Flecha

Flecha parpadea. Lleva mucho tiempo esperando. Por el visor del rifle ve a tres soldados de pie, junto a un muro bajo, en una colina que descuella sobre Sarajevo. Uno mira hacia la ciudad como si estuviese recordando algo. Otro sostiene en alto un mechero para que el tercero encienda un cigarrillo. Es evidente que no tienen idea de que están en su punto de mira. Tal vez, piensa ella, creen que están demasiado lejos de la línea de combate. Se equivocan. Tal vez creen que nadie puede ensartar una bala entre los edificios que les separan de ella. De nuevo, se equivocan. Ella puede matar a cualquiera de los tres, y quizá incluso a dos, en cuanto elija al blanco. Y pronto elegirá.

Los soldados a los que Flecha observa tienen un buen motivo para creerse a salvo. Lo estarían, de ser cualquier otro quien estuviera acechándoles. Se encuentran a casi un kilómetro de distancia, y el rifle que ella utiliza, del mismo tipo que utilizan casi todos los defensores, tiene un alcance real de ochocientos metros. Más allá, las probabilidades de dar en el blanco son remotas. No es ése el caso para Flecha. Ella es capaz de conseguir que una bala haga cosas inconcebibles para los demás.

Para la mayoría, disparar a larga distancia es una cuestión de combinar correctamente observación y cálculos matemáticos, de averiguar la fuerza y la dirección del viento. Efectúan estimaciones que luego transforman en ecuaciones, teniendo en cuenta la velocidad de la bala, el descenso que experimenta durante su trayectoria y la ampliación del alcance. No difiere de lanzar un balón. Un balón no se lanza directo al blanco, se lanza en un arco calculado para que se interseque con el blanco. Flecha no efectúa estimaciones, no calcula fórmulas. Sencillamente envía una bala a donde sabe que debe ir. Le cuesta comprender por qué otros francotiradores no pueden hacerlo.

Está escondida entre los desechos de una torre de oficinas quemada, a pocos metros de una ventana con vistas a las colinas meridionales de la ciudad. Cualquiera que mirara en esa dirección tendría dificultades, si no le resultaría imposible, para divisar a una mujer delgada, con media melena negra, oculta entre las ruinas humeantes de la vida cotidiana. Está tendida en el suelo, boca abajo, con las piernas parcialmente cubiertas por un periódico viejo. Sus ojos, grandes, azules y brillantes, son el único indicio de vida.

Flecha se considera diferente de los francotiradores de las montañas. Ella sólo dispara a soldados. Ellos disparan a hombres, mujeres y niños desarmados. Cuando matan a una persona, el resultado que buscan trasciende con creces la mera aniquilación de ese individuo. Intentan matar a la ciudad. Cada muerte desconcha el Sarajevo de la juventud de Flecha con la misma eficacia que una bomba de mortero destroza un edificio. A los que quedan se les roba no sólo a un conciudadano, sino también el recuerdo de lo que era estar vivo antes de que los hombres de las montañas le dispararan a uno mientras intenta cruzar la calle.

Diez años atrás, cuando ella tenía dieciocho y no se llamaba Flecha, subió al coche de su padre y fue al campo a visitar a sus amigos. Era un día claro y soleado. Le parecía que el coche estaba vivo, como si el modo en que ella y el vehículo avanzaban juntos fuera una suerte de destino, y todo sucediera exactamente como debía. Al tomar una curva, una de sus canciones favoritas empezó a sonar en la radio, y la luz del sol se filtró entre los árboles como lo hace entre las cortinas de encaje, y todo ello le hizo acordarse de su abuela, y las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas. No por su abuela, que en aquel entonces estaba muy presente entre los vivos, sino por el sentimiento que la arrobó, una felicidad envolvente por estar viva, una dicha reforzada por la certeza de que algún día todo aquello acabaría. Eso la abrumó, la impelió a detener el coche en el arcén. Después se sintió un poco tonta y nunca le habló de aquello a nadie.

Ahora, sin embargo, sabe que no era tonta. Cae en la cuenta de que, por ninguna razón en particular, topó con la esencia del ser humano. Es un don escaso comprender que la propia vida es maravillosa, y que no durará para siempre.

Así, cuando Flecha accione el gatillo y acabe con la vida de uno de los soldados que tiene en el punto de mira, no lo hará porque quiera matarle, aunque no puede negar que quiere hacerlo, sino porque los soldados le han arrebatado, a ella y a casi todos los demás habitantes de la ciudad, ese don. El hecho de que la vida acabará se ha vuelto tan patente que ha perdido todo su significado. Pero para Flecha es peor el perjuicio ocasionado en la distancia entre lo que sabe y lo que cree. Pues aunque sabe que las lágrimas que derramó aquel día no fueron fruto del sentimentalismo ridículo de una adolescente, en realidad no lo cree.

