EL ANALISTA EN LA FICCIÓN
Reflexiones sobre un ser más o menos escondido
El siguiente fragmento pertenece a un primer borrador de mi última novela, Elegía para un americano. La voz narradora, Erik Davidsen, es un psiquiatra/psicoanalista que vive en la ciudad de Nueva York. He rescatado este fragmento del fondo de mi armario (donde van a parar docenas de cajas con manuscritos originales llenas de material descartado) porque, aunque nunca llegué a incluirlo en el libro publicado, habla de la difícil posición que ocupa el psicoanálisis dentro de la sociedad estadounidense contemporánea.
La historia de la psiquiatría se ha visto aquejada por un problema de denominación desde el principio, un retorcido rompecabezas empeñado en concentrar bajo un solo nombre a un grupo de síntomas de carácter difuso. Una psique enferma no es lo mismo que una pierna rota. Los aparatos de rayos X no sirven para revelar dónde está la fractura y tampoco las imágenes cerebrales obtenidas a través de un escáner TEP o de IRMf pueden mostrarnos los pensamientos, sino sólo las conexiones neuronales. Lo que invade una mente o crece dentro de ella causando sufrimiento a las personas no es un agente patógeno único, como en el caso del sarampión. A pesar de su seriedad y de su deseo de precisión, el DSM, verdadera biblia de la psiquiatría que va ya por su cuarta edición, es un galimatías. Últimamente la palabra preferida es «trastorno». La enfermedad mental constituye un estado de caos y la tarea de los profesionales de la salud mental es la de restaurar el orden mediante todos los medios a su alcance. Con cada edición del DSM se añaden nuevos trastornos; otros desaparecen. La presencia o ausencia de esos trastornos no dependen necesariamente de una nueva ciencia, sino de una opinión generalizada y de una moda, por decirlo de alguna manera. A la mitad de los compañeros de clase de Sonia se les ha diagnosticado un TDAH. La descripción que da el DSM de este trastorno comienza diciendo: «El trastorno por déficit de atención con hiperactividad es un cuadro frecuente de falta de atención y/o de hiperactividad-impulsividad que se presenta con una frecuencia y gravedad mayores de lo que típicamente se presenta en los individuos dentro de un nivel de evolución comparable». Aquí la palabra clave es típicamente. ¿Qué quiere decir típico, exactamente? No soy el único que pienso que hay miles de niños norteamericanos a los que se les ha suministrado estimulantes porque sí. Estoy convencido de que el trastorno es real y que hay casos en los que los fármacos podrían ayudar, pero su presencia con un carácter epidémico constituye un fenómeno cultural, producto de una idea cambiante de lo que se supone debe ser un niño normal.
Yo he recetado muchos fármacos en su día y he visto sus innegables beneficios. Cuando se silencian las voces que gritan en el interior de una persona, cuando desaparece una depresión o el pánico se calma, el alivio es incalculable. También he visto lo que la profesión llama educadamente efectos adversos: ataxia, pérdida temporal de la memoria, ataques, incontinencia, crisis renales, acatisia —una sensación de inquietud acompañada de la incapacidad para mantenerse quieto— y discinesia tardía —movimiento constante e involuntario de la lengua, movimiento oscilatorio de la mandíbula y temblores de manos y pies causados por los neurolépticos—. La incapacidad de alcanzar el orgasmo es un efecto «secundario» tan común de los ISRS, los antidepresivos más ampliamente prescritos, que muy pocos médicos se preocupan siquiera de mencionárselo a sus pacientes. Las compañías aseguradoras sólo se hacen cargo de un tratamiento a corto plazo, lo que significa que, tras una breve consulta o una hospitalización temporal, el médico tiene que asignarle un nombre a toda una serie de síntomas poco claros y prescribir un fármaco. La mayoría de los psiquiatras norteamericanos se han convertido en una especie de máquinas de extender recetas y dejan la psicoterapia en manos de los trabajadores sociales. Lo que se ha olvidado en todo este proceso es cómo se trazan esas líneas entre una cosa y otra, se ha olvidado que la palabra no es la cosa. El problema no es la falta de buena voluntad de los médicos. El problema es, como se lamentó en una ocasión Erwin Schrödinger, «el grotesco fenómeno de contar con unas mentes científicas que, por un lado, son altamente competentes y, por otro, manejan unos conceptos filosóficos increíblemente infantiles, poco desarrollados o atrofiados».
