TRES HISTORIAS EMOCIONALES
En un ensayo de 1995 sobre la memoria titulado «En lontananza» escribí la siguiente frase: «Escribir ficción es como recordar algo que nunca ha sucedido.»[113] Hace quince años me parecía, y aún hoy sigue pareciéndomelo, que la actividad mental que llamamos memoria y la que llamamos imaginación comparten los mismos procesos mentales. Ambas están estrechamente ligadas a las emociones y, cuando son conscientes, a menudo adoptan la forma de relatos. Emoción, memoria, imaginación, relato: todos vitales para nuestros paisajes mentales subjetivos, fundamentales para la literatura y el psicoanálisis y, mucho más recientemente, un tema clave para la neurociencia.
Desde que Platón expulsara a los poetas de su República, los filósofos han debatido sobre el papel de la imaginación y su vínculo con la memoria. Tradicionalmente, la imaginación hace referencia a las imágenes mentales que evocamos en nuestra mente, en oposición a la percepción directa. Para pensadores tan distintos como Aristóteles, Descartes, Kant y Hegel, la imaginación ocupaba un espacio intermedio entre los sentidos y el intelecto. San Agustín relacionaba la imaginación tanto con la emoción como con la voluntad. La voluntad dirige la visión interior hacia los recuerdos, pero también los transforma y los recombina para crear algo nuevo. En las Confesiones escribe: «También las afecciones o pasiones del alma tienen su lugar en mi memoria, pero no están en ella de aquel modo como en el alma cuando las padece, sino de otro muy diverso, y según corresponde al oficio y facultad de la memoria». Todas las emociones están allí, nos dice San Agustín (deseo, alegría, miedo y tristeza), y todas pueden ser convocadas por la mente, pero «¿quién convocaría voluntariamente a la tristeza o al miedo si cada vez que lo hiciéramos tuviésemos que sentir miedo o tristeza? Es cierto que no hablaríamos de ellas, ni podríamos nombrarlas, si no halláramos en nuestra memoria no solamente las voces significativas de tales pasiones (las cuales se representan en las imágenes impresas en la memoria por los sentidos del cuerpo), sino también las nociones o ideas de las mismas cosas».[114]
Los pensamientos de San Agustín siguen siendo contundentes: recordar no es lo mismo que percibir. Recordamos lo que hemos percibido, pero necesitamos de las ideas o los conceptos y de los nombres, del lenguaje, para reconocer y organizar el material que hemos recordado. El filósofo e historiador italiano del siglo XVII Giambattista Vico consideraba la memoria y la fantasía como partes de la misma facultad originada en las percepciones sensoriales. Escribió que la imaginación es «memoria dilatada o compuesta» y que la memoria, las sensaciones y la fantasía son facultades del cuerpo. «Es cierto que estas facultades tienen relación con la mente, pero están arraigadas en el cuerpo y de él extraen su fuerza», insiste.[115]
El comentario de Vico guarda un sorprendente parecido con la fenomenología del filósofo francés del siglo XX Maurice Merleau-Ponty (1908-1961), que entendió la imaginación como una realidad incorporada, dependiente de percepciones sensoriales, pero que nos permite, no obstante, acceder a espacios posibles e incluso ficticios, l’espace potentielle, «el espacio potencial». D. W. Winnicott utilizó el mismo término en relación con sus ideas sobre el juego y la cultura. A diferencia de otros animales, el ser humano es capaz de habitar en mundos ficticios, apartarse del presente fenomenológico e imaginarse a sí mismo en otro lugar. Las ratas, incluso los caracoles marinos, recuerdan, pero no pueden recordarse a sí mismos como personajes en un pasado o proyectarse hacia un futuro imaginario.
¿Cómo concebimos la imaginación hoy en día? Desde Galeno, en el siglo II, hasta Descartes y su glándula pineal, donde situaba la phantasie o imaginación, en el siglo XVII, desde la frenología en el siglo XIX hasta el Proyecto inacabado de Freud, próximo a los albores del siglo XX, los pensadores han buscado las localizaciones anatómicas de las funciones mentales. No hemos resuelto el misterio de la imaginación o lo que ahora se denomina el problema cerebro/mente. Términos tales como representaciones neurales, correlativos y sustratos para los fenómenos psicológicos no resuelven la laguna explicativa, sino que la evidencian. Existe una vasta bibliografía sobre el tema y unos debates encarnizados. No parece que haya una solución inminente. Basta decir que nuestra experiencia subjetiva interior de las imágenes mentales, los pensamientos, los recuerdos y las fantasías no guarda ningún parecido con las realidades objetivas de las regiones cerebrales, las conexiones sinápticas, los neuroquímicos ni las hormonas, a pesar de lo estrechos que sean sus vínculos.
Yo no voy a resolver aquí el problema psique/soma, pero puedo insistir en aquella antigua frase mía: Escribir ficción es como recordar algo que nunca ha sucedido o, expresado de otra manera: ¿En qué se parecen recordar e imaginar y en qué se diferencian?
Es inevitable que el novelista, el psicoanalista y el neurocientífico tengan opiniones distintas de la memoria y la imaginación. Para el novelista, todo el trabajo lo realiza la historia que se cuenta. Cuando escribo ficción lo que me preocupa es lo que me parece que está bien y lo que me parece que está mal. Mientras trabajo me vienen imágenes a la cabeza, igual que cuando recuerdo. A menudo uso como telón de fondo paisajes, habitaciones y calles que existen en la realidad para situar la acción de mis personajes de ficción. Me guío por la historia, por la creación de una narración que yo sienta como auténtica desde un punto de vista emocional, más que literal. La novela desarrolla una lógica interna propia, regida por mis sentimientos.
