parada de camioneros. Dos o tres enormes camiones articulados estaban detenidos fuera de la carretera, sin duda para dejar paso a los Marchadores. Uno de los camioneros estaba de pie junto a su vehículo, con aire nervioso, apoyado contra el remolque, un enorme contenedor frigorífico.

Varias camareras animaron a los Marchadores cuando pasaron ante ellas, y el camionero, que seguía apoyado contra su remolque, dedicó al grupo un corte de mangas. Era un tipo enorme, con un cuello de toro sobresaliéndole de una sucia camiseta.

—¿Por qué habrá hecho eso? —gritó Scramm.

—Ése ha sido el primer hombre sincero que hemos encontrado desde que empezó esta merienda campestre —dijo riendo McVries—. ¡Me ha encantado ese tipo, Scramm!

—Probablemente va cargado de productos perecederos camino de Montreal —dijo Garraty—. Directamente desde Boston. Y le hemos sacado del camino. Probablemente tiene miedo de perder su empleo o su camión, si trabaja por cuenta propia.

—¿No resulta estúpido? —dijo Collie Parker con voz ronca—. ¿No es una gran estupidez? Llevan más de dos meses avisando a la gente del itinerario de la Marcha. ¡Ese tipo es un palurdo!

—Pareces saber mucho de esto —dijo Abraham a Garraty.

—Un poco —contestó éste con la mirada fija en Parker—. Mi padre llevaba un camión articulado antes de… antes de marcharse. Es un trabajo duro en el que cada dólar cuesta mucho de ganar. Probablemente ese tipo creía que le daría tiempo de llegar hasta la siguiente salida. No habría venido por aquí si hubiese una ruta más corta.

—Pero no tenía que dedicarnos ese gesto —insistió Scramm—. No tenía por qué hacerlo. ¡Sus malditos tomates no son una cuestión de vida o muerte, como lo nuestro!

—¿Tu padre abandonó a tu madre? —preguntó McVries a Garraty.

—A mi padre se lo llevaron los Escuadrones —repuso lacónicamente.

Su silencio era un reto a Parker y a los demás para que se atrevieran a abrir la boca, pero nadie respondió.

Stebbins seguía en la cola del grupo. Acababa de pasar por la parada de camioneros, y el tipo que les había dedicado el corte de mangas ya estaba sentado al volante de su vehículo, esperando que le dieran paso. En la parte delantera del grupo, los fusiles soltaron de nuevo sus macabros monosílabos. Un cuerpo giró sobre sí mismo, se tambaleó y cayó al suelo. Dos soldados lo arrastraron fuera de la carretera mientras un tercero les lanzaba una bolsa para meter el cuerpo.

—Yo tenía un tío al que se llevaron los Escuadrones —informó Wyman.

Garraty advirtió que la lengüeta del zapato izquierdo de éste se había salido de entre los cordones y aleteaba obscenamente.

—Los Escuadrones sólo se llevan a los estúpidos —declaró Collie Parker.

Garraty le miró y deseó sentirse furioso, pero se limitó a bajar la cabeza y fijar la mirada en la carretera. Estaba de acuerdo con Parker: su padre había sido un estúpido. Un maldito borracho incapaz de ahorrar dos centavos. Un hombre carente del sentido común suficiente para guardar para sí sus opiniones políticas. Garraty se sintió viejo y enfermo.

—Cierra ya tu puta boca —masculló McVries.

—¿Quieres hacérmela cerrar tú?

—No, no tengo ganas. Sencillamente cierra la boca, maldito imbécil.

Collie Parker se dejó alcanzar por Garraty y McVries y se colocó entre los dos. Pearson y Abraham se apartaron ligeramente. Incluso los soldados se incorporaron, dispuestos a intervenir en caso de necesidad. Parker estudió a Garraty. Tenía el rostro perlado de sudor, pero su mirada seguía llena de arrogancia. Le dio a Garraty unos golpecitos tranquilizadores en el brazo.

—A veces me paso cuando hablo. No pretendía molestarte, ¿vale?

Garraty asintió con gesto cansino y Parker se volvió para observar a McVries.

—Y una mierda para ti, Jack —musitó Parker, antes de acelerar el paso y encaminarse hacia la vanguardia.

—Vaya un fantasma, ese Parker —murmuró McVries.

—No es peor que Barkovitch —respondió Abraham—. Quizá un poco mejor, incluso.

—Además —añadió Pearson—, ¿qué significa que a uno se lo lleven los Escuadrones? Eso es mucho mejor que morir, ¿no?

