Flecha
Flecha Se viste en silencio, coge el rifle y cierra la puerta del apartamento. Sus pasos resuenan en la escalera pese a sus esfuerzos por ser sigilosa. Supone que es una peculiaridad del diseño del edificio y se pregunta si la incapacidad para amortiguar el sonido debería considerarse como una cualidad acústica positiva o negativa. Concluye que todo depende de lo que uno espere de una escalera. Poder oír quién está en el rellano tiene sus ventajas.
Hace media hora que ha salido el sol, pero las calles están prácticamente desiertas. Encuentra a varias personas mientras desciende la colina y accede al casco viejo, pero no mira a ninguna a los ojos. Pasa junto a los restos de una tienda en la que antes se vendía el mejor helado, y se recuerda de niña con su abuela en esta calle. Le pidió a su abuela que parasen, con la voz suplicante de una cría acostumbrada a salirse con la suya, aunque no hace ni una hora que se ha comido otro helado. Cuando su abuela le dijo que no, Flecha le soltó la mano y se negó a seguir andando. Su abuela se arrodilló, le puso las manos en las mejillas y la besó en la frente.
—Hay más cosas en la vida además del helado —le dijo.
Mientras el recuerdo se desvanece, Flecha se pregunta qué daría hoy por una tarrina de helado. ¿Todo el dinero que tiene? Sin duda. ¿Su rifle? Quizá. ¿La única fotografía que conserva de su abuela? Sacude la cabeza y acelera el paso, negándose mentalmente a contestar.
Ésta es su hora favorita del día. Casi siempre todo está muy tranquilo. Incluso la guerra se toma algún respiro, aunque sea breve. La ausencia de bombardeos es casi como la música, y ella se imagina que si cerrase los ojos se convencería de estar paseando por las calles del antiguo Sarajevo. Casi. Sabe que en la ciudad de su memoria no tenía hambre, ni estaba magullada, ni su hombro cargaba con el peso de un arma. En la ciudad de su memoria siempre había gente en las calles a estas horas de la mañana, preparándose para el día que se desplegaba ante ellos. No estarían encerrados como discapacitados, exhaustos tras otra noche de preguntarse si alguna bomba estaría a punto de caer sobre su casa.
Ha llegado a su destino. Se detiene donde lo hizo el día anterior, con la espalda contra la misma pared, y enfila la calle. Los adoquines que soportaron los pies de generaciones enteras están resquebrajados. Ya no hay vidrios en las ventanas. Algunas están entabladas, cubiertas con plástico; otras, vacías, huecos como los que dejan los dientes en la boca de un anciano. La calle ha sido violada.
Flecha cruza y se sienta en el punto donde estalló la bomba, el punto donde, dentro de un rato, el violonchelista se sentará. Sabe que veintidós personas murieron aquí y que una multitud quedó herida, que no volverá a caminar o a ver o a tocar. Porque intentaban comprar pan. Una decisión intrascendente. Nada que replantearse. Tienes hambre y vienes a este lugar, donde tal vez haya algo de pan para comprar. De todos los lugares a los que ir, vienes aquí. De todos los días en los que ir, uno en particular te elige. A las cuatro en punto de la tarde. Es sencillamente algo que haces porque la vida es una serie de decisiones ínfimas e inevitables. Y entonces unos hombres apostados en las montañas lanzan una bomba para matarte. Para ellos, probablemente no es sino una bomba más en un día de tantos. Nada destacable.
Se agacha y coge un trozo de vidrio. El vidrio empieza a escasear en la ciudad. O lo destrozan o lo retiran para evitar que se convierta en un proyectil letal cuando, inevitablemente, lo destrozan. Hoja a hoja, las ventanas por las que la gente ve el mundo están desapareciendo.
Así es como ella cree que ocurre la vida. Una pequeña cosa detrás de otra. Una serie de confluencias sin importancia, cualquiera o ninguna de las cuales puede conducir a la salvación o a la tragedia. No hay grandes momentos en los que una persona lleve a cabo un acto que defina su humanidad. Sólo hay momentos en los que parece, brevemente, que eso ocurre.