Yo también soy psicoanalista, miembro de ese atribulado grupo de marginados culturales que apenas ha recuperado en los últimos tiempos cierto respeto, gracias a las revelaciones de la neurociencia. También el psicoanálisis ha sufrido una «radicalización de las categorías», como dijera una vez uno de mis colegas refiriéndose a que los conceptos metafóricos se trataban como si fuesen sillas o tenedores, sin embargo, el psicoanálisis bien entendido es una disciplina que valora la paciencia y tolera la ambigüedad. Lo que sucede entre dos personas dentro de una terapia no puede ser cuantificado ni medido fácilmente. A veces ni siquiera puede entenderse, pero, después de años de práctica, me he convertido en un hombre transformado por las historias de los demás, una bóveda humana de palabras y silencios, de callados pesares y de miedos envueltos en espesos velos.
Quizás suene un poco fuerte que el personaje de Erik utilice el término «marginados», pero su opinión de que el psicoanálisis ha ido perdiendo terreno frente a la psiquiatría, orientada al uso de fármacos, es un hecho y, en consecuencia, la figura del analista ha sufrido un deterioro dentro de nuestra cultura. Para verlo más claro sólo tenemos que preguntarnos cuántas caricaturas degradantes o absurdas de neurocientíficos encontramos en los medios de comunicación. Sería muy fácil burlarse de algunos de sus estudios ampliamente difundidos: por ejemplo, del descubrimiento de un «módulo de Dios» localizado en el cerebro o de los resultados de las IRMf realizadas a republicanos y demócratas en plena «actividad partidista», como si la religión y la política norteamericana pudiesen localizarse en el lóbulo temporal o en la amígdala, totalmente aislados del lenguaje y de la cultura. Los neurocientíficos suelen ridiculizar tales estudios y utilizarlos como ejemplos de «una nueva frenología». Pero las dudas expresadas por los investigadores dentro de su propio campo nunca llegan a las hordas de periodistas ansiosos por registrar las exploraciones de «la última frontera» y abrazar los últimos descubrimientos neuronales como si fuesen verdades absolutas pronunciadas por algún oráculo.
Yo estoy profundamente interesada en la neurobiología de los procesos mentales, la adaptabilidad cerebral y su papel en el desarrollo de los seres humanos con el devenir del tiempo. Pero no creo que el carácter sutil de la subjetividad e intersubjetividad humanas pueda reducirse a las neuronas. Como escribió Freud en Sobre la afasia: «La psique es un proceso paralelo al fisiológico, un fenómeno concomitante subordinado.»[99] Las interrogantes sobre la relación cerebro/mente siguen siendo tan misteriosas hoy en día como cuando Freud escribió estas palabras en 1892. Creo que es acertada la observación de Erik de que los conocimientos de la neurociencia (algunos de los cuales parecen confirmar algunas ideas sostenidas durante largo tiempo por el psicoanálisis sobre el inconsciente, la represión, la identificación y la efectividad de la cura por la palabra) han ayudado a rescatar al psicoanálisis. Pero esto también refleja un tópico: cualquier enfermedad que pueda ser localizada en alguna parte del cuerpo es más real que otra que no pueda ser localizada. A pesar de ser una creencia simplista desde un punto de vista filosófico, es respaldada por una multitud de personas, incluyendo un sinnúmero de médicos que han dedicado poco tiempo a examinar las taxonomías que conforman sus percepciones sobre la enfermedad y la salud.
La cultura de masas puede llegar a ser muy grosera. Los retratos que muestran al analista como un ser barbudo, hermético, entrado en años, que habla con acento vienés, un seductor taimado que se mete en la cama con sus pacientes, una lumbrera que suelta una jerga ininteligible, un monstruo desquiciado o, simplemente, un bufón inocuo, reflejan diferentes aspectos estereotipados y, por lo general, hostiles del psicoanálisis que nos resultan bien conocidos. Pero, por más estúpidas que resulten estas imágenes, también sirven para desvelar un serio recelo hacia una disciplina que, a pesar de su enorme influencia en el pensamiento popular, continúa rodeada de una radical incomprensión.
