NOTAS CRÍTICAS SOBRE EL ACTUAL CLIMA VERBAL
Cada momento político tiene su particular clima retórico. El lenguaje importa no sólo porque expresa la ideología dominante en un periodo, sino porque crea, altera y determina nuestra percepción del mundo. Durante un tiempo hemos vivido bajo lo que, pienso yo, ha sido un clima lingüístico desfavorable, una niebla verbal que daña y contagia a la vez el discurso político en los Estados Unidos. La manipulación del lenguaje con propósitos ideológicos no es nada nuevo. Cuando es eficaz, crea inevitablemente una respuesta emocional en quien lo escucha, una urgencia en el sistema límbico que conmueve los sentimientos profundos de los seres humanos. En lo fundamental, estos reclamos pueden dividirse en dos categorías: un llamamiento a la empatía o un llamamiento al temor.
Cuando era niña recuerdo haber escuchado a Martin Luther King y conmoverme hasta el llanto con sus palabras. Aunque yo no entendía todo lo que decía, me quedé con lo esencial de su discurso. El pastor hablaba de los derechos humanos y argumentaba que la libertad y la justicia para todos eran unos imperativos morales. El racismo y sus vergonzosas políticas eran un baldón para los Estados Unidos que debía borrarse para que todos sus ciudadanos pudieran ser libres. A pesar de la ingenuidad de mis nueve o diez años, la retórica de King abrió las puertas de mi empática imaginación. ¿Qué sucedería si, en lugar de una niña blanca, yo hubiera sido una niña negra sujeta a toda clase de indignidades y crueldades sin razón alguna? Estaría furiosa y lucharía por mis derechos. La identificación emocional con King creó en mí una genuina, aunque primitiva, toma de conciencia y de postura política que se ha desarrollado con el tiempo, pero que no ha cambiado en lo fundamental.
La palabra libertad, tal y como la usaba Martin Luther King, se ha devaluado en el actual discurso político y ha sido sustituida por su doble, una palabra cuyas connotaciones evocan temor. George W. Bush ha usado repetidamente en sus discursos la palabra libertad como señal de alarma. Estamos protegiendo nuestra «libertad» frente a los «enemigos de la libertad», luchando contra los «malvados» que «odian la libertad». Hoy sabemos con certeza que las razones para invadir Irak eran falsas, que nuestro gobierno seguía insistiendo en que Sadam Husein estaba relacionado, de alguna manera, con el 11 de Septiembre, aunque no era verdad. Usando la tan gastada técnica de propaganda que consiste en repetir falsedades una y otra vez, el gobierno de Bush consiguió convencer a un número significativo de ciudadanos de que la patraña era cierta. Para mí lo más interesante es saber por qué funcionó todo esto. Es muy fácil aducir que los norteamericanos son unos ignorantes que se tragarán cualquier cosa que les echen, pero también hay intelectuales, ideólogos y gente informada en ambos lados del espectro político.
Cuando el presidente habla a los norteamericanos de libertad, está usando una palabra que suena bien a casi todo el mundo. La definición del Webster de la palabra libertad es larga, pero la primera entrada dice así: «estado de independencia en oposición a un estado de confinamiento o de restricción física». Con seguridad, éste es el significado más común de la palabra. Soy libre, no estoy sometida, esclavizada ni encarcelada. La palabra también tiene fuertes connotaciones con los principios fundacionales del gobierno norteamericano, nacido de la Ilustración, con la libertad que Immanuel Kant evocaba en su ensayo de 1784 «¿Qué es la Ilustración?»: «La Ilustración es la libertad de hacer en todo momento uso público de la propia razón». Antes de llegar a esta conclusión, el filósofo advierte que aceptar esa libertad no es algo que nos venga dado.
La pereza y la cobardía son las razones por las cuales una gran parte de la humanidad permanece, no obstante, bajo una tutela de por vida, aunque la naturaleza les haya liberado largo tiempo atrás de su influencia externa, y las razones por las que a otros les resulta tan fácil arrogarse el papel de guardianes de los demás. Es muy fácil ser menor de edad. Si tengo un libro que comprenda las cosas por mí, un pastor que asuma mi conciencia, un médico que decida mi dieta y así sucesivamente, no tengo nada de lo que preocuparme. No tengo por qué pensar si, tan sólo pagando a otros, éstos están en disposición de asumir ese penoso trabajo por mí.[110]
Este párrafo no ha perdido su vigencia. El patriotismo «sumiso», el hecho de apoyar al presidente sólo porque es el presidente, la interpretación literal de la Biblia, son todas manifestaciones de esa «tutela» de la que habla Kant, de un estado mental que recuerda el feudalismo y no las repúblicas democráticas. No obstante, todos fuimos niños alguna vez. El deseo de obtener la protección paterna, de que otro tome las decisiones por nosotros, de tener seguridad en un mundo que nos atemoriza, no son pretensiones extravagantes. Son bastante comunes y creo que después del 11 de Septiembre muchos norteamericanos buscaron consuelo en el paternalismo que George W. Bush parecía representar.