Reflexiona sobre esto en el contexto de apretar el gatillo y acabar con una vida. Antes de matar por primera vez, había asumido que esto situaría su vida en un claro cruce de caminos. Se comportaría de un modo que definiría la clase de persona en la que se habría convertido. Esperaba sentirse de algún modo diferente a la persona que era, o que creía ser. Pero no era ése el caso. Es lo más fácil del mundo apretar el gatillo, un fiasco. Todo lo que ha ocurrido antes, todas las pequeñas cosas que de algún modo fueron sumándose sin que ella se diera cuenta convirtieron el acto de matar en algo irreflexivo. Esto es lo que la convierte en un arma. Un arma no decide si mata o no. Un arma es la manifestación de una decisión que ya se ha tomado.
El violonchelista la desconcierta. Ella no sabe qué espera conseguir él tocando. Es imposible que crea que detendrá la guerra. Es imposible que crea que salvará vidas. Tal vez se ha vuelto loco, pero ella no lo cree. Ha visto las caras de aquellos que se han desmoronado, les ha visto salir a la calle sin cautela ante el peligro. Les ha visto morir, o sobrevivir, y para ellos parece no existir diferencia entre ambas cosas. El violonchelista no le encaja como un hombre que haya perdido la voluntad de vivir. Parece importarle su calidad de vida. Ella no sabe en qué cree él, y le molesta no ser capaz de saber con total exactitud qué es o si quiere creerlo o no. Sabe que eso implica movimiento. Sea lo que sea lo que está haciendo el violonchelista, no se sienta en la calle esperando que ocurra algo. Está, le parece a ella, acelerando la velocidad de las cosas. Ocurra lo que ocurra, ocurrirá antes por él.
Deja caer el trozo de vidrio al que ha estado dando vueltas con la mano, escucha el leve ruido que hace al volver al suelo. Se pregunta qué será de él. ¿Cuánto tiempo seguirá en el pavimento? ¿Se convertirá en polvo que vuela y se mezcla con el mundo, enganchado a la suela de alguien, al neumático de algún coche, al ala de una paloma, a la humedad de la atmósfera? Flecha se pregunta si el trozo de cristal seguirá ahí mañana y si, en un sentido mucho más amplio, ella difiere tanto de un detrito olvidado en el escenario de una masacre.
Flecha mantendrá a ese hombre con vida. En realidad, nunca lo había dudado, pero tampoco había decidido que lo haría. Ahora, sentada donde él se sienta, se dice que no permitirá que ese hombre muera. Acabará lo que está haciendo. No importa si comprende lo que él está haciendo ni por qué lo está haciendo. Comprende que es importante, y con eso basta.
Su atención se desvía hacia los edificios que la rodean. Hay muchas ubicaciones posibles para alguien que quisiera disparar a ese punto, pero todas se concentran en dos líneas de fuego: de este a oeste o de oeste a este. Los edificios de ambos lados de la calle, si bien proporcionan numerosos escondrijos, también protegen al violonchelista de las colinas del norte y del sur. De modo que no pueden dispararle desde su propio territorio. Tendrán que penetrar en el de ella. Y ella presume que la ruta de escape más evidente es la del sur, sobre el río, hacia Grbavica. Un disparo desde el flanco suroccidental de la calle sería, pues, el más lógico.
Pero Flecha sabe que no enviarán a un hombre corriente. La mayor parte de sus francotiradores son mercenarios o bien soldados sin adiestrar. Es poco probable que un mercenario acepte un trabajo tan peligroso. Prefieren sentarse en las colinas y ganarse su sucio dinero estando relativamente a salvo. Un soldado irregular, sin embargo, no poseería las habilidades necesarias para completar la misión con éxito y escapar con vida, de modo que, a menos que un comandante envíe a un hombre en misión suicida, no es un soldado corriente a quien va a enfrentarse. No, la persona a la que envíen será un francotirador del ejército debidamente adiestrado, y sabrá lo que estará haciendo.
No se apostará en el suroeste porque deducirá que en cuanto el violonchelista caiga, todos los defensores de la zona intentarán cortar el acceso a Grbavica. Es simple geografía. Así que el francotirador tomará la dirección opuesta, y después intentará llegar a las colinas del norte o bien se esconderá en algún piso seguro hasta que pueda moverse. En cualquier caso, no se dirigirá al suroeste.
