Capítulo 13

Estaba tan nerviosa que no podía comer. Dejó su ración de pizza a medio comer en la caja y se quedó mirando las bolsas de deporte que Crash había sacado del coche.

—Esto es lo que vamos a hacer —dijo él con aquella voz engañosamente suave mientras metía la mano en una y sacaba una pieza cilíndrica que enroscó al cañón de su pistola tamaño Harry el Sucio—. Yo te hago unas preguntas, tú las respondes y todos tan contentos.

Sheldon Sarkowski tenía el ojo izquierdo amoratado. Su labio, hinchado, sangraba aún ligeramente. Estaba aún inconsciente cuando Crash se detuvo en un tramo desierto de carretera para sacarlo del maletero y meterlo en el asiento de atrás. Tenía las manos esposadas y los pies atados, pero Crash había tapado las esposas y la cuerda con una manta y lo había llevado en brazos a la habitación que habían alquilado en un motel barato para pasar la noche.

Había sólo dos o tres coches en el aparcamiento, ninguno de ellos lo bastante cerca de su destartalada habitación como para que desde ellos pudieran oírse gritos.

Y eso estaba bien, por si acaso alguien gritaba. Y Nell sospechaba que iba a haber algunos gritos. Y no por Crash, a quien nunca había oído alzar la voz.

Una vez dentro de la habitación, Crash había logrado despertar a Sheldon. Había bastado con arrojarle a la cara el contenido de una hielera llena de agua fría. Ahora, bien atado a la silla, Sheldon escupía y mascullaba cargado de resentimiento.

Estaba claro que no se hallaba en una situación de poder, y aun así logró reírse con desdén de Crash y de la pistola.

—Entérate, no voy a decir nada. Así que, ¿qué vas hacer? ¿Matarme?

Crash se sentó en la cama, justo frente a él, con la pistola sobre el regazo.

—Vaya, Sheldon —dijo—, por lo visto has descubierto que era un farol.

Nell se giró para mirarlo, apartándose de la ventana desde la que había estado espiando el aparcamiento.

—¡No le digas eso!

—Pero tiene razón —dijo Crash suavemente—. Matarlo no servirá de nada.

Nell respiró hondo, consciente de que había sobreactuado al decir su primera frase y de que corría el peligro de echarse a reír. Volvió a mirar por la ventana, rezando por que aquello funcionara.

—No tengo muchas opciones —estaba diciendo Crash. Parecía una especie de Clint Eastwood: su voz era suave, casi susurrante, pero ocultaba una intensidad cargada de peligros—. Supongo que podría pegarte un tiro en la rodilla, pero es muy engorroso. E innecesario. Porque lo único que quiero es ponerme al servicio del comandante.

Nell volvió a girarse.

—Eh...

Crash levantó una mano y ella guardó silencio obedientemente.

—Esto es lo que te ofrezco, Sheldon —dijo—. Me han tendido una trampa. Yo no maté al almirante Robinson, pero alguien falsificó las pruebas balísticas para incriminarme. Todavía no he descubierto cómo lo logró el comandante, pero lo descubriré. Tampoco he descubierto aún qué relación tenía el comandante con John Sherman, pero eso también lo descubriré. Tarde o temprano, sabré toda la historia. Hasta el último detalle.

Se detuvo y luego añadió, todavía con aquella voz baja y serena:

—Me parece que mi silencio vale algo. Verás, creo que el comandante y tú sabéis tan bien como yo que, aunque demostrara mi inocencia, aunque me absolvieran de los cargos que se me imputan, jamás conseguiré limpiar del todo mi nombre, ni reparar el daño que se le ha hecho a mi carrera. De hecho, tengo la certeza de que mi carrera en las filas de los SEAL ha acabado. Nadie va a quererme en su equipo.

»Y puesto que ya no figuro en la nómina del Tío Sam —continuó Crash—, necesito una nueva fuente de ingresos. Creo que si el comandante quiere que toda la porquería que ya he destapado sobre él y toda la que pienso destapar siga debajo de la alfombra, va a tener que pagar. Doscientos cincuenta mil dólares en billetes pequeños, sin marcar.

Crash se quedó callado. Nell esperó un par de segundos para asegurarse de que había acabado. Luego dijo:

—No puedo creer lo que estoy oyendo.

Era una pésima actriz. Primero parecía demasiado indignada, demasiado nerviosa, y ahora parecía que todo le daba igual. Quería que aquel tipo creyera que estaba furiosa con Crash, no que era bipolar.

Ira, ira. ¿Cómo actuaba la gente cuando estaba iracunda? ¿Qué cara ponía?

Y más concretamente, ¿qué cara ponía cuando se enfadaba con Crash?

En eso, ella tenía algunas experiencias de las que tirar.

Durante el año anterior, se había enfadado muchas veces consigo misma y también con él.

¿Por qué no le había escrito al menos una tarjeta con dos renglones, dándose por enterado de su existencia?

Querida Nell recibí tus cartas. No me interesa ser tu amigo.

Firmado: Crash. Posdata: gracias por el sexo. Fue agradable.

Agradable. Crash había usado esa palabra horriblemente insípida para calificar lo que compartieron aquella noche maravillosa, un millón de veces mejor que su forma de describirla.

En aquel momento, Nell estaba tan abrumada por sus propias emociones que no pudo reaccionar. Pero desde entonces había tenido tiempo de sobra para ofuscarse.

