5

No ha dicho usted la verdad, y por eso tendrá que pagar las consecuencias.

BOB BARKER

La verdad o las consecuencias

A las diez menos veinte de aquel interminable 1 de mayo, Garraty borró uno de sus avisos. Dos Marchadores más habían recibido el pasaporte después del chico del jersey de futbolista. Garraty apenas se enteró de ello, pues estaba realizando un meticuloso inventario de sí mismo.

Una cabeza un poco confusa y alterada, pero básicamente en buen funcionamiento. Dos ojos enrojecidos. Un cuello bastante rígido. Dos brazos sin problemas de momento. Un torso en buenas condiciones salvo por la sensación de languidez en el estómago que los alimentos concentrados no conseguían mitigar. Dos piernas condenadamente cansadas, con los músculos doloridos. Se preguntó cuánto tiempo más le seguirían llevando por sí mismas antes de que su cerebro se adueñara de ellas y las obligara a continuar más allá de toda cordura para evitar que una bala le hiciera caer de su armazón esquelético. ¿Cuánto pasaría hasta que las piernas empezaran a fallarle, y luego a trabarse, y por último a agarrotarse y detenerse? Tenía las piernas cansadas pero, hasta donde podía apreciar, estaba aún en buen estado. Y dos pies. Dos pies dolientes. Sí, le dolían, no había por qué negarlo. Él era un chico robusto y sus pies tenían que transportar en cada paso sus 73 kilos de peso. Le dolían las plantas, en las que a veces sentía extrañas punzadas. El dedo gordo del pie izquierdo había agujereado el calcetín (le vino a la cabeza la narración de Stebbins y sintió una especie de terror paralizante al recordarla) y la zapatilla había empezado a rozarle, produciéndole molestias. Sin embargo, sus pies seguían funcionando, seguían sin sufrir ampollas y los notaba en bastante buen estado, como el resto de su persona.

Garraty, se animó a sí mismo, estás en buena forma. Doce Marchadores eliminados, el doble de ese número probablemente en un estado deplorable, pero tú sigues bien. Avanzas sin problemas. Eres fantástico. Y sigues vivo.

La conversación, que se había interrumpido abruptamente tras el relato de Stebbins, empezó a reanudarse. Hablar era cosa de los vivos. Yannick, el número 98, hablaba de las madres de los soldados del vehículo oruga con Wyman, el número 97, en voz excesivamente fuerte. Ambos estaban de acuerdo en que eran unos bastardos, hijos de padres desconocidos y con un árbol genealógico lleno de negros y de enfermos. Pearson preguntó a Garraty:

—¿Alguna vez te han puesto un enema?

—¿Un enema? —repitió Garraty—. No, creo que no.

—¿Y a alguno de vosotros, chicos? Vamos, decid la verdad.

—A mí sí —dijo Harkness con una risita sofocada—. Mi madre me administró uno cuando era pequeño, el día siguiente al Halloween, porque me había comido una bolsa entera de caramelos.

—¿Te gustó? —Quiso saber Pearson.

—¡Claro que no! ¿A quién diablos puede gustarle que le metan medio litro de líquido por el…?

—A mi hermano pequeño —afirmó Pearson—. Le pregunté si le daba pena que me fuese y respondió que no, porque mi madre le había dicho que le pondría un enema si era bueno y no lloraba. A mi hermanito le encantan.

—¡Eso es horroroso! —exclamó Harkness.

—Lo mismo pienso yo —asintió Pearson con aire apenado.

Unos minutos después, Davidson se acercó al grupo y les habló de la vez que se había emborrachado en la Feria del Estado, en Steubenville, y se coló en la tienda de las prostitutas y una mujerona gorda y enorme semidesnuda le agarró por la cabeza. Y cuando Davidson le explicó que estaba borracho y que creía haber entrado en la tienda de los tatuajes, la mujer le había dejado sobarla un rato. Y Davidson le había dicho que quería tatuarse una bandera de barras y estrellas en el estómago.

Art Baker les contó, seguidamente, un concurso que celebraban en su pueblo para ver quién soltaba el pedo más fuerte; un muchacho de culo peludo llamado Davey Popham había conseguido chamuscarse los pelos del trasero con una ventosidad que, según Baker, olía a hierba quemada. La anécdota le produjo a Harkness tal ataque de risa que se ganó un aviso.

