SALTOS NECESARIOS

Richard Allen Morris


La primera vez que vi unos cuadros de Richard Allen Morris supe que estaba viendo una obra difícil, inteligente y compleja y que el artista los había hecho porque tenía que hacerlos. Es difícil explicar lo que significa ver esa necesidad en el espacio de un rectángulo que puedes colgar en una pared, pero es algo que percibí de inmediato en la obra de Morris. El deseo de hacer arte es un impulso tanto físico como intelectual: convertir las experiencias vividas en algo más, en algo que está fuera del cuerpo del artista. Todo buen arte está marcado por esta compulsión y a menudo suele ser esta misteriosa cualidad la que establece la diferencia entre las obras potentes y las mediocres. Cuando el objetivo de un artista es tan sólo producir un poema, una sinfonía, una novela o un cuadro, la obra se marchita y muere incluso antes de nacer.

La primera vez que vi la obra fue un miércoles del mes de noviembre del año pasado. Me habían pedido que fuera comisaria de una exposición para la Fundación CUE, una organización sin ánimo de lucro que tiene una galería de arte en el distrito de Chelsea, en la ciudad de Nueva York. El proyecto consistía en mostrar la obra de artistas meritorios que, por una u otra razón, habían pasado desapercibidos en el mundo del arte neoyorquino, y mi tarea era elegir a un artista para esa exposición, así que empecé a pedir a algunos pintores, escultores y directores que me sugiriesen posibles candidatos. Entre las personas a las que consulté estaba mi amigo el pintor David Reed, y fue él quien me enseñó varios lienzos de pequeño formato que tenía de Richard Allen Morris, colocándolos encima de una mesa para que yo los viera. En aquel momento yo no conocía a Morris. Le escribí, hablé con él por teléfono y, casi cinco meses después, volé a San Diego para visitarlo en el estudio que tenía en el centro de la ciudad.

Yo estaba nerviosa, puesto que nunca antes había sido comisaria de ninguna exposición, pero el hombre afable, de palabra fácil, que me abrió la puerta, me hizo sentirme cómoda de inmediato. Me enseñó una obra tras otra y hablamos durante las siguientes cuatro horas. Le pregunté a Morris cuándo había decidido ser pintor, pero no pudo precisar cuál había sido el momento en que su vida había tomado el rumbo del arte. Me dijo que la pintura siempre le había fascinado, incluso las imágenes kitsch del Oeste americano que tanto veía cuando era pequeño. Recordaba dos cuadros que estaban colgados en la pared de una sala de billar en Torrington, Wyoming, el «pueblo vaquero» donde vivía su familia cuando él iba al instituto. En uno de los cuadros se veía a unos perros jugando al póquer y en el otro, un ciervo saltando por encima de un tronco. Pero también se acordaba del reportaje que Clement Greenberg hizo en 1949 sobre Jackson Pollock para la revista Life y la abrumadora impresión que le produjeron las obras de Pollock que salían reproducidas en aquellas páginas. Los goterones de pintura que recorrían los cuadros de Pollock le abrieron de golpe una puerta al joven Morris que ya no iba a cerrarse jamás. Sin embargo, cuando el artista acabó su periodo en la marina, donde sirvió en un portaaviones durante la Guerra de Corea, y tocó puerto en San Diego en 1956, no se fue directo a la ciudad de Nueva York, el centro neurálgico del Expresionismo Abstracto, ni tampoco se mudó a Los Ángeles cuando se convirtió en una ciudad con un pujante panorama artístico. Se quedó en San Diego y se mantuvo al día con todos los cambios en la escena artística internacional a través de libros, revistas y catálogos. Durante años recortó de las revistas reproducciones de aquellos artistas que admiraba y las pegaba en cuadernos para poder volver a estudiarlas y nutrirse de ellas cuando quisiera. Por aquel entonces la mente del artista vivía en un lugar muy diferente a su residencia física. Aunque había realizado algunas exposiciones en la zona de San Diego y una muestra en la Galería de Arte Chac-Mool, en Los Ángeles, su debut en Nueva York le llegó el pasado mes de abril, después de haber cumplido los setenta años. Sin embargo, unos pocos minutos de conversación con Richard Allen Morris bastaron para comprender que sus ambiciones por desarrollar una «carrera» habían quedado en un lejano segundo lugar frente a sus ambiciones respecto a la propia obra y a su continua necesidad de crear arte.

