Kenan

Otro día acaba de comenzar. La luz se cuela con esfuerzos en el apartamento, donde encuentra a Kenan en su cocina, alargando una mano hacia la jarra de plástico que contiene el último cuarto de litro de agua de la familia. Su movimiento es lento y rígido. Kenan se ve más como un anciano que como el hombre que pronto celebrará su cuadragésimo cumpleaños. A su esposa, Amila, que está durmiendo en la sala de estar porque es más segura que el dormitorio, que da a la calle, le ocurre lo mismo. Como a él, se le ha escapado la madurez. Acaba de cumplir los treinta y siete, pero parece mayor de cincuenta. Tiene el pelo fino y la piel le cuelga flácida la carne, sólo sugiriendo a la antigua mujer que, Kenan lo sabe, nunca fue.

Al menos sus niños, de momento, siguen siendo niños. Y, como todos los niños, claman contra las limitaciones que se les imponen; quieren ser mayores y desean que las cosas sean diferentes. Saben lo que está pasando, pero no acaban de entenderlo. Han aprendido a vivir con ello. Tal vez, sospecha Kenan, es por eso por lo que no se vuelven viejos.

Ha pasado un mes desde la última vez que la familia tuvo electricidad más de unas pocas horas, e incluso más tiempo desde que tuvo agua corriente. Mientras que la vida es más difícil sin electricidad, es imposible sin agua. Por ello, cada cuatro días Kenan reúne su colección de envases de plástico y desciende la colina, recorre el casco viejo de la ciudad, cruza el río Miljacka y asciende las colinas que llevan a Stari Grad, a la destilería, uno de los únicos sitios en la ciudad donde aún se puede conseguir agua potable. Ocasionalmente, es posible encontrar fuentes más cerca y él las vigila, pero son poco fiables y con frecuencia peligrosas. No quiere sobrevivir a los hombres de las montañas para morir víctima de un parásito del agua, una posibilidad que considera real y que asfixia a una ciudad que ya no dispone de un sistema de alcantarillado en condiciones. El agua de la destilería procede de manantiales subterráneos, y él considera que bien merece la pena arriesgarse a recorrer esa distancia adicional.

Con todo el sigilo de que es capaz, Kenan coge la última jarra de agua y cruza el pasillo en dirección al cuarto de baño. Su mano acciona el interruptor de la luz, un reflejo vestigio de tiempos previos. La bombilla que cuelga del techo parpadea y cobra vida. Kenan prende una cerilla y enciende el tocón de vela que reposa en un costado del lavamanos, bajo el espejo. Tapa el desagüe y vierte el cuarto de litro de agua. Se moja la cara, el frío le sorprende. Frota con ambas manos una pequeña pastilla de jabón y se aplica la espuma en las mejillas, el cuello, el mentón y el labio superior. La cuchilla inicia una cantinela rítmica, scrach, scrach, splash; sus pupilas se contraen a la luz mientras él observa sus progresos. Cuando acaba, vuelve a mojarse la cara y se seca con una toalla acartonada que cuelga sobre el retrete. Apaga la vela y se sorprende al ver que la luz no desaparece del cuarto de baño. Tras varios segundos de desconcierto, cae en la cuenta de que la electricidad ha vuelto, de que la bombilla que cuelga sobre él brilla, y casi sonríe por su error antes de comprender la relevancia de ello. Se ha acostumbrado a un mundo donde uno se afeita a la luz de una vela con jabón y agua fría. Es algo que se ha vuelto normal.

Aun así, hay electricidad y, dado que eso ya no es normal, sale del baño a toda prisa y va a despertar a su mujer, que querrá que los niños se levanten para aprovecharla al máximo. Imagina un desayuno cocinado y caliente, y ver la televisión al calor de la estufa. La emoción de los niños será contagiosa mientras se rían con alguna de sus series de dibujos animados. La luz colmará todas las habitaciones y ahuyentará la penumbra perpetua que habita en los rincones. Aunque no dure mucho, les alegrará, y el resto del día sus rostros estarán cansados de tanto sonreír. Pero al salir del baño oye un clic revelador, y cuando se da la vuelta comprueba que la luz se ha apagado. Prueba con la del pasillo y confirma lo que ya sabe. Vuelve a la cocina. Ya no hay motivo para despertar a su familia.

Se sienta a la mesa e inspecciona uno por uno los seis envases de plástico que llevará consigo. Comprueba que no se haya abierto en ellos ninguna grieta desde la última vez que fueron vaciados, se asegura de que todos tengan su tapón correspondiente. Guarda dos de reserva por si tiene que reemplazar alguno. Decidir cuánta agua puede cargar uno se ha convertido en algo parecido a un arte en esta ciudad. Si se carga poca, habrá que repetir la tarea más a menudo. Cada vez que uno se expone a los peligros de las calles, corre el riesgo de caer herido o morir. Pero cargando con demasiada, se pierde la capacidad de correr, agacharse, sumergirse, cualquier acto que requiera salir del camino del peligro. Kenan se ha decidido por ocho recipientes. Los seis de su casa contendrán unos veinticuatro litros de agua. Dos más serán para la señora Ristovski, la anciana vecina de abajo.

