EXCURSIONES A LAS ISLAS DE LOS POCOS PRIVILEGIADOS
Tanto el modelo semiótico del índice como el modelo lingüístico de la performatividad (y a menudo la combinación de ambos) se tornan fundamentales para la estética del arte conceptual y definen la visualidad y textualidad de la obra fílmica y fotográfica de Lamelas de finales de la década de 1960. Si en la primera la representación y la figuración son reemplazadas por el mero trazo y el simple registro que proporcionan la fotografía, la película o el vídeo al reducirse a pura información, en la segunda hallamos un modelo de textualidad donde se desestiman la retórica, la ficción y el argumento narrativos, la acción y la psicobiografía, por participar íntegramente en las condiciones de lo ideológico y del mito (según la definición de Barthes).
Benjamin H. D. Buchloh[71]
De forma más fundamental, el examen a través de medios farmacológicos del mecanismo mediante el cual se engendra la granularidad de la activación (no se muestran los resultados) indica que las áreas de silencio entre parcelas de actividad a 40 Hz se generan mediante una inhibición activa. Así, en presencia de bloqueadores de GABA A desaparece la filtración espacial de la actividad cortical descrita anteriormente. Estos resultados coinciden claramente con las conclusiones de que las neuronas inhibidoras corticales son capaces de una oscilación de alta frecuencia (Llinás et al. 1998) y con la idea de que, si dichas neuronas están conectadas sinápticamente y descargan en sincronía, podrían ser formativas para la generación de actividad cortical en la banda-gamma.
R. Llinás, U. Ribary, D. Contreras y C. Pedroarena[72]
Sin embargo, el narcisismo primario no constituye el centro de atención de las consideraciones de desarrollo subsiguientes. Aunque a lo largo de la vida se conserva un importante residuo directo de la posición original (un tono narcisista básico que envuelve todos los aspectos de la personalidad), dirigiré nuestra atención hacia otras dos formas por las que se distingue: el ser narcisista y la imagen idealizada de los padres.
Heinz Kohut[73]
No tuve que ir muy lejos para encontrar los pasajes antes citados. El libro de Buchloh, el artículo científico sobre la conciencia y el ensayo de Kohut sobre el narcisismo están en mi estudio, en las estanterías que se encuentran a pocos pasos de mi escritorio. Los he leído todos porque de un modo u otro han formado parte de mi investigación. Muchos otros libros que leí podían haber servido igual de bien a mi propósito, que es muy simple: quería demostrar que, si no se es un lector medianamente experimentado en los campos antes citados (teoría de historia del arte, neurociencia y psicoanálisis) es muy difícil entender de qué hablan esas personas. A mí me importan más los puntos en común que sus diferencias. Son textos enrarecidos, que utilizan palabras conocidas sólo por «los pocos privilegiados» que las leen. Todos esos textos requieren un lector empapado en el tema. Un lector que sepa lo que pensaba Roland Barthes sobre el mito y la ideología, que identifique perfectamente GABA como las siglas en inglés del ácido gamma-aminobutírico, un importante neurotransmisor inhibitorio, que pueda diferenciar GABA A de GABA B y que tenga cierta idea de lo que puede ser «un tono narcisista básico».
Vivimos en una cultura de hiperfocalización y de especialización. Los periódicos, las revistas, la televisión y la radio consultan y citan continuamente a «expertos» en este o aquel tema en particular. Piensen sólo en la cantidad de veces que hemos oído el término «experto en Oriente Medio» en los últimos años, quizás acompañado de alguna calificación: «El Dr. F. es el máximo experto en las relaciones Siria-Irán de la Universidad del Carbunclo». Cada campo se forja su propia esfera y se dedica a ella sin tregua, acumulando grandes cantidades de conocimientos altamente especializados. Excepto cuando se les pide que hagan alguna declaración para la cultura en general, esas personas habitan en las islas disciplinarias junto a sus semejantes en mentalidad y educación. Yo misma, como novelista y ensayista errante, con una formación académica en literatura, he estado nadando durante un tiempo entre varias islas. Alcancé la costa de algunas de ellas e incluso me quedé allí un rato para conocer a los lugareños. Lo que descubrí es apasionante y preocupante a la vez. A pesar de las dificultades que atravesé para poder penetrar textos abstrusos y aprender vocabularios extraños (por no mencionar los innumerables acrónimos y abreviaturas), esas excursiones me han cambiado para siempre. Mis incursiones en la teoría del arte, la neurociencia y el psicoanálisis alteraron, ampliaron y reconfiguraron mis pensamientos sobre el significado del ser humano. Al mismo tiempo, he sentido tristeza ante la ausencia de un intercambio de conocimiento. Puede llegar a ser muy difícil hablar con la gente, lograr entenderles y que te entiendan. Muchas veces el diálogo en sí corre peligro.