Durante la conversación que sostuve con él, me di cuenta de que aquel hombre, cuya obra me había llamado tanto la atención, era depositario de miles de obras de arte desde el pasado remoto hasta nuestros días. Las inmensas dimensiones de ese catálogo interior han proporcionado a Morris un vocabulario sorprendentemente rico para su propia obra y una extraña habilidad para saquear, reconfigurar, revisar y anticiparse a la historia del arte en beneficio propio. Durante nuestra conversación mencionó, entre otros, a Giotto, Rembrandt, Vermeer, Giacometti, David Stone Martin (como influencia en Andy Warhol), Ben Shahn, Joseph Beuys, Gerhard Richter y Earl Kerkham, un artista del que yo nunca había oído hablar. También habló de la pintura clásica japonesa y de las máscaras del teatro noh. Me dijo que su relación con los otros artistas no era «académica», sino más «a la buena de Dios», y comparó su acumulación informativa sobre la obra de arte de los demás con una «agencia de detectives», una metáfora que me gustó. De hecho, la visión de Morris tiene una cualidad casi de Sherlock Holmes, una especie de foco que detecta lo que es esencial en cada caso, los menores detalles, los que normalmente pasan desapercibidos para los demás espectadores. Por ejemplo, mencionó la pintura de una niña en el Museo de San Diego atribuida a Rembrandt, pero a Morris no le interesaba tanto el origen del lienzo como un punto pintado justo encima del ojo de la niña, muy cerca de la ceja. En el mismo museo se exhibe el retrato al óleo de una mujer pintado por Robert Henri, que, según Morris, no es una obra demasiado buena, pero que la forma en que está pintado el broche que lleva la modelo lo dejó prendado como por arte de magia. Aislado del resto, el broche sirve como vehículo intelectual y, a partir de ahí, gestual.

Su propia pintura está sometida al mismo escrutinio y los cuadros que juzga negativamente los reutiliza para realizar otro nuevo. Por ejemplo, las tiras que ha arrancado o cortado de antiguos lienzos reaparecen en Para Cy Thomsby y Geoffrey Young (1979) y en las bandas de sombreado de una obra sin título del mismo año. Los delicados marcos interiores de las piezas sin titular, una de 1974 y dos de 1987, juegan con una idea paralela (convertir una sola obra en un espacio con multiplicidad de focos) al cortar un cuadro sin tijeras. Lo estético y lo pragmático suelen combinarse ingeniosamente en la obra de Morris. Utiliza lo que encuentra y lo que tiene a su alrededor en su proyecto en curso, que es de una laboriosidad ingeniosa y prolífica. Una vez creó toda una exposición de obras realizadas con chicle (premasticado por el artista mismo) y tuvo que tomarse una pausa de dos días durante la producción para dar un descanso a su agotada mandíbula. Gum Map (Mapa de chicle) (1996) es resultado de esa masticación. Muchos años antes, durante la época en que estuvo en el portaaviones (que él describía como una nave del tamaño de «un pequeño pueblo»), Morris se hizo conocido por ser el hombre que estaba encantado de quedarse con las láminas para colorear por números que los marineros, aburridos de pintar, dejaban sin acabar. Morris usaba esas láminas para pintar encima una nueva obra y alterarlas a voluntad. Cuando acabó su periodo en la marina, metió las pinturas reinventadas en un baúl y se las llevó a casa.

