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¡Vamos, estúpidos! ¿Acaso queréis vivir eternamente?

Sargento mayor desconocido

Primera Guerra Mundial

Llegaron a Oldtown alrededor de medianoche. Entraron a través de dos carreteras secundarias hasta la carretera 2, y se adentraron hasta el centro de la ciudad.

Para Ray Garraty, el paso de la ciudad fue una pesadilla borrosa, cargada de sueño. El griterío se elevó hasta que pareció anular toda posibilidad de pensar o razonar. La noche se convirtió en un día resplandeciente, sin sombras, gracias a unos focos de sodio que despedían una extraña luz anaranjada. Bajo aquella luz, hasta el rostro más amistoso se convertía en algo surgido de ultratumba. Desde las ventanas de los primeros y segundos pisos les lanzaban confetis, hojas de periódico y de guías telefónicas, y largas tiras de papel higiénico. Era una imitación de los desfiles de Nueva York tras la final de la liga de béisbol.

No murió nadie en Oldtown. Las lámparas anaranjadas de sodio quedaron atrás y la muchedumbre disminuyó un poco mientras recorrían la ribera del río Stillwater en la oscuridad de la noche. Ya estaban a 3 de mayo. Les envolvió el olor de una fábrica de papel, una mezcla pestilente de productos químicos, humo de madera, contaminación fluvial y cáncer de estómago al acecho. Junto a la factoría papelera había pilas cónicas de serrín más altas que los edificios del centro de la ciudad. Montones de madera para pasta se alzaban hacia el firmamento como monolitos. Garraty siguió dormitando, perdido en nebulosos sueños de alivio y redención y, tras lo que le pareció una eternidad, notó que alguien le estaba lanzando codazos. Era McVries.

—¿Qué sucede?

—Vamos a entrar en la autopista —murmuró McVries con voz excitada—. Ha llegado el rumor de que han situado una condenada guardia de honor en el carril de acceso. ¡Nos van a dedicar una salva de cien disparos!

—«Hacia el valle de la muerte cabalgan los Cuatrocientos» —citó Garraty, mientras se frotaba los ojos intentando despejarse—. Ya he oído suficientes salvas de tres disparos por esta noche. No me interesa. Déjame dormir.

—No se trata de eso. Cuando haya terminado la salva, nosotros les vamos a responder con otra.

—¿Qué…?

—Una pedorreta a cuarenta y seis voces.

Garraty sonrió. Todavía sentía los labios tensos e inseguros.

—Me parece buena idea —dijo.

—Desde luego. Bueno… digamos a cuarenta voces. Algunos muchachos están ya demasiado agotados.

Garraty tuvo una breve visión de Olson, el Holandés Errante de la expedición.

—Está bien. Contad conmigo.

—Entonces acércate al grupo.

Garraty aceleró el paso. Ambos se colocaron más cerca de Pearson, Abraham, Baker y Scramm. La distancia con los chicos de las chaquetas negras que caminaban en vanguardia se había reducido nuevamente.

—¿Barkovitch participa en esto? —preguntó Garraty.

McVries asintió con un bufido.

—Lo considera la mejor idea desde la invención de los lavabos públicos.

Garraty intentó reunir nuevas fuerzas y emitió una risita apagada.

—Apuesto a que su pedorreta es asquerosa.

Ahora caminaban en paralelo a la autopista. Garraty observó el empinado terraplén a la derecha y el resplandor borroso de más farolas de sodio (ahora de color blanco hueso) por encima de la calzada. A cierta distancia, a menos de un kilómetro, el carril de acceso ascendía hasta la autopista.

—Allá vamos —musitó McVries.

—¡Cathy! —exclamó Scramm. Garraty dio un respingo—. ¡Todavía no me he rendido, Cathy!

Después volvió sus ojos febriles hacia Garraty. Tenía la mirada perdida y no pareció reconocerle. Sus mejillas estaban encendidas, y tenía los labios agrietados y llagados por la fiebre.

—No está nada bien —murmuró Baker con tono de disculpa, como si fuera responsable de su estado—. Le hemos dado agua de vez en cuando, y también le hemos vertido una cantimplora por la cabeza, pero ahora su cantimplora está casi vacía y si quiere otra tendrá que pedirla por sí mismo. Son las reglas.