—¿Cómo quieres que lo sepamos? —intervino Garraty—. ¿Cómo quieres que lo sepa ninguno de nosotros?

Su padre había sido un grandullón de cabellos rubios como la arena, con una voz estruendosa y una risa estridente que al pequeño Ray Garraty le sonaba como una montaña desmoronándose. Después de perder su camión articulado, se ganó la vida conduciendo camiones del gobierno desde Brunswick. Podría haber vivido bien si hubiera sabido guardar para sí sus opiniones políticas. Pero cuando uno trabaja para el gobierno, éste estaba doblemente pendiente de uno, doblemente dispuesto a llamar a un Escuadrón si la lealtad ofrecía dudas. Y el padre de Garraty no había demostrado ser un gran amante de la Larga Marcha, así que un día recibió un telegrama y al día siguiente dos soldados se presentaron a la puerta de su casa. Jim Garraty desapareció con ellos, profiriendo bravatas, y su esposa cerró la puerta tras ellos con las mejillas pálidas. Y cuando Ray Garraty preguntó a su madre dónde iba su padre con aquellos soldados, ella le dio un par de bofetones en la boca, haciéndole sangrar los labios, mientras le decía que se callara. Garraty no había vuelto a ver a su padre desde entonces. En aquella época el pequeño tenía apenas once años. Había sido una detención limpia, higiénica, inodora.

—Yo tenía un hermano que se metió en problemas con la ley —murmuró Baker—. No con el gobierno sino con la ley. Hurtó un coche y fue con él desde nuestro pueblo a Hattiesburg, Misisipí. Le cayó una sentencia de dos años. Ahora, mi hermano está muerto.

—¿Muerto? —preguntó una voz de ultratumba. Olson se había aproximado al grupo. Su rostro macilento parecía ir un kilómetro por delante del resto de su cuerpo.

—Tuvo un ataque cardíaco —dijo Baker—. Sólo tenía tres años más que yo. Mamá decía siempre que era una cruz para ella, pero sólo se metió en problemas graves en esa ocasión. Yo fui peor. Durante tres años estuve en una banda de merodeadores nocturnos.

Garraty se volvió para observarle. Había un aire avergonzado en las cansadas facciones de Baker, pero también algo de dignidad, perfilada contra los rayos polvorientos de luz que se colaban entre las ramas.

—Es un delito competencia de los Escuadrones, pero no me importaba. Sólo tenía doce años cuando empecé. Apenas éramos otra cosa que niños jugando a delincuentes nocturnos. Los mayores eran más precavidos. Nos decían que saliéramos y nos daban palmaditas de ánimo, pero ellos no se arriesgaban a ser detenidos por los Escuadrones. No, ellos no. Lo dejé después de que quemáramos una cruz en el jardín de un negro. Pasé un miedo atroz. Y vergüenza también. ¿Por qué ha de querer nadie quemar una cruz en el jardín de un negro? ¡Menuda estupidez! —Baker movió la cabeza con pesar.

En aquel instante, los fusiles volvieron a sonar.

—Ahí va otro —dijo Scramm. Su voz sonó obstruida y nasal, y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

—Treinta y cuatro —añadió Pearson. Sacó una moneda de un bolsillo y la metió en el otro—. He traído noventa y nueve monedas de un centavo. Cada vez que a alguien le dan el pasaporte, cambio una de bolsillo. Y cuando…

—¡Eres un maldito gilipollas! —dijo Olson. Sus ojos vidriosos miraban a Pearson ominosamente—. ¿También has traído tu reloj de la muerte? ¿Tus muñecos de vudú?

Pearson no respondió. Observó el campo en barbecho junto al que avanzaban, con aire nervioso y avergonzado. Por último, murmuró:

—No tenía intención de mencionárselo a nadie… Sólo era para que me diera suerte.

—Jodido bastardo —gruñó Olson.

—¡Déjalo ya! —dijo Abraham—. Me estás poniendo nervioso.

Garraty echó un vistazo a su reloj. Eran las 8.20. Quedaban cuarenta minutos para el desayuno. Pensó en lo magnífico que sería colarse en alguno de aquellos merenderos que salpicaban la carretera (¡oh, Señor, qué alivio poder hacer siquiera eso!) y pedir un filete con cebollas fritas, y una ración de patatas fritas y un gran helado de vainilla con salsa de fresas. O quizá un gran plato de espaguetis y albóndigas, con pan italiano y una ración de guisantes en mantequilla. Y leche. Una jarra entera de leche. Al diablo con los tubos de concentrados y las cantimploras de agua destilada. Leche y comida de verdad, y un lugar donde sentarse a comer y beber. ¿No sería maravilloso?

