Flecha

Una noche en que se han alternado el sueño y la revisión de los acontecimientos del día deja a Flecha sin energía ni más capacidad para comprender lo que ha ocurrido. Nada de ello parece encajar en ningún escenario que ella pueda inventar. Está absolutamente segura de que el francotirador estaba allí y de que tenía al violonchelista a tiro. Pero, por lo demás, no tiene sentido. Es algo que la preocupa. Empieza a pensar que quizá ha extraviado su camino, que quizá ya no es el arma que era hace unos días. También está obligada a considerar la probabilidad de que el francotirador que han enviado los hombres de las montañas sea mucho mejor en su trabajo que la mayoría. Y que tal vez tenga un plan que trascienda al alcance de Flecha.

Son casi las nueve de la mañana y ella vuelve a sentarse en el punto donde el violonchelista tocará. Pero algo ha cambiado. Donde ayer se sentó con la espalda erguida y los ojos alerta hacia la calle en la que se encontraba, hoy sus hombros se hunden y su columna vertebral se curva. Contempla el suelo que se extiende ante sus pies.

Piensa en el funeral al que asistió el mes pasado. Un francotirador mató a su vecino Slavko cuando volvía de buscar agua, un tiro limpio en el cuello; le llevaron al Koševo Stadium, ahora convertido en camposanto. Su esposa creyó que a él le habría gustado que le enterrasen cerca de donde habían disfrutado de tantos partidos de fútbol.

Flecha no suele ir a los funerales. Al principio de la guerra fue a tantos como pudo, por respeto, pero luego se volvió insensible a ellos, y cuantos más presenciaba tanto menos los sentía, hasta que la desgracia de la esposas y el dolor de los que siguen vivos empezó a enfurecerla. Cuando miraba las caras de los maridos y las mujeres y las madres y los hijos que perdían a alguien, sentía cómo la rabia se gestaba en su interior, y que esa rabia estaba dirigida especialmente a aquellos más próximos al difunto. ¿Cómo podían sentir tanto dolor? ¿Cómo podían no haber alcanzado ya muchos meses atrás el límite en el que una persona sencillamente no puede sentir más dolor? Sin embargo, justo cuando se creía a punto de acercarse a una viuda llorosa y abofetearla, caía en la cuenta de lo que estaba haciendo y pensando, y se sentía avergonzada. ¿Cómo había acabado convirtiéndose en semejante persona? Entonces recordaba a los hombres de las montañas y sabía que eran ellos quienes lo habían hecho. Ese mismo día, más tarde, o al siguiente, mataría a tantos como pudiera. Pero el proceso la dejaba exhausta, y se convirtió en un desperdicio de energía que ya no se podía permitir. No necesitaba ir buscando razones para enviar balas a las montañas.

Pero apreciaba a Slavko. Justo antes de la guerra, el hombre acababa de jubilarse del departamento de parques y jardines de la ciudad, y sabía mucho de animales y aves. Mientras esperaban al ascensor, a menudo le contaba cosas interesantes que había visto. Era alto y delgado, y llevaba unas gafas de vidrio grueso que le hacían parecer un entomólogo. De jovencita, Flecha le veía a veces como un saltamontes gigante. Una vez en que ella jugaba a la pelota en la calle con algunos de los niños del vecindario, la pelota salió rodando y Slavko, que pasaba por allí, impidió que se fuera colina abajo. La sostuvo contra el bordillo, miró al grupo de críos y, sin duda, los reconoció a todos. Ella sabía que la había elegido y, cuando la pelota pasó de largo junto a los demás niños en una línea recta que acababa en sus pies, sintió un aflujo de orgullo. «Tened cuidado con los coches —dijo al grupo y, cuando pasó por su lado, le puso una mano en el hombro—. Y divertíos».

Así, cuando la viuda llamó a su puerta y le pidió que asistiera al funeral de Slavko, una petición insólita por parte de una viuda, no pudo negarse. «Siempre le gustó hablar contigo», le dijo Ismira. No habían tenido hijos.