—Scramm —dijo Garraty.

—¿Quién es?

Los ojos de Scramm se movieron violentamente en sus cuencas.

—Soy Garraty.

—¡Ah! ¿Has visto a Cathy?

—No… Yo…

—Allá vamos —dijo McVries.

El clamor de la multitud había aumentado otra vez, y un cartel verde surgió fantasmagóricamente de la oscuridad: INTERESTATAL 95 AUGUSTA-PORTLAND-PORTSMOUTH-SUR DEL ESTADO.

—Ahí es donde vamos —susurró Abraham—. Con la ayuda de Dios, hacia el sur.

El carril de acceso ascendía bajo sus pies. Pasaron bajo el primer charco de luz de las farolas. El pavimento de la nueva calzada se notaba más liso bajo los pies, y Garraty sintió un ápice de renovada excitación.

Los soldados de la guardia de honor habían desplazado al público en la curva de entrada a la autopista y mantenían los fusiles cruzados sobre el pecho, en silencio. Sus uniformes de media gala resplandecían, impolutos. Los soldados del sucio vehículo oruga parecían harapientos, en comparación.

Era como si de pronto se hubieran elevado de un enorme e inquieto mar de ruido hacia un aire silencioso y tranquilo. El único sonido era ahora el de sus pisadas y el ritmo apresurado de sus jadeos. La rampa de entrada pareció prolongarse eternamente, flanqueada por soldados de uniformes escarlata y las armas con los cañones hacia el cielo.

Entonces, desde un punto en la oscuridad, se oyó la voz del Comandante, amplificada electrónicamente:

—¡Presenten… armas!

Las manos de los soldados realizaron el movimiento, golpeando las culatas.

—¡Preparados para la salva!

Las armas se apoyaron en los hombros, apuntando al cielo a ambos lados de la calzada, sobre las cabezas de los Marchadores. Todos se encogieron instintivamente a la espera de aquella descarga que significaba muerte; el sonido había sido estampado en sus mentes como un reflejo pavloviano.

—¡Fuego!

Cien fusiles en la noche, prodigiosos y atronadores. Garraty pugnó por vencer el impulso de cubrirse la cabeza con las manos.

—¡Fuego!

De nuevo el aroma acre de la pólvora mezclada con cordita. ¿En qué libro había leído que disparaban sobre el agua para hacer salir a la superficie el cuerpo de un ahogado?

—Mi cabeza —gimió Scramm—. ¡Oh, Señor, me duele la cabeza!

—¡Fuego!

Los fusiles rugieron por tercera y última vez.

McVries se volvió para caminar de espaldas. Su rostro enrojeció debido al esfuerzo que le supuso gritar:

—¡Presenten… armas!

Cuarenta chicos se prepararon.

—¡Preparados para la salva!

Garraty aspiró profundamente y pugnó por conservar el aire en los pulmones.

—¡Fuego!

Resultó penoso. Un grotesco rumor de desafío en la enorme oscuridad. No lo repitieron. Los rostros pétreos de la guardia de honor no se inmutaron pero, con todo, parecieron expresar un sutil reproche.

—¡Bah, a la mierda! —masculló McVries.

Dio media vuelta y continuó caminando, con la cabeza gacha.

La calzada se niveló por fin. Habían alcanzado la autopista. Divisaron por un breve instante el jeep del Comandante alejándose hacia el sur, con un destello de fría luz fluorescente sobre sus gafas de sol, y la muchedumbre volvió a apiñarse alrededor, aunque ahora a mayor distancia de ellos, pues la autopista tenía cuatro carriles. Cinco, si se contaba la franja central de hierba.

Garraty se dirigió hacia ésta rápidamente y pisó la hierba, agradeciendo el rocío que se colaba por sus zapatos cuarteados y le lamía los tobillos. Se oyó un aviso. La autopista se extendía ante ellos, lisa y monótona. Una interminable cinta de asfalto dividida por esta banda verde, y envuelta en las franjas de luz blanca de las farolas de sodio. Sus sombras eran ahora nítidas, definidas y alargadas, como las de una luna de verano.