Desde la fortaleza elevada de Vraca, sobre el barrio ocupado de Grbavica, sus objetivos bombardean la ciudad con aparente impunidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, Vraca fue un lugar donde los nazis torturaban y mataban a quienes se resistían a ellos. Los nombres de los muertos están esculpidos en los escalones, pero en aquel tiempo eran pocos los combatientes que empleaban su verdadero nombre. Adoptaban nombres nuevos, nombres que decían más de ellos que cualquier jactanciosa historia narrada por borrachos en una taberna, nombres que desafiaban a los gobiernos que posteriormente intentaron transformar sus hazañas en propaganda. Se dice que adoptaron esos nombres para que sus familias no corriesen peligro, para poder entrar y salir de incógnito de dos vidas. Pero Flecha cree que lo hicieron para poder aislarse de lo que tenían que hacer, de modo que la persona que luchaba y mataba pudiera ser descartada algún día. Para conseguir odiar a otras personas por el hecho de que ellas la odiaran antes, y luego odiarlas por lo que le han hecho, ha gestado en su interior el deseo de separar la parte de ella que contraatacará, que disfrutará haciéndolo, de la parte que jamás quiso siquiera empezar a luchar. Utilizar su nombre real no la haría diferente de los hombres a los que mata. Sería una muerte mayor que el final de su vida.

Desde la primera vez que cogió un rifle para matar se ha hecho llamar Flecha. Algunos siguen llamándola por su nombre anterior. Ella les obvia. Si insisten, les dice que ahora se llama Flecha. Nadie lo discute. Nadie cuestiona lo que debe hacer. Todo el mundo hace algo para seguir con vida. Pero si la presionaran, ella diría: «Soy Flecha porque les odio. La mujer que conocíais no odiaba a nadie».

Flecha ha escogido a los blancos de hoy porque no quiere que los hombres de Vraca se sientan seguros. Tendrá que efectuar un disparo extremadamente difícil. Aunque se esconde en la novena planta de ese edificio arrasado, la fortaleza está en un plano más elevado y ella debe insertar la bala entre varios edificios que se interponen entre ambos. Los soldados deben de encontrarse en un espacio limitado de unos tres metros, y el humo procedente de los edificios en llamas le oscurece la visión periódicamente. En cuanto dispare, todos los francotiradores de la colina del sur empezarán a buscarla. Rápidamente deducirán dónde está. En ese momento bombardearán el edificio, incluso lo derribarán si lo creen necesario. Y la razón por la que ese edificio está quemado es que es un blanco fácil. Sus posibilidades de escapar a las repercusiones de sus propias balas son escasas. Pero no son circunstancias insólitas. Ella ya ha disparado balas en escenarios más complejos y se ha enfrentado a represalias más inmediatas.

Flecha sabe con exactitud cuánto tardarán en localizarla. Sabe con exactitud en qué dirección mirarán los francotiradores y dónde caerán las bombas de mortero. Para cuando el bombardeo cese, ella ya se habrá ido, aunque nadie entenderá cómo, ni siquiera los de su propio bando, los que defienden la ciudad. Si se lo explicase, no lo entenderían. No creerían que sabe con antelación lo que un arma hará porque ella misma es un arma. Posee un particular genio que pocos querrían admitir. Si pudiese elegir, también ella preferiría no creerlo, pero sabe que es algo que no está en sus manos. No elegimos aquello en lo que creemos. Es la creencia la que nos elige.

Uno de los tres soldados se aleja. Flecha se tensa, esperando a ver si los otros dos le despiden con la mano. Si lo hacen, disparará. Por un momento vacila, incapaz de interpretar sus gestos. Luego el soldado desaparece del estrecho pasillo por el que viajará la bala. Ese soldado, en un instante de aparente intrascendencia, ha salvado la vida. Una vida está compuesta casi por entero de actos como éste. Flecha lo sabe.

Les observa un rato más, a la espera de que emerja un detalle que dictamine quién recibirá la primera bala. Quiere disparar dos veces, matar a los dos hombres, pero no está segura de que vaya a disponer de esa oportunidad, y si tiene que escoger a sólo uno de los soldados, le gustaría hacer la elección correcta, si es que hay una elección correcta. Finalmente concluye que tanto da. Quizá uno de ellos viva, pero nunca sabrá lo delgado que ha sido el margen de su existencia. Lo achacará a la suerte, o al destino, o al mérito. Nunca sabrá que una arbitraria fracción de un milímetro en la puntería de ella en una dirección o en otra marcará la diferencia entre sentir el sol en la cara diez minutos a partir de ahora o agachar la mirada y ver un inverosímil agujero en el propio pecho, sentir cómo todo lo que era o lo que podría haber sido se evapora, y después, en los últimos instantes, inhalar más dolor del que creía que el mundo podía albergar.

