STIG DAGERMAN
Las serpientes andan sueltas.
ROBERT MITCHUM en Encrucijada de odios (1947),
dirigida por EDWARD DMYTRYK
La serpiente es una novela de un brío casi alucinatorio escrita por una persona apenas salida de la adolescencia.[95] Stig Dagerman tenía veintidós años en 1945, año en que se publicó el libro, y sólo ese hecho ya convierte a la obra en una rareza en la historia de la novela. Los poetas, los músicos, los matemáticos y los artistas visuales suelen florecer muy jóvenes, pero las grandes novelas han sido normalmente producto de la madurez. Al igual que F. Scott Fitzgerald, que publicó A este lado del paraíso cuando tenía veinticuatro años, Dagerman alcanzó la fama muy pronto y su genialidad temprana ha pasado a formar parte de su identidad como escritor.[326]
Pero esto ya es algo sabido. ¿Cuál es la fuerza de La serpiente? Confieso que cuando abrí el libro por primera vez y empecé a leerlo me sentí apabullada por las metáforas y los símiles que se sucedían unos tras otros con una rapidez y un ímpetu sobrecogedores. Me pregunté para mis adentros si me había topado con una versión europea y acelerada de Raymond Chandler y su prosa dura, pero a medida que avanzaba en la lectura, me di cuenta de que allí estaba pasando algo muy diferente. Éste es un texto en el que lo metafórico y lo literal se entremezclan hasta tal punto que, al final, acaban fusionándose por completo. El proceso comienza en el primer párrafo de la novela. El narrador creado por Dagerman observa la estación de tren de una «aldea aletargada» en un día de calor abrasador, una aldea que llega a ver porque alguien le da «un codazo en el costado» que, supuestamente, le despierta. El tema del dormir, del sueño y del aletargamiento subyace a partir de esta frase en adelante y volverá una y otra vez antes de que termine la novela.
En los párrafos siguientes el lector se encuentra con una serie de tropos que dominarán la obra y que, de vez en cuando, se metamorfosean en criaturas y objetos reales: la anciana de la estación «con sus rápidos ojillos de rata» se convierte en la «Ojos de Rata»; la grotesca acompañante de la anciana (más adelante sabremos que es la madre de Irene) mueve la lengua de un lado a otro de la boca «como la cabeza de una serpiente» y el tren corta el silencio «como una navaja de afeitar». Roedores, serpientes e instrumentos cortantes aparecerán sin tregua bajo múltiples formas y personificaciones, al igual que las imágenes de bocas y gargantas, de asfixia y estrangulamiento, de mordeduras y de pavor a ser mordido, de alaridos reprimidos o emitidos, de silencios y de conversaciones.
La novela está estructurada como una concatenación de historias narradas desde diferentes perspectivas. La primera parte es la más larga, se titula «Irene» y es un relato en tercera persona, identificado con la protagonista, pero que también nos desnuda la mente de Bill, el soldado sádico, y, brevemente, la del sargento Bowman, al que le aterroriza la serpiente que Bill le enseña. La segunda parte, «No podemos dormir», la mitad de larga que la primera, es un relato colectivo narrado en primera persona del plural, aunque incorpora historias individuales de diferentes hombres (los soldados que permanecen despiertos en sus literas en un estado de insomnio y terror compartido). También incluye cinco cuentos en tercera persona, todos ellos titulados y con una extensión equivalente a la mitad de lo que ocupa la segunda parte de la novela. Las cinco historias tratan sobre cinco reclutas que hemos conocido anteriormente y no siguen un orden cronológico. En ese sentido, la estructura de la segunda mitad de la novela podría calificarse de serpenteante, puesto que no avanza en línea recta, sino que se desliza para entrar, salir y rodear los relatos de los personajes.
