Kenan

El descenso por la colina en dirección al casco viejo de la ciudad habría inaugurado el día de Kenan con o sin guerra. Hasta hace poco, trabajaba como auxiliar administrativo en una gestoría, pero el edificio está ahora derruido y, en cualquier caso, tampoco habría ningún trabajo que hacer. Si se esfuerza, no obstante, si controla lo que ve y piensa, si olvida los recipientes que lleva para el agua, consigue, a lo largo de las primeras manzanas, engañarse imaginando que tan sólo va camino del trabajo. Quizá almuerce con alguno de sus compañeros. Quizá se siente en el parque Veliki con un café. Podría tomarle el pelo a su amigo Goran, que, inexplicablemente, es aficionado del Chelsea Football Club, con respecto a alguna derrota en un partido reciente.

Sin embargo, pronto llegará a la pronunciada curva en la que están ubicados los contenedores de basura del barrio. Ya no son visibles bajo la creciente montaña de desperdicios, inspeccionados a diario en busca de cualquier cosa de un mínimo valor. En cuanto los ve, es incapaz de obviar los coches volcados y los edificios con las tripas a la vista. No puede evitar oír los disparos en la distancia, y recuerda que el parque Veliki es una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Lleva meses sin ver a Goran, y sospecha que está muerto.

Sigue bajando. Si alza la mirada puede ver las montañas del sur. Se pregunta si los hombres allí apostados alcanzarán a verle. Imagina que es posible. Unos binoculares mínimamente decentes permitirían avistarle, un hombre delgado y de aspecto joven ataviado con un abrigo marrón y raído, y con dos racimos de garrafas de plástico. Podrían matarle en ese mismo instante, supone. Pero, de nuevo, ya podrían haberle matado en multitud de ocasiones, y si no le matan ahora tendrán más oportunidades en el futuro. No sabe por qué algunas personas mueren y otras no. No tiene idea de cómo eligen los hombres de las montañas, y cree que prefiere no saberlo. ¿Qué opinaría él al respecto? ¿Se sentiría halagado si no le escogieran u ofendido por no ser un blanco digno a sus ojos?

Kenan está flanqueado por edificios de apartamentos de cinco plantas. Ninguno de ellos se ha librado de los destrozos, aunque a este barrio le ha ido mucho mejor que a otros. A su lado hay un sedán Volkswagen verde que ha sido alcanzado por un mortero. Da la impresión de que lo haya aplastado un pulgar inmenso, de que está hecho de plastilina. Tiene el parabrisas reventado y la puerta del conductor arrancada. Kenan cree que el coche es de un hombre que vive en la segunda planta del edificio que hay al otro lado de la calle. No es fácil saberlo. El hombre no dijo nada de que le hubieran destrozado el coche la última vez que Kenan lo vio, pero ésa ya no es de las cosas que se comentan.

A su izquierda se halla el centro de ayuda, ubicado en la planta baja de un edificio sin ascensor de la época de la posguerra, en el que antes había un mercado de alimentos. Las puertas están cerradas pero él se acerca, con la esperanza de encontrar alguna información sobre la fecha para la que se espera la llegada del próximo convoy con provisiones. A menudo cuelgan notas anunciando los productos que habrá disponibles, para que la gente sepa qué tipo de bolsas y recipientes deberá llevar. Al aproximarse ve que no hay ningún anuncio. Han pasado semanas desde la última remesa de ayuda, quizá más de un mes.