Flecha mira hacia el este y ve de inmediato dónde estará. No el edificio exacto, pero si es mínimamente bueno, si piensa en términos de la trayectoria de la bala y su necesidad de escapar, sólo hay una zona desde la que podrá disparar.
Empieza a caminar hacia el este, hacia el lugar del que procederá la bala. Necesita encontrar un punto desde el que pueda apuntar al francotirador, pero que no esté ni en su línea de visión natural ni en un lugar obvio para un contrafrancotirador. Él anticipará su presencia y, antes incluso de empezar a pensar en matar al violonchelista, tratará de garantizar su propia seguridad. Buscará el mejor lugar desde el que ella podría matarle. Si la divisara, su primer disparo sería para ella, y el segundo, para el violonchelista. Eso, al menos, es lo que Flecha haría.
Justo encima de la posición del violonchelista se encuentra la clase exacta de ubicación que escogería alguien que no supiera bien lo que hace. Un edificio de apartamentos que ofrece una clara panorámica de la calle y el punto desde el que la mayoría daría por hecho que dispararía el contrafrancotirador. Si ella tuviera que matar al violonchelista, desviaría el punto de mira hacia ese edificio con la certeza de encontrar un rifle esperándola allí.
Flecha sonríe. Un plan empieza a cristalizar en su mente. Retrocede por la calle en dirección oeste, y elige un edificio situado en el lado sur con vistas de la zona donde sabe que se apostará el enemigo. Luego vuelve al punto donde tocará el violonchelista y se sienta para confirmar la logística de lo que acaba de idear. Se pregunta si sabrá que alguien va a protegerle y, de saberlo, si esa certeza le reconfortará en alguna medida. La calle sigue vacía y el aire es frío. Pronto el sol empezará a calentar la tierra y más personas se aventurarán a salir. A las cuatro en punto, algunas de ellas se apoyarán contra una pared del lado sur de la calle y observarán al violonchelista tocando durante unos minutos antes de seguir su camino. No sabrán lo que está teniendo lugar sobre sus cabezas hasta que ella dispare, e incluso entonces no será más que un disparo entre los miles de aquel día.
Horas después, Flecha se agacha en una habitación del flanco sur de la calle, al oeste del lugar donde el violonchelista pronto empezará a tocar. Está a varios edificios del lugar desde el cual un francotirador sin talento dispararía al violonchelista. Es un enclave perfecto. No necesita sacar el cañón del rifle a la calle para disparar, lo cual reduce las posibilidades de que el enemigo la vea. Para empezar, él estará en desventaja, ya que el sol irá avanzando hacia el oeste, algo que no interferirá en su disparo al violonchelista pero que le dificultará ver la posición de Flecha.
Todos los factores están a favor de Flecha, excepto uno. Si ha cometido un error, si no han enviado a un francotirador que sabe lo que hace y que se aposta en el flanco sur de la calle, no podrá dispararle. No cree que haya cometido un error, pero, obviamente, no hay modo de saberlo a ciencia cierta. Es otra de las diminutas apuestas de la vida, supone, aunque una parte de ella se pregunta cuán diminuta es ésta en particular.
En la tercera planta de un edificio del flanco norte de la calle, encima de donde el violonchelista tocará, ha tendido una trampa. En la ventana de un apartamento abandonado ha colocado un rifle apuntando al oeste, hacia donde el francotirador se colocará. El cañón del rifle sobresale levemente por un orificio que hay en el plástico que cubre la ventana y, desde el edificio donde ella cree que estará el francotirador, se distingue el contorno umbroso de una gorra de béisbol. Si el francotirador hace lo que casi todos los francotiradores harían, lo que la propia Flecha haría, disparará a la gorra antes que al violonchelista. Lo habitual es que no haya tiempo de hacerlo, pero un hombre sentado en la calle tocando el violonchelo no tiene posibilidad de moverse deprisa, y seguirá allí varios segundos después; podrá dispararle. De modo que sería mejor eliminar primero a la persona que más probablemente devolverá el disparo. Y cuando el francotirador dispare a su señuelo, si Flecha aún no le ha divisado, delatará su posición. Es un truco rudimentario, lo sabe, pero dado que él tendrá el sol de cara y el plástico que cubre la ventana no le permitirá ver con claridad el interior del apartamento, y que será demasiado temprano para utilizar un objetivo de visión nocturna, algo de lo que ella no dispone, el francotirador no percibirá la trampa. Un francotirador excepcional podría advertir que su objetivo secundario no se mueve ni se retira ante la obviedad de la situación, pero ella está dando por hecho que su adversario sencillamente es bueno y no insólitamente torpe.