Las dos mitades de la novela tienen en común el lugar y la serpiente, que aparece y desaparece en el campamento, aterrorizando a los hombres que todo el tiempo la sienten cerca y lista para atacar. Incluso después de encontrarla muerta, un soldado llamado Gideon se sorprende al ver que su miedo no ha desaparecido, sino que sigue vivo. Es evidente que la serpiente es una acertada metáfora de la precaria neutralidad de Suecia durante la Segunda Guerra Mundial, pero lo que me interesa a mí es la evocación que hace Dagerman de la personificación del miedo, un estado del ser humano que es muy difícil de describir puesto que, como se da cuenta Gideon, no es necesario que exista un objeto al que temer. El objeto de la angustia puede no tener nombre.
En Inhibición, síntoma y angustia (1926), Sigmund Freud escribe sobre la ambigüedad de la angustia: «Lo que queremos es algo que nos diga qué es la angustia en realidad, algunos criterios que nos permitan distinguir las afirmaciones verdaderas de las falsas. La angustia no es un asunto tan sencillo.»[96] En este libro Freud cambia su teoría de la angustia, pero la idea central que plantea es que todo aquel que la sufre, bloquea una descarga necesaria de energía, sin la cual no puede obtener satisfacción. La sensación de angustia constituye una señal de peligro, un peligro que, según Freud, intentamos evitar a través de la represión.
Los personajes de La serpiente están hartos de sentir tanta angustia y recurren a todos los medios a su alcance para contener sus emociones así como sus palabras. Sin embargo, con el paso del tiempo, crece la presión interna hasta hacerse insoportable y los personajes explotan en arrebatos descontrolados. Acosada por los celos al sospechar que Bill está con Vera, su rival, Irene «le pone un cuchillo [figurado] al cuello para evitar que ella diga algo…». Más adelante, tras empujar a su madre del tren, teme «asfixiarse, que le falte el aire y que le falle la voz…». Después de que la viole, o casi la viole, el hijo del carnicero, rompe a reír histéricamente. El miedo y la culpa que reprime en su interior son como un pequeño roedor, carcomiéndole las entrañas, que al final tendrá que dejar salir. «Su terror es ese animalillo que ya le resulta imposible mantener encerrado. De repente, ella chilla; en realidad es el animalito el que chilla». Bill aprieta la garganta de su oponente durante una pelea «para hacer que suelte el grito» que certificará su victoria, pero lo único que consigue es ver cómo saca la lengua, medio estrangulado. Una lengua como una serpiente, que recuerda a la de la madre de Irene y que es, indudablemente, fálica: «Podía verle la lengua saliéndole de la boca, alargándose como si fuese un cuello». La joven de hablar suave y buenos modales de «El espejo» ya no puede más y le grita al estúpido Lucky: «¿Es que no te das cuenta, idiota? ¡Estoy ciega! ¡Ciega! ¡Ciega!» En «La muñeca de trapo», el niño Sorensen, al que podrían haber salvado de sufrir un abuso sexual a manos de un degenerado, regresa a casa y, en una escena de auténtico horror, vomita sobre el hombre que debería haber hecho algo para ayudarle. Gideon, el intruso, martirizado por sus compañeros reclutas, ahoga un grito de creciente angustia. Sus compañeros le atacan brutalmente y queda tumbado en el suelo, paralizado, incluso mucho después de que sus compañeros se hayan marchado. «Entonces grita».
El peligro sexual que recorre los relatos se convierte en una necesidad de liberación orgásmica y, a la vez, en un terror frente a ésta. Las vacilaciones de Irene entre la inhibición y la libertad, entre el aburrimiento soporífico y la excitación sexual, entre su miedo a Bill y la atracción masoquista que siente por él, se evocan sutilmente mediante una especie de fenomenología dagermaniana de emociones y sensaciones personificadas que inserta en un presente continuo sus cambiantes realidades interiores. A través del lente de las experiencias inmediatas de los personajes, se exploran sin cesar las fluctuaciones entre la lasitud y la vehemencia, entre el silencio y el habla. Y para muchos de ellos ese tirón dialéctico de sentimientos alcanza un punto culminante en un acto de repentina violencia. Cuando el lector se encuentra con Irene por primera vez, ésta yace desnuda en una cama en un estado de sensual letargo y ambivalencia moral que continúa mientras ella habla con Bill a través de la ventana. Su actitud relajada se interrumpe de golpe cuando Bill lanza su bayoneta contra la pared que los separa, le da un beso, mordiéndola al hacerlo, y le corta la muñeca con la hoja de la bayoneta. Bill también hiere a sus otras conquistas, «rápido como una navaja de afeitar, le muerde la oreja a Vera». Nunca llegamos a ver la violencia de «La muñeca de trapo», pero su amenaza puede presagiarse cuando el pederasta atrae a su víctima con una navaja enfundada. El texto de la novela está impregnado de miles de asociaciones sugeridas a través de cuchillos metafóricos y reales, de cortes, de carnicerías, de heridas, de sadismo sexual y de sangre. En determinado momento parece como si la tierra misma hubiera recibido una cornada: «Entonces se interna en el denso y sofocante bosque de abetos, donde los racimos de bayas han sido arrancados de la tierra que parece sangrar de unas profundas heridas negras».