Vuelve a la calle y ve a un hombre que conoce, un soldado. Ismet sonríe, cambia de dirección y se encamina hacia él. Tienen aproximadamente la misma edad y han sido amigos durante más de una década. Cuando la guerra estalló, Ismet fue de los primeros en alistarse al ejército. Antes trabajaba como taxista, pero le destrozaron el coche y ahora recorre a pie los casi ocho kilómetros que le distan de las líneas de combate del norte, que están junto al repetidor de televisión. Suele pasar cuatro días en el frente y luego vuelve para pasar otros cuatro días en casa, para estar con su mujer y su hija, que aún es un bebé. A veces, entrada la noche, va a casa de Kenan y le habla de los combates. Le ha contado que compartió un arma con otro hombre, que tenían veinte balas, que su misión consistía en impedir que tres tanques siguieran avanzando por la carena de las montañas. Ellos sabían que si los tanques avanzaban, no podrían hacer nada. Sus balas se acabarían en un santiamén, y de todos modos serían inútiles. Pasaron toda la noche aterrados, estremeciéndose con cada ruido que oían. Cuando la mañana llegó, Ismet se sintió más feliz que nunca, y su amigo también. Ese mismo día, más tarde, mientras dormían en un búnker improvisado muy próximo al frente, un mortero estalló a pocos metros de ellos y el amigo de Ismet murió víctima del impacto. Ismet le refirió todo esto a Kenan sin la menor expresión en la cara, pero al acabar sonrió y se rió un poco. Cuando Kenan le preguntó por el motivo, Ismet le miró como si no hubiera escuchado nada de lo que le había narrado. «Sobrevivió toda la noche —dijo—. Eso era todo cuanto habíamos deseado. Se nos concedió y eso nos hizo felices. Si vivíamos unas cuantas horas más u otros cincuenta años no importaba».

En momentos como éstos Kenan se pregunta por qué no consigue reunir el valor suficiente para alistarse en el ejército. Hasta ahora ha conseguido evitar el reclutamiento, ha esquivado a los hombres que recorren la ciudad atrapando a reclutas reacios. Estará a salvo mientras conserve las garrafas de agua, y aún nadie es lo bastante audaz para interrumpir esta vital misión civil. Pero no sabe cuánto durará, cuánto tiempo pasará antes de que llamen a su puerta y él acabe con un arma en las manos.

Es cierto que ya no es tan joven, aunque sí lo suficiente. Es cierto que su forma física es precaria, que tiene tres hijos de los que cuidar y que no posee conocimientos ni destrezas de utilidad para el ejército. Pero le cogerían. Hombres mucho mayores, con familias más numerosas y en peores condiciones para combatir se han alistado. Pero Kenan no. Y sabe la verdadera razón.

Tiene miedo de morir. Podría morir en cualquier momento, esté o no en el ejército, pero tiene la impresión de que, como civil, sus probabilidades de caer son menos, y que si le matan sería injusto, mientras que para un soldado la muerte forma parte del trabajo. Si acaba en el ejército, sabe que tarde o temprano tendrá que matar a alguien. Y, temeroso como está de morir, aún lo está más de matar. No cree que pudiera hacerlo. Sabe que quiere, a veces, y que en el otro bando hay hombres que, sin duda, merecen morir, pero no cree que pudiera hacerlo, llevar a cabo la mecánica física que requiere. Se necesita coraje para matar a otro ser humano, y él no lo posee. Un hombre que apenas es capaz de dejar a su familia para ir a buscar agua podría no sin derrumbarse al otro lado de la puerta de casa no podría hacer lo que Ismet hace.

Kenan no está seguro de si Ismet percibe esta tensión que habita en él. Nunca la ha exteriorizado, nunca ha sabido bien cómo hacerlo, y a medida que el tiempo pasa, el hecho de que Ismet esté luchando para salvarlos a todos y Kenan no se va haciendo más y más grande.

Hoy Ismet parece especialmente cansado. Su casaca verde, con la insignia cosida por su esposa, está cubierta de barro, y lleva barba de varios días. Una herida reciente le ha provocado una leve cojera, más evidente por su gran estatura. Lleva el pelo más largo de lo habitual, pero aún con el mismo color del carbón. Las bolsas de sus ojos recuerdan a Kenan a un sabueso, de la raza que persiguen a fugitivos en las películas.

Los dos hombres se abrazan y Kenan se alegra de ver a su amigo. No quiere admitirlo, pero siempre espera y teme el día en que Ismet no vuelva.

—¿Cómo va todo?

Ismet esboza una sonrisa irónica.

—Como los demás quieren que vaya. —Señala con un gesto el centro de ayuda—. ¿Alguna noticia?

Kenan sacude la cabeza.

—Confiaba en que esta vez hubiera carne. Tal vez un buen filete, o cordero.

Es una broma recurrente entre ambos.