Para el analista son cruciales los recuerdos personales del paciente, pero también lo son las fantasías y los sueños. Existen dentro de la atmósfera de diálogo de la consulta del analista y de la estructura de abstracción conceptual que el psicoanalista aporta a su trabajo. Cuando éste escucha los recuerdos de un paciente, tiene muy presente la de idea de Nachträglichkeit de Freud, que James Strachey tradujo al inglés como deferred action (acción diferida). Un paciente adulto puede recordar cosas de cuando tenía cinco años, pero esos recuerdos han sido reconfigurados con el paso del tiempo. El analista estará atento a los temas y defensas que se repiten en el monólogo de su paciente, pero también a la cadencia de su voz, a las vacilaciones y, si el paciente está frente a él, a los movimientos y gestos del cuerpo. Lo que se crea entre el analista y el paciente no es necesariamente un relato que representa unos hechos históricos, sino que reconstruye un pasado transformándolo en una narración que ayuda a explicar racionalmente unas emociones y unas neurosis perturbadoras. Igual que sucede con el novelista, tanto el paciente como el analista deben sentir la narración; tienen que sentirla dentro de sí mismos como algo auténtico desde el punto de vista emocional.
El neurocientífico está formado para concebir la memoria subjetiva y los actos creativos a través de categorías objetivas, con las que espera revelar las realidades neurobiológicas de un ser que recuerda e imagina. Es probable que, basándose en Endel Tulving y en otros, divida la memoria en tres categorías: 1) memoria episódica, recuerdos personales (autobiográficos) conscientes que pueden ser localizados en un tiempo y lugar determinados; 2) memoria semántica, recuerdos impersonales de todo tipo de información (los gatos tienen pelo, Kierkegaard escribió bajo seudónimo), y 3) memoria procedimental, habilidades adquiridas inconscientemente (montar en bicicleta, coger un vaso, escribir a máquina).[116] Como investigador de la memoria conocería la obra de Joseph LeDoux sobre las conexiones sinápticas imperecederas que la emoción forma en la memoria, el miedo en particular,[117] y sabría que no sólo consolidamos los recuerdos en nuestro cerebro, también los reconsolidamos. Aunque es poco probable que nuestro neurocientífico haya leído a Freud en profundidad, sin darse cuenta coincidiría con él en que no existe un recuerdo «auténtico» que nos permita recuperar el suceso original; los recuerdos autobiográficos están sujetos a cambios. Por último, sus sentimientos subjetivos son irrelevantes para su trabajo, al menos desde el punto de vista teórico.
En estas tres profesiones hallamos las dos formas de pensamiento humano que William James llamaba, en su ensayo «Intelecto animal y humano», pensamiento narrativo y razonamiento.[118] Jerome Bruner, recurriendo a un término filosófico, los ha llamado dos modalidades, es decir, clases naturales diferentes.[119] Los novelistas piensan en las historias. Los analistas usan tanto el pensamiento narrativo como el pensamiento paradigmático del razonamiento. Los científicos pueden usar como ejemplo un historial médico, pero su obra se lleva adelante sin historia. El razonamiento es secuencial, pero no depende de una representación temporal. La narrativa está arraigada en lo temporal. A diferencia del fluir característico de la narrativa, las categorías científicas son estáticas. La memoria y la imaginación deben enfocarse desde la perspectiva de una tercera persona y enmarcarse dentro de una taxonomía más amplia. En la modalidad del razonamiento, las definiciones son fundamentales y, por lo tanto, es un campo de batalla frecuente. La experiencia en primera persona es vital para la narrativa, porque siempre hay un agente cuya subjetividad e intencionalidad son parte del movimiento de la historia, narrada desde una perspectiva u otra. En la ciencia, el sujeto es anónimo y normativo.
¿Qué significa el punto de vista de una tercera persona? Los científicos no pueden salir de sus cuerpos y convertirse en Dios, más allá de lo que podríamos cualquiera de nosotros. Los científicos se proponen evitar enfoques subjetivos a través de un acuerdo, muy poco estudiado, sobre lo que Thomas Kuhn llama, en La estructura de las revoluciones científicas, un paradigma (lo esencial de una teoría aceptada, que suele cambiar con el tiempo, a menudo tras grandes convulsiones) y de un consenso explícito en cuanto a la metodología.[120] Aunque el propio Freud nunca usó la palabra neutral, la idea del analista neutral está directamente importada de las ciencias naturales. El narrador omnisciente de algunas novelas juega este papel cuando mira a sus personajes y sus locuras desde lo alto, pero los lectores sabemos que, por más listo que sea el narrador creado por Henry Fielding en su novela Tom Jones, no es Dios. De hecho, para adoptar una voz distante e impersonal casi todos los estudios académicos recurren a la perspectiva de la tercera persona. Hay un autor o incluso varios autores, que, como personas, desaparecen del texto. Pero, como sostiene Kuhn en su libro, la neutralidad perceptiva no existe. La historia de la ciencia, del psicoanálisis y, por supuesto, de la novela deja esto muy claro. Esta verdad no obstaculiza los descubrimientos ni las innovaciones; sólo matiza la epistemología con algunas puntualizaciones.