Pero la palabra libertad está también ligada al mito del Salvaje Oeste, tan profundamente arraigado en los Estados Unidos (quítate de mi vista, hago lo que me da la gana, desenfunda tu revólver…), una fantasía anárquica que tiene poco que ver con el sobrio argumento kantiano relativo a la madurez y al trabajo solitario de un individuo ilustrado que piensa por sí mismo. Nuestro gobierno ha sido lo bastante astuto como para que no le molesten con preguntas sobre la clase de libertad de la que nos habla o para quién la salvaguarda y por eso ha acuñado un concepto que resulta atractivo para muchos: el del Padre, con botas de vaquero y con un arma inteligente en la mano, que sabe lo que es mejor para ti. Todo ello acompañado por eslóganes incesantes y simplistas de cómo protegen tu libertad de los monstruos que andan sueltos por las calles, apelando a tus vísceras y no a tu cerebro. Bajo los efectos de este hechizo liberador al que nos somete el gobierno, subyacen mensajes contradictorios e irracionales que rayan casi con la demencia: hemos llevado la libertad a Irak, pero los iraquíes no pueden salir a la calle sin temor, y no sólo tienen que cuidarse de los extremistas islámicos y del antiguo partido Baaz, sino que además tienen que estar atentos a esos soldados norteamericanos, estresados y confusos, que tienen el gatillo fácil cuando les sobreviene un ataque de paranoia, comprensible, pero fatal. Estados Unidos es el paladín de la libertad, pero en su nombre recorta las libertades civiles en su propio suelo, desafía los acuerdos de la Convención de Ginebra sobre los prisioneros de guerra y, por medio de sucios legalismos, justifica la tortura que inflige. La libertad de culto o la de no tener una creencia religiosa, según cada cual, significa elevar un credo a la palestra pública. Esta libertad significa supresión: si las conclusiones de un estudio científico sobre el calentamiento global entran en contradicción con la ideología dominante en Washington, se las altera y punto. Si la teoría de la evolución, aceptada universalmente, ofende a los defensores de la lectura literal de la Biblia, se pone todo el peso y la legitimidad del poder detrás de esa falsa alternativa que denominan el «diseño inteligente». Todos estos atropellos se han publicado en la prensa y, sin embargo, el presidente ganó las elecciones y mantuvo una razonable popularidad hasta que las mareas arrasaron las costas del Golfo de México.
La constante repetición de la palabra libertad por parte de Bush no ha convencido a aquellas personas que buscan consuelo en la noción política abstracta de que las libertades individuales y universales están protegidas al amparo de la ley, sino a las que lo buscan en una mentalidad tribal más antigua que la Ilustración y las instituciones de este país que nacieron de ella, una mentalidad que vuelve a emerger cuando la gente ve en el Otro un peligro, cuando siente que los bárbaros se encuentran a las puertas de la ciudad. El miedo es una emoción poderosa, capaz de movilizar a la gente y que no deja lugar para razonamientos kantianos. Nadie que fuera testigo de la devastación producida el 11 de Septiembre en Nueva York negaría que quienes planificaron y ejecutaron tal horror fuesen peligrosos, pero el gobierno de Bush ha manipulado el terror que todos sentimos aquel día para condenar al ostracismo a muchas personas a las que supuestamente representan. El Otro, en la retórica republicana, no se limita a señalar a los radicales que asesinaron a tres mil personas en esta ciudad. Bush los deshumanizó desde un principio. A lo largo de los años el lenguaje de la derecha ha explotado repetidamente las divisiones reales que existen en este país entre aquellos norteamericanos que viven en un mundo laico y urbano y los que viven en uno religioso y, a menudo, rural. Al calificar a los progresistas de afectados y afeminados («nenazas» según Schwarzenegger, además de la absurda denigración de John Kerry por saber hablar francés), de antipatriotas (por hacer cualquier crítica a la política del gobierno) y de gente sin Dios (los republicanos hicieron circular una octavilla durante la última campaña electoral asegurando que los progresistas iban a prohibir la Biblia), el Otro se ha convertido no sólo en el resto del mundo, sino en más de la mitad de los ciudadanos de los Estados Unidos.
