Dragan
Un hombre va a intentar cruzar. Le han advertido del peligro, sin duda ve el cuerpo del hombre sin sombrero tan bien como todos los demás, pero no parece importarle. Es joven, tal vez algo insensato. Dragan se pregunta si le reportará alguna excitación desafiar un cruce donde se sabe que hay un francotirador. Quizá sea un deporte nuevo. Los cien metros bala.
Dragan ve que están instalando una cámara al otro lado de la calle. Un hombre protegido con un chaleco antibalas supervisa la escena desde detrás de la barricada, calculando distancias y ángulos, evaluando la calidad visual de la destrucción. Va bien afeitado y lleva la ropa inmaculada. Dragan ve el planchado perfecto de sus pantalones desde donde está. O al menos eso cree. Aun así, se sorprende, no de la presencia de un cámara sino de su ubicación. El cámara, piensa, debería estar en este lado de la calle, en el lado más próximo al hotel donde se alojan los periodistas extranjeros. El que aún dispone de comida y agua caliente y, a menudo, electricidad. Este hombre se ha equivocado por completo. A Dragan le resulta extraño, y no sabe cómo interpretarlo.
El hombre que está a punto de cruzar ha visto al operario y se detiene, como sopesando si debería esperar para que la cámara pueda captar su carrera. Incluso se mira para comprobar el estado de su ropa. Parece concluir que su atuendo no le complace para salir en televisión porque se pone en marcha hacia el cruce.
Todos, incluido el cámara, dejan lo que están haciendo y miran. No es un gran público, no más de media docena de personas, y ya han visto todo esto en otras ocasiones, con los dos finales posibles. El hombre corre en línea recta. Es veloz. ¿Un nuevo récord mundial? Tal vez. Quizá tendrán que notificárselo a los del Guinness.
El francotirador no dispara, por motivos que sólo él conoce, y, cuando el hombre alcanza el otro lado, a Dragan le parece que el cámara está decepcionado, porque el corredor ha sobrevivido y porque él no ha podido grabar la carrera. Esta decepción irrita a Dragan, le hace sentir como un animal de zoológico.
Un perro aparece detrás del cámara y le asusta, y Dragan sonríe. No obstante, el animal va a su aire y pasa de largo. Mientras se acerca, Dragan se pregunta si será el mismo que vio antes, con Emina. Transmite la misma resolución y también parece que tiene un lugar adonde ir. Pero Dragan no recuerda con exactitud cómo era el primer perro. Podría ser el mismo. Ahora todos le parecen iguales.
El perro cruza los carriles trotando en dirección a Dragan. A medida que se acerca al cuerpo del hombre sin sombrero, Dragan se pregunta si intentará comerse el cadáver. Debe de estar hambriento, piensa. En esta ciudad, todo lo que no es un político ni un gánster está hambriento. Pero el perro pasa junto al cuerpo sin siquiera detenerse a olisquearlo. Es como si no lo hubiera visto.
Dragan oye un tintineo de chapas cuando el perro pasa por su lado, ve que lleva un collar, pero, por las condiciones en que tiene el pelo, es evidente que vive en la calle. El animal no mira a Dragan ni a nadie más, y Dragan se pregunta si habrá desechado por completo a la humanidad. Quiere llamarle, darle algo de comer, acariciarle, hacer algo que le devuelva la fe en él. Pero no tiene comida y sabe que el perro no se acercará aunque le llame. Al verle doblar la esquina y desaparecer, se siente un poco como cuando vio alejarse el autobús en el que viajaban su mujer y su hijo.
Sabe que él ha sido ese perro. Desde que la guerra empezó ha caminado por las calles y ha intentado prestar la menor atención posible a su entorno. No vio nada que no tuviese que ver ni hizo nada que no tuviese que hacer.
El cámara está teniendo problemas con el equipo. Ha dejado la cámara en el suelo y rebusca dentro de una mochila grande. Dragan se siente aliviado, pero entonces el cámara parece encontrar lo que buscaba y regresa junto a la cámara. Dragan sabe que esa cámara pronto estará grabando y no quiere que el cuerpo del hombre sin sombrero salga en la filmación.
No es que no quiera que el mundo sepa lo que está ocurriendo aquí. Sí quiere, o al menos está de acuerdo con el argumento de que es más probable que el mundo intervenga sólo si se le obliga a ver el sufrimiento de los inocentes. Lo que ocurre es que la escena que la cámara capturará no es en absoluto representativa de lo que ha acontecido hoy aquí. Son las secuelas.