Como señala San Agustín, si no tuviéramos nombres e ideas para las cosas, no podríamos hablar de ellas. Tanto el razonamiento como las modalidades narrativas del pensamiento crean representaciones lingüísticas. Existen en lo que el lingüista Émile Benveniste llama un eje pronominal del discurso.[121] El yo implica un tú, incluso cuando ese yo sólo está sumido en su fuero interno. Las luchas en el campo del lenguaje son tan encarnizadas como las luchas en el campo cerebro/mente. ¿Hay una gramática universal como sostenía Noam Chomsky? ¿No tenía razón Wittgenstein al señalar la imposibilidad de un lenguaje privado? ¿Cómo se adquiere el lenguaje y cuál es exactamente su relación con nuestros recuerdos y fantasías? No hay consenso. Yo simpatizo con la postura de A. R. Luria que defiende que el advenimiento del lenguaje reordena el paisaje mental.[122] Cualesquiera que sean las capacidades innatas que tengamos para aprender el lenguaje (que está tanto fuera como dentro del sujeto), éste juega un papel crucial en nuestra autoconciencia reflexiva, en nuestra transformación de criaturas que no sólo dicen «Yo recuerdo», sino también «¿Qué pasaría si…?».
Codificamos las experiencias perceptivas en la memoria consciente a través de la localización (dónde y cuándo sucedió) y de la interpretación, es decir, en el contexto más amplio de la propia vida. En nuestra memoria autobiográfica, igual que en un espejo, nos convertimos en otros para nosotros mismos. Aun cuando no nos veamos a nosotros en tercera persona, hemos proyectado nuestro ser hacia algún momento del tiempo. Como señala Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción: «Siempre hay una distancia entre el ser que analiza la percepción y el ser que percibe.»[123] Afirma que existe una diferencia, recurriendo a la distinción que hace Hegel, entre el «en sí» y «para sí» (für sich).[124] Cuando recuerdo de forma activa algo de mi pasado, recurro a lo que San Agustín llamaba la «voluntad». Así es, de hecho, como Aristóteles diferenciaba la memoria humana de la animal. Sólo nosotros, las personas, somos capaces, por mera voluntad, de retroceder en el tiempo mentalmente.
En su mayor parte, los recuerdos almacenados en nuestra memoria episódica se han convertido en relatos. En Tiempo y narración, Paul Ricœur sostiene que la narración consiste en «aunar» diferentes acciones temporales o episodios,[125] tanto de la vida real como de la ficción, en un todo que tenga significado. Y yo creo que ese significado está cimentado, de forma crucial, en la emoción. Parece lógico que la narración, una forma ubicua del pensamiento humano, se centre en aquello que es coherente y descarte lo que no significa nada, en una imitación de la memoria misma. Yo suelo olvidar todo lo que me resulta indiferente. Las historias surgidas de la memoria y de la ficción también están hechas de ausencias, de todo el material descartado.
Ya en 1895 los psicólogos Alfred Binet y Victor Henri estudiaron la memoria de un grupo de niños a la hora de retener unas listas de palabras que no estaban relacionadas entre sí, frente al recuerdo de fragmentos que narraban algo coherente.[126] Los niños recordaron mucho mejor los fragmentos de texto, pero se los contaban a los examinadores usando sus propias palabras. Podríamos decir que habían retenido la fábula, recurriendo a un término de los formalistas rusos. Cenicienta puede ser contada de muchas formas diferentes y los detalles pueden variar, pero la fábula, el esqueleto del relato, continúa siendo el mismo. La modalidad narrativa contextualiza el significado o valencia inherente a cada emoción. Reúne y da sentido a elementos afectivos y sensoriales dispares.
Sin embargo, la idea de San Agustín de que la emoción se calma en la memoria es algo de una exactitud abrumadora en lo referido a nuestros recuerdos episódicos. El apaciguamiento de las emociones relacionadas con dichos recuerdos es algo incorporado a la naturaleza de este tipo de memoria, porque los recuerdos se transforman rápidamente en narración. El material afectivo original se reestructura para después ser contado como un relato un poco cambiado. Gran parte, si no la totalidad, de esta reestructuración se produce inconscientemente. Cuando yo recuerdo, por ejemplo, que en 1982 estuve internada ocho días en un hospital por causa de una terrible migraña que duró varios meses, no vuelvo a revivir el dolor ni la angustia que entonces sentí, a pesar de que las imágenes que guardo en la memoria tienen el tono gris de la tristeza.
Ya no recuerdo el día a día en el hospital, sólo algunos momentos destacados (una enfermera que parecía creer que los que padecíamos migrañas éramos neuróticos o que nos hacíamos los enfermos; los internos que me preguntaban una y otra vez quién era el presidente del país; y mi médico que parecía exasperado porque yo no mejoraba). Recuerdo estar tumbada en la cama del hospital, pero no cómo era la habitación. Aun así, tengo una imagen mental que probablemente sea una combinación de otras habitaciones de hospitales donde he estado o que he visto en películas. Conservamos hechos emocionales memorables en un escenario visual lógico, pero puede que lo que veamos mentalmente no conserve mucho parecido con la realidad. Lo que he retenido es la historia y unas pocas imágenes mentales útiles, pero gran parte ha desaparecido de la versión verbal.
El hecho de haber usado esa estancia en el hospital en mi primera novela, Los ojos vendados, complica aún más las cosas porque convertí en ficción un episodio de mi vida, un episodio que, por supuesto, mi memoria también ya había modificado con anterioridad en su propia narración. Tanto la historia dentro de mi memoria como la novela fueron creadas inconscientemente. Además, tampoco recuerdo en realidad cómo era yo con veintisiete años. Ha pasado demasiado tiempo. Puedo cambiar sin problemas de escena y verme en tercera persona, una joven rubia y pálida, embotada de tanto tomar Thorazine, con la mirada clavada en el techo. El capítulo del hospital que aparece en Los ojos vendados, fue utilizado en la película La chambre de magiciennes, del director francés Claude Miller. Mis experiencias en el hospital Mount Sinai en 1982 generaron tres relatos con la misma fábula: mi propia memoria narrativa de un hecho real, la historia de mi personaje en la novela basada en ese hecho y la historia de mi personaje en la película, encarnado por la actriz Anne Brochet. Todas son diferentes y todas están construidas como narraciones, que forman parte de lo imaginario, de los procesos fabuladores inherentes a los recuerdos surgidos de una reflexión autoconsciente.