Hace unos años llevé a cabo una investigación exhaustiva sobre la psicopatía, también conocida como sociopatía y trastorno de personalidad antisocial, para una novela que estaba escribiendo. Leí todo lo que cayó en mis manos sin discriminación alguna. Leí libros de psiquiatría y psicoanálisis. Leí análisis estadísticos de psicópatas dentro de la población hospitalaria. Leí artículos científicos sobre la medición de los niveles de serotonina en los sociópatas criminales. Y leí casos neurológicos de pacientes que sufrieron una lesión en el lóbulo frontal y que presentaban características comunes con los psicópatas clásicos. Resultó que las bibliografías lo dicen todo. Sólo con ver a quiénes citan o hacen referencia los autores, te das cuenta de dónde viven intelectualmente. Incluso personas que investigan sobre el mismo tema a menudo están totalmente aisladas unas de otras. Por ejemplo, a un estadístico le importa un bledo lo que dijera Winnicott sobre la sociopatía en su libro Deprivación y delincuencia,[74] y los neurólogos no se preocupan por investigar lo que escribió John Bowlby sobre los efectos de una separación temprana, tanto en los niños como en los primates, en su obra maestra El apego y la pérdida.[75] El nuestro es un mundo de fragmentación intelectual, donde cada vez es más difícil el intercambio entre diferentes campos.
En su libro La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn identificaba esos círculos dentro del mundo científico como «matrices disciplinarias».[76] Estos grupos comparten un conjunto de métodos, normas y supuestos básicos: un paradigma de valores. En otras palabras, las personas que pertenecen a estos grupos hablan todas el mismo idioma. En una de sus conferencias, el filósofo alemán Jürgen Habermas trató el asunto de este aislamiento, que no se limita exclusivamente al vocabulario científico: «La formación de culturas expertas —dentro de las cuales se forman unas esferas de validez cuidadosamente articuladas que ayudan a reivindicar una verdad proposicional, una exactitud normativa y una autenticidad— logra una lógica propia (y también, por supuesto, una vida propia, de carácter esotérico, que corre el peligro de escindirse de la práctica de una comunicación normal)…»[77] El comentario entre paréntesis es crucial. Se ha vuelto cada vez más difícil descifrar la lógica de estas culturas expertas, puesto que sus expresiones son tan rebuscadas, tan distantes del lenguaje común y corriente, que dejan al lector lego sumido en la más profunda confusión. De hecho, cuando leo alguno de esos textos especializados, no puedo evitar acordarme de la diatriba de Lucky en Esperando a Godot, en la que su creador, el erudito Samuel Beckett, convierte las recargadas expresiones del mundo académico en una inspirada poesía del absurdo: «Dada la existencia tal y como demuestran los recientes trabajos públicos de Poinçon y Wattman de un Dios personal cuacuacuacua de barba blanca cuacuacuacua fuera del tiempo del espacio que desde lo alto de su divina apatía de su divina atambía de su divina afasia nos ama mucho con algunas excepciones no se sabe por qué pero el tiempo lo dirá […] que como consecuencia de las investigaciones inacabadas pero sin embargo coronadas por la Acacacacademia de Antropopopometría de Berna en Bresse de Testu y Conard se ha establecido más allá de toda duda de toda otra duda que la inherente a los cálculos humanos…»[78]
Hace un año iba yo en un vuelo de Lisboa a Nueva York y junto a mí iba sentado un hombre que estaba leyendo un artículo sobre neurología. Aunque no suelo hablar con otros pasajeros en los aviones, mi pertinaz curiosidad respecto a la neurología pudo más que yo y le pregunté a qué se dedicaba. Como supuse, era neurólogo, un especialista en la enfermedad de Alzheimer que dirigía un gran centro de investigación en Estados Unidos y trabajaba infatigablemente con los pacientes y también con sus familias. Era un hombre brillante, comunicativo y afable y, por supuesto, sabía más que nadie sobre la enfermedad de Alzheimer, un conocimiento esotérico que me era imposible entender. Después de charlar durante un rato, bajó la mirada al libro que yo estaba leyendo y me preguntó de qué trataba. Le dije que estaba leyendo O lo uno o lo otro de Kierkegaard. Me miró perplejo. Le expliqué que Kierkegaard era un filósofo danés y evité usar la palabra famoso porque ya no estaba muy segura de en qué consistía la fama. No creo que todo el mundo tenga que leer a Kierkegaard. Ni siquiera creo que tengan por qué saber quién es Kierkegaard. Lo que quiero decir es que yo también compruebo a menudo que me muevo en una burbuja, en un mundo cerrado en el que considero