—Bah. No necesitas eso. Si quieres carne, cómete un ciempiés. Tendrás todos los pies que tu estómago pueda digerir.

Se saca un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo ofrece a Kenan.

Kenan rehúsa la invitación. Aunque le gustaría fumar, sabe que es probable que Ismet sólo tenga esa cajetilla, quizá una más, gentileza del ejército en lugar de una paga, y cuando se le acaben, querrá más. Kenan ha dejado de fumar, considerándolo un lujo que no puede permitirse, y cree que puede aguantar.

—Vamos, coge uno, no seas mártir. Tengo más. —Ismet saca un cigarrillo del paquete y lo incrusta en la mano a Kenan—. Hazlo por mí, como un favor.

El cigarrillo le provoca un ligero mareo, pero lo disfruta. Lo añoraba.

—Gracias.

Los dos hombres siguen de pie en la calle, sin decir nada, disfrutando de un breve momento de silencio. Hay mucho de qué hablar, pero nada que merezca ser dicho. Al cabo de un rato, Ismet posa una mano en el hombro de Kenan.

—Buena suerte con el agua. Te llamaré esta noche o mañana.

Hunde las manos en los bolsillos y enfila calle arriba.

Kenan le observa hasta que le ve desaparecer por la esquina, coge los recipientes para el agua y sigue bajando la colina. Su calle empalma con otra, donde hay un espejo que permite a los conductores ver si viene algún coche. Es uno de los pocos espejos que siguen intactos en el lugar, y siempre que Kenan pasa por allí, se sorprende al comprobar que aún no lo hayan destrozado. Lo encuentra casi gracioso. Apenas hay coches en las calles, y los que no están deteriorados sin remedio no pueden utilizarse a causa de la carestía y el consiguiente precio prohibitivo de la gasolina. Los pocos que aún circulan se han convertido en los blancos predilectos de los hombres de las montañas, y quienes los conducen lo hacen con una temeridad que les vuelve tan peligrosos como los atacantes de la ciudad. Los semáforos no funcionan, las calles están llenas de socavones y escombros, pero allí sigue aquel espejo, sin el menor rasguño, cumpliendo su función tan bien como siempre.

Dobla la esquina y se encamina hacia el este antes de volver a girar hacia el sur. Pasa junto a un edificio en cuyo sótano hay un comedor popular, y Kenan piensa que si cuando vuelva lo encuentra abierto, podría probar a comer allí. El suministro en ese comedor prácticamente se ha agotado, y si esta noche no cena en casa eso significará más para el resto de la familia.

Un poco más adelante pasa junto a la academia de música. El edificio tiene más de cien años y en él han recibido clases jóvenes músicos durante cuarenta. Un arpa descansa sobre un pedestal frente a la esquina de la calle. Entre las ventanas de la tercera y la cuarta plantas, una granada de mano ha abierto un orificio en la fachada. Dentro, otra granada ha reventado una de las paredes de la principal sala de conciertos, pero, aun así, Kenan oye las notas de los pianos, que brotan de su interior. Varias piezas se están tocando en diferentes partes del edificio, y toda la música se funde, volviéndose a veces ininteligible, un ruido turbio de cuerdas golpeadas por martillos, pero de cuando en cuando una de las melodías cesa y crea un espacio para que otra emerja, y varias notas solitarias melodías se deslizan hasta la calle.

Tras recorrer una manzana corta, Kenan llega a la calle principal. Antes de la guerra solía esperar allí al tranvía que le llevaría tres paradas más allá, hasta donde trabajaba. Siempre le ha gustado el tranvía. Para él, y también para muchos otros, era uno de los signos de civilización más tangibles.

Cuando los combates comenzaron, Kenan estaba trabajando. Alguien entró corriendo en la sala donde él se encontraba y anunció que había estallado la guerra. Varias personas sucumbieron al pánico y corrieron al teléfono; otras siguieron sentadas, petrificadas, incrédulas. Goran se acercó a la ventana y miró a la calle. Y regresó sonriendo.

—No hay guerra. Los tranvías siguen funcionando —dijo, y volvió a sentarse a su escritorio.