Garraty alzó la cantimplora, bebió un largo trago, volvió a taparla y empezó a dormitar otra vez. Ciento treinta kilómetros para Augusta, quizá algo más. La sensación de la hierba húmeda resultaba confortante…

Tropezó, casi cayó al suelo y se despertó con un sobresalto. Algún estúpido había plantado pinos en la franja central. Garraty sabía que era el árbol de Maine, pero eso era llevar las cosas demasiado lejos, ¿no? ¿Cómo podían esperar que uno anduviera por la hierba si…?

No lo esperaban, claro.

Garraty pasó al carril izquierdo, donde caminaba la mayoría. En la entrada de Orono aparecieron dos vehículos oruga más que se unieron a la marcha para cubrir con garantías a los cuarenta y seis Marchadores que restaban. Nadie esperaba que caminaran por la hierba. Una broma pesada más, como siempre. La vieja historia de Garraty. Nada vital; sencillamente, otro pequeño disgusto. Una trivialidad, en el fondo. Sencillamente… no cabía esperar nada, ni contar con nada. Las puertas se cerraban. Una a una, se cerraban.

—Caerán esta noche —dijo—. Como insectos aplastados contra una pared.

—Yo no contaría con ello —replicó Collie Parker con voz abatida y cansada.

—¿Por qué no?

—Es como pasar una caja de galletas por un tamiz, Garraty. Las migajas caen muy aprisa. Después, los trozos pequeños se deshacen y caen también. Pero las galletas enteras… —La sonrisa de Parker era un destello de dientes cubiertos de saliva en la oscuridad, como una media luna—. Las galletas enteras tienen que deshacerse migaja por migaja.

—Pero eso supone caminar tanto… todavía.

—Yo aún deseo vivir —replicó Parker con rudeza—. Y tú también, Garraty, no me fastidies. Tú y ese McVries podéis caminar discutiendo de lo divino y de lo humano; da igual, no es más que una sarta de tonterías, pero ayuda a pasar el tiempo. Pero en el fondo aún deseas vivir. Lo mismo que la mayoría de los demás. Irán muriendo lentamente. Morirán de migaja en migaja. Quizá yo también, pero de momento me siento capaz de llegar a Nueva Orleans antes que doblar las rodillas ante esos tipos en sus ridículos vehículos.

—¿De veras? —Garraty notó una oleada de desesperación—. ¿De veras?

—Sí. Tranquilízate, Garraty. Todavía nos queda mucho por delante.

Baker apretó el paso hacia la vanguardia, donde los muchachos de las chaquetas negras mantenían unos metros de ventaja sobre el grupo. Garraty inclinó la cabeza y se adormiló de nuevo.

La mente empezó a separársele del cuerpo como una enorme cámara en la que se fijaban múltiples imágenes, de todo y de nada, que se sucedían libremente, indoloras, sin fricciones. Pensó en su padre caminando, como un gigante, con sus botas verdes de caucho. Pensó en Jimmy Owens; había golpeado a Jimmy con el cañón del fusil de aire comprimido, y lo había hecho a propósito, porque había sido idea de Jimmy quitarse las ropas y tocarse; sí, había sido idea de él. El fusil, cayendo en un arco centelleante, un arco centelleante y deliberado, la salpicadura de sangre en la barbilla de Jimmy («Lo siento, Jim. ¡Oh, necesitas un esparadrapo!»), el camino hasta su casa, y Jimmy gritando… gritando…

Garraty alzó la cabeza, medio estupefacto y algo sudoroso pese al frío de la noche. Alguien había gritado. Los fusiles apuntaban hacia una silueta pequeña, casi solemne. Parecía Barkovitch. Las armas hicieron fuego al unísono y la silueta pequeña, casi solemne, fue lanzada dos carriles más allá como un saco de ropa sucia en una lavandería. La granujienta cara de luna no era la de Barkovitch. A Garraty le pareció que el rostro parecía relajado, en paz.