Entre otras cosas, los sacerdotes, los médicos y los psicoanalistas son depositarios de secretos, y cuando se cuenta un secreto, siempre está presente la necesidad de confiar en esa persona y el miedo de que esa confianza sea traicionada. Al igual que el sacerdote, el analista habita un territorio ajeno al mundo social corriente. No es amigo, amiga ni familiar del paciente, pero, aun así, se convierte en el receptor de los pensamientos, fantasías, miedos y deseos íntimos de esa persona, un material precioso que debe ser manejado con cuidado. Hay comportamientos prohibidos dentro de la consulta del psicoanalista, pero no hay ningún tema del que no pueda hablarse.
La extraña libertad de expresión del paciente en ese espacio sacrosanto ha proporcionado el marco perfecto a un sinfín de escritores para las confesiones ficticias. La primera novela psicoanalítica, La conciencia de Zeno (1923), de Italo Svevo, comienza con un prefacio escrito por el personaje principal, que es un analista: «Soy el doctor de quien se habla en esta novela, a veces con palabras poco lisonjeras. Quien conozca el psicoanálisis sabrá juzgar la antipatía que el paciente siente por mí.»[100] Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno (1951), de Salinger, se desahoga con un psiquiatra oculto. En Lolita (1955), Nabokov, al igual que Svevo, incluye un «Prólogo» escrito por un tal John Ray Jr., doctor en Filosofía, que presenta la historia de Humbert como un estudio de investigación y, aun reconociendo los dones literarios de su autor, lo vilipendia diciendo que es «un ejemplo flagrante de lepra moral».[101] El lamento de Portnoy (1969), de Philip Roth, también incluye una breve introducción en forma de entrada de diccionario, en la que define la expresión «lamento de Portnoy» y hace referencia al médico que la acuñó, el doctor O. Spielvogel, para referirse a ese «trastorno» en particular que expuso en su artículo «El pene confuso». Tras esta pequeña parodia el lector se encuentra con el narrador que, a lo largo de 280 páginas parlotea, expone y despotrica contra su analista, quien sólo pronuncia espléndidamente una única frase al final del libro: «Bien (dijo el doctor). Ahorra nosotros quizás poderr empezar ¿Jawohl?»[102]
Estos libros son, en su esencia, monólogos. No hay diferentes tiempos, no hay diálogos, ningún mundo construido entre el analista y el paciente. No son versiones imaginarias de la práctica terapéutica, sino narraciones que emplean el psicoanálisis como recurso literario para dar rienda suelta a una confesión no censurada en primera persona. El analista o el psicólogo permanece casi siempre fuera de la novela. El doctor de Svevo, como él mismo reconoce, desempeña sólo un pequeño papel en las páginas que vienen a continuación. También proclama que publica esas memoria «como venganza» hacia su paciente por haber abandonado el tratamiento antes de tiempo y añade la injuriosa ocurrencia «Espero que le moleste». Nabokov despliega su condescendencia hacia los académicos norteamericanos no sólo en el texto de su prólogo, sino también añadiendo ese Jr. detrás del apellido del psicólogo. En Salinger y en Roth el analista es un ser oculto y remoto, no es un tú frente al yo narrador. El psiquiatra de Salinger no habla jamás y el de Roth nunca recibe una respuesta. Son objetos, no interlocutores. La imagen de un doctor implacable y distante que asiente con la cabeza, dice «Ah» o «Bien», y que sólo de vez en cuando ofrece un comentario ininteligible, por lo general relacionado con complejos o fijaciones, se ha convertido en un estereotipo, pero es un estereotipo originado en la historia del psicoanálisis.
La neutralidad de la figura del analista siempre me ha parecido una idea errónea, aunque también me lo parece la noción de objetividad en la ciencia. ¿Es posible vaciar a una persona de subjetividad, sea un analista o un investigador de laboratorio? Incluso dentro de un laboratorio los seres humanos tienen que interpretar resultados y esas interpretaciones no pueden aislarse de los pensamientos, del lenguaje y de la cultura del intérprete. No existe un punto de vista de una tercera persona, surgido desde un distanciamiento total e imparcial, fuera de una presencia corpórea y viva. Aparte de no estar totalmente exentos de prejuicios, los experimentos científicos pueden controlarse y repetirse una y otra vez. Esto no sucede en el ambiente cargado de matices del psicoanálisis. Desde sus comienzos el psicoanálisis ha tenido que defenderse de la acusación de presentar un intercambio mutuo de sugestiones entre el analista y el paciente que acabaría por contaminar el proceso y destruir su legitimidad. Como señala George Makari en su obra Revolución en mente: «Con la esperanza de contener la subjetividad del analista, Freud creó un analista ideal que no revelase sus deseos ni sus preferencias. Pero había un problema. El analista imaginado, sumido en una atención siempre constante, no debía oponer resistencia a nada ni tener puntos débiles.»[103] En otras palabras, el ideal exigía que el analista fuera un superhombre, que su realidad como primera persona se transformara en la perspectiva incorpórea de la tercera persona preconizada por la ciencia. No es difícil entender cómo este personaje flotante y perfectamente neutral acabó siendo utilizado con fines satíricos o cómicos, o cómo, en la literatura, esa misma figura lejana y casi siempre silenciosa puede desaparecer de una historia por completo.