Después de esto, la veda quedó levantada. Los chistes verdes se sucedían, hasta que todo el grupo se convirtió en un pelotón que avanzaba dando tumbos, presa de una risa histérica. Alguien recibió un aviso y, no mucho después, el otro Baker (James) recibió el pasaporte. El buen humor desapareció como por ensalmo. Algunos empezaron a hablar de sus novias y la conversación se hizo inconexa y sensiblera. Garraty no explicó nada acerca de Jan, pero cuando dieron las diez a Garraty le pareció que Jan era lo mejor que había conocido en toda su vida.

Pasaron bajo una breve hilera de farolas de mercurio, cruzando un pueblo de ventanas cerradas a cal y canto. Todos los Marchadores iban alicaídos, hablando en suaves murmullos. Frente a una tienda, cerca del final de la calle principal, una pareja joven dormitaba en un banco junto a la carretera, con las cabezas apoyadas una contra otra. Entre ambos se bamboleaba una pancarta que no alcanzaron a leer. La chica era muy joven —no mayor de catorce años—, y su novio llevaba una camiseta deportiva que había pasado demasiadas veces por la lavadora. Sus sombras sobre la calzada formaban un charco de oscuridad que los Marchadores cruzaron en silencio.

Garraty echó una mirada atrás, convencido de que el ronroneo del vehículo oruga les habría despertado, pero les vio todavía dormidos, ajenos a que la Larga Marcha había pasado ante ellos. La chica parecía demasiado joven, y se preguntó si su padre le daría una buena reprimenda por llegar tan tarde a casa. Se preguntó a sí mismo si en la pancarta pondría también «Viva Garraty. Arriba Maine». Por alguna razón, esperaba que no fuera así, ya que la idea le resultaba un poco repulsiva.

Dio cuenta del último tubo de alimentos concentrados y se sintió un poco mejor. Ahora ya no quedaba nada que Olson pudiera pedirle. Lo de Olson resultaba curioso. Seis horas antes, Garraty habría apostado a que Olson estaba exhausto; sin embargo, el muchacho seguía caminando, y ahora sin avisos. Garraty supuso que una persona era capaz de muchas cosas cuando estaba en juego su vida. Llevaban ya 87 kilómetros.

Los últimos comentarios se apagaron después del paso por aquel pueblo sin nombre. Durante una hora avanzaron en silencio y el frío empezó a calar de nuevo en Garraty. Engulló la última galleta de su madre, hizo una pelota con el papel de aluminio y la lanzó hacia los arbustos que flanqueaban la carretera. Apenas un papel más para la gran papelera de la vida.

McVries había sacado un cepillo de dientes de su macuto y se afanaba en limpiárselos en seco. Todo continuaba, pensó Garraty, admirándose de ello. Si uno soltaba un eructo, pedía perdón. Uno saludaba a quienes le animaban porque eso era lo correcto. Nadie discutía demasiado con los demás (salvo Barkovitch), porque así se comportaba la gente educada. Todo seguía funcionando igual.

¿O no? Pensó en McVries pidiéndole a Stebbins que no continuara su narración. En Olson aceptando el queso con la silenciosa humildad de un perro apaleado. Todo parecía poseer una intensidad superior a la normal, un contraste más marcado de colores, luces y sombras.

A las once sucedieron varias cosas. Llegó el rumor de que un pequeño puente de madera próximo se había derrumbado a causa de la crecida de un río tras una fuerte tormenta. Roto el puente, la Marcha tendría que detenerse temporalmente. Un débil grito de júbilo recorrió las abatidas filas, y Olson murmuró un «gracias a Dios».

Un momento después, Barkovitch empezó a desgranar una sarta de improperios al muchacho que iba a su lado, un tipo regordete y nada agraciado llamado Rank. Éste le lanzó un golpe a Barkovitch —algo expresamente prohibido por el reglamento— y recibió un aviso por ello. Barkovitch ni siquiera varió el paso. Sencillamente bajó la cabeza, se encogió al recibir el golpe y siguió gritando:

—¡Vamos, hijo de perra! ¡Voy a bailar sobre tu maldita tumba! ¡Vamos, imbécil! ¡No me lo pongas demasiado fácil!

Rank le lanzó otro golpe. Barkovitch lo esquivó ágilmente, pero tropezó con el chico que caminaba al otro lado. Tanto él como Rank fueron advertidos por los soldados, que ahora observaban los acontecimientos desapasionadamente, como si contemplasen a una pareja de hormigas peleándose por una migaja de pan, pensó Garraty con amargura.

Rank empezó a caminar más aprisa, sin mirar a Barkovitch. Éste, furioso por el aviso recibido (el chico con el que había tropezado era Gribble, el que había llamado asesino al Comandante), le gritó:

—¡Tu madre es una chupapollas, Rank!

Rank se volvió de pronto y cargó contra Barkovitch.