Mientras verifica que las seis garrafas están en buenas condiciones, oye a su esposa levantarse de la cama. Se apoya en el vano de la cocina y se frota el sueño de los ojos.

—Ha sido una noche tranquila —dice él—. La cosa no estará demasiado mal ahí fuera.

Ella asiente. Los dos saben que una noche tranquila en modo alguno garantiza un día tranquilo, pero Kenan se alegra de que ninguno lo diga.

Su mujer entra en la cocina y se acerca a él. Le posa una mano en la cabeza y la mantiene allí un rato antes de dejarla caer suavemente hasta el hombro, dándole un leve tirón de oreja por el camino.

—Ten cuidado.

Kenan sonríe. No son tanto sus palabras lo que le transmiten tranquilidad sino el hecho de que aún las pronuncie. Ella sabe tan bien como él que no existe eso de tener cuidado, que los hombres de las montañas pueden matar a cualquiera, en cualquier parte, siempre que quieran, y que la suerte, el destino o lo que sea que decide quién vive y quién no, no ha favorecido en el pasado a aquellos de los que podría decirse que tuvieron cuidado. Las probabilidades pueden castigar a quienes actúan con imprudencia, pero parecen las mismas para todos los demás. Aun así, hubo un tiempo en que, razonablemente, una persona podía comportarse con cautela por su propio bien, y él agradece que su esposa siga de cuando en cuando dispuesta, por el bien de su cordura, a invocar el recuerdo de aquellos tiempos.

Él ve que mira las garrafas y las cuenta.

—¿La señora Ristovski?

—Sí.

Ella frunce el entrecejo y se aparta un mechón de los ojos. Luego suaviza su semblante y retrocede un paso.

—Pronto vas a necesitar un abrigo nuevo.

—Iré a comprar uno cuando salga —dice él—. ¿Quieres que te traiga unos zapatos?

Ella sonríe. Kenan le devuelve la sonrisa. Se alegra de ser capaz aún de hacerla sonreír.

—No —dice ella—, pero sí aceptaría un gorro, si tienes tiempo.

—Por supuesto —dice él—. Supongo que de visón, ¿no?

Los niños ya se han despertado y ella le da un beso rápido en la mejilla antes de ir a verles.

—Deberías irte ya, antes de que te vean y pierdas una hora con tus chistes.

Cuando la puerta del apartamento se cierra a su paso, apoya la espalda contra ella y se desliza hasta el suelo. Siente las piernas pesadas; las manos, frías. No quiere irse. Lo que quiere es volver adentro, reptar a la cama y dormir hasta que la guerra acabe. Quiere llevar a su hija pequeña a un parque de atracciones. Quiere sentarse a esperar, ansioso, a que su hija mayor vuelva de ver una película con un chico que no acaba de gustarle. Quiere que su hijo, el mediano, de sólo diez años, piense en cualquier cosa que no sea cuánto tiempo va a tener que esperar para poder alistarse al ejército y luchar.

Ruidos amortiguados le llegan desde el interior del apartamento, y le preocupa que alguno de los niños abra la puerta. No deben verle así. No deben saber lo asustado que está, lo inútil que se siente, lo impotente que se ha vuelto. Si hoy no regresa a casa, no quiere que le recuerden sentado en el rellano, temblando como un perro mojado y aterrado.

Se obliga a levantarse y coge las garrafas. Las ha atado por las asas con un trozo de cuerda y, aunque voluminosas, son ligeras y fáciles de cargar cuando están vacías. Luego, cuando estén llenas, será más duro, pero ya se preocupará por eso entonces. Kenan sabe que se está debilitando, como casi todos los demás en la ciudad, y se pregunta si llegará el día en que ya no sea capaz de cargar con suficiente agua para su familia. Entonces, ¿qué? ¿Tendrá que llevar consigo a su hijo, como muchos otros hacen? Él no quiere. Si le matan, no quiere que nadie de su familia lo presencie, con el mismo fervor que quisiera que sus rostros fueran lo último que él viera. Y si los matan a los dos, a él y a su hijo, sabe que su esposa nunca se recuperaría. De pensar en lo que podría ocurrir si sólo muriera su hijo, volvería a desplomarse.

Baja la escalera que lleva a la planta principal y llama a la puerta del apartamento de la señora Ristovski. Al no oír indicio de movimiento dentro, vuelve a llamar con mayor insistencia. Al fin la oye y espera a que abra la puerta.

La señora Ristovski lleva en ese edificio casi toda la vida, o al menos eso asegura ella. Dado que cuenta ya con más de setenta años y el edificio fue construido poco después de la Segunda Guerra Mundial, Kenan sabe que no puede ser cierto, pero no tiene intención de discutir. La señora Ristovski cree lo que cree, y los meros hechos no la convencerán de lo contrario.