Aunque algunos teóricos psicoanalíticos, como Kernberg,[104] continúan abogando por una neutralidad ideal, muchos han renunciado a ella en favor de una postura más factible que reconozca que la terapia es un proceso intersubjetivo, pero no un proceso entre iguales. El analista eficaz se contiene, mantiene una distancia a través de su papel, de su actitud profesional, de sus preciadas intervenciones. Un análisis es necesariamente jerárquico. El paciente se pone en manos de un experto, pero lo esencial del análisis es el paciente y su vida interior. Los pensamientos del analista se evidencian sólo en determinados momentos y sólo en relación con el paciente. La familia del analista, sus alegrías, penas y angustias permanecen ocultas, a menos que decida compartir alguna información con un determinado propósito. Si se desarrolla una relación realmente recíproca, el tratamiento ha fracasado. Alex Portnoy es libre de despotricar, pero su analista, no. En ciertos aspectos fundamentales el psicoanálisis tiene que ser un misterio, un misterio habitado por los amores y odios de los pacientes, unas emociones que pueden oscilar, sin previo aviso, de un extremo al otro. Las representaciones más groseras que se han hecho de los psicoanalistas pueden responder a una forma de ruptura. El ídolo cae y es suplantado por un demonio maligno. Por lo tanto, un retrato realmente humano de un psicólogo en ejercicio tiene que partir de un enfoque que incluya la ambivalencia. También debe tratar el problema del espacio compartido, ese espacio cargado que no es ni el del analista ni el del analizado, sino una creación común. No es un territorio fácil de articular. No es cuestión de sujeto y objeto, sino de dos sujetos que se mezclan irremediablemente. Ésta es una realidad humana que se ve intensificada a través del análisis y para la que se ha intentado encontrar una denominación exacta: transferencia y contratransferencia; continente y contenido, según Bion; el objeto de transición de Winnicott. Todas estas denominaciones coinciden en esta desconcertante zona intermedia. Las novelas recurren a muchos registros que cambian y fluyen. Su lenguaje va desde el más elevado al más bajo, según las voces de los diferentes personajes. Al igual que un paciente durante su terapia, el escritor busca las palabras que reflejen el significado auténtico, no el verdadero en última instancia, pero sí el verdadero desde un punto de vista emocional.
Son muy raras las obras de ficción que reflejen los dos lados de la relación psicoanalítica. Como señalara Lisa Appignanesi en un artículo publicado en The Guardian: «Los psicoanalistas que aparecen en las novelas, si es que aparecen, carecen precisamente de esa vida interior que se supone les proporciona su sustento; suelen ser personajes grotescos dentro del mundo de la ficción.»[105] Lisa Appignanesi estudia la figura del psiquiatra y del analista en diferentes novelas y comprueba que, por lo general, se ha presentado un retrato hostil de ellos hasta la aparición de un par de novelas recientes: Algo que contarte, de Hanif Kureishi, y Tu otro lado, de Salley Vickers. Aunque menciona a Virginia Woolf, Vladimir Nabokov, Doris Lessing, Iris Murdoch, Philip Roth, D. M. Thomas, Sylvia Plath, Simone de Beauvoir y Erica Jong, no habla de Suave es la noche, de F. Scott Fitzgerald, publicada en 1933. El psicoanalista de Scott Fitzgerald, Dick Diver, no es una figura ridiculizada, un personaje vacío o una autoridad que sirve para presentar un «caso». De todas la novelas que he leído donde se trata el tema de la terapia psicoanalítica, la obra de Scott Fitzgerald es la que penetra más hondo en la zona intermedia. El conocimiento que el novelista tenía de la psiquiatría provenía, sobre todo, de los distintos médicos que habían tratado a su mujer, Zelda, entre los que se encontraba Eugen Bleuler, quien le diagnosticó una esquizofrenia. La fuerza de la novela no radica en el dominio de la teoría psicoanalítica, a pesar de que se nota que las ideas de transferencia y contratransferencia llamaron la atención de Fitzgerald. El doctor Diver se casa con una paciente rica, Nicole Warren, cuya enfermedad es fundamental para la historia, y ambos caen en un juego de tira y afloja. Los roles y las personalidades (doctor/marido/Dick, paciente/esposa/Nicole) se mezclan, desaparecen y se esclarecen durante el transcurso del libro, incluso hay momentos en los que Dick y Nicole se refieren a sí mismos usando un único nombre, lo cual sugiere una psicosis desmedida: Dicole.