Las investigaciones realizadas por la neurociencia en el campo de la imaginación son limitadas. Sin embargo, un estudio llevado a cabo en 2007 en pacientes con lesiones bilaterales en el hipocampo concluyó que los daños afectaban a la memoria de los pacientes y también a su imaginación. Ese mismo año se publicó otro estudio dirigido por el mismo equipo, formado por D. Hassabis et al., en la revista The Journal of Neuroscience. Dicho estudio, «Utilización de la imaginación para comprender la base neural de la memoria episódica», basado en imágenes de RMf concluía: «… se ha demostrado que, durante la activación tanto del recuerdo en la memoria episódica como de la visualización de experiencias ficticias, participa una amplia red cerebral, incluido el hipocampo».[127] La parte del cerebro que se activa es una gran red cortical, también implicada en funciones cognitivas de «alto nivel», no sólo en la memoria episódica, sino en pensamientos de futuro, orientación espacial, teoría de la mente y en el sistema por defecto. A los participantes se les asignaban tres tareas clasificadas como recuerdo, recreación e imaginación. Se les pedía, en particular, que intentaran mantener una neutralidad emocional en todos esos escenarios.
Los autores dividían la memoria episódica en lo que llamaban «componentes conceptuales», entre los que estaban el sentido subjetivo del tiempo, la estructura narrativa y el autoprocesamiento. Aunque yo apoyo con entusiasmo dicha investigación y creo que la memoria episódica y la imaginación están esencialmente conectadas, me gustaría centrarme en uno solo de sus componentes: el autoprocesamiento. Los autores plantean la hipótesis de que habrá más autoprocesamiento en escenarios autobiográficos que en otros imaginarios. Una idea razonable, hasta que uno se pregunta qué es exactamente el autoprocesamiento. ¿Cómo es posible que yo no me vea implicada en una historia imaginaria que yo misma estoy creando sobre ti, sobre él o sobre ella? ¿No están todas esas narraciones (recordadas, recreadas o imaginadas) relacionadas conmigo, no son una parte de mi experiencia subjetiva? Además, ¿no están todas esas narraciones representadas, al menos en parte, a través del lenguaje y, por lo tanto, localizadas en el eje del discurso? No existe un yo pronominal sin un tú. Cuando pienso en ti, ¿no eres tú una parte de mí? ¿Qué es lo que se procesa en este caso? ¿No le vendría bien a la neurociencia ver lo que hacen otras disciplinas para así poder refinar la imprecisión de esta idea? ¿No podría ser útil a este respecto el concepto fenomenológico de un yo incorporado? ¿Y no podría serlo también la teoría psicoanalítica, con sus objetos internos, transferencia y contratransferencia? Incluso con su efecto apaciguador, ¿pueden la imaginación y la memoria episódica estar totalmente divorciadas de la emoción?
En un exhaustivo análisis publicado en el año 2009 en la revista Psychological Review y que realizaron Dorothée Legrand y Perrine Ruby sobre diversos estudios de neuroimágenes, relacionados con el autoprocesamiento en oposición al otroprocesamiento, las investigadoras afirman: «Los autores de los estudios antes mencionados […] planteaban como hipótesis que un sustrato cerebral dado debía ser activado más sistemáticamente por el yo que por el no-yo. Nuestro análisis demuestra que la red cerebral que ellos señalan no presenta tal perfil funcional.»[128] Yo sugiero educadamente que muchos de los investigadores estudiados por Legrand y Ruby se habían perdido en la jungla filosófica del yo. A mí me parece que distinguir entre autoprocesamiento y otro-procesamiento, a un nivel figurativo explícito de la narración imaginaria y episódica, es algo totalmente forzado.
En un fascinante estudio realizado en 2011, «El yo corporal: un conocimiento implícito de lo explícitamente desconocido», Frassinetti, Ferri, Maini y Gallese llevaron a cabo dos experimentos para desentrañar la siguiente cuestión: «Comparamos directamente el conocimiento implícito y explícito del yo corporal para probar la hipótesis de que la autoventaja corporal (es decir, la facilitación a la hora de discriminar el yo cuando se lo compara con los efectores corporales de otras personas) es la expresión de un conocimiento corporal implícito.»[129] En el primer experimento se les proporcionaba a los sujetos tres fotografías amontonadas una sobre otra, fotografías de los pies y manos de ellos mismos y de otras personas, así como de objetos pertenecientes a ellos o a otras personas (teléfonos móviles y zapatos). Se les pidió que hicieran coincidir la imagen inferior o superior con la fotografía o «referencia» central. En la realización de esta tarea se evidenció una autoventaja clara. En otras palabras, a las personas les resultaba mucho más fácil hacer coincidir las partes de su propio cuerpo que las que correspondían a los demás. Esta ventaja no servía en el caso de los objetos. En el segundo experimento no había una imagen que actuara como referencia, sólo una caja blanca vacía. En esta ocasión se le preguntaba al sujeto cuál de las dos imágenes que quedaban eran su propia mano, su propio pie, su móvil y su zapato. En este caso no sólo no existió ninguna autoventaja, sino que se presentó una autodesventaja a la hora de reconocer las partes del propio cuerpo, que no se evidenció en el reconocimiento de los objetos de su propiedad.