que ciertos conocimientos son normales, pero descubro que no lo son en absoluto. Seguimos charlando y en determinado momento le pregunté qué pensaba de las «neuronas espejo». Las neuronas espejo fueron descubiertas por Giacomo Rizzolatti, Vittorio Gallese y su grupo de investigación en 1995, causando un gran revuelo en la neurociencia y en otras áreas de la ciencia. Los investigadores descubrieron unas neuronas en la corteza premotora de los macacos que se activaban cuando dichos animales llevaban a cabo una acción como, por ejemplo, agarrar un objeto, pero que también se activaban cuando meramente observaban hacerlo a otros. Un sistema neuronal similar se detectó en los seres humanos. Las implicaciones de este descubrimiento fueron enormes y se especuló mucho sobre su significado. Mi acompañante y experto en Alzheimer no sabía nada de las neuronas espejo. Estaba claro que nunca habían resultado vitales para su investigación y que yo había vuelto a meter la pata con mi total atrevimiento.
La verdad es que ser un experto en cualquier campo, sea Alzheimer o poesía inglesa del siglo XVII, absorbe la mayor parte de tu tiempo y que ni siquiera haciendo unos esfuerzos titánicos se puede estar al tanto de todo lo publicado sobre determinado tema. Hubo una época, antes de la Segunda Guerra Mundial, en que la filosofía, la literatura y la ciencia eran fundamentales en la educación de las personas. El Holocausto en Europa, la expansión de la educación más allá de las élites, la explosión informativa de la posguerra y el fin del canon occidental (el griego y el latín dejaron de ser necesarios) acabaron con la idea de que cualquier ser humano podía dominar una serie de conocimientos comunes y unificadores de las diferentes disciplinas. Ese mundo ha desaparecido para siempre y llorar su pérdida puede resultar fuera de lugar por muchas razones, pero se siente su ausencia y se percibe un cambio en el ambiente, al menos en algunos círculos. En la introducción que Sir Stafford Beer escribe para Autopoiesis and Cognition, un libro escrito por Humberto Maturana y Francisco Varela, alaba a los autores por su capacidad para crear «una elevada síntesis de disciplinas» y ataca el carácter de la erudición contemporánea. «Cualquiera que pueda afirmar saber más que nadie dentro de una pequeña parcela de especialización en este mundo, da igual lo pequeñita que sea, está salvado de por vida: su reputación crece y también la paranoia. El número de trabajos publicados crece exponencialmente, el conocimiento aumenta apenas unos grados infinitesimales, pero la comprensión del mundo retrocede en realidad, porque el mundo es un sistema interactivo.»[79] Cualquiera que haya tenido una mínima relación con la vida académica debe reconocer que Beer tiene razón.
Recuerdo una conversación que sostuve con otra alumna de la Universidad de Columbia cuando yo estudiaba allí. Me dijo que el tema de su tesis eran las cabezas de caballos en la obra de Spenser. Por supuesto que es muy posible que el estudio en profundidad de dichas cabezas nos proporcione una perspectiva sorprendente de la obra de Spenser, pero recuerdo que asentí educadamente con la cabeza y que me embargó cierta tristeza al enterarme del tema de su tesis. Trabajar durante años en un tema así era algo incompatible con mi fantasía de una labor intelectual apasionante que sirviera para revelar algo esencial en una obra literaria. Cuando estuve investigando para escribir mi tesis sobre lenguaje e identidad en las novelas de Charles Dickens, leí infatigablemente la interminable lista de libros escritos sobre la obra de Dickens y llegué a la conclusión de que sólo un puñado de ellos eran fundamentales. Los escritos por lingüistas, filósofos y psicoanalistas me resultaron los más útiles, y si en aquel entonces hubiera sabido lo que sé ahora, también habría recurrido a la neurobiología para explicar el fascinante mundo de Dickens. Las teorías de las que yo me alimentaba por aquel entonces provenían de las mismas fuentes utilizadas por el resto de mis compañeros universitarios. A finales de los setenta y principios de los ochenta, los teóricos franceses hacían furor en la rama de Humanidades y todos nos zampábamos como locos a Derrida, Foucault, Barthes, Deleuze, Kristeva, Guattari, Lacan y a varios otros, empeñados en explicar no sólo la literatura, sino el mundo de los textos en general. También Hegel, Marx, Freud, Husserl y Heidegger solían aparecer en todas las discusiones, sin embargo la ciencia nunca formó parte de ninguna de mis conversaciones durante aquellos años. ¿La ciencia no formaba parte de la superestructura ideológica que conformaba nuestras dudosas verdades culturales?