Para mí el fragmento más desgarrador del libro tiene lugar entre el doctor Diver y otra paciente en la clínica suiza donde trabaja. La mujer sin nombre es descrita como «su paciente en particular». Es una pintora norteamericana que padece una terrible enfermedad de la piel que «se había catalogado, por llamarla de algún modo, como eczema nervioso».
Ante la terrible majestad de su dolor, Dick se sintió atraído por ella sin reservas, casi sexualmente. Sentía deseos de tenerla en brazos, como tantas veces había tenido a Nicole, y de amar incluso sus errores, que de manera tan profunda formaban parte de ella. La luz anaranjada que se filtraba por la persiana echada, el sarcófago formado por su figura sobre el diván, el círculo de su cara, la voz que buscaba en el vacío de su enfermedad y sólo hallaba abstracciones remotas.
Al levantarse de su asiento, Dick vio cómo le corrían las lágrimas, deslizándose como lava sobres sus vendajes.
—Esto es por algo —susurraba—. Algo tiene que salir de esto. Dick se inclinó sobre ella y la besó en la frente.
—Todos debemos procurar ser buenos —dijo.[106]
El tema de la bondad es característico en Scott Fitzgerald. En toda su obra literaria asoma una nostalgia constante por las verdades morales de su infancia en el Medio Oeste norteamericano, un paraíso de la bondad perdida que presenta pocas similitudes con el mito edípico fundacional de Sigmund Freud. Pero la descripción que nos brinda Fitzgerald de la atracción, «casi sexual», y de la dolorosa compasión que el doctor Diver siente por su paciente, así como de su forma de entender el gran abismo que existe entre las palabras y el sufrimiento de la paciente, expresan auténticas verdades sobre el trabajo psicoanalítico. A menudo las palabras sobrevuelan lo innombrable en busca de una explicación para el dolor que exprese aquello que percibimos como un sinsentido. En el arte, al igual que en el psicoanálisis, lo que percibimos como bueno tiene siempre una repercusión, incluso cuando es imposible explicar en detalle por qué un pasaje de un libro ha adquirido una resonancia emocional tan fuerte. No es casualidad que la paciente del doctor Diver sea una pintora. Justo antes de sentir deseos de estrecharla en sus brazos, el médico medita sobre el futuro de esa mujer, en el que, según él, no puede incluirse la pintura.
No le correspondía a ella explorar las fronteras que los artistas se veían obligados a explorar. Era una mujer sutil, intuitiva; tal vez hallara reposo finalmente en alguna forma plácida de misticismo. Los que exploraban esas fronteras tenían que tener algo de sangre campesina, muslos poderosos y tobillos gruesos; tenían que ser gente capaz de aceptar el castigo como aceptaban el pan y la sal: en cada fibra de su carne y de su espíritu.[107]
Aunque cualquier somero estudio de las vidas de innumerables artistas serviría para desacreditar esta afirmación, no es su veracidad lo que la hace tan atractiva. Las criaturas de Scott Fitzgerald surgen de una acción irreal que crea una ficción al margen de la experiencia vivida. Como sucede con muchos escritores, roba el material de su propia vida y lo transfigura. Fitzgerald se oponía categóricamente a que su mujer se aventurase en el mundo del arte, a que escribiera, bailara o pintara, y una forma obvia de leer este fragmento es convertirlo en una explicación novelada de dicha resistencia por parte del autor: ella no era lo suficientemente fuerte. Es posible que Fitzgerald estuviese incluso pensando en Zelda cuando escribió ese párrafo. Sin embargo, yo creo que esa mujer escabrosa, vendada y en una cama de hospital, por la que el doctor Diver siente una intensa atracción, es también una imagen de sí mismo y, por extensión, del propio escritor. La narración del doctor Diver desemboca en el alcoholismo y el fracaso. La debilidad de Fitzgerald por la bebida era legendaria. Después de Suave es la noche no volvió a terminar ninguna otra novela. Él tampoco era fuerte. Y aunque alguna vez sintió miedo de su feminidad (era homófobo), Fitzgerald, al igual que Henry James, tenía una imaginación tan femenina como masculina. El lamentable espectáculo del fracaso artístico se asocia con el cuerpo de una mujer, demasiado débil para trabajar. Si algo demuestra mi interpretación del texto es cuán rápidamente se convierte en analista el lector de cualquier obra literaria y cómo muchas veces los escritores no somos conscientes de lo que escribimos.