Gritos de «¡Separaos!» y «¡Dejadlo ya!» llenaron el aire, pero Rank no hizo caso. Arremetió contra Barkovitch con la cabeza baja.

Barkovitch le esquivó. Rank trastabilló y rodó hasta el arcén, resbaló en la arena y quedó sentado con las piernas abiertas. Recibió el tercer aviso.

—¡Vamos, imbécil! —Le incitó Barkovitch—. ¡Levántate!

Rank lo hizo, pero resbaló en algo y cayó de espaldas. Parecía aturdido y ofuscado.

La tercera cosa que sucedió alrededor de las once fue la muerte de Rank. Hubo un momento de silencio cuando los fusiles apuntaron, y la voz de Baker se alzó, clara y audible:

—¡Eh, Barkovitch, ahora ya no eres sólo un bastardo! ¡Ahora eres un asesino!

Los fusiles restallaron. El cuerpo de Rank fue levantado en el aire por la fuerza de las balas. Después quedó tendido e inerte, con un brazo en la carretera.

—¡Fue culpa suya! —gritó Barkovitch—. ¡Vosotros lo visteis, lanzó el primer golpe! ¡Consejo número 8!

Nadie dijo nada.

—¡Iros a la mierda! ¡Todos!

—Vuelve ahí y baila un poco sobre él, Barkovitch —dijo McVries—. Vamos, diviértenos. ¡Baila un poco sobre él!

—¡La tuya es otra chupapollas, caracortada! —rugió Barkovitch.

—¡Cómo deseo ver tus sesos en el asfalto! —continuó tranquilamente McVries. Se había llevado la mano a la cicatriz y la frotaba con frenesí—. ¡Aplaudiré cuando eso suceda, cerdo asesino!

Barkovitch murmuró algo para sí. Los demás se habían alejado de él como de la peste y avanzaba absolutamente a solas.

Pasaron los 95 kilómetros hacia las once y diez, sin señal alguna del puente. Garraty empezaba a pensar que esta vez radio macuto se había equivocado, cuando salvaron una pequeña elevación y vieron al fondo un charco de luz donde se movía un pequeño equipo de hombres atareados.

Las luces eran los faros de varios camiones, dirigidos a un puente de madera que salvaba un torrente de rápidas aguas.

—¡De veras que me encanta ese puente! —dijo Olson, mientras se llevaba a los labios uno de los cigarrillos de McVries—. ¡De veras!

Pero al acercarse más, Olson emitió una especie de gemido y lanzó entre las zarzas el cigarrillo. Uno de los soportes y dos de los arcos de madera habían sido arrastrados, pero el Escuadrón había trabajado con gran diligencia. Se había plantado un poste telegráfico cortado en el lecho del río, anclado en lo que parecía un gigantesco taco de cemento. No les había dado tiempo a reponer los maderos, así que habían colocado en el hueco un gran contenedor de camión. Una improvisación, pero bastaría.

—El puente de San Luis Rey —dijo Abraham—. Si los de delante pisan con fuerza, se volverá a caer.

—Hay pocas probabilidades —respondió Pearson, y añadió luego con voz frágil y llorosa—: ¡Oh, mierda!

La vanguardia, ahora reducida a tres o cuatro chicos, estaba ya en el puente. Sus pisadas resonaron huecas al cruzar. Y pronto estuvieron al otro lado, avanzando sin volver la mirada. El vehículo oruga se detuvo. Dos soldados bajaron y cruzaron junto a los muchachos. Al otro lado del puente, otros dos controlaban a la vanguardia. Los tablones retumbaron con firmeza.

Dos hombres con pantalones de pana se apoyaban en un camión salpicado de asfalto que decía REPARACIONES VIARIAS. Estaban fumando y llevaban botas impermeables de caucho. Observaron el paso de los Marchadores y, cuando Davidson, McVries, Olson, Pearson, Harkness, Baker y Garraty pasaron en un grupo bastante disgregado, uno de ellos lanzó la colilla al torrente y dijo:

—¡Ahí está! ¡Ése es Garraty!

—¡Adelante, chico! —gritó el otro—. ¡He apostado diez dólares por ti, doce a uno!

Garraty advirtió algo de serrín del poste de teléfono en la parte trasera del camión. Aquellos hombres eran los que se habían cuidado de que siguiera avanzando, tanto si lo deseaba como si no. Levantó una mano hacia ellos y cruzó el puente. El contenedor que había sustituido a los tablones resonó bajo sus pies y pronto el puente quedó atrás. La carretera hizo una curva y el único recuerdo del descanso que casi habían disfrutado fue una franja de luz en forma de cuña entre los árboles de la cuneta. Pronto también aquello quedó fuera de la vista.