En una ocasión en que estaba recabando información para escribir un ensayo sobre la artista plástica Louise Bourgeois, leí un libro titulado Fantastic reality, de Mignon Nixon.[80] La autora utiliza conceptos psicoanalíticos, en particular la idea de objetos parciales de Melanie Klein, para dilucidar la obra de Bourgeois. Nixon presenta un análisis inteligente y convincente. En determinado momento menciona al famoso paciente de Klein, el pequeño Dick, y afirma que su comportamiento se parece a la descripción que Bruno Bettelheim hace del autismo en La fortaleza vacía. Después de analizar el caso de Joey, el paciente autista de Bettelheim que actuaba como una máquina, Nixon menciona la descripción que Deleuze y Guattari hacen de él en El anti-Edipo: capitalismo y esquizofrenia. También ellos se sirven de Joey para apuntalar sus propios planeamientos. No es mi propósito criticar el análisis que Nixon hace de la obra de Bourgeois ni El anti-Edipo, un libro que leí con interés hace años, sino más bien señalar que, en todo momento, las fuentes que utiliza Nixon son previsibles. Indican una formación teórica parecida a la que yo tuve durante mis años como estudiante de posgrado universitario. Sigue una línea de pensadores preestablecida a los que debe mencionarse y salta de uno a otro, pero nunca se aventura más allá de esa particular geografía de referencias compartidas. En su discurso no tiene cabida una investigación de las ideas contemporáneas sobre la Teoría de la Mente o el enfoque actual que la ciencia tiene del autismo, que no sólo es completamente diferente al de Bettelheim, sino que está en total desacuerdo. El caso de Mignon Nixon no es único. Existen islas por todas partes, incluso dentro de la misma disciplina. Yo he notado, por ejemplo, que los filósofos analíticos europeos y los estadounidenses muchas veces ignoran la existencia del otro y ni siquiera se dignan leerse unos a otros.
Comprender que los límites estrictos trazados entre diferentes campos de estudio o entre un sector y otro del mismo campo son un producto de la imaginación podría responder a un nuevo deseo de comunicación entre personas de diferentes especialidades. Los filósofos han acudido a los neurocientíficos y a los investigadores cognitivos para fundamentar sus teorías de la conciencia. Sus diversas reflexiones se publican regularmente en el Journal of Consciousness Studies, donde incluso han publicado uno o dos profesores de literatura. El filósofo Daniel Dennett recurre tanto a la neurociencia como a la inteligencia artificial para proponer una metáfora de trabajo para la mente (versiones múltiples) en su libro La conciencia explicada.[81] Los neurólogos Antonio Damasio[82] y V. S. Ramachandran[83] mencionan la filosofía y el arte en sus investigaciones sobre los fundamentos neuronales de lo que llamamos «el ser». El historiador de arte David Freedberg, autor de El poder de las imágenes, recurrió a las investigaciones de la neurociencia para explorar los efectos de las imágenes en la mente y el cerebro.[84] Él estaba entre los organizadores de un congreso al que asistí en la Universidad de Columbia, donde se buscaba establecer un diálogo entre los neurocientíficos y los artistas visuales en activo. Sin embargo, no resulta fácil hacer incursiones fuera de nuestra propia disciplina. Los especialistas están en guardia y suelen atacar a los intrusos que se atreven a penetrar en su territorio sagrado, lo cual también es comprensible. Los expertos en determinado campo pueden hacer una chapuza reduccionista en otro campo que no dominan tan bien. Mi opinión es que el diálogo entre personas que trabajan en disciplinas diferentes sólo puede resultar beneficioso para todos, pero que las áreas intelectuales que pertenecen a una disciplina no necesariamente pertenecen a otra. El resultado es una mezcla de términos y de creencias que suelen acabar en un desastre. Aunque una actitud optimista sostiene que si del caos no surgen respuestas, al menos pueden surgir preguntas interesantes.