«Por supuesto que iré», contestó Flecha, y esto pareció alegrar a Ismira. El funeral se celebró al día siguiente en el reconvertido campo de fútbol, y, junto con otras dos docenas de personas, sintió cómo la rabia ya familiar empezaba a bullir en su interior. Intentó pensar en alguna otra cosa, desviar su atención de los dolientes. Una hilera de sepulcros recién excavados se extendía desde el agujero en el que introdujeron a Slavko. Todos ellos aguardaban vacíos y expectantes, como bocas de polluelos. Ella sabía que para cuando concluyera la semana todas estarían llenas.

Un hombre grueso se apostó a su lado. Ella no le conocía, pero la presencia de cualquier persona con sobrepeso ya era de por sí un hecho extraordinario. La mayoría de la gente había perdido entre diez y veinte kilos desde el inicio del asedio. No sabía cómo alguien podía seguir estando gordo cuando no había nada que comer. Entonces recordó que algunos, aquellos con contactos y privilegios, tenían a su disposición abundante comida. Dio por hecho que ese hombre debía de ser una especie de gánster, o tal vez un funcionario corrupto del gobierno. Se preguntó qué hacía una persona así en el funeral de Slavko. No creía que él hubiese frecuentado esos círculos.

Al volverse para poder ver mejor al hombre gordo, oyó un silbido familiar y supo que acababan de arrojarles una bomba. Otros también lo supieron, pero nada podía hacer ella por ellos. Advirtió de inmediato que no había refugio cerca. La única protección posible eran los sepulcros abiertos, y, aunque su cabeza le pedía que saltara a alguno, no obedeció. Se tiró al suelo y, por primera vez en meses, olió la hierba fresca y dulce. Una bomba estalló detrás de ella, no muy lejos. Flecha oyó cómo el hombre gordo, que seguía a su lado, rompía a llorar. Sus sollozos quedaron ahogados por otro estallido, éste algo más alejado.

Ella siguió tumbada boca abajo hasta que el bombardeo cesó. Cuando levantó la cabeza, todo el mundo había desaparecido, excepto el hombre gordo. Estaba vivo, temblaba, y no presentaba indicios de estar herido. Al principio, Flecha creyó que todos habían muerto. Creyó que los hombres de las montañas habían inventado un arma nueva que hacía desaparecer a la gente. Ninguna desapacible carnicería más que el mundo pudiera ver. Ninguna prueba, en cualquier caso. Sería como si nunca hubiesen existido. Entonces vio una cabeza asomando por uno de los sepulcros, y después otra, hasta que todos empezaron a salir de ellos. Observó a varios hombres ayudando a Ismira y a otra mujer a salir del sepulcro de Slavko.

El hombre gordo se sentó, intentó ponerse en pie y no lo consiguió. Exhaló un largo resuello y la miró.

—¿Por qué no se ha metido en una tumba? —le preguntó ella, sorprendida de la aspereza de su propia voz. El rostro del hombre se relajó levemente.

—Me daba miedo no poder salir —contestó él—. Si crees que ahora estoy gordo, deberías haberme visto antes.

Flecha se levantó y ayudó al hombre a hacer lo propio.

—¿De qué conocía a Slavko?

—En realidad, no le conocía. Estábamos haciendo cola para el agua. Me ayudó cuando se me cayó la garrafa. —El hombre gordo se miró los pies—. ¿Y tú? ¿Por qué no lo has hecho tú? —preguntó, alzando el rostro para mirarla.

Ella sonrió.

—Me daba miedo que usted se tirara encima de mí —dijo, y el hombre le devolvió la sonrisa.

Más tarde, no obstante, supo la verdadera razón: no estaba dispuesta a permitir que los hombres de las montañas decidieran cuándo iba ella a acabar bajo tierra. Si iba a acabar bajo tierra, lo haría por propia voluntad o por haber muerto a sus manos. Pero no les iba a ahorrar trabajo. No iba a vivir en una tumba.

Flecha no sabe por qué ese recuerdo ha vuelto a ella. No ve ninguna relación con el problema del día. Mira la pila de flores marchitas que tiene a los pies y que le recuerda el trabajo que tiene que hacer allí.

Alza la mirada hacia la ventana donde cree que se esconde el francotirador. Es un lugar perfecto. Alcanzar al violonchelista desde allí no sería ningún reto. Mira hacia el oeste, hacia donde se encuentra su propio escondrijo, y después hacia arriba, donde está su trampa. Todo está como debe estar. No hay problema con su plan.