El fallo técnico de su plan es que no está del todo segura de que el apartamento donde ha colocado el cebo esté abandonado. Daba la impresión de que nadie vivía en él, pero en casi todos los edificios de la ciudad hay apartamentos en apariencia inhabitables que, en realidad, están ocupados. Si alguien regresara a él, ella estaría en apuros. Su presencia no pasaría inadvertida al francotirador enemigo y lo más probable es que dedujera que se trata de soldados. Aunque esto tampoco supone gran diferencia. Los francotiradores del enemigo no tienen en consideración quién es soldado y quién no lo es. No obstante, dada la ocasión, Flecha cree que matarían antes a un soldado. Es una simple cuestión de supervivencia. Ella no quiere mancharse las manos con esa sangre, la de alguien cuyo único error fue volver a casa antes de hora. Aunque es algo que ocurre a diario, muchas veces todos los días, nunca ha sido culpa de Flecha y ella procura que nunca lo sea. No será responsable de la muerte de personas que no merecen morir.
Por eso hay dos orificios en el plástico de su ventana. Ha decidido que si en algún momento detecta movimiento en el apartamento que hay sobre el violonchelista, disparará. No dará a nada, pero los disparos harán que quienquiera que haya dentro corra a buscar refugio y salga del campo de visión del francotirador enemigo. Entonces enviará otra bala en dirección al francotirador para informarle que sabe dónde está. Si es como la mayoría, eso será suficiente para convencerle de pensarse dos veces los planes que tiene para el día y marcharse. Volverá, lo sabe, pero ya se encargará de eso cuando ocurra.
Al menos está segura del apartamento en el que se encuentra. Una discreta conversación con el hombre que vigila la entrada le ha confirmado que sus habitantes se han marchado, y dos cajetillas de cigarrillos bastaron para persuadirle de dejarla entrar y guardar en secreto su paradero. Entre los residentes de esa clase de edificios es habitual organizar un sistema de vigilancia, por turnos, para mantener alejados a los francotiradores y a otros indeseables, pero es una sencilla cuestión de eludir a esas personas si uno sabe lo que está haciendo. A un hombre aburrido se le distrae con facilidad, y un hombre asustado ya está de por sí distraído. Colarse de incógnito en un edificio vigilado es un juego de niños. Flecha lo ha hecho más veces de las que puede recordar.
El apartamento en el que está era un hogar bonito. Tiene las ventanas grandes y las habitaciones espaciosas. Está relativamente intacto, aunque una bomba ha alcanzado el cuarto de baño y reducido el lavamanos, la bañera y el retrete a una pila de escombros. Del yeso de las paredes opuestas a las ventanas asoman dagas de vidrio como dardos clavados en una diana, y los vestigios de presencia humana, documentos, fotografías, un sofá desnudo, están desparramados y abandonados. Alguien acabará viniendo para llevárselo todo, aunque sólo sea para convertirlo en combustible. Flecha intenta no pensar demasiado en las personas que antes vivían aquí, cómo serían, si llevarían una vida feliz, si siguen vivas, si murieron aquí.
A través del visor inspecciona los edificios del este. Si va a haber un francotirador, sin duda estará ya en su puesto. Ha pasado las últimas horas estudiando la calle, detectando en qué apartamentos hay gente de aspecto legítimo, en cuáles hay sólo vigilantes y, especialmente, en qué ventanas no se ve nada. Pero, ante todo ha estado estableciendo una base de observación de cómo son las cosas, para advertir de inmediato el menor cambio. Por el rabillo del ojo vigila en todo momento el apartamento del señuelo. Hasta ahora no ha detectado movimiento en su interior.