Hemos pasado por esta situación muchas veces antes. Un solo ejemplo bastará: el movimiento antiinmigración surgido en las décadas de 1840 y 1850. En abril de 1844 se publicó una circular en el New York Daily Plebeian con motivo de unas elecciones. Decía así: «Mirad las hordas de ladrones y vagabundos holandeses e irlandeses recorriendo nuestras calles, recogiendo huesos y trapos, hurtando azúcar y café por nuestros muelles y almacenes y cualquier cosa que nuestros ciudadanos nativos tengan a bien abandonar por el camino». Esta joyita que busca inspirar temor sigue con su lista: «carteristas ingleses y escoceses», «estafadores italianos y franceses», y por último, pero no menos importantes, los «judíos errantes».[111] Al echar la vista atrás, esto nos parece cómico y grotesco, pero el texto nos recuerda cómo, en cada momento, se establecen divisiones arbitrarias y ficticias entre las personas con el único fin de obtener réditos políticos. Los Nativistas, a quienes también se les llama los «No sé nada», procedían de familias que habían emigrado a América en algún momento del pasado y desde algún sitio. La línea divisoria entre ellos y nosotros se mueve continuamente.
La necesidad de dividir viene de lejos, pero las fronteras de esas divisiones no dejan de cambiar. Sé que no estoy sola cuando siento cierta estupefacción ante el hecho de que un partido que ha brindado siempre su apoyo a las grandes corporaciones y que rebaja los impuestos a los muy ricos haya podido vender una imagen populista. Sobre el tema se ha publicado un libro entero: What’s the matter with Kansas?.[112] ¿Quién es la gente que vota contra sus propios intereses? ¿Están chalados o qué? La comunidad de granjeros noruego-estadounidenses, en cuyo seno creció mi padre y que yo recuerdo desde mi infancia, era decididamente izquierdista. Muchos de aquellos noruegos, de segunda o tercera generación en este país, sufrieron o se arruinaron durante la Depresión. Mis abuelos perdieron muchas tierras a favor de los bancos cuando no pudieron hacer frente a las hipotecas y tuvieron que abandonar su granja definitivamente. El Sindicato de Granjeros, DFL, era entonces fuerte en Minnesota, y mi padre, para quien la Depresión fue un recuerdo amargo durante toda su vida y cuyas simpatías estuvieron siempre con los desfavorecidos, apoyaron con toda su alma la coalición entre los trabajadores rurales y urbanos.
Pero en aquel mundo también existían prejuicios: una profunda desazón frente a los extraños, en especial ante los «señoritos de ciudad», a quienes acusaban de sentirse superiores a la «gente corriente» como ellos. Recuerdo algunas conversaciones entre varios de los viejos granjeros de la generación de mi abuelo que calificaban a los banqueros, a los ricos y a la mayoría de la gente de la ciudad de personas de dudosa moralidad. Su sofisticación no sólo les resultaba ajena, era sintomática de una gente que no procedía con rectitud, que apostaba, bailaba y se movía entre todo tipo de corruptelas. Incluso cuando no se daba este prejuicio, los granjeros fomentaban su aislamiento y su diferenciación porque lo consideraban vital para preservar el modo de vida de su comunidad. Los viejos del lugar, todos ellos descendientes de noruegos que, además, conservaban su idioma, recurrían a los apelativos para referirse a personas que no pertenecían a su grupo. Decían «Sven, el Sueco» o «Fredrik, el Danés». No era algo despectivo, pero nos da una idea de la pequeñez del mundo en el que vivían. Cuando mi padre agonizaba en una residencia de ancianos, recibía con frecuencia visitas, entre ellas la de un pastor luterano que le apreciaba mucho y se interesaba por su bienestar espiritual. Yo estuve presente durante una de sus conversaciones en la cual el reverendo mencionó a un grupo de estudios bíblicos en el que había participado. Salió a colación el nombre de otro de los participantes y se refirió a él diciendo: «Ya sabes, el metodista», con un leve gesto de desaprobación. Yo no pude evitar sonreír. Después de pasar veintisiete de mis cincuenta años en la ciudad de Nueva York, junto a conciudadanos que proceden de medio mundo, que hablan docenas de lenguas y practican múltiples credos religiosos, me sorprendió que el pastor hilara tan fino para distinguir entre luteranos y metodistas.