En 1933, año en que Fitzgerald publicó su novela protagonizada por un analista, la imagen del psicoanalista no se había consolidado. Todavía no había tenido lugar la Segunda Guerra Mundial ni su devastación y el psicoanálisis estaba aún inmerso en un proceso de creatividad confuso y un tanto desbaratado. En el personaje de Anne, perteneciente a la obra Los mandarines (1956), de Simone de Beauvoir, podemos encontrar un retrato fehaciente y serio de un analista de posguerra. La autora pone en boca de Anne extensas narraciones en primera persona y todos sus pacientes sufren algún trauma u otro a consecuencia de la guerra.
La muchacha de pelo blanco dormía ahora sin pesadillas; se había afiliado al partido comunista, había tenido amantes, demasiados amantes, y bebía en exceso. Es cierto, no era un milagro de adaptación pero, por lo menos, podía dormir. Y aquella tarde yo estaba contenta porque Fernandito había dibujado, por fin, una casa que tenía puertas y ventanas. Por primera vez no había dibujado rejas.[108]
Simone de Beauvoir estaba muy versada en el psicoanálisis, y las descripciones que hace Anne de sus pacientes destilan autenticidad. El fragmento citado deja claro que, a pesar de no esperar milagros, la analista se alegra con los pequeños progresos. Su actitud es estrictamente profesional. Sin embargo, quizás porque la novela está basada en la vida real, inspirada en la relación de la autora con Sartre, en su círculo y en su aventura amorosa con el escritor norteamericano Nelson Algren, el personaje de Anne no se detiene demasiado en sus pacientes, que enseguida pasan a un segundo plano. Los mandarines no trata el tema de la relación psicoanalítica que se acerca al abismo del sentimiento, ese momento de identificación en que todo se detiene, el mismo que experimenta el doctor Diver mientras observa a su paciente enferma.
Cuando yo empecé a escribir el personaje de Erik Davidsen no pensé en ningún antecedente literario. Pensé en él como mi hermano imaginario, un hombre que realiza un trabajo que puedo verme a mí misma haciendo en otra vida. Me pregunté qué habría pasado si yo hubiera tenido un hermano en una familia con unos padres muy parecidos a los míos. ¿Qué habría pasado si en lugar de cuatro hijas sólo hubiéramos sido un hijo y una hija? Y como yo estaba escribiendo la novela después de morir mi padre o, mejor dicho, tras una idea a partir de la muerte de mi padre, también formaron parte de la narración un personaje parecido a mi padre y un dolor parecido al mío, aunque tampoco exactamente iguales. Transformé mi experiencia, cambié de sexo, recurrí a una voz diferente, descubrí dentro de mí un lado médico y muchos lados como paciente. Hacer el papel de Erik requería ejercer imaginariamente de médico. Lo que escribí acerca de las sesiones entre mi narrador y sus pacientes procedía de una parte de mí que yo conocía pero también de otra que me era desconocida.
Yo he leído sobre psicoanálisis desde que estaba en el instituto, pero meterme en el personaje de Erik también me obligaba a internarme en el mundo de los diagnósticos psiquiátricos, de la farmacología y de innumerables estudios de neurociencia. También leí un sinnúmero de memorias de enfermedades mentales, algunas buenas, algunas mediocres; entrevisté a varios psiquiatras y analistas de la ciudad de Nueva York; empecé a asistir a un grupo de discusión sobre neuropsicoanálisis dirigido por un psicoanalista y a impartir un taller literario semanal a los pacientes psiquiátricos del hospital Payne Whitney. Ésa es la parte conocida. Los libros, las conversaciones y las percepciones nos influyen y pasan a formar parte de nosotros.