Uno de los soldados dice algo y se ríe. El otro se suma a él, pero, por la tensión que aprecia en su boca, Flecha deduce que no es más que una risa cómplice. Pondera la situación. ¿Dispara al instigador o al colaborador? No está segura. Durante los siguientes minutos observa a los dos hombres fumar y charlar. Sus manos trazan formas duras en el aire, una puntuación física, con alguna que otra pausa, como navajas blandidas en anticipación a un ataque. Los dos son jóvenes, más jóvenes que ella, y si quisiera refugiarse en la ignorancia, podría incluso imaginar que están comentando el resultado de un partido de fútbol disputado recientemente. Tal vez, piensa, es eso lo que hacen. Es posible, incluso muy probable, que vean esto como una clase de juego. Muchachos lanzando bombas en lugar de balones.

Entonces ambos vuelven la cabeza como al oír la llamada de alguien a quien Flecha no puede ver, y ella sabe que ha llegado el momento de disparar. Nada ha decantado su decisión, de modo que sencillamente elige a uno. Si hay un motivo, si es porque uno de los disparos es más fácil, o porque uno de ellos le recuerda a alguien a quien una vez conoció y le gustó o no le gustó, o porque uno de ellos parece más peligroso que el otro, es algo que no sabe. La única certeza que tiene es que exhala, y su dedo pasa de reposar contra el gatillo a presionarlo, y una bala rompe la barrera del sonido un instante antes de pulverizar tela, piel, hueso, músculo y órgano, iniciando el breve proceso que convertirá el movimiento en carne.

Mientras se prepara para el segundo disparo, en el intervalo que separa el tic de un segundo del siguiente, sabe que algo ha ido mal. Los hombres de las montañas saben dónde está. Renuncia al segundo disparo y rueda sobre sí misma hacia un lado, consciente de los ojos que hay clavados en ella, de que un francotirador ha estado todo el tiempo intentando darle caza, y en el instante en que disparó se expuso. Le han tendido una trampa y ella ha caído. Una bala se estrella en el suelo donde yacía un instante antes. Mientras se escabulle a toda prisa hacia el esqueleto de una escalera que la conducirá nueve plantas abajo y fuera del edificio oye el disparo de un rifle, pero no el impacto de la bala. Eso significa que el francotirador ha errado el tiro o que la bala la ha alcanzado. No siente dolor, aunque ha oído que al principio es así. No hay ninguna necesidad de comprobar si está herida. Si la bala la ha alcanzado, pronto lo sabrá.

Flecha llega a la escalera y una bomba de mortero atraviesa el techo y explota. Se encuentra ya dos plantas más abajo cuando estalla otra, que derrumba la novena planta sobre la octava. Cuando llega a la sexta, la naturaleza de la situación varía en su mente, y Flecha dobla por un pasillo oscuro y estrecho y avanza tan deprisa como puede para alejarse de la bomba que sabe que está a punto de penetrar el hueco de la escalera. Consigue alejarse lo bastante para esquivar el acero y la madera y el cemento que la explosión le arroja, una infinidad de balas como el interés pagado por un préstamo. Pero entonces, cuando la última pieza de metralla aterriza en el suelo, echa a correr de vuelta a la escalera. No tiene elección. No hay otra vía de escape en el edificio, y si se queda recogerá el préstamo. De modo que vuelve a la escalera, sin saber cuánto queda de ella. La sexta planta se ha desplomado sobre la quinta. Cuando salta al rellano de abajo se pregunta si éste soportará su peso. Si lo hace, y desde allí, es cuestión de permanecer pegada a la pared interior, donde los escalones conectan con el edificio, donde el peso de las capas superiores de la escalera derruida ha tenido menos impacto.

Flecha oye la explosión de otra bomba cuando alcanza la planta baja y, aunque la entrada principal que da acceso a la calle está a sólo unos pasos, sigue bajando al sótano, donde se abre paso a tientas por un pasillo casi en penumbra hasta que encuentra una puerta. La abre con un golpe de hombro. El contraste entre la oscuridad y la luz la ciega momentáneamente, pero Flecha sale sin dudar a una escalera baja que hay en la fachada norte del edificio, algo protegida de los hombres de la colina del sur. Antes de que sus ojos se adapten al mundo que la rodea, empieza a notar que la percusión de las bombas de mortero le afecta al oído y le recuerda la sensación de estar en una piscina, le recuerda un día en que ella y una amiga gritaban por turnos sus nombres debajo del agua y se reían de cómo sonaban, amortiguados y distorsionados y extraños. Cuando regresa al este, lejos del edificio, siente dolor en un costado y agacha la mirada, casi esperando verse el estómago derramándose entre sus costillas astilladas. Una rápida inspección revela únicamente un corte superficial, una nadería que se le habría clavado en algún momento de la huida.

Mientras camina hacia los cuarteles generales de su unidad, ubicados en el centro de la ciudad, observa que el cielo empieza a oscurecerse. Varias gotas de lluvia le caen en la frente, le hacen sentir su propio calor al evaporarse. Cuando se toca el costado, su mano queda limpia de sangre y Flecha se pregunta qué significará que la nimiedad de su herida no le proporcione ninguna sensación de alivio.