La hipótesis es que, en la primera tarea, se pone en funcionamiento una representación motora inconsciente de nuestro cuerpo, mientras que, para la tarea explícita, tiene que recurrirse a lo que los autores llaman «identidad corporal». La identidad corporal (o lo que Shaun Gallagher llama imagen corporal en How the Body Shapes the Mind) es una idea consciente y no inconsciente.[130] Es la percepción del yo como otro. En la tarea explícita la respuesta no es automática, la persona tiene que pensarla, y pensar suele implicar una construcción lingüística, así como una visual. ¿Es ése mi pie? ¿Es el de otro? Vale la pena reproducir la conclusión de los autores. «En su conjunto, los resultados que hemos obtenido demuestran, por primera vez, que la representación de nuestros efectores corporales no sólo es diferente a la forma en que representamos los objetos animados, sino que, y aún más importante, podemos acceder a ella al menos de dos maneras diferentes, una implícita y la otra objetiva, como un enfoque en tercera persona.»[131] Esta distinción entre inconsciente/consciente es primordial para comprender lo que los especialistas en neuroimagen denominan «autoprocesamiento».
William James dijo que todos los recuerdos personales tienen «calidez e intimidad».[132] Usando el término latino para la individualidad o identidad, mis recuerdos tienen ipseidad. Pero también la tienen mis fantasías, las experiencias indirectas que tengo mientras leo, mis pensamientos acerca de los demás, mis sentimientos hacia mis personajes de ficción y mis sueños. La «calidez e intimidad» descrita por William James, ese sentido de posesión, no es neutral desde el punto de vista emocional. Y, como afirmase Freud en La interpretación de los sueños, por más extrañas e irracionales que sean las tramas de nuestros sueños, las emociones que sentimos no son ficticias. Freud cita a Stricker, investigador de los sueños: «Si tengo miedo de los ladrones en un sueño, es verdad que los ladrones son imaginarios, pero el miedo es real.»[133]
Aunque la magdalena mojada en el té de Proust es un ejemplo conocido por casi todo el mundo, lo interesante de esa referencia no es que la magdalena desencadene en el narrador una sucesión de recuerdos de su infancia, sino que, al principio, el sabor le produce sólo sentimientos. «Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba…, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo». Sólo después de que pase ese arrebato de sensaciones el narrador de Proust se pregunta: «¿Qué significaba todo aquello?»[134] Ese significado, que explora en la narración en primera persona de En busca del tiempo perdido, reside en las fluctuaciones de la experiencia subjetiva de un yo emocional en el espacio y en el tiempo. Primero el narrador percibe y siente. Está inmerso en la conciencia prerreflexiva de una realidad sensual que, al mismo tiempo, es como recordar. Sólo después reflexiona sobre ello y esa reflexión requiere concebirse como un objeto para sí mismo, de igual modo que concibe a los demás. Entonces, ¿no es razonable que no pueda diferenciarse el «auto-procesamiento» del «otro-procesamiento» en el nivel consciente y explícito de la narración?
El yo narrativo es el yo en el tiempo. Estamos inmersos en el tiempo, no necesariamente el marcado por el reloj, aunque los adultos nos organicemos a partir de él, ni tampoco el tiempo de la física. Vivimos en un tiempo subjetivo, el tiempo secuencial de nuestra conciencia y lo que suceda antes se convierte en el modelo de lo que esperamos que suceda después. A través de la repetición, las percepciones pasadas crean otras futuras. En una de sus lecciones de 1925 sobre psicología fenomenológica, Edmund Husserl escribe que cada «percepción momentánea es la fase nuclear de una continuidad, una continuidad de retenciones que sufren correcciones momentáneas, por un lado, y un horizonte de lo que vendrá, por otro: un horizonte de protensión, que se nos revela y se caracteriza como lo que nos va llegando y clasificándose constantemente».[135] Estamos reteniendo y proyectando de continuo y el presente siempre lleva consigo la densidad del antes y del después. Husserl, influenciado por William James, sostiene que la experiencia del tiempo, esa corriente perceptiva, viene siempre dada desde una perspectiva en primera persona. Mi sobrino Ty descubrió algo sorprendente a la edad de cinco años, cuando iba sentado en el coche de sus padres. Miró la carretera que iban dejando atrás y gritó: «¡Eso es el pasado!» Luego se volvió hacia la carretera que estaba por delante y gritó: «¡Eso es el futuro!» El centro de referencia de esa realidad en constante fluir era, por supuesto, el mismo Ty.