Se preguntó si no estarían mejor muertos, y rehuyó tal pensamiento con inquietud. Sin embargo, ¿no era cierto? La verdad era inexorable. El dolor de pies se duplicaría, antes de que llegara el final, y ya le parecía insoportable ahora. Y ni siquiera el dolor era lo más insoportable. Lo peor era la muerte, la muerte constante, el hedor a carroña que impregnaba sus fosas nasales.

Los gritos de la multitud eran el fondo de sus pensamientos. El ruido le arrullaba. Se adormiló de nuevo, y esta vez apareció ante él la imagen de Jan. Durante unas horas se había olvidado por completo de ella. En cierto modo, pensó era mejor dormitar que soñar. El dolor de los pies y las piernas parecía pertenecer a otro individuo, con el que sólo mantenía una ligera relación, y con un pequeño esfuerzo podía controlar los pensamientos. Ponerlos a trabajar para él.

Construyó la imagen de Jan en su mente, poco a poco. Sus pies menudos. Sus piernas firmes y absolutamente femeninas: pantorrillas torneadas y muslos rotundos y robustos, de campesina. La cintura fina, los pechos generosos y altivos. Los rasgos redondeados e inteligentes de su rostro. El cabello rubio, muy largo. Cabello de puta, pensó sin saber por qué. Una vez la había llamado así; sencillamente se le había escapado, y supuso que ella se enfadaría; pero Jan no dijo nada. Ray pensó que, secretamente, a Jan le había complacido…

En esta ocasión fue la desagradable contracción de sus intestinos lo que le sacó del sopor. Tuvo que apretar los dientes para seguir caminando al ritmo preciso hasta que pasó la sensación. Las manecillas fluorescentes de su reloj señalaban casi la una de la madrugada.

¡Oh, Señor!, por favor no permitas que tenga que hacerlo delante de toda esta gente. ¡Por favor, Dios mío! Te daré la mitad de lo que consiga si gano, pero haz que siga estreñido. Por favor, por favor…

Sus intestinos se contrajeron de nuevo, dolorosa e imperiosamente, reafirmando el hecho de que seguía sano en el fondo, pese al esfuerzo realizado por su cuerpo. Se obligó a seguir hasta dejar atrás las irritantes miradas del público situado en un paso elevado. Se desabrochó nerviosamente el cinturón, se detuvo y, con una mueca en el rostro, se bajó los pantalones, colocando una mano ante los genitales en gesto de protección, y se acuclilló. Las rodillas le chasquearon. Los muslos y las pantorrillas protestaron quejumbrosos y amenazaron con acalambrarse.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 47!

—¡John! ¡Eh, John, mira a ese pobre diablo de ahí!

Dedos que le señalaban, entrevistos o imaginados en la oscuridad. Una descarga de flashes y Garraty volvió la cabeza, abatido. Nada podía ser peor que aquello. Nada.

Casi cayó de espaldas, pero consiguió apoyar un brazo en el suelo. Una voz aguda y aniñada gritó:

—¡La veo! ¡Veo su cosa!

Baker pasó a su lado sin mirar.

Por un terrible momento pensó que todo iba a ser por nada, por una falsa alarma, pero de inmediato su intestino se puso en marcha y pudo ocuparse del asunto. Después, con una mezcla de gruñido y jadeo, consiguió incorporarse y se tambaleó hacia adelante, medio caminando y medio corriendo, mientras se ajustaba los pantalones a la cintura, dejando tras de sí una parte de él humeante en la oscuridad, contemplada ávidamente por un millar de personas. ¡Embotelladla!, pensó Garraty. ¡Ponedla en la estantería! ¡La mierda de un hombre cuya vida estaba pendiente de un hilo! «Aquí está, Betty, ya te dije que teníamos algo especial en la sala de juegos…, aquí arriba, encima del tocadiscos. Le remataron veinte minutos después…».

Garraty se situó a la altura de McVries y caminó junto a él, cabizbajo.

—¿Duro? —preguntó McVries.

En su voz había matiz de admiración.

—Mucho —repuso Garraty, exhalando un suspiro estremecedor para relajarse—. Sabía que me había olvidado algo.

—¿El qué?

—El papel higiénico. Me lo dejé en casa.

