ALGUNAS REFLEXIONES ACERCA DE LA PALABRA «ESCANDINAVIA»
No estoy segura de si cuando era niña conocía el significado de la palabra Escandinavia. Una palabra que estaba envuelta en una neblina cultural que flotaba alrededor de mí y de lo mío. Pero el cómo y el por qué no estaban claros en mi mente. Por entonces yo ya era una persona dividida. Una niña que vivía en los Estados Unidos, con una madre noruega y un padre noruegonorteamericano, que habló noruego antes que inglés, en una Minnesota rural que era todo mi mundo. Noruega era otro planeta. En 1959, teniendo yo cuatro años, pasé cinco meses en Bergen con mi madre y mi hermana. Hasta que en 1967 volví allí con toda mi familia para pasar un año entero, Noruega era un maremágnum de fragmentos inconexos, de recuerdos aislados (mis manos dentro de una mata de grosellas, una naranja caída sobre la nieve, las lágrimas de mi prima mayor durante una cena), de objetos que había en la casa (aparadores y vajillas, fotografías y pinturas colgadas de las paredes), de la comida (en especial el arroz con leche, el bløtkake, el pastel de crema y las chocolatinas Twist), de los cuentos que me contaban mis padres y de algunas palabras, pocas pero significativas. Durante ese periodo de mi niñez, que abarcó siete años entre ambas visitas, olvidé casi todo el noruego que sabía.
La ventaja de no vivir en un lugar es que éste se convierte en algo idealizado. Bajo la égida de una madre nostálgica y de un padre cuya identificación con una comunidad de inmigrantes en la que fue educado le llevó a convertirse en profesor de lengua y literatura noruegas, sucumbí a la ilusión de un lejano mundo ideal, un reino mágico habitado por troles, nisse y fiskeboller, el mundo de Ibsen, Hamsun y Munch, un fantástico allí, donde los niños eran más felices y saludables, donde los suelos estaban más limpios y la gente era más amable y justa. Mis padres nunca fueron críticos con Noruega, es más, estaban predispuestos a un tipo de nacionalismo que florece en las pequeñas culturas que han tomado forma a través de las humillaciones sufridas por el control extranjero. En el caso de Noruega, primero fue Dinamarca y después Suecia. En un momento determinado descubrí que los tres países componían Escandinavia. A pesar de la histérica agitación de banderitas que tenía lugar cada 17 de mayo para celebrar a bombo y platillo nuestra independencia de los suecos, resultó que éramos más o menos de la misma familia que ellos y no sólo ellos, también los daneses, formaban parte de esa familia. Me llevó algún tiempo asimilar el concepto, pero al final se instaló en mi joven mente y llegué a aceptarlo.
El principio identificador de Escandinavia no es la geografía, sino la lengua. Si conoces uno de los idiomas, los otros dos resultan fáciles de comprender con un poco de esfuerzo, al menos sobre el papel. Yo entiendo bien el danés escrito, pero puede llegar a ser un galimatías de sonidos incomprensibles salido de la boca y la garganta de un nativo. El sueco, a pesar de ser más comprensible, puede derivar en una musiquilla agradable cuando no estoy prestando la debida atención. Sin embargo, existen muchísimas palabras comunes a los tres idiomas. Por encima de todo, el lenguaje es la herramienta que conforma el mundo, que dibuja las líneas y crea las fronteras que hacen legible lo que está allá fuera. La herencia de mi infancia hace que yo sea noruegonorteamericana y que no llegue a sentirme plenamente norteamericana ni plenamente noruega. Si no hablara noruego, con toda seguridad y con mucha más razón, me sentiría ajena a la cultura de ese país. Es el idioma lo que me incita a sentir una conexión con un pasado que se remonta a mucho antes de mi nacimiento. El vocabulario y las cadencias del noruego continúan viviendo dentro de mí y, además, inseminan mi inglés. Mi prosa es decididamente protestante y, a pesar del hecho de que Escandinavia ya no es mayoritariamente protestante, sus costumbres y cultura estuvieron profundamente influidas por esa versión iconoclasta, austera y solitaria del cristianismo.