Un cadáver más no molestará a nadie. Será una curiosidad, pero, a menos que algún telespectador conociera al hombre sin sombrero, no significará nada. No hay nada en un cadáver que sugiera cómo era esa persona cuando estaba viva. Nadie sabrá que el hombre tenía unos pies insólitamente grandes, a los que sus amigos recurrían para tomarle el pelo cuando era niño. Nadie sabrá que tenía una cicatriz en la espalda, consecuencia de una herida que se hizo al caer de un árbol, ni que su comida favorita era el pastel de chocolate. No sabrán que cuando tenía dieciocho años hizo un viaje con sus amigos del instituto y que llegaron a España haciendo autoestop, y que allí se acostaron con una chica rubia que nunca supieron cómo se llamaba, y que él pensó en esto a menudo durante los siguientes treinta años, siempre en los momentos más extraños, mientras pelaba una naranja o afilaba un cuchillo o subía por la colina bajo la lluvia.
También están los detalles que no se mencionarán sobre el muerto. No se dirá que tenía mal temperamento o que a veces hacía trampas en la timba mensual. Era chabacano. Cuando estaba borracho, también era violento.
Nada de esto volverá a decirse, sencillamente se ha borrado de la existencia. Sin embargo, éstas son las cosas que hacen de la muerte algo que debe lamentarse, dolerse. No es sólo la desaparición de la carne. Eso, en realidad, es fácil de olvidar. Cuando el cuerpo del hombre sin sombrero salga en el informativo de la noche y llegue a miles de personas de todo el mundo, eso es exactamente lo que harán. Subrayarán el horror, pero lo más probable es que no piensen nada en absoluto, como un perro que tiene un lugar adonde ir.
Dragan mira el cuerpo del hombre sin sombrero. No sabe cómo se llama, no recuerda su cara. No sabe absolutamente nada de él. Todo son conjeturas. Pero no importa. Este hombre es él. O podría serlo. Ninguno de los dos hizo nada cuando Emina necesitó ayuda.
No permitirá que filmen el cuerpo de este hombre. Recuerda lo que le dijo a Emina acerca del violonchelista, por qué cree que toca. Para impedir que algo suceda. Para evitar que algo empeore. Para hacer lo que sabe hacer.
Al mirar al cámara, sin embargo, Dragan comprende que ha divagado. No importa lo que el mundo piense de esta ciudad. Lo único que importa es lo que él piensa. En el Sarajevo de su memoria, era completamente inaceptable tener a un hombre muerto tirado en la calle. En el Sarajevo de hoy, es algo normal. Él no ha vivido en ninguno de los dos, ha intentado vivir en una ciudad que ya no existe, negándose a participar en la que sí existe.
El francotirador sigue allí. No sabría decir por qué tiene esta certeza, pero la tiene. En algún lugar de las colinas o de los edificios de Grbavica está esperando, aguardando a que llegue el momento. Un hombre acaba de cruzar y no le ha disparado. No significa nada. Todo es un cálculo. Cuanto más espere antes de disparar, más personas se aventurarán a cruzar. Dragan cree que sería posible trazar una gráfica que reflejara la correlación óptima entre la cantidad de blancos potenciales y el tiempo transcurrido entre un disparo y otro. Se pregunta si el francotirador dispondrá de una gráfica similar, quizá en una sencilla hoja cuadriculada, guardada en el bolsillo delantero de la chaqueta, o si es algo que ya sabe de memoria.
El hombre sin sombrero está cerca, a unos quince metros de él. Debería resultar sencillo correr hasta él, agarrarle por las manos y arrastrarle fuera de la calle. Veinte pasos de ida y otros tantos de vuelta. Medio minuto es lo que tardaría. Quizá menos.
Respira hondo y exhala. Y entonces sus pies se ponen en movimiento y ya está de vuelta en la calle. Una vez más, el tiempo se ralentiza y cada vez que avanza un pie le da la impresión de que transcurre una eternidad. Oye sus pasos. El sonido de cada uno de ellos estalla y resuena con fuerza en sus oídos. Nota la boca seca. Cuando ha cubierto tres cuartas partes del camino hasta el cuerpo, recuerda que debe mantener la cabeza gacha, y los hombros le duelen al encogerse sin dejar de correr.