—¿Alguna vez la Larga Marcha ha sido detenida por alguna causa? —preguntó Harkness.

—No lo creo —dijo Garraty—. ¿Más material para el libro?

—No —respondió Harkness con voz cansada—. Sólo para mi información personal.

—Se detiene cada año —dijo Stebbins desde detrás de ellos—. Una vez.

No hubo respuesta.

Media hora después, McVries se acercó a Garraty y anduvo en silencio a su lado un buen trecho. Por fin, en voz muy baja, le dijo:

—¿Crees que vas a ganar, Ray?

Garraty meditó la respuesta.

—No —dijo finalmente—. No, yo… No.

El sincero reconocimiento le atemorizó. Pensó otra vez en recibir el pasaporte… ¡no!, en recibir el balazo, en el último medio segundo gélido de absoluta certeza, en ver los agujeros sin fondo de los cañones apuntándole. Las piernas heladas. El estómago en un puño, los músculos, los genitales y el cerebro agazapándose en el olvido apenas a unas pulsaciones de la muerte.

Tragó saliva, con la garganta seca.

—¿Y tú? —preguntó.

—Me parece que no. A las nueve he dejado de pensar que tengo alguna posibilidad real. Verás, yo… —McVries carraspeó—. Es difícil decir esto, pero yo vine aquí con los ojos abiertos, ¿comprendes? —Hizo un gesto hacia los demás muchachos—. Muchos de ésos no. Yo sabía las posibilidades, pero me olvidé de las personas. Creo que jamás entendí que el auténtico meollo del asunto era éste. Me parece que tenía la idea de que cuando el primer chico se encontrara con que no le quedaban más avisos, dirigirían contra él unas pistolas y, cuando dispararan, saldría confeti con la palabra BANG y… y el Comandante diría «¡Inocente! ¡Inocente!» y todos nos iríamos a casa. ¿Entiendes a qué me refiero?

Garraty recordó su lacerante horror cuando Curley fuera abatido en un amasijo de sangre y materia cerebral como harina de avena, los sesos en el asfalto.

—Sí —asintió—. Sé a qué te refieres.

—Me ha costado darme cuenta, pero desde que he superado el bloqueo mental lo he comprendido todo. Camina o muere, ésa es la moraleja de este cuento. Así de sencillo. No se trata de la supervivencia del más preparado. Ahí fue donde me equivoqué al meterme en esto. Si lo fuera, tendría bastantes posibilidades. Pero hay hombres débiles que llegan a levantar coches si sus esposas están atrapadas debajo. El cerebro, Garraty. —La voz de McVries se había convertido en un ronco susurro—. No se trata de hombre o Dios. Es algo… del cerebro.

Un chotacabras cloqueó en la oscuridad. La niebla se estaba levantando.

—Algunos de esos chicos seguirán caminando mucho después de que las leyes de la bioquímica y la capacidad física hayan saltado por la borda. El año pasado hubo un chico que gateó durante tres kilómetros, a seis kilómetros y medio por hora, antes de sufrir un calambre en ambos pies, ¿recuerdas haberlo leído en alguna parte? Mira a Olson: está agotado pero sigue adelante. Ese maldito Barkovitch funciona a base de odio de alto octanaje y sigue fresco como una rosa. No creo que yo pueda hacerlo así. No estoy cansado, no cansado de verdad… todavía. Pero lo estaré. —La cicatriz destacaba en su rostro fatigado mientras clavaba los ojos en la oscuridad—. Yo creo que… cuando esté lo bastante cansado… sencillamente me sentaré.

Garraty guardó silencio, pero se sintió alarmado. Muy alarmado.

—De todos modos, pienso sobrevivir a Barkovitch —añadió McVries, casi para sí mismo—. De eso estoy seguro.

Garraty echó un vistazo a su reloj: las 23.30. Pasaron por un cruce de caminos donde un agente de tráfico montaba guardia con aire soñoliento. Los posibles automóviles que el agente debía controlar en aquel punto brillaban por su ausencia. Los Marchadores pasaron junto a él cruzando el brillante charco de luz iluminado por una única farola de mercurio. La oscuridad cayó de nuevo sobre ellos como un saco de carbón.

—Podríamos escabullirnos en el bosque y nunca nos encontrarían —dijo Garraty con aire meditabundo.

—Inténtalo —dijo Olson—. Los soldados disponen de miras telescópicas de rayos infrarrojos, además de muchas clases de aparatos de control, incluidos micrófonos de alta intensidad. Pueden oír todo cuanto hablamos. Casi pueden captar el latido de nuestros corazones, uno por uno. Y pueden vernos casi como si fuera de día, Ray.