Ahora sabemos que hay una forma de tiempo, o mejor dicho, de experimentar el tiempo, que también es parte de la más tierna infancia. El psicoanálisis, los estudios de los patrones de apego y la tarea de los investigadores de la primera infancia, como Daniel Stern, han sido vitales para nuestra notación de lo que podría llamarse la música intersubjetiva de los principios de la vida, las melodías preverbales de las primeras interacciones humanas. Como postulara John Bowlby, estos ritmos de relación son cruciales y afectan a la regulación de la vida posterior. En un estudio empírico de interacciones vocales adulto-neonato titulado Rhythms of Dialogue in Infancy los autores parten de una dualidad de comunicaciones tempranas. El análisis matizado de la dialéctica rítmica entre madre e hijo proporciona la base para las experiencias cognitivas y sociales venideras del niño, al formar, según los autores, «expectativas temporales».[136] Estas expectativas emocionales y corporales forman la base del eje del discurso y del yo narrativo. Las percepciones prerreflexivas conscientes de un bebé dentro de un relato argumental todavía no son suyas. De todas formas, estas métricas corpóreas profundamente establecidas, los ritmos motosensoriales del yo y del otro, se funden con el temperamento genético en el crecimiento sináptico dinámico que acompaña el aprendizaje emocional temprano. En su libro Affective Neuroscience, Jaak Panksepp escribe:
Yo diría que, desde una perspectiva psicológica, el principal desarrollo (en las interacciones de un niño con su mundo) dentro de la evolución emocional radica en los lazos de los valores afectivos internos con las nuevas experiencias vitales. Sin embargo, además de los procesos epigenéticos relacionados con la experiencia emocional personal de cada individuo que conducen a hábitos y rasgos emocionales únicos, se da también un despliegue neurobiológico espontáneo de sistemas emocionales y conductuales durante la infancia y la adolescencia.[137]
Somos criaturas de un tiempo subjetivo basado en los diálogos mudos de la primera infancia, que después se desarrollarán a través del lenguaje y de su consecuencia natural, el relato. A pesar de la importancia del yo narrativo, no puedo estar más de acuerdo con Dan Zahavi, que escribe en su libro Subjectivity and Selfhood: «¿Es legítimo reducir nuestra identidad a aquello que puede ser narrado?» Y añade a continuación: «El narrador impondrá inevitablemente un orden a los hechos de la vida que no lo poseían mientras eran vividos.»[138] La «esencia preciosa» de Proust, que no es otra cosa que él mismo, según el escritor, presenta resonancias de la modificación que hace Panksepp del famoso cogito ergo sum de Descartes, para transformarlo en siento, luego existo. En «La naturaleza neural del YO primario», Panksepp sitúa ese YO primario en el tallo cerebral: «… la capacidad para experimentar los afectos primerizos podría constituir un antecedente esencial de la previsión, la planificación y, por ende, de la intencionalidad premeditada».[139] Yo añado a esa lista la narración. En su nuevo libro Y el cerebro creó al hombre, Antonio Damasio discute su proto-yo que produce «sentimientos primordiales» como reflejo de la realidad homeostática, «en una escala que oscila desde el placer hasta el dolor y tienen su origen en el tallo cerebral, no en la corteza. Todos los sentimientos de una emoción son complejas variaciones musicales sobre los sentimientos primordiales».[140]
En Los instintos y sus destinos (1915), Freud proponía su propio modelo homeostático del yo primitivo como un organismo que puede discriminar entre exterior e interior a través «de la eficacia de su actividad muscular». Para Freud, en la regulación de los impulsos internos y de los estímulos externos está el origen de todos los sentimientos. «Incluso el aparato mental más altamente desarrollado», escribe, «está regulado automáticamente por los sentimientos pertenecientes a la serie placer-dolor.»[141] A partir de este sentimiento primario del yo se desarrolla un yo reflexivo, consciente, que recuerda, que es imaginativo y narrativo.
Shaun Gallagher también plantea un yo mínimo o un «yo primario incorporado» ya presente en la realidad corpórea motosensorial de un organismo que es consciente de sus propios límites.[142] Los estudios realizados sobre imitación e imitación diferida en los lactantes dan crédito a la idea de que un recién nacido tiene una mayor conciencia de su separación de los demás y del entorno de lo que se creía en el pasado.[143] Cómo se desarrolla exactamente la memoria en los bebés es un tema controvertido. ¿Qué efectos tienen en ese desarrollo una parte frontal del cerebro y un hipocampo inmaduros, así como una mielinización incompleta? ¿Qué significan exactamente la memoria explícita y la implícita en un lactante preverbal? ¿Qué papel juegan la imitación, el reflejo especular y el lenguaje? ¿Cómo formulamos la realidad de la conciencia de un bebé? ¿Cómo se relaciona con un yo mínimo o primario? ¿Cuándo el en sí se convierte en para sí? ¿Qué es la neurofisiología de la percepción del tiempo y cómo se desarrolla? Todas estas interrogantes permanecen sin respuesta.
Narratives from the Crib (Narraciones desde la cuna), editado por Catherine Nelson, se basa en los monólogos de Emily Oster grabados antes de que se durmiese desde los veintiún hasta los treinta y seis meses de edad. Esos soliloquios son ejemplos excepcionales de lo que Vygotsky llamaba discurso íntimo,[144] el estadio previo al establecimiento del discurso interior. Escuchamos a una locutora que comenta, paso a paso, todo aquello que todavía no ha sido interiorizado. A continuación podemos leer un monólogo de Emily cuando tenía veintiún meses. Está hablándole a su muñeca. Lo he truncado levemente.