Durante los últimos dos años he asistido a las conferencias sobre neurociencia que tienen lugar mensualmente en el Instituto Psicoanalítico de Nueva York, y, a través de Mark Solms, un psicoanalista e investigador del cerebro que ha encabezado un diálogo entre la neurociencia y el psicoanálisis, me convertí en miembro de un grupo de estudio formado a partir de dichas conferencias y que dirigía el ya desaparecido psicoanalista Mortimer Ostow y el neurocientífico Jaak Panksepp. El grupo ha sido reconfigurado en los últimos tiempos, pero durante el año en el que asistí con regularidad a las reuniones del primer grupo, me vi en una posición excepcional. Era la única artista entre tantos analistas, psiquiatras e investigadores de la neurociencia y pude presenciar las discrepancias entre los vocabularios de las diferentes disciplinas mientras enfocaban el mismo misterio desde distintas perspectivas: ¿cómo funcionan en realidad la mente y el cerebro? Aunque el lenguaje del psicoanálisis era algo que me resultaba conocido desde hacía años, no sabía prácticamente nada de la fisiología del cerebro. Durante la primera reunión tuve que hacer tal esfuerzo para comprender lo que se decía que quedé agotada y me dormí durante el transcurso de una cena a la que asistí esa misma noche. A continuación me compré un modelo del cerebro de goma para estudiar sus diferentes partes y empecé a leer sobre él. Leí innumerables libros y artículos de investigación antes de ser capaz de entender, aunque sea superficialmente, los aspectos neurocientíficos que se discutían. Cuando, por fin, se disipó la bruma, me sentí capaz de hacer algunas observaciones. Como era de esperar, nuestras conversaciones estaban plagadas de problemas lingüísticos. Por ejemplo, lo que Freud llamaba proceso primario, ¿era equivalente a la idea usada por Jaak Panksepp en neurociencia? Ambas partes coinciden en que casi todo lo realizado por el cerebro o la mente es inconsciente, pero ¿está el inconsciente de la neurociencia en armonía con la idea que Freud tenía del mismo? O, por ejemplo, cuando los científicos se refieren a las representaciones neuronales, ¿qué quieren decir? ¿Cómo representan las neuronas a las cosas exactamente y qué son esas cosas que representan? ¿Es una forma de traducción mental, una reconfiguración interna de la percepción? También la expresión correlativos neurales es interesante. Esto lo entiendo mejor. Estoy furiosa y cuando me pongo furiosa se activan determinados circuitos neuronales de mi cerebro. Para evitar llamar furia a ese estado de excitación de las neuronas, los científicos hablan de correlativos. El lenguaje es importante. No siempre, pero con cierta frecuencia, he oído cómo la gente habla sin escuchar al que tiene delante, cada uno utilizando su propio lenguaje.
Las palabras se convierten en objetos con rapidez. Muchas veces me ha fascinado comprobar cómo un concepto psicoanalítico (por ejemplo, objeto interno) puede ser tratado como si no fuese una metáfora de nuestra propia pluralidad interior, que necesariamente incluye la presencia psíquica del otro, sino como algo concreto que pudiera ser manipulado como se haría con una pala. También he escuchado con asombro a algunos analistas hablando del ego casi como si se tratase de un órgano interno como, por ejemplo, el hígado o el bazo. (No puedo evitar sentir que hubiera sido mejor traducir al inglés el Ich de Freud, como I, o sea Yo, manteniendo su asociación pronominal, y no como ego). Un farmacólogo que conocí en el grupo hacía alusión a este fenómeno como una «radicalización de las categorías», una frase que me llamó la atención pues me pareció divertida y muy acertada. Los nombres dividen y es muy fácil que esas divisiones puedan parecer inevitables. Por supuesto, las neuronas no son como los objetos internos, los egos o los ellos. Son materiales, del mismo modo que las categorías físicas no lo son, pero darles sentido requiere de una interpretación. Como le gusta decir a Jaak Panksepp, la investigación científica no hace que la realidad aparezca como por arte de magia. No es una víctima del realismo ingenuo que se abalanza sobre «la cosa en sí misma» y la atrapa. La investigación científica es algo lento y penoso donde hay que descubrir y redescubrir y volver a descubrir. Es acumulativa, a veces contradictoria, y depende de la creatividad de la mente que lleva a cabo la investigación, una mente que pueda captar qué significa la investigación en ese momento, significado que bien puede volver a cambiar. Al final de muchos estudios de investigación científica hay un capítulo que se llama «Discusión», en el que los investigadores le dicen al lector cómo entender el estudio que han llevado a cabo o cómo podría continuar desarrollándose. Rara vez los resultados hablan por sí solos.