Kenan también había vuelto al trabajo, junto con otros compañeros. Ninguno de ellos quería aceptar que los hombres de las montañas pudieran disparar a los tranvías, que sus balas mataran a los pasajeros. Después de todo lo que ha visto desde entonces, la escena que jamás olvidará es la de un tranvía incendiado que había sido alcanzado en primer lugar por una bomba de mortero y después por las balas de un francotirador, y que arrojaba un humo negruzco al aire. Los tranvías no han vuelto a funcionar desde aquel día. Están desperdigados por la ciudad, cáscaras vacías, algunas de ellas refugio contra los francotiradores, otras sencillamente abandonadas a la herrumbre. En la mente de Kenan, pase lo que pase, la guerra no concluirá hasta que los tranvías vuelvan a funcionar.

Si se encaminara hacia el oeste, a dos manzanas a su derecha, acabaría en el mercado. Sin comida procedente del centro de ayuda, a veces Kenan se ve obligado a comprar allí a precios astronómicos. Al comienzo de la guerra, un marco alemán, aproximadamente la mitad de un dólar americano, equivalía a diez dinares yugoslavos. Ahora, un marco equivale a un millón de dinares. Todos los que no cambiaron sus ahorros al principio de la guerra se arruinaron casi al instante. Tampoco es que importe mucho. Con los precios casi duplicándose mes a mes, nadie habría ahorrado suficiente para durar mucho. El mes pasado Kenan vendió la lavadora de la familia en el mercado negro por ciento diez marcos. Sin electricidad, no le daba ningún servicio. La última vez que fue al mercado, un kilo de manzanas costaba cincuenta marcos, y un kilo de patatas, veinte. Las cebollas estaban a doce marcos; las judías, a dieciocho, y por treinta marcos se podía conseguir tres paquetes de cigarrillos. Por el azúcar se pedía sesenta marcos; por el café, cien. Todo estaba unas veinte veces más caro que antes de la guerra. Todo, claro está, excepto los ingresos. Kenan duda de si habrá ganado más de mil marcos desde el comienzo de la guerra. Aún le quedan electrodomésticos por vender, pero no muchos.

Y, aun así, algunas personas no parecen afectadas por las presiones económicas. Conducen Mercedes nuevos, no han perdido peso y tienen acceso constante a productos que la mayoría de la gente sólo recuerda de los tiempos de paz. Kenan no sabe cómo lo hacen, pero sí sabe que gran parte de la comida del mercado negro se está introduciendo en Sarajevo por medio de un túnel que atraviesa el subsuelo del aeropuerto. Para pasar por él es preciso conocer a alguien con contactos en el gobierno, y, aunque el túnel permanece abierto veinticuatro horas al día, apenas nadie lo transita. Kenan sospecha que lo que se introduce por él es lo que está haciendo ricos a los de los coches deportivos. No alcanza a entender cómo son capaces, cómo pueden enriquecerse a costa de personas atrapadas y hambrientas como él.

Pero poco puede hacer él al respecto. De modo que olvida el mercado, olvida su estómago vacío y cruza la calle de un solo sentido que circunda el corazón de la parte vieja de la ciudad. Aquí el terreno se allana a medida que las montañas dan paso al lecho del valle. Lleva toda la vida viniendo aquí. Mire a donde mire encuentra algo que le devuelve algún recuerdo, algo perdido imposible de recuperar. Se pregunta qué ocurrirá después, cuando los combates cesen. Aunque reconstruyan todos y cada uno de los edificios y los dejen exactamente como eran antes, él no sabe si podrá sentarse en un cómodo sillón y tomar un café con un amigo sin pensar en esta guerra y en todo lo que se llevó. Pero quizá, piensa, le gustaría intentarlo. Sabe que no quiere renunciar a esa posibilidad.

Fueron dos los arquitectos que construyeron la calle Strossmayer; uno de ellos diseñó la parte oriental, y el otro, la occidental. Kenan recuerda visitarla con sus padres de pequeño, entre Navidad y Año Nuevo, para contemplar la decoración. Llevaba un abrigo nuevo y estaba muy orgulloso de cómo le quedaba. Su madre le decía que parecía elegante, e incluso su hermana mayor, que le tomaba el pelo a la menor oportunidad, admitía que era un abrigo formidable. Iba de la mano de su padre por la calle y se detenían de cuando en cuando para admirar las luces, y su padre le hablaba como si fuera adulto. Resulta difícil reconocer la calle de sus recuerdos en aquella en la que ahora se encuentra.