Hay, en particular, tres ventanas que la inquietan. Están situadas en posiciones excelentes desde las que disparar a la calle, y las tres están próximas a una escalera que patrocina una vía de escape difícil de obstruir. No ha visto ningún indicio de actividad, justo lo que espera no ver si hay un francotirador dentro.
Cada vez se siente más segura de su plan, pese al hecho de que aún no sabe dónde está el francotirador. Su convicción no se basa en nada racional. No ha obtenido la menor información eliminando la posibilidad de que esté en su zona, al oeste del violonchelista, esperando a que éste aparezca. Por lo que sabe, podría estar en el apartamento contiguo al suyo, debajo o en el tejado. Si es insensato, se habrá salvado. Pero, con cada minuto que pasa, ella está más convencida de que no es insensato. Sabe que está en una de las tres ventanas.
Aunque no le mira, Flecha es consciente de que el violonchelista ha salido del portal en cuanto éste pone un pie en la calle. Antes de que él abra el taburete, ya ha inspeccionado las tres ventanas media docena de veces y barrido dos la zona. Cuando él cierra los ojos y deja los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, ella le mira, sólo un segundo, y luego, mientras él sigue sentado inmóvil, escruta las ventanas cuatro veces más. No ve nada.
Una bomba estalla en un sector lejano de la ciudad, y por un instante Flecha cree ver algo en una de las ventanas. Está en la cuarta planta de un edificio de apartamentos, a unos setenta metros al este del violonchelista. No sabe qué es. Una sombra, quizá, una luz tenue, un movimiento casi indiscernible. No está segura de que sea algo siquiera.
Al inspeccionar las otras dos posibilidades, no consigue sacudirse de encima la sensación de que, cada vez que desvía la mirada de la ventana de la cuarta planta, se está perdiendo algo. Cálmate, se dice. Deja que esto venga a ti. Deja que las cosas ocurran como van a ocurrir, y reacciona como vas a reaccionar. No lo compliques.
Barre con la mirada el tramo oriental de la calle, tanto el flanco norte como el sur. Busca cualquier mínimo detalle que pudiera haber cambiado, un ladrillo movido, una sombra distinta. Intenta no quedarse atrapada en la duda de si hay o no alguna diferencia. Si la hay, lo sabrá. Si no la hay, pensar en eso no va a ayudarla. La tentación de divagar es grande, pero ella no sucumbe.
El violonchelista alza el arco y empieza a tocar. El sonido se eleva y alcanza a Flecha, a ratos inaudible, a ratos tan claro y alto que parece que proceda de su misma habitación. Tres plantas por encima de él, su señuelo descansa impertérrito. El apartamento sigue vacío. Su trampa, por el momento, no ha surtido efecto, pero tampoco ha fracasado.
La ventana de la cuarta planta vuelve a atraerla. En el primer vistazo está a punto de pasar por alto lo que ha cambiado. Se dispone a desviar su atención hacia una de las otras ventanas cuando ve un orificio en el plástico, de unos tres centímetros de largo, en la esquina derecha. No es suficientemente grande para apuntar y disparar por él, pero sí para mirar. Ése sería el primer paso.
Considera la posibilidad de arriesgarse. Podría colar una bala por ese orificio. Si él está mirando a través de él, morirá, o al menos sufrirá una herida grave. Pero si no está mirando, escapará, y ella volverá al principio. Además, se recuerda, no tiene modo de saber quién está en el apartamento. No puede ir disparando a los apartamentos sin estar segura de quién hay dentro, aunque sepa que está en lo cierto. Sabe que él está dentro.
Advierte movimiento en su visión periférica. Mira hacia la calle. Dos chicas, apenas adolescentes, se han acercado al violonchelista y están a pocos metros de él. Se detienen, delgadas y serias, y le escuchan tocar. Si él sabe que están allí, no da ninguna muestra. Se encuentran directamente en la línea de fuego del francotirador.
Flecha vuelve a clavar la mirada en la ventana de la cuarta planta. El orificio del plástico no ha crecido, tampoco hay orificios nuevos. ¿Será capaz de disparar por una abertura tan pequeña?, se pregunta. No lo cree. No sin cierto grado de precisión. Pero ¿y si es capaz?
