Kenan

Otro día acaba de empezar. La luz se filtra con dificultad en el apartamento, donde encuentra a Kenan en su cocina, alargando una mano hacia la garrafa de plástico que contiene el último cuarto de litro de agua de la familia. Han pasado cuatro días desde la última vez que fue a la destilería. Casi siempre pasan cuatro días entre un viaje y el siguiente, cinco si llueve. El de hoy será diferente, lo sabe. Hoy es el día en que el violonchelista tocará por vigésimo segunda y última vez.

El aire es frío esta mañana. Kenan se pregunta si estará cambiando el tiempo. Confía en que tengan suficiente ropa de abrigo para aguantar todo el invierno, ya inminente. La leña también será un problema. No sabe de dónde la sacará ni si conseguirá siquiera un poco. Encontrará el modo, seguro.

Kenan retira la silla de la mesa de la cocina y coge una garrafa vacía. La examina a conciencia en busca de grietas o poros. Repite el proceso con las seis. En la cuarta encuentra una pequeña grieta, lo cual le inquieta. No ha acabado de abrirse, pero lo hará, y no hay modo de saber cuándo. Decide cambiarla por una de las de repuesto. Mejor no arriesgarse.

Oye ajetreo en la salita, donde duermen Amila y sus hijos. Espera no haberles despertado. Aún es temprano. No hay motivo para que se levanten ya. Mejor que sigan durmiendo. Quién sabe si tendrán que pasar la noche en un refugio, donde es casi imposible descansar.

Con el mayor sigilo de que es capaz, coge lo que queda de agua y se dirige al cuarto de baño. Se vuelve para pulsar el interruptor de la luz, por puro hábito, pero nada ocurre. Enciende el tocón de una vela que hay junto al espejo y empieza a afeitarse. Algún día, piensa, volverá a afeitarse con agua caliente y una cuchilla afilada. Todos los días rebosarán de pequeños lujos como éste, y él disfrutará con cada uno de ellos. Hasta entonces, no obstante, ya está habituado a afeitarse a oscuras y con agua fría. Apenas le molesta ya hacerlo.

Se enjuaga la cara con los restos del agua y se inclina para apagar la vela. Al inhalar, antes de soplar, oye un tic ya familiar y la bombilla que cuelga del techo cobra vida. Una luz intensa y amarilla colma el cuarto de baño, y los ojos de Kenan se adaptan a su brillo. Sonríe.

Apaga la vela y se acerca al armario, donde tiene conectado un pequeño cargador a una batería de coche. Si la electricidad se mantiene todo el día, podrá escuchar la radio durante las dos semanas siguientes. Si además se mantiene hasta el día siguiente, tal vez puedan encender una luz varias horas todas las noches. Comprueba el cargador y ve que la luz verde brilla. La batería se está cargando.

Amila asoma por entre las sábanas. Él le sonríe y señala la luz del techo. Ella ríe y alza las manos celebrándolo. Si los niños no estuvieran dormidos, Kenan pondría un CD, algo movido y alegre, y todos gritarían y bailarían. Aunque no lo hace, le basta con saber que podría.

—¿Crees que aguantará mucho rato? —le pregunta ella. Se levanta y se dirige a la cocina.

Él asiente.

—Es posible. Pero me temo que no hay modo de saberlo.

Kenan empieza a atar las garrafas, tres a cada lado.

—Ten cuidado —le dice ella, y sonríe.

—Por supuesto. Siempre tengo cuidado.

La luz parpadea, pero no se apaga. Amila pone los ojos en blanco.

—De vuelta compra una caja grande de chocolatinas —dice ella— y dos docenas de huevos.

—De acuerdo. Eso son muchos huevos.

—Voy a hacer un pastel. Un pastel muy grande.

—Ah. En ese caso también compraré un poco de brandy. —Se inclina hacia adelante y la besa.

—Buena idea. Nada le va mejor a un pastel que el brandy. —Ella reposa las manos en la espalda de él—. Estoy cansada —dice, casi en un susurro.

—Lo sé —dice él—. Yo también.

Se quedan así hasta que Kenan empieza a sentir el peso del tiempo y se separa un paso, vuelve a besarla y se encamina a la puerta.

Cuando accede al rellano, se sienta en la escalera y apoya la frente sobre las rodillas. No quiere salir. No quiere tener que caminar por las calles de esta ciudad y ver los edificios, y con cada paso temer una muerte inminente. Pero no tiene alternativa. Sabe que si quiere ser una de las personas que reconstruyan la ciudad, una de las personas que tengan el derecho de siquiera opinar sobre cómo Sarajevo debería repararse, entonces tiene que salir y enfrentarse a los hombres de las montañas. Su familia necesita agua y él la conseguirá. La ciudad está llena de gente que hace lo mismo que él y todos encuentran el modo de seguir adelante con su vida. No son cobardes, y no son héroes.

Todos los días ha ido a escuchar al violonchelista, desde el bombardeo de la destilería. Todos los días a las cuatro en punto ha ido a aquella calle, se ha apoyado contra la pared y ha contemplado cómo la ciudad se reunía y sus habitantes despertaban de la hibernación. Hoy es el último día en que el violonchelista tocará. Todos los que murieron en esa calle mientras esperaban a comprar pan habrán tenido su homenaje. Kenan sabe que nadie tocará por las personas que murieron en la destilería, ni por aquellos a quienes dispararon mientras cruzaban la calle, ni por ninguna de las demás víctimas de incontables ataques. Se precisaría un ejército de violonchelistas. Pero ha escuchado lo que había que escuchar. Ha sido suficiente.

Kenan se pone en pie y empieza a bajar la escalera. Al llegar a la planta baja, se detiene frente a la puerta de la señora Ristovski. Presta atención en busca de algún ruido, se pregunta si estará despierta, si sabrá que ha vuelto la electricidad. Suele ser la primera en saber estas cosas.

Se yergue, se aclara la garganta y llama a la puerta. Oye movimiento dentro, pero la puerta no se abre. Vuelve a llamar, esta vez con mayor insistencia, y espera a que la señora Ristovski abra para darle las botellas y para que él pueda iniciar su larga caminata colina abajo, ciudad a través, colina arriba hasta la destilería, y de vuelta una vez más.