Como para resaltar esto último, un chico situado en la cola del grupo recibió un aviso.

—Tú le quitas toda la diversión a la vida —masculló Baker. Su leve acento sureño le sonó extraño y fuera de lugar a Garraty.

McVries se había alejado. La oscuridad parecía aislar a cada Marchador de los demás, y Garraty sintió un hálito de profunda soledad. Se oían murmullos y gritos ahogados cada vez que algo crujía entre los árboles, y Garraty comprendió, con cierta sorpresa, que un paseo de noche cerrada por los bosques de Maine no debía de ser un camino de rosas para los muchachos de ciudad que había en el grupo. Un búho emitió un ruido misterioso en algún lugar, a su izquierda. En el otro lado se oyó un crujido, un silencio y un nuevo crujido; por fin, tras un nuevo silencio, la desconocida criatura empezó una estruendosa y rápida retirada a zonas del bosque menos pobladas. Hubo un grito nervioso de «¿Qué ha sido eso?».

En el firmamento, unas caprichosas nubes de primavera empezaron a surcar el aire con sus formas aborregadas, promesa de nuevas lluvias. Garraty se subió el cuello de la chaqueta y oyó el ruido de sus pies sobre el asfalto. Allí había algún truco, un sutil ajuste mental, igual que la visión nocturna se adapta mucho mejor cuanto más tiempo permanece uno en la oscuridad. Por la mañana, el rumor de sus propios pies le había pasado inadvertido, perdido entre los pasos de otros noventa y nueve pares de pies, por no hablar del ronroneo del vehículo oruga.

En cambio, ahora podía oírlos con claridad. Podía seguir sus propios pasos y notar cómo su pie izquierdo rozaba la calzada de vez en cuando. Le pareció que el sonido de sus pisadas se había hecho casi tan intenso como el de sus latidos. Era un sonido vital, un sonido que representaba la vida frente a la muerte.

Los ojos, atrapados en sus cuencas, le escocían. Sentía los párpados pesados. Las energías parecían escapársele por algún sumidero en lo más profundo de su ser. Los avisos a los Marchadores se sucedían con monótona regularidad, pero nadie recibió el pasaporte. Barkovitch había enmudecido. Stebbins volvía a ser un fantasma, invisible en la cola del grupo.

Las manecillas de su reloj señalaban las 23.40.

Se acercaba la hora de las brujas, pensó Garraty. La hora en que las tumbas se abren y los muertos envueltos en moho se levantan. La hora en que los niños buenos ya están acostados, en que los esposos y los amantes han cesado ya sus peleas de almohada, en que los pasajeros dormitan en el autobús a Nueva York, en que Glenn Miller suena sin cesar en las radios y los encargados de los bares empiezan a pensar en poner las sillas sobre las mesas, en que…

El rostro de Jan apareció de nuevo en sus pensamientos. Pensó en el beso que le había dado por Navidad, hacía ya casi medio año, bajo el muérdago de plástico que su madre siempre colgaba del gran globo de luz de la cocina. Tonterías de crios. Recordó que los labios de Jan le habían parecido sorprendidos y tiernos, sin ofrecer resistencia. Un bello beso, para soñar con él. Su primer beso de verdad, que repitió más tarde. Al acompañarla de vuelta a casa, se habían detenido en el camino del garaje, quietos bajo la silenciosa semioscuridad de la nieve navideña. Entonces había sido algo más que un hermoso beso. Él había puesto sus manos en la cintura de Jan, y ella le había pasado los brazos en torno al cuello, muy apretada contra él, con los ojos cerrados (él había abierto un instante los suyos), la suave sensación de sus pechos —amortiguada por los abrigos, naturalmente— contra él. Había estado a punto de decirle cuánto la amaba, pero no… eso habría sido ir demasiado deprisa.

Después de ese día, ambos se enseñaron cosas mutuamente. Ella le enseñó que algunos libros eran para leerlos y olvidarlos enseguida, sin profundizar en ellos (Ray era una especie de empollón, lo cual divertía a Jan; la actitud de ésta exasperaba al principio al muchacho, hasta que también él vio el lado divertido del asunto). Y él le enseñó a tejer con aguja. Se trataba de una curiosidad. Había sido su padre, no otra persona, quien había enseñado a Ray a tejer… antes de que los Escuadrones se lo llevaran. Y su padre había aprendido, a su vez, del abuelo. Era una especie de tradición masculina entre los Garraty, al parecer. Jan se había sentido fascinada por la técnica de aumentar y reducir puntos, y muy pronto superó a Ray en habilidad, pasando de las laboriosas bufandas y mitones del muchacho a suéteres y objetos más complicados, y finalmente al ganchillo y a la realización de tapetes, tarea que abandonó por ridícula en cuanto hubo dominado la técnica.