Delante de él, una familia de cinco miembros —papá, mamá, el niño, la niña y la abuela de sienes plateadas— estaba tendida bajo un gran olmo, disfrutando de un picnic matinal de bocadillos y algo que parecía chocolate caliente. Todos vitorearon alegremente a los Marchadores.

—Vaya gente más desconsiderada —murmuró Garraty.

—¿A qué te refieres? —preguntó McVries.

—Pues a que me gustaría sentarme a comer con ésos de ahí.

Garraty devolvió el saludo y sonrió, reservando la parte más resplandeciente de su sonrisa a la abuela, que correspondía agitando la mano y mascando…, bien, rumiando sería más próximo a la verdad, algo que parecía un bocadillo de huevo y ensalada.

—Pero yo no me sentaría ahí a comer mientras un grupo de gente famélica…

—No estamos famélicos, Garraty. Sólo nos lo parece.

—… de gente hambrienta, entonces.

—La mente sobre la materia —salmodió McVries en una mala imitación de W. C. Fields—. La mente sobre la materia, mi joven amigo.

—¡Vete al infierno! Sencillamente, no quieres reconocerlo: esa gente es un hatajo de animales. Quieren ver los sesos de alguno en el asfalto. Para eso vienen.

—¿No dijiste que tú mismo habías presenciado la Larga Marcha cuando eras pequeño? —respondió McVries.

—¡Sí, pero entonces no sabía lo que hacía!

—Y eso ya te justifica, ¿verdad? —insistió McVries, emitiendo una breve risa—. Naturalmente que son unos animales. ¿Crees que has hecho un gran descubrimiento? A veces me sorprende lo ingenuo que llegas a ser. Los franceses se dedicaban a follar después de las ejecuciones en la guillotina. Los antiguos romanos llenaban las gradas de los circos durante los combates de gladiadores. Es el espectáculo, Garraty. No es ninguna novedad.

Se echó a reír de nuevo y Garraty le contempló.

—Vamos, ya estás en la segunda base, McVries —dijo una voz—. ¿No quieres intentar la tercera?

Garraty no tuvo necesidad de volverse. Era Stebbins, naturalmente. Stebbins, el Buda flaco. Sus pies le transportaban automáticamente, pero tuvo la vaga sensación de que los tenía hinchados y resbaladizos, como si se estuvieran llenando de pus.

—La muerte constituye un gran estímulo para los apetitos —dijo McVries—. ¿Qué me decís de esas dos chicas y Gribble? Ellas querían saber qué era joder con un muerto. Querían algo completamente nuevo y diferente. No sé si Gribble se dio cuenta de ello, pero seguro que ellas sí. Da igual si se trata de comer, de beber o de cualquier otra cosa. Todo gusta más, sabe mejor y se siente más intensamente porque se está mirando a un muerto.

»Pero ni siquiera ése es el objeto real de esta pequeña expedición, Garraty. Lo fundamental es que los listos son ellos. No son ellos los arrojados a los leones. No son ellos los que se tambalean por el asfalto con la esperanza de no tener la urgencia de una meadita cuando se tienen ya dos avisos. Y el estúpido eres tú, Garraty. Tú y yo y Pearson y Barkovitch y Stebbins. Todos somos los estúpidos. Scramm lo es porque cree comprenderlo todo, y no es así. Olson lo es porque ha entendido demasiadas cosas demasiado tarde. Ellos son animales, de acuerdo, pero ¿por qué crees que eso nos convierte a nosotros en seres humanos?

Hizo una pausa, casi sin respiración.

—Bueno, tú has empezado y me has hecho hablar —añadió—. Ha sido el pequeño sermón número trescientos de una serie de seis mil… Probablemente, con esto he reducido en cinco horas mis expectativas de vida.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —le preguntó Garraty—. Si lo sabes y estás tan seguro, ¿por qué estás aquí?

—Por la misma razón que estamos aquí todos —dijo Stebbins con una sonrisa. Sus labios estaban ligeramente cuarteados por el sol; por lo demás, su rostro no mostraba todavía arrugas y tenía un aire invencible—. Queremos morir, por eso estamos aquí. ¿Por qué si no, Garraty? ¿Por qué si no?