La parte desconocida es mucho más difusa y difícil de precisar. Suprimí del libro el fragmento que he reproducido en este artículo porque trataba de sociología contemporánea y no añadía nada a la narración, pero también porque quería que la novela se desarrollase en el terreno de la vida interior de un hombre, en un paisaje psíquico habitado tanto por los vivos como por los muertos. Erik sabe que él no es neutral, sabe que la psicoterapia se desenvuelve en una zona intermedia, en esa jungla que hay entre el tú y el yo. Aunque el relato del paciente es el que debe predominar, el analista puede guiar, explorar, plantearse interrogantes e interpretar, mientras mantiene una distancia profesional atenta y reflexiva. Un ambiente propicio de empatía no es sólo un espacio para la confesión, sino también el espacio donde se pueden descubrir verdades y rehacer los relatos.
El sentido del oído fue crucial para la novela. El analista escucha y, a medida que yo escribía, me fui dando cuenta de que Erik era muy sensible a los sonidos, no sólo a los de las palabras, sino a los de las entonaciones y cadencias de la voz humana, a las pausas y los silencios, y que su sensibilidad auditiva se extendía a los miles de ruidos de la ciudad. Sus pacientes forman parte de su mundo interior y piensa en ellos. Los pacientes le hacen daño, le atraen, le aburren, le conmueven y le satisfacen de formas muy diversas. Durante las sesiones, le asaltan imágenes mentales repentinas, se identifica con palabras que usan sus pacientes y examina su propia respuesta emocional ante aquello que oye y ve. Su experiencia con los pacientes no es puramente intelectual. La atmósfera se carga de tensiones no expresadas. Los significados son confusos. Los fantasmas se cuelan en la habitación. Erik pierde la ecuanimidad con una de sus pacientes, la señora L., y busca consejo en Magda, su psicoanalista de apoyo. Logra sacar adelante la terapia de otra paciente después de un largo periodo de estancamiento. Creo que rara vez se logra plasmar en un retrato ficticio la realidad multifacética de un psicoanalista. El retrato del analista que lo presenta de una forma puramente cerebral o como si fuera un cajón donde depositar nuestros problemas deja al margen lo esencial del psicoanálisis: el inconsciente. Al discutir la dinámica de la transferencia durante un simposio sobre «la contra-transferencia», D. W. Winnicott comentó la transferencia a través de una afirmación hipotética: «Me recuerda usted a mi madre»:
Durante el análisis el analista recibirá unas claves para poder interpretar no sólo la transferencia de sentimientos desde la madre hacia el analista, sino también los elementos instintivos inconscientes subyacentes, así como los conflictos y las defensas creados a partir de ellos. De esta forma el inconsciente empieza a tener un equivalente consciente y a convertirse en un proceso vivo que incluye a personas, convirtiéndose en un fenómeno aceptable para el paciente.[109]
Es obvio que escribir versiones imaginarias de unas sesiones psicoanalíticas no es lo mismo que estar en una terapia. En la novela no existe el otro real, sólo hay otros imaginarios. Pero escribir novelas es una forma de estar abierto a escuchar las voces de esos otros imaginarios, una forma que recurre a los recuerdos, transmutados por las fantasías y los miedos. Y es un acto en el que participamos en cuerpo y alma, no es intelectual. Tanto en el psicoanálisis como en el arte intervienen procesos inconscientes que luchan por encontrar una expresión. Es imposible comprender en su totalidad cómo surge un libro, porque las palabras nacen en otro lugar. De hecho, cuando una novela fluye, parece como si se escribiese sola. Ya no es una cuestión de autoría, sino de ayudar a que ese nacimiento tenga lugar.
Al escribir desde el personaje de Erik sentí una música interna que determinó los ritmos que dieron forma al libro. Yo sabía que estaba escribiendo una fuga verbal, punto y contrapunto, superposiciones y variaciones de los mismos temas que se repetían una y otra vez: decir y no decir, oír y no oír, padres e hijos, el pasado y el presente, los pesares de una generación que cobran vida en la generación siguiente. Y así acabé comprendiendo que no sólo los fragmentos de la novela que exploraban explícitamente las relaciones de Erik con sus pacientes trataban sobre el psicoanálisis, sino que todo el libro se había generado a partir de esa disciplina, de su particular forma de diálogo y de la búsqueda de una historia que percibamos como buena y que tenga sentido.
2010