Ray también había enseñado a Jan a bailar la rumba y el cha-cha-cha, habilidades que había aprendido en interminables mañanas de domingo en la Escuela de Danza Moderna de la señora Amelia Dorgens. Eso había sido idea de su madre, y Ray se había opuesto a ella rotundamente. Sin embargo, su madre había permanecido en sus trece, y Ray lo había agradecido posteriormente.

Pensó ahora en los contrastes de luces y sombras del óvalo casi perfecto del rostro de Jan, su manera de caminar, los registros agudos y graves de su voz, y sus deseables balanceos de caderas. Volvió a preguntarse, presa del terror, qué estaba haciendo allí, avanzando por aquella carretera a oscuras. Ray deseaba a Jan en aquel instante. Deseaba repetir todo lo hecho anteriormente, pero de un modo distinto. Ahora, al pensar en el rostro bronceado del Comandante, en su bigote salpimentado, en las gafas de sol reflectantes y en el resto de sus facciones, Garraty sintió un terror tan profundo que notó las piernas débiles y gomosas. ¿Por qué estoy aquí?, se preguntó desesperado, sin encontrar respuesta. ¿Por qué estoy…?

Los fusiles resonaron en la oscuridad y se oyó el sonido de un cuerpo al caer, como el ruido de una saca de correos lanzada sobre el asfalto. El miedo volvió a hacer presa de él. Un miedo cálido, sofocante, que le hizo desear echar a correr a ciegas, internarse entre los arbustos y seguir corriendo hasta encontrar a Jan y refugiarse en su seguridad.

McVries tenía a Barkovitch para no dejar de caminar. Él lo haría por Jan. Había espacio reservado para los parientes y amigos de los Marchadores en las primeras filas de público. Allí podría verla.

Pensó en el beso que le había dado a la chica de la carretera y se avergonzó.

¿Cómo sabes que lo conseguirás?, se dijo. Un calambre…, una llaga… un corte o una hemorragia nasal que no se detiene…, una cuesta demasiado empinada o demasiado larga… ¿Cómo sabes que lo conseguirás? ¡Lo haré!, se contestó. ¡Lo conseguiré!

—Felicidades —dijo McVries a su lado, haciéndole dar un respingo.

—¿Qué?

—Es medianoche. Estamos vivos para recibir un nuevo día, Garraty.

—Y muchos más —añadió Abraham—. Al menos yo.

—Ciento setenta kilómetros para Oldtown, si os interesa saberlo —intervino Olson con voz cansada.

—¿A quién le importa Oldtown? —exclamó McVries—. ¿Has estado alguna vez allí, Garraty?

—No.

—¿Y en Augusta? ¡Vaya!, yo pensaba que Augusta estaba en Georgia.

—Sí, he estado en Augusta. Es la capital del estado…

—Es la capital de la región —le corrigió Abraham.

—Está la mansión del gobernador, tiene un par de glorietas de tráfico y un par de cines…

—¿Hay de eso en Maine? —dijo McVries.

—Es una pequeña capital —resumió Garraty con una sonrisa.

—Esperad a que lleguemos a Boston —dijo McVries.

Se oyeron gruñidos.

A lo lejos se oían vítores, gritos y silbidos. Garraty se alarmó al oír su nombre. A menos de un kilómetro había una granja semiderruida. Sin embargo, se había conectado a alguna parte un foco que iluminaba un enorme cartel, confeccionado con ramas de pino, que ocupaba toda la fachada de la casa. En él se leía: «¡GARRATY ES NUESTRO HOMBRE! Asociación de Padres de Aroostook County».

—¡Eh, Garraty!, ¿dónde están los padres? —gritó alguien.

—¡En casa, haciendo niños! —replicó Garraty.

No había duda de que Maine era terreno de Garraty, pero las pancartas, gritos y burlas de los demás le resultaban un poco mortificantes. En las últimas quince horas, había descubierto, entre otras cosas, que no le gustaba mucho atraer la atención del público. El pensamiento de un millón de personas en todo el estado animándole y haciendo apuestas por él (doce a una, había dicho aquel obrero; ¿eso era bueno o malo?) resultaba un tanto abrumador.

—Pensaba que habrían dejado unos cuantos padres rollizos y jugosos por ahí cerca —dijo Davidson.