Si recorre otra manzana hacia el sur, se encontrará en la vertiente oriental de la calle de un solo sentido que cruzó antes. La principal arteria del tranvía transcurre hacia el este, hasta la Biblioteca Nacional. Luego se desvía hacia el norte y después hacia el oeste, para converger en sí misma junto al puente Vrbanja, en la otra margen del río desde Grbavica. Si siguiera hacia el sur, cruzaría el río Miljacka por el puente Ćumurija. En algún punto deberá cruzarlo para llegar a la destilería, pero el Ćumurija es el menos apetecible de los puentes para él, aunque ofrece la distancia más corta entre su casa y la otra ribera del río. Ha sido bombardeado y todo cuanto queda de él es su estructura de acero. Aún podría cruzarlo haciendo equilibrios sobre el esqueleto de acero, pero resultaría difícil con los recipientes para el agua, incluso estando vacíos, y se convertiría en un blanco fácil para los hombres de las montañas.

Manteniéndose cerca de los edificios, Kenan dobla hacia el este, optando por cruzar el río por el puente Princip. Está igual de expuesto a las colinas del sur, pero en mejores condiciones, lo cual le permitirá cruzar más deprisa. Deja atrás los restos del en un tiempo magnífico Hotel Europa. Su enclave había ofrecido hospedaje durante más de quinientos años. La última vez que fue destruido, hará algo más de un siglo, se llamaba Posada de Piedra. La despensa de un mercader de los aledaños se incendió y las llamas alcanzaron rápidamente la Posada de Piedra, donde el ejército guardaba almacenados gran cantidad de barriles de alcohol de quemar. Algunos de los barriles explotaron, el fuego se expandió hacia el oeste y engulló gran parte del casco viejo. Los encargados de sofocar el incendio vaciaron los demás barriles en el río, sin tener en cuenta que el alcohol es más ligero que el agua. Cuando introdujeron las bombas en el Miljacka, lo que extrajeron no era agua sino fuego en estado puro. Para cuando repararon en su error era ya demasiado tarde y gran parte de la ciudad quedó arrasada. Kenan aún puede ver la demarcación de la calle donde atajaron el Gran Incendio, donde los viejos edificios turcos acaban y los más recientes austrohúngaros comienzan.

En lo que Kenan piensa no es en la noche del incendio, sino en el día después. En el aspecto que tendría todo aquello. ¿Sería comparable a lo que él ve hoy? Al menos, el Gran Incendio acabó enseguida. Kenan no sabe si hoy es el final o sólo el principio. Y no sabe qué aspecto tendrán las cosas cuando esto acabe, si es que acaba. ¿Cómo se reconstruye todo? ¿También contribuye a reconstruir la ciudad la gente que la ha destruido? ¿Se reconstruye la ciudad para que pueda volver a arrasarse algún día, o acaso la gente cree que ésta será la última vez en que semejante proyecto será necesario, que a partir de ahora las cosas durarán por siempre jamás? Aunque no es muy capaz de encontrar la esencia de la cuestión, cree que el carácter de aquellos que reconstruirán la ciudad es más importante que el maquillaje de quienes la destruyeron. Es incuestionable que los hombres de las montañas son los malos. No hay lugar para matices en esto. Pero si una ciudad es reconstruida por completo por hombres de carácter cuestionable, ¿cómo será? Piensa en los conductores de los coches caros que le cambiaron la lavadora por varios kilos de patatas y cebollas. No deberían ser ellos quienes se encarguen de construir un nuevo Sarajevo, si acaso llega el día y la ocasión de hacerlo.