Bebé no de noche
Porque bebé llora
Bebé no come todo en en en esto
No como brócoli no
Así mi bebé cena
Entonces bebé pone malo
Bebé no cena…
Brócoli zanahorias porque arroz
Emmy no cena
Brócoli sopa porque
Bebé no duerme
Bebé duerme toda la noche.[145]
No hay tiempos verbales que fijen el pasado, el presente y el futuro ni un «Yo» pronominal. Hay un bebé en tercera persona y una Emmy en tercera persona, personajes que se mezclan en lo que podría llamarse una protonarración. Emily se representa verbalmente como un agente para sí misma y describe una serie de acciones para dar sentido a su emoción: el recuerdo de no sentirse bien, de no comer y de no poder dormir. La «Emmy» en tercera persona precede al «yo» en primera persona debido a una autoconciencia reflexiva, una realidad «para sí», que surge del hecho de verse a sí misma como la ven otros, esos otros vitales que reconocen a Emmy como agente y actor dentro del mundo. En un monólogo posterior, cuando tenía veintiocho meses, la pequeña se imagina a sí misma en un lugar ficticio, en el futuro, para manejar la angustia que le provoca lo que vendrá. «Nosotros vamos al mar / el mar está un poco lejos […] / creo que está a un par de manzanas.»[146] Tras una serie de asociaciones entre las que se incluyen una nevera sumergida en el agua y un río, la niña imagina que la muerden unos tiburones. La emoción rige la fantasía pero su discurso permite el florecimiento de la creación especulativa mientras se encuentra a salvo en su cuna, lejos de los tiburones que pueblan su mente. Los monólogos de Emily se analizan en profundidad a lo largo del libro, pero hay dos puntos que no se mencionan, quizás por ser demasiado obvios: tener un narrador, externo y expresado o interno y silencioso, es una forma de estar en compañía de uno mismo. En el lenguaje el yo está siempre en contacto con la otredad, aunque sólo sea por el hecho de estar representado.
Algunas memorias no tienen narrador ni tiempo excepto el presente. En 1961, cuando mi prima Nette tenía un año de edad, viajó con sus padres y su hermana a África. Su padre, mi tío, era médico en Bumbuli, entonces Tanganica. Nette aprendió swahili, un idioma que después olvidó. A los tres años regresó con su familia a Noruega. Nette no retuvo ningún recuerdo consciente de África, pero en 2007 visitó Tanzania con su marido, Mads. Nada más poner pie en Bumbuli le invadió una sensación de familiaridad. Los olores, colores y sonidos contribuyeron a crear la embriagadora sensación de haber vuelto a casa. Una tarde Nette y Mads se cruzaron con algunas colegialas en la calle y, aunque no hablaban el mismo idioma, se comunicaron a través de sonrisas, risas y gestos. Mads le dijo a Nette que tararease la melodía que recordaba de su infancia, una canción que su familia acostumbraba a cantar junta, pero cuya letra ella no recordaba. Cuando las niñas oyeron la melodía empezaron a cantarla y, para su sorpresa, Nette se puso a cantar con ellas. Una tras otras las olvidadas estrofas en swahili afloraron a su memoria y Nette las cantó feliz a viva voz. En aquel instante de desbordante recuerdo parecieron esfumarse los cuarenta y un años transcurridos. La mujer de cuarenta y cuatro años se encontró con la niña que llevaba dentro.
Este recuerdo no es episódico y, sin embargo, lo he contado como un relato, la recuperación de las estrofas de la canción y el entusiasmo que embargó a mi prima no es una narración, sino una forma de memoria involuntaria. El neurólogo del siglo XIX John Hughlings Jackson llamó automatismos a esta clase de conocimientos adquiridos por repetición. El automatismo es propioceptivo, relacionado con la orientación del cuerpo en el espacio, lo que Merleau-Ponty llamó un esquema corporal, e implica a las capacidades motosensoriales. El contexto perceptivo (visual, auditivo y olfativo) actuó como impulso y las palabras en swahili, antes conocidas pero luego olvidadas, afloraron automáticamente. La irrupción de los recuerdos acompañados de un estallido de alegría tiene un significado en sí. El afecto marca la experiencia con una valencia, positiva o negativa, que es parte de la serie placer-dolor. Es algo puramente fenomenológico y prerreflexivo hasta que nos planteamos: ¿qué significaba todo aquello?
Sin lugar a dudas, la forma más espectacular de memoria involuntaria, corporal e irreflexiva es el flashback. Después de un accidente automovilístico, tuve flashbacks durante cuatro noches seguidas, que hacían que me despertara sobresaltada. Inflexible, repetitivo y aterrador, ese recuerdo era una experiencia renovada moto-sensorial-visual del accidente. Según sostienen los psicoanalistas Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière en su libro Historia y trauma, esta forma de recuerdo traumático se localiza fuera del tiempo y del lenguaje.[147] No se sitúa en el pasado. Es el tipo de recuerdo que San Agustín decía que nadie desea tener. También afirmaban lo mismo los neurobiólogos Van der Kolk y Saporta en un estudio realizado en 1993. «Es posible que estas experiencias estén codificadas en un nivel motosensorial sin una localización propia en el espacio ni en el tiempo. Por lo tanto, no pueden ser traducidas fácilmente al lenguaje simbólico necesario para una recuperación lingüística.»[148] Traducir algo a palabras requiere una localización en el espacio y en el tiempo, también requiere un distanciamiento y quizás, irónicamente, una mayor mutabilidad del recuerdo. Dicha mutabilidad ayuda a potenciar los aspectos apaciguadores y creativos de la narración, ya sea en la memoria o en la ficción.
En Más allá del principio del placer, Freud cita a Kant, para quien «tiempo y espacio son “formas necesarias del pensar”», y añade: «Hemos descubierto que los procesos mentales inconscientes son en sí mismos “atemporales”. Esto significa, en primer lugar, que no están ordenados temporalmente, que el tiempo no los cambia en ningún sentido y que la idea de tiempo no puede aplicárseles.»[149] A diferencia del proceso secundario, aquello que Freud llamó el proceso primario no diferencia pasado, presente ni futuro. Vislumbramos esta forma de pensamiento arcaico en los sueños, que son más concretos, emocionales y asociativos que el pensamiento despierto, y también en los monólogos de la infancia temprana de Emily, en los que el tiempo subjetivo todavía no está totalmente codificado en el lenguaje.