Las bromas y risas fueron frías y no duraron mucho. La carretera enmudecía las risas muy rápidamente. Cruzaron otro puente, esta vez uno de cemento que salvaba un río de buen caudal. Abajo, el agua se retorcía como un velo de seda negra. Unos grillos chirriaban cautelosamente y, a las doce y cuarto, empezó a caer una fina y fría lluvia.

Delante, alguien se puso a tocar la armónica. No duró mucho (consejo número 6: «Conserva el aire»), pero fue hermoso mientras duró. Sonaba un poco como Old Black Joe, pensó Garraty: «En el campo de maíz, / ahí va mi triste canción. / Todos los negros lloran, / Ewing está bajo el frío, frío suelo». No, no era Old Black Joe; era una canción de algún otro racista clásico, como Stephen Foster. El viejo Stephen Foster. Alcohólico hasta la muerte. Como Poe, según se decía. Poe, el necrófilo que se había casado con su prima de catorce años, lo cual le convertía también en paidófilo. Tipos absolutamente depravados, Poe y Stephen Foster. Si hubieran podido ver la Larga Marcha, pensó Garraty, habrían podido colaborar en la primera revista musical morbosa del mundo: El amo está en la fría, fría carretera, o algo semejante.

En la cabeza del grupo, alguien empezó a gritar, y Garraty sintió que se le helaba la sangre. Era una voz muy joven, y no gritaba palabras. Sólo gritaba. Una silueta oscura se separó del pelotón, cruzó el arcén por delante del vehículo oruga (Garraty no había advertido cuándo el vehículo se había reintegrado al grupo después del puente en reparación) y se internó en el bosque. Las armas rugieron. Hubo ruido de ramas partiéndose cuando el cuerpo cayó entre los enebros y las zarzas. Uno de los soldados saltó y asió el cuerpo inerte por las manos. Garraty observó los hechos con apatía y pensó que incluso el horror se asimilaba. Uno podía saciarse hasta de ver muertes.

El chico de la armónica tocó unos cuantos compases irónicos del toque de silencio militar y alguien —Collie Parker, por el tono— le dijo con voz hosca que se callara. Stebbins rió. Garraty se sintió repentinamente furioso con Stebbins y deseó volverse y preguntarle cómo se sentiría si alguien se pusiera a reír ante su muerte. Era algo que cabía esperar de un Barkovitch. Éste había dicho que bailaría sobre muchas tumbas, y ya había conseguido hacerlo sobre dieciséis.

Garraty dudó que Barkovitch tuviera pies para bailar sobre muchas más. De pronto, una punzada de dolor le atravesó el arco del pie derecho. Garraty aguardó, con el corazón en un puño, a que volviera a sucederle. Ahora sería más fuerte. Convertiría su pie en un taco de madera inútil. Pero no volvió a dolerle.

—No podré seguir mucho más —gimió Olson.

Su rostro era una mancha borrosa en la oscuridad. Nadie le contestó.

La oscuridad. La maldita oscuridad. A Garraty le parecía estar enterrado vivo. Emparedado. Faltaba un siglo para el amanecer. Muchos de ellos no lo verían. Estaban todos enterrados bajo dos metros de oscuridad. Sólo faltaba la monótona salmodia del sacerdote, con su voz amortiguada pero no del todo apagada por la oscuridad que se cernía sobre aquel cortejo fúnebre. Y los presentes ni siquiera se daban cuenta de que ellos estaban allí, que estaban vivos, que estaban gritando y luchando y resistiendo en aquel ataúd de oscuridad; el aire era mohoso, se estaba volviendo ponzoñoso; la esperanza se difuminaba hasta no ser otra cosa que la propia oscuridad, y sobre todo ello, la voz acompasada del celebrante y los pies impacientes y rumorosos de los miembros del cortejo, inquietos por volver al sol del cálido mayo. Y por último, dominándolo todo, el coro de suspiros y crujidos de los escarabajos e insectos, abriéndose paso por entre la tierra, acercándose para el festín.

Podría volverme loco, pensó Garraty. Podría perder totalmente la cabeza.

Una leve brisa suspiró a través de los pinos.

Garraty se volvió y orinó. Stebbins avanzó un poco y Harkness hizo un sonido extraño con la garganta. Avanzaba medio dormido.

De pronto, Garraty fue muy consciente de los pequeños sonidos de la vida: alguien carraspeó y escupió, otro estornudó; un tercero, delante y un poco a la izquierda de su posición, mascaba algo ruidosamente. Una voz preguntaba a alguien cómo se sentía. La respuesta fue apenas un murmullo. Yannick cantaba con un suspiro, suave y desafinado.