Ya casi ha alcanzado el puente Princip. Antes se llamaba puente Latino, pero fue allí donde, en 1914, se desencadenó la Primera Guerra Mundial. Las huellas del asesino Princip estaban marcadas en el lugar desde el cual mató al heredero al trono de los Habsburgo y a su esposa encinta, pero ahora han desaparecido, destruidas o robadas. Las últimas palabras que el archiduque Franz Ferdinand dedicó a su mujer fueron: «No mueras, vive por nuestros hijos». No debía estar allí, en aquel lugar, pero había insistido en ir al hospital para visitar a las víctimas de un atentado previo contra su vida. Princip había abandonado su misión aquel día, y estaba comiendo cuando vio el coche del archiduque; salió a la calle y efectuó dos disparos. De niño, cuando iba a la escuela, a Kenan le llevaron a visitar un pequeño museo, ahora derruido, que conmemoraba el asesinato. Siempre le había avergonzado ligeramente que, durante una generación, cuando el mundo pensaba en Sarajevo lo considerara el escenario de un asesinato. No tiene claro qué pensará el mundo de la ciudad en la que ahora se ha asesinado a miles de personas. Sospecha que lo que el mundo en realidad prefiere es no pensar en absoluto.

Está a punto de doblar hacia el sur, hacia el puente, cuando un hombre aparece corriendo por la esquina. Una vez a salvo detrás de los edificios, se desploma, jadeante.

—Francotirador —dice, señalando el puente—. Están disparando a todo el flanco izquierdo.

—Estoy intentando llegar a la destilería —dice Kenan mientras ayuda al hombre a ponerse en pie.

—Será mejor que cruce por el Šeher Ćehaja.

Kenan hace una pausa. El Šeher Ćehaja es el más oriental de los puentes que cruzan el Miljacka, y para cruzarlo es preciso dar un notable rodeo, casi duplicar la distancia del trayecto inicial. Y después aún le quedaría un kilómetro y medio hasta la destilería, con lo que su ruta aumentaría en dos kilómetros.

—¿Está seguro?

El hombre se encoge de hombros.

—Compruébelo usted mismo. Quizá tenga mala puntería. Conmigo ha fallado.

Todos los pensamientos que Kenan podía albergar con respecto a arriesgarse a cruzar se esfuman con el sonido de un mortero aterrizando cerca, quizá al otro lado del río. Se oye una breve ráfaga de disparos y después otro mortero. Kenan siente cómo el pánico empieza a atenazarle, intenta respirar hondo varias veces. Se le ha secado la boca.

—No pasa nada —dice el hombre—. Aquí no pueden alcanzarnos.

Kenan sabe que no es verdad, pero sus palabras le hacen sentir mejor, como también la certeza de que ellos no son el blanco de unas bombas que parecen alejarse, o, cuanto menos, no se aproximan.

Es evidente que tendrá que optar por el camino más largo, de modo que desea suerte al desconocido y retrocede unos cincuenta metros en dirección norte, sólo para asegurarse de estar lo bastante lejos del tramo al que los hombres de las montañas están disparando. Gira hacia el este al llegar a la Esquina Dulce, que debe su nombre al racimo de pastelerías que se abrieron a finales de siglo allí, justo en la línea divisoria entre las arquitecturas oriental y occidental del casco viejo.

Al acceder a la barriada turca de Baščaršija, se siente como si estuviera regresando a la escena del crimen. No ha vuelto allí desde el incendio de la biblioteca y, aunque sigue a cierta distancia de ella, percibe su proximidad. Por alguna razón, la abundancia de tejas rotas y ladrillos desmenuzados que hay en esta parte de la ciudad le molesta más que en otras. Hay pocas personas en las calles, y al final de un angosto callejón ve a un grupo de cacharreros que venden algunos artilugios. Hace ya meses que convierten las balas y los casquillos en bolígrafos, bandejas, cualquier cosa que puedan vender. Uno de los hombres ha fabricado una pequeña estufa de leña, y aunque sabe que será más de lo que tiene, Kenan se pregunta por cuánto la venderá.