Gran parte de la obra producida por Morris es de pequeño formato. Cuando le pregunté sobre ello, me explicó que los estudios donde trabajaba eran muy pequeños. Algunos cuadros de su primera época son de gran tamaño, como las cabezas, por ejemplo, pero las limitaciones cada vez mayores impuestas por la cantidad de obra acumulada y por un espacio abarrotado hicieron que, con el paso del tiempo, tuviera que reducir las dimensiones de sus lienzos y construcciones. En la actualidad su estudio está atiborrado con el producto de cincuenta años de trabajo artístico. Morris ha pintado tal cantidad de obra que él mismo ha quedado recluido a un pequeño rincón. En ese reducido espacio ya no le queda sitio literal para pintar y en los últimos meses se ha dedicado sólo a dibujar. Igual que hacía con los cuadros, cuando un dibujo a tinta no le gusta, antes de desecharlo corta algún detalle que considere acertado y lo pega en la página de un cuaderno. Estos recortes abstractos son minúsculos. Muchos no son más grandes que una canica o que una goma de borrar en el extremo de un lápiz. Me explicó que guardaba aquellas formas en miniatura porque pensaba agrandarlas utilizando un proyector y usarlas como modelo para cuadros de mayor tamaño. Aquella idea para el futuro me intrigó puesto que yo ya había notado que hasta las más diminutas pinturas de Morris parecían extrañamente grandes. Ninguna de las obras que vi (y fueron muchas durante los dos días que pasé con él en su estudio) tenía nada que la acercase a lo austero, afectado, diminuto o comprimido. Cualquiera de sus lienzos pequeños podría ser ampliado muchas veces y no perder nada en esa ampliación. Creo que el secreto reside en la fuerza y complejidad de sus colores y gestos (la tensión siempre presente entre libertad y contención). La pequeñez no es un objetivo en la obra de Morris. Es producto de la necesidad.

Sentada en los escalones de aquel estudio repleto de obras, me convertí en testigo no sólo de la producción artística de un hombre a lo largo del tiempo, sino también de la geografía de una imaginación especial. Richard Allen Morris ha pintado cuadros abstractos y figurativos. Su obra abarca collages, ready-mades y construcciones. Ha incluido palabras en sus pinturas y utilizado una gran variedad de formas para sus bastidores: el clásico rectángulo, círculos, franjas largas y estrechas (tanto verticales como horizontales). Hay obras que desbordan el límite impuesto por el bastidor, como Vagabond’s Joy (Alegría del vagabundo) (1983); otras que emplean elementos tridimensionales, como Wet Paint (Pintura fresca) (1962) y Blue Black (Azul negro) (1963); y otras que consisten en dos lienzos, que deben colgarse en las paredes encontradas de un rincón, como Untitled (Sin título) (1967). Morris me contó que, en una ocasión, un periodista de California le acusó de «estar por todos lados». A mi parecer el hombre en cuestión sufría lo que podría llamarse un caso provinciano y perjudicial de ceguera crítica. Aunque es verdad que muchos artistas hacen carrera con una sola idea, que repiten una y otra vez con mínimas variaciones hasta su muerte, también es cierto que no existen reglas en la creación artística. Además, no se me ocurre ni una sola razón filosófica que justifique que la uniformidad deba ser valorada por encima de la variedad o los cambios graduales por encima de los grandes saltos. Gerhard Richter, un artista que tanto Morris como yo admiramos, continúa explorando una gran cantidad de posibilidades a través de sus pinturas. Al igual que Richter, Morris no tiene miedo a experimentar y, al igual que Richter, Morris crea una obra que es, a pesar de su variedad, producto de una imaginación sagaz, inquieta y singular.