Se recompone y está a punto de darse la vuelta hacia el oeste cuando nota que las piernas se le tensan y los dedos empiezan a palpitarle. Se queda petrificada, tratando de discernir qué es lo que ha desatado esa reacción. Inhala una larga bocanada de aire y entonces comprende que el francotirador la vigila. No sabe dónde está, pero siente sus ojos clavados en ella. Podría estar en cualquier ventana, o podría ser alguna de las diez personas que tiene a la vista y parecen atareadas con asuntos legítimos. En realidad, no importa, porque no lleva el rifle consigo. En un principio, al constatarlo, siente pánico, pero enseguida piensa que precisamente el hecho de no llevar el rifle podría haberla salvado. Para él, tan sólo es una persona más en la calle. Podría incluso deducir que se trata de un pariente de alguno de los que murieron allí, o una ciudadana más que se acerca para presentar sus respetos, o una admiradora del violonchelista. ¿Cómo va a saber él que es la persona que han enviado para matarle?

Obviamente, ella sabe que si la hubiera visto en el momento preciso, cuando miró hacia su ventana y después a la que la cubriría a ella, y luego arriba, lo sabría todo. Pero ¿qué haría con la información? Piensa que si supiera quién es, ya estaría muerta.

Para estar a salvo, se guarda las manos en los bolsillos y se encamina hacia el este, lejos de los edificios que está empleando. Deja atrás su ventana y sigue avanzando por la calle sin mirar atrás; en realidad, sin mirar a ninguna parte. Sigue dirigiéndose al este hasta que llega a las ruinas de la biblioteca. Luego dobla hacia el norte, y después retrocede hacia su apartamento para coger el rifle que utilizará para matar a su enemigo. Ha decidido conceder a este francotirador el beneficio de la duda. Asumirá que es tan bueno como ella, si no más. Tomará todas las precauciones necesarias para que no la detecte. Aunque lleva en este apartamento casi cinco horas, no ocupará su propia línea de fuego más de unos minutos, justo antes de las cuatro en punto. Ni siquiera le ofrecerá la oportunidad de divisarla. Ya ha ido al apartamento del señuelo y recolocado el rifle y la gorra del maniquí, para que, si repara en él, no tenga la oportunidad de ver que el arma que cree que le busca está exactamente en la misma posición que el día anterior.

Anoche no informó a Nermin. Él sabrá que no ha matado al francotirador, pero también que el violonchelista sigue vivo. Al final del día, si sobrevive, tendrá que ir a verle. No sabe cómo irá la reunión si no acaba con el francotirador o si, lo que es peor, el violonchelista muere. Nunca antes ha fallado, y prefiere no saber cómo reacciona su ejército ante esta clase de fracasos.

Es la hora. Pronto el violonchelista saldrá a la calle y el francotirador se verá obligado a exponerse. Ella se acerca a la ventana, apoya el rifle sobre una mesa volcada para estabilizarlo y mira por el visor. Localiza la ventana de la cuarta planta, donde él estará, y busca el orificio en el plástico. No le resulta difícil, pues ha aumentado de tamaño desde la última vez que lo observó por el visor. Es sólo lo bastante grande para apuntar y disparar por él, y Flecha confía en que, cuando el francotirador intente hacerlo, ella tenga una perspectiva clara y directa de él. No le costará nada enviarle una bala. Sonríe.

El violonchelista sale del portal y se dirige a su lugar, en el centro de la calle. Nada ocurre en la ventana de la cuarta planta. Abre el taburete y se sienta, inmóvil y en silencio. Alza los brazos y empieza a tocar. Sigue sin ocurrir nada en la ventana de la cuarta planta. Flecha advierte que empieza a conocer las notas que toca. Es capaz de oírlas con la mente antes que con los oídos, reemplazar aquellas que quedan ahogadas por el ruido de la calle y las bombas y su propia concentración.

Transcurridos cinco minutos, sabe que algo va mal. El violonchelista toca sólo diez o quince minutos, y el francotirador aún no se ha mostrado. A ella no se le ocurre ningún motivo por el que él esté retrasándose o, cuanto menos, ninguno que no desemboque en la desintegración de sus planes. Pero no tiene más opción que mantener su punto de mira en la ventana de la planta cuarta y esperar a que él se mueva. De algún modo, mediante una serie de decisiones, se ha colocado a sí misma en una posición en la que no hay alternativa al camino que ha escogido. Las decisiones que ha tomado la han dejado sin alternativa.