Apenas nadie vive en Baščaršija. Durante medio milenio ha hecho las veces de mercado de la ciudad, con sus calles organizadas según la clase de comercios allí instalados. Pero en años más recientes, esta estricta disciplina había cedido levemente, con más y más tiendas vendiendo productos pensados para los turistas. Ahora ya no hay turistas y las tiendas están cerradas, como todo lo demás. Al norte de donde Kenan se encuentra está el Sebilj, una fuente pública con forma de cenador, que tiene la función de lugar de encuentro, o la tenía. Su ubicación, firmemente plantada en el centro de una gran plaza, lo convierte en un lugar excepcionalmente triste y peligroso. Sólo las palomas son lo bastante valientes o tontas para congregarse a sus pies.

Mientras pasa por el Sebilj, tan próximo al refugio de los edificios como puede, Kenan oye graznar una paloma y ve que las otras alzan el vuelo y se alejan. La paloma se arrastra hacia él, al parecer atraída por una gravedad lateral. Kenan se detiene, desconcertado, y ve cómo la paloma desaparece en la hornacina de un portal que tiene frente a sí. Los graznidos cesan abruptamente y, tras unos segundos, un trozo de pan sale volando de la hornacina. Se acerca un poco para mirar y ve que el mendrugo el mendrugo está atado a algo. Las aves van regresando de forma gradual y, cuando una se aventura a aproximarse al pan, Kenan comprende lo que ocurre: alguien está pescando palomas.

Avanza unos pasos y mira dentro de la hornacina. Allí, un anciano sostiene una caña corta, con los ojos atentos a la plaza y al trozo de pan. El hombre ve a Kenan y le ahuyenta con un gesto de la mano, pues no quiere que tropiece con el hilo.

—¿Qué tal va la pesca hoy? —pregunta Kenan, tratando de hablar en voz muy baja para no ahuyentar a las palomas.

—De momento pican —contesta el hombre, sin despegar la mirada de un ave gris que husmea el trozo de pan.

—¿Se necesita licencia en esta época del año? —pregunta, y sonríe para que el hombre comprenda que se trata de una broma.

El hombre le mira, como para averiguar si ostenta algún cargo oficial. Finalmente le devuelve la sonrisa.

—Por supuesto. Se necesita una licencia para la pesca y otra para la caña.

—¿Y dónde consigue la licencia?

El hombre señala hacia las montañas.

—Allí arriba. Sólo tiene que subir hasta que encuentre el despacho.

La paloma está ya más cerca. Parece dudar, pero otra viene por detrás y su indecisión empieza a causarle cierta presión. Avanza hacia el pan.

—¿Es cara? —pregunta Kenan.

El hombre sacude la cabeza.

—No, pero la cola es muy larga. Es probable que tenga que esperar mucho rato.

La paloma gris se adelanta con un salto a su rival y embiste el pan. Se lo traga entero y por un momento nada ocurre. La paloma parece complacida. Ha conseguido un pequeño ágape. La vida es buena. Entonces sufre un tirón desde dentro y deja escapar un graznido agudo cuando el hombre empieza a rebobinar el hilo. La paloma intenta alzar el vuelo, pero el anciano sigue tirando de ella.

—A veces intentan volar, otras no —dice—. No sé qué es lo que las decanta a hacer una cosa a la otra.

Acaba de rebobinar el hilo y, cuando tiene la paloma lo bastante cerca, alarga una mano y la agarra. Por algún motivo, el animal deja de resistirse; tal vez esté conmocionado. El hombre sujeta el cuerpo de la paloma con una mano y con la otra le retuerce el cuello hasta romperlo. Luego la libera y la deja en una bolsa que tiene a un lado. Se pone en pie.

—¿Ha acabado por hoy? —le pregunta Kenan. El anciano asiente.

—He atrapado seis, una por cada persona que vive en mi piso. Sólo cojo lo que necesito. Si no soy codicioso, tal vez sigan por aquí mañana.

—Buena suerte —dice Kenan.

—También para usted, señor.

El hombre coge la bolsa y la caña y cruza la plaza en dirección al norte, a Vratnik.

Kenan sigue allí mucho rato después de que el hombre se haya marchado. Aunque nunca ha matado ningún animal, a excepción de un pez, la idea de hacerlo tampoco le consterna especialmente. No obstante, no puede reprimir una sensación de afinidad con la paloma. Cree que es posible que los hombres de las montañas les estén matando despacio, de media docena en media docena, para que siempre tengan más a los que matar al día siguiente.