Cuando Kenan y su mujer se mudaron al edificio, su hija mayor acababa de nacer. La señora Ristovski se quejaba a todas horas del llanto de la niña y, como padres recién estrenados que eran, ellos escucharon sus críticas y sus consejos, por deferencia a la sabiduría de alguien mayor y con más experiencia. Al cabo de un tiempo, sin embargo, concluyeron que no era el llanto lo que la irritaba. Kenan empezó a sospechar que el bebé se había convertido en una especie de diana de todo su descontento. Aunque molesto por sus repetidas intrusiones en sus vidas, Kenan toleró a la señora Ristovski, a menudo pese a las objeciones de su mujer. Había algo en su ferocidad que él admiraba, aunque no le gustara demasiado.

Tras estallar la guerra, la señora Ristovski llamó a su puerta y, cuando Kenan la abrió, ella le empujó a un lado y entró. Su esposa no estaba, pero la señora Ristovski no pareció apercibirse. Se sentó en el sofá del salón mientras él hacía café. Kenan lo llevó al salón en una bandeja de plata que dejó en la mesita que había frente a la mujer, pero ella no lo tocó.

—¿Tienes algún licor? —preguntó, apartando la bandeja.

—Sí, claro —contestó él. Sirvió una generosa copa para cada uno.

La señora Ristovski apuró la suya de un trago. Kenan advirtió que el color de su cuello ondulado se intensificaba, y luego volvía a desvanecerse.

—Bien —dijo ella—, esto será mi fin.

—¿El qué? —preguntó él, creyendo que se refería al licor.

—Esta guerra. —Le miró a los ojos. Él hizo lo imposible por no posar la mirada en el gran lunar que la mujer tenía en la sien, intentó no preguntarse si acaso no había aumentado de tamaño. Ella sacudió la cabeza—. Tú nunca has vivido una guerra. No tienes ni idea de lo que será.

—No durará mucho —dijo él—. El resto de Europa hará algo para impedir que la situación se agrave.

Ella resopló.

—Para mí, eso será lo de menos. Soy demasiado vieja para hacer las cosas que uno tiene que hacer durante una guerra si quiere sobrevivir.

Kenan no estaba seguro de a qué se refería. Sabía que había estado casada justo antes de la última guerra y que a su marido lo habían matado en los primeros días de la invasión alemana.

—Es probable que esta vez no sea tan malo —dijo él, y lo lamentó de inmediato, sabedor de que no era verdad.

—No tienes ni idea —repitió ella.

—Bien —dijo él—. Yo la ayudaré. Todos los vecinos del edificio nos ayudaremos. Ya verá.

La señora Ristovski cogió la taza de café y tomó un sorbo. No miraba a Kenan, evitaba ver su sonrisa.

—Ya veremos —repuso.

Pocas semanas más tarde, después de que los hombres de las montañas cortaran el suministro de agua a la ciudad, ella volvió a presentarse ante su puerta mientras él se preparaba para embarcarse en su primer viaje a la destilería. Llevaba dos botellas de plástico en las manos. Las empujó hacia él.

—Una promesa es una promesa —dijo. Luego se dio la vuelta y regresó a su apartamento, dejando a un atónito Kenan en el vano de su puerta. Pero no pudo negarse. La persona que quería ser no podía negarse.

La puerta del apartamento de la señora Ristovski se abre unos centímetros, lo justo para permitirle ver por el resquicio.

—¿Qué? Es temprano.

—Voy a buscar agua. —No estaba dispuesto a seguirle el juego. De todos es sabido que se levanta con el sol. Es probable que ya lleve una o dos horas en pie, y Kenan recuerda al menos media docena de ejemplos en los últimos meses en que ella ha llamado a su puerta a una hora aún más temprana que aquélla.

La puerta se cierra.

—¿Señora Ristovski? No volveré a ir hasta dentro de unos días.

La oye trastear dentro, mascullar maldiciones, y luego la puerta vuelve a abrirse, esta vez bastante más. Le tiende las dos botellas de agua con sequedad, y las sacude al ver que él tarda unos segundos en cogerlas.

Kenan las mira.

—No tienen asa.

Son de la clase de botellas en las que se venden los refrescos, de dos litros cada una. Lleva semanas pidiéndole que las cambie por otras con asa, para poder atarlas a sus garrafas. Incluso se ha ofrecido a darle dos de las suyas, las de repuesto.

—Éste es el agua que necesito. Si cambio estas botellas por otras, es probable que no tenga suficiente.

—Las otras son más grandes. —Él se las enseña, pero ella no las acepta.

—No eres una taza medidora humana —dice mientras cierra la puerta.

Kenan se queda en el rellano y oye el eco del portazo en la escalera. Tantea la idea de dejar las botellas de la anciana frente a su puerta, o incluso de tirar la toalla. Sin duda, ella moriría en pocos días sin agua. Podría darle una lección. Es un pensamiento agradable pero absurdo. Por mucho que lo lamente, ella tiene razón: le hizo una promesa. Mira las botellas de plástico que tiene en las manos, sacude la cabeza, abre la puerta del edificio y sale a la calle.