Hay movimiento en el apartamento del señuelo. Ella lo percibe antes de verlo, mucho antes de desviar el cañón del rifle cuarenta grados al norte. Cuando mira por el visor, no ve nada fuera de orden. Todo parece intacto. Sospecha que su mente la está traicionando y devuelve la atención a la ventana de la cuarta planta.

Aún se le está adaptando la vista al cambio de perspectiva cuando de pronto cae en la cuenta de lo que ha cambiado en el apartamento del señuelo: el rifle que acaba de ver no es el que ella había dejado allí. Ha caído en su propia trampa. Y, aunque no lo ve, sabe que el rifle de la ventana ya la ha encontrado y que una bala está de camino. Se tira al suelo cuando el proyectil rasga el plástico y se incrusta en la pared opuesta de la sala. Flecha se hace un ovillo y espera un segundo disparo, el que matará al violonchelista.

La música prosigue. El eco del disparo resuena entre los edificios de ambos flancos de la calle y sofoca las notas del violonchelista, pero, en cuanto se desvanece, el violonchelo vuelve a emerger y no hay segundo disparo. El músico toca hasta el final, ajeno o indiferente al disparo que se ha efectuado a menos de doce metros por encima de él. Obviamente, no tiene modo de saber de qué bando procedía, Flecha lo sabe. Se pregunta si le importará quién dispara qué balas. Se pregunta cuánto le importará a nadie.

Contiene el impulso de coger el arma y devolver el tiro. Por alguna razón, el francotirador no ha matado al violonchelista. Flecha sospecha que no está seguro de que ella haya muerto ni dispuesto a abandonar las vistas que le proporciona aquella ventana. Flecha permanece inmóvil. Quiere que él crea que ha muerto.

—Quizá huyera después del primer disparo, o estuviera esperando a ver si te había alcanzado —dice Nermin—. O quizá no tenía del todo a tiro al violonchelista. —Se reclina en la silla mientras dice esto, como si el acto de relajarse indicara que ha llegado a una conclusión.

Flecha sabe que lo tenía a tiro y no cree que huyera ni que esperara a confirmar su muerte. Esa sensación ha ido afianzándose desde que salió del apartamento. Sin embargo, no tiene idea de por qué no mató al violonchelista, y no se siente motivada para comentarle a Nermin nada de lo que cree o no cree.

—Apostaré un hombre en el apartamento esta noche, por si va a buscar el cadáver.

—Dile que se mantenga lejos de la ventana y que se marche por la mañana —dice ella—. El otro estará vigilando y sabe qué aspecto tengo.

—Por supuesto —dice Nermin. La mira fijamente, como considerando algo, y luego, con aire de haber tomado una decisión, se inclina hacia adelante. Flecha le encuentra cansado. Ve hondas arrugas alrededor de sus ojos que no recuerda haber visto antes, y su uniforme, por lo general planchado e impoluto, está arrugado y sucio.

—La situación es incierta —dice—. Sé que te he hecho promesas e intentaré cumplirlas, pero están pasando cosas internamente que en breve podrían complicarnos la vida a los dos.

Ella asiente. No es ningún secreto que hay roces entre los que defienden la ciudad a toda costa y los que consideran que los principios de la misma, las ideas que hicieron que Sarajevo fuera una ciudad por la que merecía la pena luchar, no pueden y no deben abandonarse en la lucha por salvarla. En el centro están los criminales. Cuando la guerra estalló, ellos fueron los únicos que sabían combatir, combatir de verdad, y saltaron a defender la ciudad. Ahora son incontrolables, y esto ha ido tornando más y más difícil para aquellos que no son criminales hacer la vista gorda con la especulación y la ilegalidad y otros abusos. Pero el poder raramente se cede de forma voluntaria. Es una cuestión de quién prevalecerá. Ella sabe que la supervivencia de la ciudad depende tanto de la actitud de los defensores como del éxito en repeler a los atacantes. Una ciudad de fanáticos y criminales no merece ser salvada.