Era todo cuestión de conservarse consciente. Pero la conciencia no podía conservarse siempre.

—¿Por qué me metí en esto? —preguntó Olson con tono desesperado, como un eco de los recientes pensamientos de Garraty—. ¿Por qué decidí meterme en esto?

Nadie le respondió. Nadie había respondido a sus palabras desde hacía mucho tiempo. Garraty pensó que era como si Olson ya estuviera muerto.

Cayó una nueva llovizna, de corta duración. Pasaron ante otro viejo cementerio, una iglesia adosada, una tienda y, seguidamente, se encontraron atravesando una pequeña aldea típica de Nueva Inglaterra, de casas pequeñas y hermosas. La carretera cruzaba una zona comercial en miniatura, donde una docena de personas se había reunido para verles pasar. Les animaron contenidamente, como si temieran despertar a sus vecinos. Nadie entre el público era niño o adolescente. El más joven era un hombre de mirada intensa de unos veinticinco años. Llevaba gafas sin montura y una chaqueta raída, bien apretada para protegerse del frío. Tenía el cabello peinado hacia atrás y Garraty advirtió, irónicamente, que llevaba semiabierta la bragueta.

—¡Adelante, adelante! ¡Vamos, ánimo, muchachos! —les decía en voz queda.

Agitaba una mano regordeta y fofa, y sus ojos parecían querer comerse a cada uno de los Marchadores que pasaban.

Al otro lado del pueblo, un policía de aspecto soñoliento retuvo a un rugiente camión de transporte hasta que hubieron pasado. Había cuatro farolas más, un edificio abandonado y en ruinas, con la inscripción GRANJA EUREKA N.° 81 sobre la gran puerta doble, y enseguida la población quedó atrás. Por alguna razón, Garraty se sentía como si acabara de cruzar un relato corto de Shirley Jackson.

—Mira a ese tipo —le señaló McVries con un gesto.

«Ese tipo» era un muchacho alto con un ridículo impermeable verde oliva que se le enredaba entre las rodillas. Caminaba con los brazos en torno a la cabeza como una gigantesca cataplasma, y se tambaleaba de un lado a otro. Garraty no recordaba haber visto a aquel Marchador hasta entonces… pero, naturalmente, la oscuridad deformaba los rostros.

El muchacho tropezó con uno de sus propios pies y casi cayó al suelo, pero siguió caminando. Garraty y McVries le observaron con fascinado interés durante varios minutos, olvidando sus propios dolores y fatigas. El chico del impermeable no emitía el menor sonido; ni un gemido, ni un gruñido.

Por último, cayó y recibió un aviso. Garraty no pensaba que pudiera incorporarse de nuevo, pero lo consiguió. Ahora caminaba casi a la altura de Garraty y los demás. Era un muchacho muy feo, con el número 45 adherido en el impermeable.

—¿Qué te sucede, chico? —susurró Olson, pero el muchacho pareció no oírle.

Así se terminaba, pensó Garraty. Una desconexión absoluta de todos y de todo lo que les rodeaba. Nada, salvo la carretera. La mirada fija en la carretera con una especie de horrorizada fascinación, como si fuera una cuerda floja que tenían que recorrer sobre una infinita sima sin fondo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al muchacho, pero no recibió respuesta. Garraty repitió la pregunta una y otra vez, como una letanía idiota a la que aferrarse para escapar del destino que pudiera surgir de la oscuridad como un tren expreso—. ¿Cómo te llamas? ¿Eh? ¿Cómo te llamas, cómo te llamas…?

—¡Ray! —McVries le estaba tironeando de la manga.

—No quiere decírmelo, Pete. Haz que me lo diga, haz que me diga su nombre…

—No le molestes. Está muriéndose, no le molestes.

El muchacho del impermeable volvió a caer, esta vez de bruces. Cuando se levantó, tenía rasguños en la frente. Ahora iba detrás del grupo de Garraty, pero oyeron con claridad cuando le dieron el último aviso.

Pasaron por un hueco de oscuridad aún más cerrada, un paso inferior bajo el trazado del ferrocarril. En alguna parte rezumaba la lluvia, con un sonido hueco y misterioso en aquella garganta de piedra. Había una gran humedad. Pronto estuvieron de nuevo al descubierto, y Garraty vio con gratitud que sobre ellos había otra vez una gran extensión de firmamento.

El chico del impermeable volvió a caer. El sonido de las pisadas se aceleró cuando todos se apartaron de él. Poco después, las armas se dejaron oír. Garraty llegó a la conclusión de que al fin y al cabo el nombre del muchacho no importaba gran cosa.