McVries emitió un cloqueo y comentó:

—Como decía mi abuela, si no tienes una hoja de mazorca, abre un poco más las nalgas.

Garraty soltó una carcajada franca y alegre. Se sentía más ligero y relajado. Sucediera lo que sucediese, no tendría que volver a pasar por aquello.

—¡Vaya!, lo has hecho —dijo Baker, retrasándose hasta él.

—¡Vaya! —exclamó Garraty, sorprendido—. ¿Por qué no me mandáis tarjetas de felicitación, o algo así?

—No debe de ser divertido, con toda esa gente mirando —dijo Baker—. Escuchad, acabo de enterarme de algo. No sé si creerlo. Ni siquiera sé si deseo creerlo.

—¿De qué se trata?

—De Joe y Mike, los chicos de las chaquetas negras que habíamos tomado por novios. Son hopis. Creo que eso era lo que Scramm trataba de explicarnos antes, sin que le entendiéramos. Me han dicho que son hermanos.

Garraty se quedó boquiabierto.

—Me he adelantado y les he observado de cerca —continuó Baker—. Y, maldita sea, realmente parecen hermanos.

—¡Eso es retorcido! —repuso McVries airadamente—. ¡Condenadamente retorcido! ¡Los Escuadrones deberían llevarse a toda su familia por permitir una cosa así!

—¿Habéis conocido alguna vez a un indio? —preguntó Baker.

—No, salvo que vinieran de Passaic —respondió McVries, todavía con tono irritado.

—Cerca de mi pueblo hay una reserva seminóla, junto a la frontera del estado —continuó Baker—. Son gente curiosa. Tienen ideas muy diferentes de las nuestras. Son orgullosos. Y pobres. Supongo que los hopis no serán muy distintos de los seminólas. Y saben morir.

—Nada de todo eso les disculpa —insistió McVries.

—Llegaron de Nuevo México —añadió Baker.

—Es una idea endemoniada —masculló McVries. Y Garraty asintió.

Las conversaciones languidecieron a lo largo y ancho del grupo de Marchadores, en parte debido al ruido de la multitud pero, en opinión de Garraty, más a causa de la propia monotonía de la autopista. Las colinas eran largas y poco empinadas, hasta casi no parecerlo. Los Marchadores dormitaban, resoplaban penosamente y parecían estrecharse los cinturones y resignarse a la prolongada y apenas comprendida amargura que les esperaba. Los pequeños núcleos que formaban se disolvieron en tríos, parejas e islotes solitarios.

La multitud no conocía la fatiga. Animaba de forma constante con una voz ronca, mientras hacía ondear pancartas ilegibles. El nombre de Garraty se hacía audible con monótona frecuencia, mientras grupos de personas procedentes de otros estados aplaudían de vez en cuando a Barkovitch, Pearson o Wyman. Otros nombres sonaban un instante y desaparecían rápidamente, bajo un ruido similar al de la nieve de las pantallas de televisión.

Las tracas de petardos estallaban continuamente. Alguien lanzó al frío cielo una bengala de señales, y la multitud se apartó gritando cuando empezó a caer con un susurro de su resplandeciente luz púrpura hacia el arcén de grava, más allá del carril de emergencia. Había otros tipos que destacaban entre el público. Un hombre con un megáfono que, alternativamente, animaba a Garraty y anunciaba su propia candidatura para representar al segundo distrito; una mujer con un cuervo en una jaula, que sostenía celosamente apretada contra su enorme regazo; una pirámide humana formada por estudiantes que llevaban el chándal de la Universidad de New Hampshire; un tipo de mejillas hundidas y desdentado, vestido de Tío Sam, con un cartel que rezaba:

LES HEMOS DEVUELTO EL CANAL DE PANAMÁ A LOS NEGROS COMUNISTAS. Salvo estos contados casos, la muchedumbre parecía tan informe y neutra como la propia autopista.

Garraty dormitó a intervalos, y las visiones de su mente fueron de amor y de horror. En uno de los sueños, una voz baja y monótona le preguntaba una y otra vez: ¿Tienes experiencia? ¿Tienes experiencia? ¿Tienes experiencia? No supo concretar si la voz era de Stebbins o del Comandante.