Sea figurativa o abstracta, es evidente que su obra tiene siempre ingenio, algo que el diccionario Webster define como «percepción aguda y expresión acertada del talento para conectar las ideas que provocan diversión y placer». Cuando pone nombre a una pintura, el título es a veces acorde y a veces contradictorio con las imágenes, logrando a veces un efecto poético y otras cómico. El lienzo amarillo pintado en 1963 se llama Blue Black (Azul negro). La franja larga y estrecha cubierta de gruesas costras de pintura y fechado en 1999 se titula Fearless Chemist (Químico intrépido), y otro lienzo redondo del mismo año obliga al espectador a considerar el significado de la autorreflexión con su título: Mirror (Espejo). En términos puramente visuales, sin embargo, el ingenio de Morris asoma en su tendencia a apropiarse de un vocabulario conocido y darle una indefinición o un vuelco idiosincrásico. Las cabezas de la década de los sesenta y principios de los setenta son obras llenas de referencias: el evocador e inquietante expresionismo de Philo y de Stone (1968); la estética de las historietas del Pop Art en Brenda y en Nigel (1969), así como en el rostro de Alfred E. Neuman, sacado de la revista Mad (1968). También está la enternecedora abstracción de la obra Chuk (1970); y la misteriosa fuerza de Cal y de Argor (1968), que me recordaron antiguos tótems. Sin embargo, y a pesar de sus alusiones, ninguna de estas imágenes es un préstamo directo que sugiera una imitación y ni una sola de ellas puede clasificarse con claridad dentro de un determinado momento o lenguaje artístico. Dan la sensación de ser máscaras culturales, irónicas y aterradoras a la vez. El ingenio de estas obras se evidencia en la tensión creada entre las ideas presentes en todas esas versiones de un género clásico en la historia del arte: el retrato que sólo representa la cabeza del modelo, sin cuerpo.

Aunque Morris dejó de pintar cuadros de cabezas, continuó en una línea similar a través de lo que él llama Transformaciones, para las que llena cuadernos y cuadernos con recortes de revistas de arte. El proceso es simple y, según me explicó, tiene que ser ejecutado con rapidez. Recorta las cabezas de distintas reproducciones de pinturas y esculturas del cuerpo humano y, en un gesto rápido y certero, en el que no existe casi lapso alguno entre el pensamiento y el movimiento de la mano, le asigna una nueva cabeza a uno de los cuerpos que tiene pegado en el cuaderno. Los resultados son cómicos, sorprendentes, raros, aterradores, hermosos. También son reveladores. Después de observar las Transformaciones detenidamente, comprendí que las posibilidades elegidas por Morris tenían que ver tanto con la armonía como con la yuxtaposición y que en su juego de la historia del arte (en el que reconocí muchos trozos de pinturas y esculturas entre sus mutaciones) nos habla de la obra como un todo, reorganizando lo conocido y transformándolo en desconocido.