En nuestro grupo surgió muchas veces el problema del ser. ¿Qué constituye a un ser? Fiel a mi educación, yo solía ubicar al ser en la conciencia de la propia identidad, en una relación de diálogo de espejo entre un yo y un tú. Creía que nos creamos a nosotros mismos a través de otros y de las narraciones que se van construyendo con el paso del tiempo. Desde este punto de vista, el ser es una ficción que resulta conveniente, si no necesaria, que construimos y reconstruimos a medida que vamos viviendo. Siempre tuve claro que la mayor parte de lo que somos es algo inconsciente, pero que esa realidad inconsciente no es algo singular, sino plural, una multitud murmurante. Pero hoy en día mi opinión ha cambiado. El lenguaje es importante para algunas formas de la autoconciencia, es un recurso para verse a uno mismo como otro, para proyectarse al futuro y para recordarse en el pasado, pero no para desarrollar una conciencia o una sensación de individualidad. Seguro que los animales, incluso los caracoles, poseen algo parecido al ser y están despiertos, vivos y alertas. Ese estado de alerta, con sus deseos e instinto de supervivencia, con sus agresiones y sus apegos, ¿es lo que constituye el ser básico o primordial, como consideran algunos, o el ser es simplemente la suma de todas nuestras partes enfrentadas y fragmentadas, conscientes e inconscientes? Las personas que sufren un daño en la zona izquierda del cerebro, la correspondiente al lenguaje, suelen presentar un fuerte sentido de sí mismos y una profunda conciencia de lo que han perdido. Sin embargo, otras personas con lesiones devastadoras retienen en su fuero interno una sensación de lo que son. Un ejemplo famoso de esto último, el caso de Zazetsky, lo registra Luria en su libro Mundo perdido y recuperado.[85] Tras sufrir unas terribles heridas en la cabeza durante la Segunda Guerra Mundial, Zazetsky pasó el resto de sus días intentando recobrar los retazos de su destrozada memoria en un diario que escribiría hasta su muerte. Otras formas de lesiones neurológicas, sobre todo en el hemisferio derecho, pueden causar unos trastornos aún mayores en la forma en que una persona percibe su propio ser, lo cual sugiere que, aunque el lenguaje es importante, no determina nuestra identidad. Pero lo que me interesa ahora no es la evolución de mi propia opinión sobre lo que es el ser, sino el hecho de que, para los neurobiólogos y los analistas por igual, la cuestión global de qué somos resulta tortuosa y requiere una orientación filosófica, una capacidad de flexibilizar las categorías, reorganizar los parámetros y actuar con la suficiente libertad para cuestionar, incluso, aquellas ideas que nos son más queridas. La investigación del ser humano requiere marcar límites y categorías para luego diseccionarlas. Sin embargo, estas divisiones pertenecen a un visión articulada y compartida de cómo son las cosas que no es arbitraria ni tampoco absoluta. A menos que uno crea en la existencia de la opinión definitiva, en el observador científico supremo e incorpóreo, no podemos encontrar una imagen objetiva perfecta de las cosas tal y como son. No somos ángeles ni cerebros sumergidos en frascos, sino activos habitantes corpóreos de un mundo que interiorizamos de formas que no llegamos a entender del todo. Merleau-Ponty hace una valiosa distinción entre filosofía y ciencia: «La filosofía no es lo mismo que la ciencia, porque la ciencia cree que puede elevarse por encima de su objeto y mantiene la correlación entre conocimiento y ser tal y como está establecida, mientras que la filosofía es el conjunto de preguntas en el que aquel que se las plantea es el mismo implicado en la pregunta.»[86] Estemos de acuerdo o no con la fenomenología de Merleau-Ponty, parece claro que en la ciencia, así como en la filosofía, debe tenerse en cuenta la relación del observador con el objeto.