No es sorprendente que la creatividad sea en su mayor parte inconsciente. Hace ya tiempo que el psicoanálisis sabe que somos unos extraños para nosotros mismos; además, la idea de la percepción inconsciente lleva entre nosotros, al menos, desde Leibniz, en el siglo XVII. Toda la creatividad en ambas modalidades del pensamiento (razonamiento y narración) tiene su origen en esa dimensión atemporal de la experiencia humana o, yo diría, en una dimensión con un tiempo motosensorial, pero no con uno autorreflexivo. En una carta a Jacques Hadamard, Albert Einstein escribió que ni el lenguaje ni «ningún otro tipo de signos que puedan comunicarse a los demás» constituían rasgos importantes de su pensamiento. Afirmaba que su obra era resultado de «un juego asociativo», cuya característica era «visual y motriz» y que tenía una «base emocional».[150] En 1915 Henri Poincaré, el gran matemático, señaló los orígenes inconscientes de su propia obra:
El yo subliminal juega un papel importante en la creación matemática […] hemos visto que el trabajo matemático no es puramente mecánico, que no puede ser realizado por una máquina, por más perfecta que sea. No es una mera cuestión de aplicar reglas, de hacer la mayor cantidad de combinaciones posibles de acuerdo con unas leyes determinadas. Las combinaciones obtenidas de ese modo serían excesivamente numerosas, inútiles y engorrosas.[151]
De vez en cuando, una fórmula, un poema, un ensayo o una novela surgen de pronto, como si soñáramos despiertos. El poeta Czesław Miłosz dijo en una ocasión: «Para ser franco, toda mi vida he estado poseído por un demonio y no acabo de entender del todo cómo tomaron forma los poemas dictados por él.»[152] William Blake dijo que su poema «Milton» «fue escrito al dictado […] sin premeditación y a veces contra mi voluntad».[153] Nietzsche afirmaba que algunos pensamientos le sobrevenían como la descarga de un rayo. «No tenía ninguna opción al respecto.»[154] Las últimas páginas de mi novela Elegía para un americano las escribí en trance. Parecían escribirse solas. Puede que tales revelaciones sean producto de muchos años de experiencias, lecturas, cavilaciones y aprendizaje, todos ellos laboriosos, pero, aun así, no dejan de ser revelaciones.
Hay que retroceder hasta la ciencia del siglo XIX para situar este fenómeno creativo. F. W. H. Myers fue un renombrado investigador de la realidad física y amigo de William James, que hoy ha caído prácticamente en el olvido. Su gran obra fue La personalidad humana. Su supervivencia y sus manifestaciones supranormales,[155] un título que sin duda contribuyó a su exclusión. Aun así, fue un pensador sutil que aplicó la idea de los automatismos a la creatividad. A diferencia de los automatismos habituales de Jackson, de las disociaciones patológicas de la histeria estudiadas por Pierre Janet o de la idea de sublimación de Freud, Myers sostenía que el material generado subliminalmente podía emerger de repente a la conciencia y que esta irrupción no tenía por qué ser producto de la histeria, de la neurosis ni de ningún otro trastorno mental.
La definición de creatividad según la investigación neurocientífica con la que me he topado una y otra vez es: «la producción de algo original y útil dentro de un contexto social dado».[156] ¿Útil? ¿Era considerada útil la obra de Emily Dickinson? Dentro del contexto social de su época, sus poemas radicales y rabiosamente innovadores no tenían cabida. ¿Son útiles ahora? Esta definición dada por la investigación debe de referirse a la creatividad según los términos corporativos del capitalismo tardío. Otro componente de la creatividad que figura en estos estudios es el del pensamiento divergente. En uno de los estudios se tomaban imágenes cerebrales mientras la mente «producía múltiples soluciones frente a diversos problemas». Cuanta más cantidad de soluciones, mayor es la creatividad, pero esto es obtuso, como señaló Poincaré de manera sucinta. No somos máquinas o computadoras, sino seres humanos guiados por una enorme cantidad de emociones percibidas e inconscientes.
A menudo me he preguntado por qué contar una historia de ficción y no otra. En teoría, el novelista puede escribir sobre cualquier cosa, pero no es así. Es como si la fábula estuviese ya ahí, esperando en la memoria, de donde hay que desenterrarla laboriosamente o darle rienda suelta y expulsarla de repente. Ese proceso no es el resultado exclusivo de la llamada cognición superior; no es puramente cognitivo o lingüístico. Cuando escribo veo imágenes en mi mente, siento el ritmo de mis frases, plasmo expectativas temporales y me guío por un sentimiento instintivo para reconocer algo como correcto o equivocado, unas sensaciones que no son diferentes a las que experimentaba como paciente cuando iba a psicoterapia. Después de la interpretación de mi analista, yo sentía un sobresalto al descubrir una verdad sobre mí misma, una verdad que no era una mera intelectualización, sino que siempre podía percibir su significado dentro de mí: Ay, por Dios, es verdad, y si es verdad, tengo que volver a escribir mi historia.
La ficción surge de la misma facultad que transmuta la experiencia en narraciones que recordamos explícitamente, pero que se formaron inconscientemente. Al igual que los sueños y los recuerdos episódicos, la ficción reinventa un material profundamente emocional y lo transforma en historias con significado, aunque en la novela los personajes y argumentos no tienen por qué estar sujetos a hechos reales. Y no tenemos que ser dualistas cartesianos para ver la imaginación como un puente entre un yo afectivo sensomotor atemporal y un yo cultural, lingüístico, lógico y/o narrativo, totalmente autoconsciente, asentado en las realidades subjetivas-intersubjetivas de tiempo y espacio. Escribir ficción, crear un mundo imaginario, se parece a recordar algo que nunca ha sucedido.
2010