Ve, por primera vez, que Nermin se encuentra en una posición difícil. La autonomía que le ha garantizado no encaja con los planes de aquellos que anhelan el poder. Una entidad como ella, una asesina a la que no se puede controlar, es algo peligroso. Sería diferente si sencillamente fuera buena en su trabajo. En ese caso, pocos repararían en su existencia. Quizá esto es lo que Nermin pensó que ocurriría cuando la buscó. Pero sus habilidades son bien conocidas, difíciles de ocultar. Si Nermin se viera implicado en una lucha por el poder, ella supondría un problema para él.

—¿Corro peligro? —pregunta, sabiendo que es muy probable que así sea.

Nermin sonríe.

—Pues claro —contesta—. En las montañas hay hombres armados. Sólo hace unas horas intentaron matarte.

Su broma la molesta y ella así se lo hace saber. Él une las manos sobre el escritorio. Ella observa que necesita cortarse las uñas.

—Ahora mismo hay mucha menos tolerancia hacia la tolerancia. Confío en que esto cambie. Si no lo hace, los dos estaremos en una situación de riesgo. Tenemos que resolver este asunto del violonchelista. Lo que ocurra después escapa a nuestro control.

Se pone en pie y Flecha comprende que la está despachando. Mientras se marcha la asalta la ya conocida sensación de que la próxima vez que vea a Nermin Filipović, el mundo, tal y como lo conocen, habrá cambiado por completo.

Cuando llega la mañana, Flecha no va a la calle. Ahora que su adversario sabe de ella, ahora que sabe quién es, no puede arriesgarse a que la vea. Además, no hay nada en la calle que no haya visto ya. Lo único por lo que siente curiosidad es por ver si la pila de flores ha crecido.

Empieza a sentirse descorazonada por todo lo que no sabe. Hasta hace poco no tenía este problema. Piensa que tal vez todo empezó con el violonchelista, pero no lo recuerda con exactitud. De modo que ni siquiera puede responder a la pregunta de cuándo sus preguntas dejaron de tener respuesta. Sacude la cabeza ante este pensamiento, sofoca una sonrisa frustrada. No sucumbirá a la tentación del humor negro. Ha pasado demasiado tiempo con Nermin y no le gusta esa clase de humor.

Su plan para el día es sencillo. Está razonablemente segura de que el francotirador la cree muerta. Sabe que quizá debería estarlo. De modo que es muy poco probable que dedique demasiado tiempo y atención al apartamento en el que ella se escondía. Ningún francotirador vuelve al mismo lugar, menos aún a un lugar en el que han matado a alguien. Si cree que está viva, dará por hecho que ha buscado otro escondrijo, y si asume que está muerta, sabrá que la siguiente persona a la que envíen evitará la escena del fracaso de su predecesora.

En una pequeña concesión a lo arriesgado de su estrategia, ha cambiado de ventana y ha elegido una situada más al este, en la que solía estar el dormitorio principal. Parte del alféizar ha desaparecido, segura mente por efecto de la misma bomba que ha arrasado el contenido de la habitación. Hay un orificio de unos sesenta centímetros de anchura desde el alféizar hasta el suelo, y el plástico que cierra la ventana lo cubre también por entero, pero no está bien sujeto. Es una mera cuestión de introducir el cañón del rifle por el orificio, apartar a un lado el plástico, lo suficiente para tener a tiro gran parte del flanco este de la calle. Allí es invisible y, mientras espera a que pase el día, se le ocurre que éste es el lugar que habría escogido desde el principio, y eso la inquieta. No ha hecho lo que habría hecho un arma.

El día transcurre despacio. Flecha oye un denso bombardeo en el oeste, en la dirección de Dobrinja y Mojmilo. Una parte de ella desearía estar allí. Piensa en las personas a las que, por haber estado aquí los últimos tres días, no ha disparado. Hombres que la odian, hombres que la matarían, hombres que han matado a personas como ella en los últimos tres días porque ella no los ha matado antes.