Los insistentes tropos de la novela se desplazan a la perfección desde la subjetividad de un único personaje a las personificaciones de un pueblo o de un paisaje que ahora duerme o ahora sangra. Acompaña a este movimiento metafórico un sentimiento contagioso que pasa de un personaje a otro y difumina los límites entre ambos. El miedo es individual y colectivo: el miedo sangra. Sin embargo, no creo que las turbulentas metáforas y las historias relacionadas tuvieran el poder que tienen si no fuera por la sagacidad psicológica de Dagerman. El autor es un maestro de lo pasajero, de los fugaces embrollos éticos y emocionales en los que nos vemos envueltos para después preguntarnos qué diablos ha pasado. También es un autor con sensibilidad para el devenir de las ideas ilusorias entre uno mismo y el otro y cómo ambos suelen confundirse. En «El espejo», la atracción que Lucky siente por la joven es una proyección y por lo tanto, irónicamente, una forma de ceguera.
De pronto Lucky sintió pena por ella, porque estaba tan sola. Fue su propia autocompasión lo que proyectó hacia ella. Él mismo se había inmerso en uno de esos humores. Todos los que le rodeaban parecían estar acompañados por alguien con quien intercambiar ideas; él era el único que estaba terriblemente solo.
El doloroso aislamiento de Lucky impregna su percepción de la realidad. Su identificación con la lastimosa situación de la joven ciega culmina en un violento ataque de odio hacia sí mismo y hace añicos un espejo del apartamento, tras lo cual recibe una paliza sumaria de sus compañeros.
En La serpiente la furiosa represión de los deseos sexuales confusos y confundidos y de sus aspectos sádicos, personificados en el relato de Irene, de Bill y de Vera, se mezclan con el mensaje político más manifiesto de la segunda parte del libro y con el fracaso colectivo para protestar y actuar, algo muy bien enunciado por Edmund a través de otra imagen de contención: «Me siento presionado […] siento como si tuviera un aro de hierro alrededor del cráneo que me atenaza al darme cuenta de que hay leyes que nadie me pidió que aceptara y que me sumen en una completa indefensión». Este mensaje se complica aún más debido a una afirmación adicional: «No lo llevas puesto porque lo merezcas, sino por la cobardía de tanta gente y por tu propia incompetencia». En el capítulo titulado «El aro de hierro», son las palabras las que «se duermen en sus sacos de dormir» y hay que sacudirlas para que despierten. Edmund encuentra su voz y sus palabras; habla alto y claro, demasiado alto, dirigiéndose directamente a la angustia que siente, afirmando que nadie siente una angustia como la suya. Mientras Joker escucha a su camarada, experimenta un súbito deseo de hablar, de alcanzar la «claridad», pero las palabras están «ahogadas» y en lugar de emitir unas frases coherentes, suelta incongruencias, seguidas de una alucinación en la que ve dos habitaciones adyacentes que están dentro del propio Joker: una habitación llena de vida, con hipo, que se carcajea sumida en estertores, y otra habitación amenazadora y angustiante con sillas que hablan y el miedo cerniéndose sobre ellas, pegado al techo. Las dos habitaciones tratan claramente del presente político: una está llena de borrachos, de muebles y tiene una radio; la otra es un lugar pobre sumido en un terror paralizante. Pero la fantasía es demasiado estrafalaria como para reducirla a propaganda política o interpretarla sólo en términos bélicos.