Los viejos del lugar nunca perdieron la fe en las políticas de la izquierda. Murieron como creyentes, pero muchos de sus hijos y nietos no sólo heredaron sus prejuicios, sino que se han pasado a la derecha. El Partido Republicano es el único que monopoliza y administra ese miedo ancestral frente a los malévolos forasteros y extranjeros, residan o no en los Estados Unidos. Entiendo muy bien cómo sucedió. Los sentimientos igualitarios, antiintelectuales y paranoicos se han desarrollado en nuestro país desde siempre, tan sólo han cambiado los destinatarios de tales emociones. «Malvados», «enemigos de la libertad», y exhortaciones del tipo de «si no estás con nosotros estás con los terroristas», son clichés del discurso político que hacen imposible el diálogo. Ante tal discurso no existe una respuesta legítima, porque quien argumente con un pensamiento diferente se encontrará con que le han metido en el mismo saco junto a esos enemigos inhumanos. Un paciente psiquiátrico que presentara una polaridad tan absoluta como la que el presidente utiliza habitualmente sería diagnosticado como un caso patológico, una forma de pensamiento dicotómico que se encuentra, a menudo, en aquellos que sufren desórdenes de la personalidad. Un enfermo así es incapaz de tolerar la ambigüedad e insiste en ver a quienes le rodean bajo la óptica de «los buenos» o «los malos». George W. Bush y sus cohortes dominan el discurso de la distinción entre ángeles y demonios, usan un lenguaje que no deja lugar para el diálogo y distorsionan la realidad, que ya de por si es, por desgracia, bastante confusa. Un discurso que no reconoce interlocutor, ese otro ser humano, carece de empatía y tiene un parecido sorprendente con la retórica de los musulmanes radicales que hablan pestes de Occidente y de los «enemigos del islam». Si los que abordaron aquellos aviones el 11 de Septiembre hubieran sido capaces de pensar que sus futuras víctimas eran personas como ellos, les habría sido imposible completar su misión.
No hay duda de que esta tendencia a dividir es algo muy humano. Por doquier encontramos esa necesidad de yuxtaponer de manera simplista el bien y el mal o los héroes y los villanos. Está en la esencia de la mayoría de las películas de Hollywood y en muchas novelas populares. Aquello que tenga cierta complicación se descarta en aras de una claridad simplista. Es muy posible que George W. Bush vea el mundo en términos de blanco o negro, que su mente sea tan roma y poco refinada como sus frases irreflexivas. Su insistencia en exigirle «lealtad» a todos los que trabajan con él puede ser indicativa de esa manera de pensar, que se reduce a «todos a favor» o «todos en contra». No lo sé. Lo único que sé es que un huracán destruyó, al menos por un tiempo, la seducción que tenían las polaridades retóricas del discurso del presidente. Después de todo, la naturaleza es amoral y su fuerza destructiva es inocente. En su vano esfuerzo por distraer la mirada del público hacia los demonios exteriores, el presidente afirmó ante el desastre provocado por el huracán que, si los terroristas hubiesen contemplado aquella destrucción espectacular, habrían deseado ser ellos los autores. Esto es muy triste. También me parecen tristes las imágenes de la televisión en las que aparecen cuerpos de ahogados y de personas sin hogar que han centrado la atención de los medios en la «pobreza» como si hubiesen descubierto, de un día para otro, que existe un enorme número de personas, tanto blancos como negros, que son tremendamente pobres, y que los negros pobres sufren el doble castigo del racismo y la pobreza. Por supuesto, nunca se menciona que la raza es una categoría divisoria más, otra ficción cultural hecha realidad, porque conforma continuamente nuestra percepción del mundo que nos rodea. Sólo tenemos que preguntarnos cómo y dónde se ha trazado esa frontera arbitraria entre las razas para comprender el problema con claridad. A pesar de todo, el discurso público ha variado. Se ha trasladado desde el nosotros y ellos a solamente nosotros. Los muertos son nuestros muertos. Los evacuados también son nuestros. No hay nadie a quien culpar salvo a nosotros y al gobierno indiferente que, supuestamente, nos representa.
Siempre sentiremos más cercanía con los nuestros, con nuestra familia, nuestros vecinos y conciudadanos. Nadie puede escapar por completo de ese sentimiento tribal. Como residente en Nueva York, me afectó más la tragedia del 11 de Septiembre que el huracán Katrina. Dicho esto, me resisto a la idea de que mis preferencias personales se conviertan en la guía de una actuación política general, porque no quiero que otros hagan lo mismo. Cualquier discurso que demonice a otras personas, próximas o lejanas, es una traición a la idea de libertad. En una sociedad libre las libertades políticas son patrimonio de todos y cuando se las restringe, todos sufrimos su pérdida. En una sociedad libre nadie es dueño de la verdad. Resulta extraño expresar lo obvio, sentir que es necesario defender unos principios largo tiempo consagrados en nuestro sistema político, pero en estos últimos años nos hemos desviado de la herencia que recibimos de la Ilustración, aunque cierto es que no por primera vez, pero estoy convencida de que debemos reexaminar nuestros argumentos y empezar a elegir, imaginativa y juiciosamente, las palabras con las que nos expresamos en público. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de que nos ciegue la niebla en la que esa neolengua de tan baja estofa nos ha envuelto.
2005