Todas las disciplinas necesitan una filosofía o, al menos, unas directrices. Otra de mis excursiones a una de esas islas fue la que realicé a un hospital. Yo trabajo como voluntaria en la clínica psiquiátrica Payne Whitney, impartiendo un taller semanal de literatura a los pacientes hospitalizados. Para dichos pacientes, la clínica ubicada en la undécima planta del Hospital de Nueva York es un mundo en sí mismo. Los pacientes viven en salas bajo llave, sometidos a una supervisión continua, y muchos de ellos no saben cuándo podrán salir de allí. Algunos están ansiosos por marcharse. Otros tienen miedo de volver a sus vidas. Algunos de los que logran salir están de vuelta al poco tiempo y me pregunto cuál es el grado de entusiasmo con el que debo recibirlos cuando les veo entrar otra vez por la puerta del aula, aun cuando los haya echado de menos. Cada uno de ellos ha sido diagnosticado con uno o varios de los muchos trastornos registrados en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM), que va ya por su cuarta edición. Los autores del manual afirman en su introducción: «En el DSM IV no existe el supuesto de que cada categoría de trastorno mental constituye una entidad diferenciada con límites absolutos que la separan de otros trastornos mentales o de la ausencia de un trastorno mental.»[87] A pesar de esta advertencia, he descubierto que, al menos para los pacientes, dichos diagnósticos pueden ser sorprendentemente rígidos. El diagnóstico llega a identificarse con el paciente hasta tal punto que no existe escapatoria posible, ninguna zona indefinida, nada que se salve y de lo que la persona pueda aferrarse una vez que se le ha etiquetado como bipolar, digamos, o como esquizofrénico. Lo cual, en muchos sentidos, no es de extrañar. Un trastorno mental no es un virus ni una bacteria que ataca al cuerpo desde fuera. Si yo escucho voces continuamente desde otra dimensión o estoy tan deprimida que no me levanto de la cama un día tras otro, o produzco en cadena cincuenta páginas de poesía durante un periodo de pocas horas en un arrebato de alegría maníaca o revivo un ataque incontrolado de imágenes horripilantes, ¿quién puede afirmar que esas experiencias no provienen de mí?
Una tarde varios alumnos de mi taller empezaron a hablar de sus diagnósticos. Una joven me miró y dijo con tono lastimero: «Calificar de borderline a una persona es lo mismo que decirle te odio». El comentario no era nada estúpido. La joven había comprendido que las características que definen un trastorno de personalidad límite en el DSM, entre ellas la de «una ira intensa e inapropiada», bien podrían interpretarse como rasgos poco halagüeños y, quizás siendo fiel a su diagnóstico, ella había interpretado la designación clínica como un golpe bajo. Otro paciente añadió amablemente: «Mi médico dice que ella trata los síntomas y no los diagnósticos». Esta postura más flexible resulta también complicada. Me he dado cuenta de que se suele tratar a los pacientes como si fueran una mezcolanza de síntomas (insomnio, angustia, trastorno mental, alucinaciones auditivas), casi como si esas características fueran problemas incorpóreos y fácilmente reconocibles, cada uno de los cuales requiere una solución farmacológica diferente. Yo no soy una persona que esté en contra de los fármacos. He visto a gente mejorar notablemente en un periodo de dos semanas cuando se le cambian los medicamentos. También he presenciado cómo un paciente en un estado de total desenfreno, descontrol e incoherencia, tras aplicársele una TEC, antes llamado electrochoque (la pesadilla de los tratamientos en el imaginario popular), quedó tan bien, tan normal, que me quedé boquiabierta. Ya sé que los efectos no son siempre duraderos. Sé que existen riesgos. Una psiquiatra que conocí y que trabajaba con pacientes hospitalizados me dijo que ella era siempre consciente de los potenciales peligros de los tratamientos y del hecho de que, arreglar algo por un lado, entrañaba el riesgo de dañar otra cosa por otro. «¿Cómo estás?», le pregunté a una talentosa escritora que estuvo en mi taller durante más de un mes. Parecía más callada y mucho menos delirante de lo normal. «No muy bien», respondió, dándose unos golpecitos en la sien. «Tengo cabeza de litio. Está muerta». ¿La muerte del ser representa el bienestar del ser? ¿No ayudaría un poco menos de litio a crear un ser más normal? Yo, que he sufrido lo que los psiquiatras llaman fases hipomaníacas, que se manifiestan en accesos de lectura y escritura excesivos o, quizás, obsesivos, que suelen desembocar en fuertes migrañas, no pude más que sentir compasión por la paciente. La diferencia entre ambas era una cuestión de grados. Por lo que fuese, yo lograba controlar la situación y ella no.