En El concepto de la angustia, ese texto difícil, paródico, irónico y paradójico de Søren Kierkegaard, el seudónimo Vigilius Haufniensis está maravillosamente asociado a la angustia y al vértigo.
Baja por casualidad la mirada hacia el insondable abismo y siente vértigo. Pero ¿por qué? La razón está tanto en su mirada como en el abismo, porque supongamos que no hubiese mirado hacia abajo. Por lo tanto, la angustia es el vértigo de la libertad, que surge cuando el espíritu quiere plantear la síntesis y la libertad baja la mirada y, fijándola en sus propias posibilidades, se aferra a la finitud para sostenerse. La libertad sucumbe en ese vértigo. No puede ir más lejos ni irá más allá de esa psicología. En ese momento cambia todo y, cuando la libertad vuelve a erguirse, se da cuenta de que es culpable. Entre estos dos momentos radica el salto que ninguna ciencia ha explicado y que ninguna ciencia puede explicar.[97]
El concepto de la angustia es un examen complejísimo del pecado original y del efecto de la expulsión del Paraíso: la alienación de la naturaleza, que es fundamental para los seres humanos (culpa, inocencia y libertad). El espíritu es aquello que está unido a Dios y al infinito, el cuerpo y la psique están atados a lo finito. Igual que para Freud, para Kierkegaard la angustia actúa como una señal subjetiva interna y no necesita objeto alguno. Hay algo ambiguo en el propio miedo, algo que no puede ser expresado. La ciencia no tiene acceso a esa realidad porque sólo plantea una perspectiva objetiva en tercera persona y el «salto» realizado no se puede explicar racionalmente.
La serpiente de Dagerman evoca la historia de la Caída del hombre y de su serpiente, de Eva, de Adán y de la pérdida de la inocencia, así como la cuestión del libre albedrío. De hecho, el libro podría leerse como una reflexión sobre el significado de actuar libremente. La alucinación que Joker sufre, relacionada con la angustia, es el vértigo provocado por la libertad. Las dos habitaciones no permanecen separadas, sino que se funden en una imagen aterradora de paredes que se derrumban, una risa histérica y unos límites que se desdibujan en la monstruosa confusión provocada por un pavor insoportable. Cuando Joker se despierta de su pesadilla, en la que creyó estar a punto de explotar en pedazos, desea otra vez decir lo que siente, pero no lo hace. No acepta su libertad ni se enfrenta a su culpa. No actúa, sino que permanece en silencio, sumido en su fantasía, imaginando que ha hablado y que sus camaradas le han contestado para aplacar su sentimiento de culpabilidad. «No necesitas tener remordimientos de conciencia», le dicen. El dilema ético, el análisis de la inocencia y de la culpa no es algo sencillo y, como lectora, siento una gran lástima por Joker y su confuso deseo de que sus compañeros le ayuden a expresar, de algún modo, la complejidad de sus sentimientos. Me da lástima su incapacidad para articular palabra. La culpa también se propaga. Se filtra en la cultura y nos empapa a todos.
Da igual si Dagerman leyó a Kierkegaard o no, porque a principios de los años cuarenta, cuando escribió La serpiente, Kierkegaard estaba en el ambiente, impregnándolo todo, releído a través de la lente del existencialismo, una etiqueta por lo general rechazada por aquellos a los que se les había aplicado, pero que aquí sirve para mi propósito de hablar de las ideas que parecen circular como el viento y susurrar al oído de las personas sin que hubiera sido necesario leer acerca de ellas. Cuando estudiaba en la Universidad de Columbia, a finales de los años setenta y principio de los ochenta, a veces tenía la sensación de que los departamentos de humanidades estaban tan impregnados de la teoría francesa que podías respirarla por todo el recinto universitario. Lo mismo pasaba con el existencialismo a principios de la década de 1940.