Dragan llega hasta el cuerpo del hombre sin sombrero. Las suelas de sus zapatos se enganchan y resbalan con la sangre. Él se agacha y agarra una de las manos, exangüe y aún caliente. La otra es más difícil de coger. Pierde el equilibrio y se cae. Su nariz queda a un centímetro de lo que queda de la cabeza del hombre sin sombrero. Un jirón de piel cuelga de un costado del cráneo vacío como si fuera un peluquín de mala calidad. Por alguna razón, a Dragan no le molesta. Sabe que es algo insólito, que por lo general tanta sangre le horrorizaría. Pero eso no es importante. Lo único que importa es sacar el cuerpo de la calle. Algo se estrella en el cuerpo que tiene frente a sí y produce un ruido seco, sordo. Un rifle cruje. El francotirador ha disparado y ha fallado por menos de medio metro. Dragan agarra la otra mano del hombre sin sombrero e intenta ponerse en pie. No puede. El cuerpo pesa demasiado. Consigue acuclillarse y, en un torpe andar de cangrejo, tira del cuerpo hacia el furgón.
Sabe que el francotirador volverá a disparar, pero no tiene miedo. En este momento el miedo no existe. Tampoco hay nada similar a la valentía. No hay héroes, no hay villanos, no hay cobardes. Sólo hay lo que puede hacer y lo que no puede hacer. Hay lo correcto, lo incorrecto, y nada más. El mundo es binario. Los matices llegarán más tarde.
No oye el impacto de la bala, pero sí el disparo. Cree que no le han herido, pero no está seguro. Mientras arrastra el cuerpo del hombre sin sombrero durante los últimos pasos hacia la seguridad, espera sentir alguna clase de dolor, espera sentir la humedad de la sangre. No llega. Se sienta en el suelo, resollando, sudando. Mira al otro lado de la calle y ve al cámara, que le observa boquiabierto. Con la cámara en las manos, pero no al hombro. No le ha grabado, ni tampoco al cuerpo del hombre sin sombrero.
Bien, piensa. No viviré en una ciudad en la que los cuerpos de los muertos yacen abandonados en las calles, y tú no le dirás al mundo que lo hago.
Una de las dos personas que están en su mismo flanco se acerca a él. El silbido de un mortero descendiendo hace que cambie de opinión. El mortero cae al otro lado del furgón, en lo que queda de los cuarteles militares abandonados. Dragan se tumba boca abajo y se cubre la cabeza con las manos, con la cara apretada contra el suelo. Intenta no pensar en lo que ocurrirá si un mortero cae en este lado de la barricada. Los hombres de las montañas están enfadados. Enfadados con vosotros mismos, piensa Dragan. Habéis tenido la oportunidad de matarme y pronto tendréis otra.
Los defensores replican con fuego automático, seguido por varios disparos sueltos, la tarjeta de visita de los contrafrancotiradores. Estos disparos suscitan más fuego de mortero por parte de los hombres de las montañas, y durante varios minutos ambos bandos se intercambian proyectiles hasta que finalmente se hace el silencio, o, cuanto menos, un silencio relativo.
Dragan se sienta, se sacude la suciedad de la cara. Se pregunta si esta guerra acabará algún día. Se pregunta cómo será todo si acaba. ¿Olvidará la gente? ¿Debería olvidar? No tiene respuestas a estas preguntas. Pero se alegra de pensar en ellas. Cuando llegue a la panadería preguntará a sus compañeros qué opinan ellos. Podrían sorprenderse. Lleva mucho tiempo sin hablar con ninguno.
Se levanta, nota rígidas las rodillas y la espalda. Se aleja del cuerpo del hombre sin sombrero y coge el abrigo de Emina. Junto a él descansa el sombrero del hombre, que también coge. Los mira alternativamente un rato. Si tuviera que adivinarlo por el estado de la tela, creería que fue Emina quien murió y el hombre sin sombrero quien sobrevivió. Pero las cosas no siempre son lo que parecen. Si esta ciudad va a morir, no será a causa de los hombres de las montañas, sino de las personas del valle. Cuando se conformen viviendo con la muerte, convirtiéndose en lo que los hombres de las montañas quieren que sean, entonces Sarajevo morirá. Dragan extiende el abrigo de Emina, tapa las piernas del hombre y le devuelve su sombrero.