Nadie afirmaría que una persona es lo que dictamina su diagnóstico ni tampoco afirmaría que las características que definen una enfermedad no formen parte de esa persona. Incluso yo, que soy una profana en la materia, algunas veces me he descubierto diagnosticando a mis alumnos para mis adentros durante mis clases, especialmente a aquellos con síntomas manifiestos. Es algo que parece surgir naturalmente una vez que estás inmersa en esa jerga y que has leído bastante al respecto. Sin embargo, sé que en otra época, incluso hace apenas unos años, los nombres y fronteras de las diferentes enfermedades eran diferentes y, a mi parecer, no necesariamente peores que los que existen hoy en día. Con cada nueva edición, el DSM varía sus categorías descriptivas. Se anuncian nuevas enfermedades. Otras antiguas desaparecen. Lo que a mí me interesa es que mi percepción de los trastornos de los pacientes, teñida como está por la duda, ha sido moldeada por los datos proporcionados por la cultura psiquiátrica especializada actual. He empezado a ver qué es lo que busco. Los parámetros discursivos sirven para orientar mi visión. Sin duda, mi familiaridad con ellos me posibilita hablar con la gente dentro de ese mundo, hacer preguntas con fundamento, entender más, continuar mi vida de aventurera curiosa. Pero aunque a mí me guste recorrer diferentes islas y charlar con sus habitantes, también podría plantearme: ¿qué hay de malo en las especializaciones, en saber todo lo que se pueda del Alzheimer o de la personalidad límite o de las cabezas de caballo en la obra de Spenser? ¿Leer libros de filosofía, historia, teoría del arte, lingüística, neurociencia, literatura o incluso psicoanálisis (ahora que sólo está relacionado de manera tangencial con la profesión) resultaría beneficioso para los médicos de las salas donde yo voy a impartir mi taller todas las semanas? ¿En realidad queremos que los psiquiatras conozcan en profundidad a Immanuel Kant, Hippolyte Taine, Erwin Panofsky, Roman Jakobson, D. O. Hebb, Fiódor Dostoievski y al inimitable, aunque aún controvertido, Sigmund Freud? ¿Con qué fin? Nadie puede saberlo todo. Ni siquiera en el mundo ya perdido de los pensadores que compartían la visión del hombre culto (siempre era un hombre, siento decirlo), nadie lo sabía todo. Incluso entonces ya había demasiados libros, demasiadas áreas, demasiadas ideas como para estar al tanto de todo.
En El hombre sin atributos, de Robert Musil, el personaje del general Stumm espera descubrir «la idea más hermosa del mundo». El capítulo 100 de la enorme novela inacabada de Musil está dedicado a la visita de Stumm a la biblioteca. Le da demasiada vergüenza preguntar por «la idea más hermosa del mundo» cuando pide un libro, pues confiesa que la frase suena como «un cuento de hadas»,[88] pero confía en que el bibliotecario, que conoce los millones de libros que pueblan aquel palacio del conocimiento, sabrá guiarle hasta ella. No es capaz de precisar qué es lo que quiere, el libro que tiene en mente no trata de un único tema.
Los ojos debían de brillarme de tal forma por mi sed de conocimiento que el hombre se asustó de repente, como si yo fuera a chuparle la sangre de un momento a otro. Continué un rato más explicándole que necesitaría una especie de cronograma que me permitiera conectar todo tipo de ideas en diferentes direcciones, ante lo cual él me respondió con una cortesía poco tranquilizadora y se ofreció a llevarme a la sala de catálogos y dejarme hacer mi propia investigación, a pesar de que va contra las reglas, pues es sólo para uso de los bibliotecarios. Así que de pronto me encontré en el sanctasanctórum de la biblioteca. Tuve la impresión de estar dentro de un enorme cerebro.[89]
Los interminables volúmenes, las bibliografías, las listas, las categorías, los casilleros dedicados a un tema u otro tienen un efecto traumatizante en el pobre Stumm, que queda aún más desorientado cuando el bibliotecario le confiesa que él nunca lee los libros de la biblioteca, sólo los títulos y los índices. «El que se detiene en su contenido está perdido como bibliotecario. Nunca obtendrá una idea de conjunto», le dice a Stumm.[90]
La comicidad de Musil aporta una verdad. Perder la idea de conjunto constituye una virtud intelectual, puesto que requiere una renuncia, una confusión, una reorientación y unos pensamientos nuevos. Sin ello, el conocimiento progresaría a duras penas por una variedad de estrechos surcos, pero no se producirían grandes avances, pues cuanto más estrecha sea mi perspectiva, más fácil me será aceptar los códigos predeterminados de una disciplina como si fueran verdades inviolables. La duda es el motor de las ideas. Estar dispuesto a perder la idea de conjunto refleja una apertura hacia los demás guiada por una serie de propuestas desconocidas. Significa contemplar una forma de intersubjetividad desconcertante e incluso radical y alarmante. También significa que, por más feliz que te encuentres entre los pocos residentes de tu particular isla, esa islita no es el mundo entero.
2007