Aunque Sartre siempre negó su deuda con Kierkegaard, el danés está por todo El ser y la nada (1943) en las referencias que Sartre hace al «vértigo» y a la «angustia» y en su insistencia en que la libertad es un destino ineludible del ser humano.[98] Pero no sólo el existencialismo había contagiado al autor de La serpiente. Cada época tiene además su espíritu y no resulta extraño que, a la luz de las monstruosidades del nazismo, pesara un pesimismo aciago sobre las ideas y el arte del momento, como también pesó, durante los años siguientes, en el cine negro norteamericano, por ejemplo, que se inspiró en el cine europeo para crear sus propias historias sobre la brutalidad humana. Es bien conocido el interés de Dagerman por los novelistas estadounidenses, una influencia que recoge y reinventa en La serpiente, convirtiendo las metáforas duras y carentes de sentimentalismo en un recurso filosófico para enfatizar, en lugar de limitar, la ambigüedad.
La novela de Dagerman es un grito que clama por la responsabilidad y la libertad del individuo y también es una obra vehemente de resistencia a las convenciones de la vida burguesa, que limitan y aturden a las personas. Es un alegato a favor de la libertad de pensamiento y de expresión como instrumentos para encontrar nuestro camino. Hay una plena conciencia de las atrocidades de la guerra, del sadismo, de la sangre y de la destrucción, pero en nada de esto radica la fuerza del libro. La alegoría, el simbolismo, las metáforas sangrientas funcionan porque están plasmadas en personajes y en escenas de un poderío y de unos matices psicológicos genuinos, porque el mundo visual de la novela está tratado con perspicacia y reniega de las convenciones banales y porque la narración posee una intensidad y un dinamismo irresistibles. Además, el libro está plagado de ironía y humor. El autor incluso se mofa de sus extravagancias metafóricas a través de su alter ego en la novela, Scriber, el escribidor, el personaje del autor. En el segundo capítulo se nos dice que Edmund se burla de Scriber porque es un tipo que compara un extintor con un frasco de tinta china y un frasco de tinta china con un extintor. «Pero ¿por qué necesita poner a los dos en la misma frase? ¿Cómo hará para no terminar mezclándolo todo y que el bombero empiece a esparcir tinta sobre un incendio y el artista a dibujar con dióxido de carbono?» Un fantástico guiño autorreferencial.
En el último capítulo de La serpiente, «El vuelo que salió mal», Scriber se precipita al vacío. Tras beber innumerables cervezas y discutir largamente con un crítico cultural y un poeta, discusión durante la cual Scriber ha insistido en que «la tragedia del hombre moderno es que ya no se atreve a tener miedo», siente el impulso de demostrar aquello que dice. Quiere «llevar su razonamiento a una conclusión lógica». Scriber sale por la ventana y se desliza por el parapeto. Cuando el poeta lo llama y le grita que regrese porque puede caerse, Scriber dice: «Ningún miedo, joder». Es un momento de orgullo desmedido. No existe ningún vértigo de libertad en el que mira al abismo. Hay algo erróneo en su audacia. ¿No ha estado defendiendo los méritos del miedo y del terror? Pierde pie y lo último que oye no es su propio grito, sino el de una prostituta que se encuentra en el umbral justo debajo.
La serpiente del jardín no es la que causa la Caída. Ella es sólo la tentadora. Pero no creo que la caída de Scriber tenga una sola interpretación ni tampoco que el final nos hable de desesperación. Es, sobre todo, un final ambiguo. La caída de Scriber es también el resultado de un accidente estúpido. Un joven borracho, propenso a las discusiones y lleno de energía, se ve de pronto en una cornisa, se precipita al vacío y muere sin razón aparente. Eso también es la vida, caer súbitamente al vacío. Hay una gran ironía en la veleidosa audacia de Scriber al final de una novela que tiene como tema principal la angustia. Apenas unas páginas antes, Scriber insistía en que el miedo que él experimentaba era «el mayor del mundo». No somos criaturas racionales. En las mejores obras de arte siempre hay algo que se nos escapa y que nos desconcierta. Si no fuera así, nunca volveríamos a ellas.
2010