Pero entonces empieza a preguntarse incluso sobre esto. ¿La odian los hombres de las montañas? ¿U odian la idea de ella, porque es diferente de ellos, y que esa diferencia pueda entrañar alguna clase de inferioridad o superioridad por parte de ella o de ellos, un sentimiento que al final amenace la felicidad potencial de todo el mundo? Empieza a preguntarse si ellos lucharían contra una idea y si esa lucha se manifiesta en forma de odio. En tal caso, ellos no son diferentes de ella. Salvo por un detalle clave que sencillamente no puede obviarse ni apartarse. La idea por la que ella se sentía dispuesta a dar la vida no incluía el odio que siente hacia los hombres de las montañas. El Sarajevo por el que luchó era un lugar donde no había que odiar a una persona por lo que era. No importaba lo que uno era, lo que sus antepasados habían sido o lo que sus hijos serían. Uno podía odiar a una persona por lo que hacía. Podía odiar a un asesino, podía odiar a un violador y podía odiar a un ladrón. Eso es lo primero que la impulsó a matar a los hombres de las montañas, porque eran todo eso. Pero ahora, lo sabe, la impulsa ante todo el odio que les profesa, la idea de ellos como grupo, y no sus actos.

Esta constatación la asombra, y Flecha siente el impulso de dejar el rifle donde está y volver a su apartamento. Pero no lo hace. Se queda aquí. A las cuatro en punto el violonchelista sale y ella tensa el dedo alrededor del gatillo.

El francotirador se muestra casi al instante. Está en una ventana de la segunda planta, una de las tres de las que en un primer momento sospechó. Cuando el violonchelista empieza a tocar, el francotirador aparece tras un orificio en el plástico, un orificio nuevo y que no está bien disimulado. A Flecha le sorprende lo fácil que le resulta divisarle.

El francotirador enfoca el visor hacia el violonchelista. Flecha está a punto de dispararle, pero se frena. El francotirador no tiene el dedo sobre el gatillo. No es un detalle en el que ella habitualmente repararía o al que otorgaría importancia, pero lo ve por el visor y le obliga a hacer una pausa. Él ni siquiera tiene la mano cerca del disparador. Su mano derecha sostiene el punto más elevado de la culata, y tiene a tiro al violonchelista, pero la izquierda no está en el rifle. Cuelga flácida junto al cuerpo, fuera de la vista de Flecha.

Ella se pregunta si oirá la música. No está mucho más lejos del violonchelista que ella, así que debe de oírla. ¿Le suena igual? ¿Qué oye él?

¿Qué piensa él del hombre que se sienta en la calle y toca?

Durante varios minutos, Flecha no hace nada. Observa al francotirador por el visor del rifle y escucha la música alzándose desde la calle. La entristece. Una tristeza pesada, densa, de las que no provocan lágrimas pero sí ganas de llorar. Es, piensa, el peor sentimiento que podría haber.

Mantiene el dedo alrededor del gatillo. Si él se mueve, disparará. Pero él no se mueve. La música está a punto de concluir y él no se ha movido un milímetro. Ella empieza a dudar de sí misma, se pregunta si aquel hombre será real, si no será un señuelo. Pero entonces él se mueve y ella sabe que lo que ve es una persona.

Él retira levemente la cabeza y ella ve que tiene los ojos cerrados, que ya no mira por el visor. Sabe lo que está haciendo. Es evidente para ella, inconfundible. Está escuchando la música. Y entonces Flecha sabe por qué no disparó ayer.

Quiere que mueva la mano, que efectúe un movimiento que la hará decidir qué hacer. Porque, de pronto, está segura de dos cosas. La primera es que no quiere matar a ese hombre, y la segunda es que debe hacerlo.

El tiempo se agota. No hay motivo para no matarle. Un francotirador de su destreza sin duda ha debido de matar a docenas de personas, sino a centenares. Mujeres cruzando la calle. Niños jugando en un patio. Ancianos haciendo cola para conseguir agua. Está segura de ello. Aun así, no quiere apretar el gatillo. Porque ve que él tampoco quiere apretar el suyo.

No se ha movido. Sigue sentado con los ojos cerrados, con una mano en la culata del rifle y la otra a un lado. Las notas finales de la melodía del violonchelista llegan hasta él, y él sonríe. Sus ojos se abren y un pequeño orificio estalla entre ellos. Su nuca se desintegra y la masa viscosa y gris de su cerebro se estrella contra la pared del fondo. El hombre cae y desaparece de la vista, y su rifle cae sobre él.

Flecha baja el rifle y mira la calle. El violonchelista ha acabado. Coge el taburete y el violonchelo y se encamina hacia su portal. Se detiene un instante justo antes de entrar y Flecha quiere que se vuelva hacia ella, para que, de algún modo, sepa de su existencia. El violonchelista se ajusta mejor el violonchelo entre las manos y desaparece en el interior del edificio.