Entonces morirán, le dice una voz en su interior. Los tres. Y tú fracasarás.
Por primera vez desde que cogió un arma para matar, Flecha siente pánico. Está bloqueada. No puede hacer nada. No hay el menor instante en el que refugiarse, ninguna cadena de acontecimientos que le dicte una salida. Todo se ha soltado y flota, y ella sólo puede hacer una cosa: disparar a ciegas. Pero no está dispuesta a hacerlo. O eso cree. No parece que esté escogiendo. Sencillamente, no lo hace. Si decidiera disparar, no está segura de que fuera a hacerlo.
En la calle, las chicas se mueven. Salen de la línea de fuego y dejan un pequeño ramo de flores silvestres frente al violonchelista. A Flecha le parece diente de león. Luego se dan media vuelta y se encaminan hacia el oeste, hacia ella, y siguen avanzando por la calle hasta que dejan atrás a Flecha y ya no corren peligro.
Hay movimiento en la ventana. Un cambio, una pequeña alteración en la luz. Una sombra detrás del plástico donde antes no había ninguna. Su dedo cubre el gatillo. Lo único que necesita es que se muestre un instante. Que haga un movimiento que le haga saber quién es. Una nimiedad. Tan sólo una nimiedad más de las nimiedades que no lo son. Otro movimiento es todo cuanto precisa.
La música cesa. Flecha no recuerda haberla oído en los últimos minutos y no sabe si el violonchelista ha terminado o si ha ocurrido algo. Sigue concentrada en la ventana de la cuarta planta. Su universo consiste en un metro cuadrado de plástico. Y nada ocurre. Nada se mueve, nada cambia. Pasan diez minutos. Cuando mira a la calle, el violonchelista ha desaparecido.
Se desploma en el suelo, sin saber muy bien lo que ha pasado. Estaba segura de que estaba allí. Ahora ya no lo está tanto. ¿Por qué no ha disparado? Lo tenía a tiro. Debía de tenerlo a tiro. No tiene sentido. ¿Por qué quedarse por aquí un día más? La incursión en territorio enemigo es peligrosa e incómoda, algo que debe reducirse al máximo en el tiempo. Si lo tienes a tiro, lo haces y te vas. Pero él no lo ha hecho.
Se siente como si hubiera fracasado, aunque sabe que no es así. Su trabajo consiste en mantener al violonchelista con vida. El propio Nermin lo dijo con estas mismas palabras. Que un francotirador enemigo muera no es la cuestión. El violonchelista está vivo. Y volverá mañana. Así que no ha fracasado.
Flecha piensa en las dos chicas que han dejado las flores delante del violonchelista. ¿Odiarán a los hombres de las montañas tanto como ella? ¿Les odiarán por ser unos cabrones homicidas, unos asesinos sin remordimientos? Confía en que no sea así. Eso es demasiado fácil. Si odian a los hombres de las montañas, entonces también están obligadas a odiarla a ella. Ella también mata. En días como hoy, cuando no mata, experimenta una sensación de pérdida que pone de manifiesto la hostilidad que alberga en su interior y que es más profunda que la falta de remordimientos. Es casi lujuria.
Confía en que las chicas, y el resto de la ciudad, odien a los hombres de las montañas por la misma razón que ella: porque la han hecho odiar. Iniciaron una guerra diciendo que el pueblo de Sarajevo se odiaba, que el pueblo les combatía, diciendo que ellos no, que ellos eran una ciudad sin odio. Pero después los hombres de las montañas empezaron a matar y a mutilar y a destruir. Y poco a poco consiguieron lo que querían: una victoria tan clara como sería si pudieran entrar con sus tanques en la ciudad. La han hecho odiarles, a ella y a la gente como ella.
Horas después, cuando ya casi es de noche y Flecha considera que es seguro salir del apartamento, pasa junto al ramo que las dos chicas han dejado y ve que es parte de una gran ofrenda de flores que han colocado a los pies del violonchelista, en el lugar donde cayó la bomba. Algunas están mustias. Ahora entiende lo que hacían las chicas. Lo que no entiende es cómo es posible que no haya reparado hasta ahora en la pira de flores secas. Flecha da media vuelta y se encamina hacia su apartamento, sabiendo que mañana volverá.