A diferencia del inglés, las lenguas escandinavas son parcas en palabras. Con Guillermo el Conquistador en 1066 y la fusión del latinizado francés con el anglosajón, llegó lo que hoy llamamos inglés. Sin embargo, es la pobreza de su vocabulario lo que otorga unas posibilidades a los escritores escandinavos que los ingleses no tienen. Una palabra como lys en noruego (que significa tanto «luz» como «vela») permite repeticiones, ambigüedades y profundizaciones que no son posibles en inglés. Lys es una palabra que contiene el conocimiento de la oscuridad del verano y del invierno, de preciados y largos días de luz en oposición a largos días de niebla y nubes. En Bergen, donde estuve estudiando un año en el instituto, llovía tanto que cuando brillaba el sol las autoridades suspendían las clases. A pesar de que mi madre llevaba ya muchos años viviendo en Minnesota, siempre volvía el rostro al sol con los ojos cerrados como si sus cálidos rayos fueran a desaparecer en cualquier momento. Quizás también la oscuridad esté detrás de la omnipresencia de las velas en los hogares escandinavos, encendidas durante el día y brillando en las habitaciones por las noches. La experiencia nórdica de la oscuridad y la luz es intraducible. Hay que vivir en el propio cuerpo ese contraste. Muchas veces me he preguntado lo que sentirán las personas que emigran a Escandinavia desde países cálidos, donde el verano y el invierno no están tan radicalmente definidos por la luz y la oscuridad. Qué extraño debe de resultarles hacer compras en la penumbra de la tarde o ver el sol a altas horas de la noche en verano. Me pregunto cómo afecta eso a sus ritmos vitales y al significado que tienen las palabras luz y oscuridad en sus idiomas de origen. Mis abuelos paternos y mi padre, ninguno de los cuales nació en Noruega, hablaban todos un inglés con acento noruego, sin embargo su noruego era distinto al que se hablaba al otro lado del Atlántico. Su lenguaje estaba plagado de locuciones decimonónicas y salpicado de palabras híbridas (sustantivos procedentes del inglés a los que dotaban de género), palabras para definir cosas que no tenían un equivalente en noruego.
Lo cierto es que, como en el resto de Europa, Escandinavia ha perdido su homogeneidad. El estereotipo del gigante de tez pálida, rubio y luterano (el único factor étnico que me cuadra a la perfección) ha pasado a ser un anacronismo y está siendo reemplazado por una variedad de genotipos, rostros y religiones. Por mi parte, celebro esa imagen cambiante de Escandinavia, porque las migraciones de gentes de allí siempre revitalizan la cultura de aquí. Las migraciones de las gentes crean nuevas palabras, nuevas ideas e inspiran un arte nuevo. Yo soy el producto de una cultura de inmigrantes establecidos en el Medio Oeste norteamericano y ahora vivo en Nueva York, donde el cuarenta por ciento de mis conciudadanos nacieron en otro país. En uno de mis últimos viajes a Oslo, subí a un taxi, di la dirección al conductor y entablé una conversación con él. Su padre había nacido en Pakistán y él en Noruega. No hubiera necesitado decírmelo porque hablaba un dialecto de Oslo inconfundible.
Los inmigrantes siempre revitalizan el país adonde llegan, pero su presencia también genera conflicto. En Estados Unidos, donde todos nosotros, con la excepción de los aborígenes, hemos venido de otros lugares, la superioridad de un individuo se medía por generaciones. Cuanto más tiempo había vivido su familia en Estados Unidos, mejor. Entre 1972 y 1973 viví en Bergen y allí no había inmigrantes. Sin embargo, y con una regularidad que nunca ha dejado de sorprenderme y a pesar del hecho de que siempre he sido una apasionada defensora de los derechos civiles, se me atacaba por el racismo que existía en Estados Unidos. Después de la oleada de inmigrantes paquistaníes que llegó a Noruega, regresé a ese país para ver cómo la gente usaba habitualmente términos racistas y estereotipos para denigrar a los recién llegados. Para ser breve, usaban términos que hubieran sido anatema en los Estados Unidos. Al igual que sus conmilitones del resto del mundo, los políticos escandinavos de derechas son culpables de pensar en términos de ellos y nosotros, de sacar partido de la ignorancia y del miedo para mantener la ficción de la «nación» no como un espacio geográfico y una lengua compartidos, sino como una entidad a la que se pertenece por razón de sangre y antepasados. Esta actitud es siempre peligrosa e inevitablemente apesta como la peor de las ideas: la pureza racial. Una de las herencias más extrañas de la cultura racista de los Estados Unidos es la que nos lleva inevitablemente a llamar «negros» en lugar de «blancos» a personas de piel clara que tienen sangre africana, como sucede con Lena Horne o Colin Powell. Las leyes raciales nazis crearon las divisiones más ridículas entre la población alemana con arreglo al porcentaje de judaización que tenía cada persona, una noción francamente absurda en un país donde los judíos habían vivido durante cientos de años y se habían casado con gentiles durante igual tiempo. En el pequeño mundo de los emigrantes noruegos y de sus hijos y nietos en el que se crio mi padre, los suecos y los daneses de las localidades vecinas no eran considerados primos lingüísticos con quienes compartiesen importantes lazos históricos y culturales. Eran considerados extranjeros. Sin embargo, no hay historia sin cambios. Ese mundo que mi padre conoció ha desaparecido para siempre. En la universidad conocí a una persona que describía sus orígenes como «parte sueco, parte alemán y parte indio sioux». Mi hija se refiere a sí misma como «medio noruega» y «medio judía» y le gusta llamarse «judeoruega». Escandinavia es una palabra cuyos significados fluctúan. Su miríada de acepciones y referencias se está decantando en estos momentos y sólo espero que se aquilate como un símbolo de inclusión y no de exclusión.
2005