El tema de las pistolas, que el artista ha retomado en diferentes momentos a lo largo de su carrera, tanto como imágenes en un cuadro como construcciones en collage, presenta una reinvención similar. Él mismo me describió estas obras como «un cruce entre juguetes infantiles y fetiches africanos». Por supuesto que esas pistolas son de mentira. No disparan. Son iconos que sacan a la luz los significados míticos de las armas de fuego en nuestra cultura. Son los símbolos de la guerra y del Oeste americano, los apéndices omnipresentes en las manos de los buenos y los malos de las películas, el emblema fálico de la masculinidad. Desde la pistola de cañón corto en Gun for Tess (Una pistola para Tess) (1965), que presagia de una forma asombrosa la última época de Guston, hasta el siniestro Prince con sus uñas como púas, las pistolas creadas por Morris no son fáciles de interpretar. Son obras que evocan armas reales y ficticias, los campos de batalla y el cine, el poder y la impotencia. Al mismo tiempo, y debido a que todas presentan un aspecto muy diferente al de las armas de verdad, se burlan del límite establecido entre la representación icónica y la abstracción. En las obras no figurativas, a las que ha dedicado la mayor parte de sus años como artista, también se ha nutrido de una gran variedad de ideas formales: el constructivismo en Off Red (Sin rojo) (1961); el expresionismo abstracto en la profusa densidad matérica de Sunday in Paint (Domingo en pintura) (1991); y un minimalismo primario en Hop, Skip and Jump (Brinca, bota y salta) (2003). A pesar de las alusiones al mundo del arte, Morris nunca ha sido un creador constreñido por la conciencia de una identidad propia ni por unas referencias forzadas. No duda en volver a las fórmulas que le conmueven. Regresa a los complejos espacios figurativos en blanco y negro de algunas obras de su primera época, como Hero (Héroe) y Art International (Arte internacional), para volcarlos en abstracciones como la pieza sin título de 1979. Las ideas presentes en el delgadísimo retrato titulado Argor, donde los blandos planos geométricos de un rostro masculino aparecen tan aplastados que rozan la abstracción, vuelven a reaparecer una y otra vez en la afición de Morris por los lienzos largos y estrechos. También vuelve a aparecer la calidad totémica de Argor. La primera vez que vi el cuadro sin título de 1988, una obra hermosísima, evocadora e inquietante (dos franjas de distinto tamaño, una de un amarillo blanquecino y la otra gris azulada, sobre un fondo ocre), de inmediato pensé en símbolos sagrados tribales, quizás resonancias de imágenes y colores que recordaba de algún libro sobre el arte de los indígenas norteamericanos, pero no estoy segura. La aparente simplicidad de la composición se torna más intricada a medida que continuamos observándola. Las dos franjas, nítidamente pintadas, presentan una coloración muy sutil y los bordes irregulares, con su sugerente decapado de la pintura, le confieren un aire misterioso. Es como si esas imágenes desencadenaran en mí un recuerdo que no logro recuperar, como si estuviera mirando el símbolo de algo que una vez supe qué era, pero que he olvidado.

Morris es consciente de que incluso las imágenes más abstractas evocan personas y cosas, que la mente insiste en establecer esas asociaciones y las formas por él creadas juegan con los deseos del espectador. Un título como Find It (Encuéntralo) apela directamente a ese deseo omnipresente en el espectador. Aun sin ver el título, To Read (Para leer) (1976) sugiere la bruma blanca de una caligrafía desconocida sobre una página amarilla. La pieza sin titular de 1999 también evoca una página amarilla surcada por brillantes líneas de colores puros aplicados directamente con el tubo de óleo. El lienzo doble, pensado para ser colgado en una esquina de la habitación, recuerda un libro abierto en cuyas páginas vemos un texto críptico refulgiendo con un color fosforescente (el jeroglífico de un relato desconocido). Sin embargo esas pinturas no siguen un código rígido. No son acertijos que hay que resolver. Lo que para mí es un libro, por ejemplo, puede ser un paisaje para otra persona. Pero, por más ambiguas que sean las alusiones sobre un lienzo, por más sencilla o compleja que sea su composición, cada color, cada trazo, cada pincelada o franja de pintura se siente como fundamental para el equilibrio de la obra como un todo.

«He mejorado con los años», le dijo el artista al crítico de arte de San Diego Robert Pincus, quien citó la frase en el periódico San Diego Union-Tribune del 14 de abril de 2002. «Es una gozada. Ahora hay veces en las que no me cuesta ningún esfuerzo pintar y esa sensación es increíble. Mi ojo ha mejorado». Morris tiene muy buen ojo, un ojo entrenado por las continuas ansias de hacer y de trabajar. Cuanto más observas sus espacios, más descubres y ésa es la prueba máxima de todo arte. Debe permitir que el espectador se tome su tiempo para pensar, analizar; de lo contrario, se hunde en la obviedad de la apariencia inmediata y fácilmente comprensible. En definitiva, se muere. La obra de Richard Allen Morris está tremendamente viva. Sus pinturas y sus construcciones son el testimonio de más de cuarenta años de creación en solitario, una narración imperecedera del rigor, la feroz inteligencia, el humor y la alegría.

2005