Recurriendo a esos sentimientos, lanzó a Crash una mirada asesina.

—No puedo creer lo que acabas de decir —su voz tembló ligeramente, llena de ira. Agradable. ¡Agradable! Crash pensaba que hacer el amor con ella había sido «agradable»—. ¿De verdad piensas venderte a esta escoria?

—No creo que tenga alternativa —Crash parecía cargado de tensión—. Así que cierra el pico y sigue vigilando.

¿Cerrar el pico? Aquellas palabras eran tan impropias de él que Nell dio un paso atrás, sorprendida.

—No pienso callarme —le espetó—. Puede que no tengas alternativa, pero...

Él se levantó.

—No me presiones —tenía una expresión claramente amenazadora. Sus ojos parecían descoloridos, casi blancos. Y vacíos. Sin alma.

Nell titubeó, incapaz de recordar qué se suponía que debía decir a continuación, helada por la frialdad de su mirada. Era como si allí no hubiera nada, como si por dentro estuviera vacío. Nell lo había visto así antes, en el velatorio y el funeral de Daisy. Recordaba que entonces había pensado que, pese a que podía hablar y caminar, su corazón apenas latía.

¿Estaba fingiendo también entonces, o de veras era capaz de insensibilizarse hasta aquel extremo a voluntad?

Él se volvió hacia Sheldon.

—Dime el nombre del comandante y setenta y cinco mil dólares serán...

—¿Qué hay de Jake Robinson? —Eso era lo que tenía que decir.

—Perdona un minuto, Sheldon —Crash la agarró del brazo y la llevó bruscamente hacia el cuarto de baño.

No encendió la luz del baño porque estaba conectada a un ventilador y no quería que su ruido ahogara lo que iban a decir entre susurros. Su plan consistía, en parte, en que Sheldon oyera lo que decían.

—Creía que no querías morir —siseó entre dientes.

Apenas cabían los dos en el pequeño cuarto de baño. Aunque Nell se había desasido de su brazo, seguían estando muy cerca. Ella se frotó el brazo, donde Crash le había clavado los dedos.

—Lo siento —dijo Crash casi sin emitir sonido—. He tenido que hacerlo para que pareciera real. ¿Te he hecho daño? —La preocupación entibió sus ojos, devolviéndolos a la vida.

Estaba preocupado. Algo se agitó en el pecho de Nell, en su estómago, y de pronto su ira se desvaneció. Porque así como así comprendió por qué él no había contestado a sus cartas.

Por más que afirmara querer que sólo fueran amigos, en el fondo ella quería mucho más.

Se había delatado esa mañana, al suplicarle que le diera una oportunidad a su relación.

Crash lo había adivinado, y sabía también que, si le escribía, o si la llamaba, mantendría viva la minúscula semilla de esperanza enterrada en el fondo de su pecho, una esperanza que aún se agitaba y cobraba vida con algo tan trivial como un destello de preocupación en sus ojos.

Dios, era patética.

Era patética, y él olía tan bien, era tan cercano... Deseó rodearlo con sus brazos y esconder la cara en su jersey. No habría sido muy difícil; sólo tenía que echarse un poco hacia delante.

Pero en lugar de hacerlo se metió las manos en los bolsillos delanteros de los vaqueros y dijo que no con la cabeza.

—Creía que querías vengarte del cabrón que mató a Jake Robinson —susurró lo bastante alto como para que el hombre de la otra habitación la oyera.

—Sí, bueno, he cambiado de idea —contestó él—. He decidido que prefiero hacerme con el dinero y huir. Desaparecer en Hong Kong.

—¿En Hong Kong? ¿Quién ha hablado de ir a Hong Kong? —Nell bajó la voz—. ¿Crees que se lo está tragando?

Crash sacudió la cabeza. No lo sabía. Sólo sabía que hacía mucho tiempo que no besaba a aquella mujer. Nell se había metido de veras en su papel. Tenía las mejillas acaloradas y los ojos brillantes. Estaba irresistiblemente atractiva. Crash intentó apartarse de ella, pero ya tenía la espalda contra la pared. No había dónde ir.

—No pienso permitir que me arrastres a Hong Kong —continuó ella—. Me prometiste...

Él la cortó.

—No te prometí nada. ¿Qué pasa? ¿Es que crees que porque echamos un polvo tienes derechos sobre mí?

Nell dio un paso atrás y chocó con el borde de la bañera. Crash la agarró y, por un instante, Nell estuvo de nuevo en sus brazos. Pero Crash se obligó a soltarla. Se obligó a retroceder.

¿Qué le pasaba? Sí, sacar a relucir el tema del sexo daría realismo a su discusión, pero también era peligroso. Y lo que había dicho no podía estar más lejos de la verdad. Se habían acostado, sí, pero luego ella lo había dejado marchar. Hasta las cartas que le había escrito estaban redactadas con suma prudencia. No había duda: Nell no esperaba nada de él.

Sus ojos habían perdido parte de su brillo cuando volvió a mirarlo.

—¿Así llamas tú a lo que hicimos? —dijo con un áspero susurro, para que Sheldon la oyera—. ¿Echar un polvo? Creo que tiene que durar más de dos minutos y medio para que no se considere simplemente un gatillazo. Tú te corriste y yo fingí para que no te sintieras mal.

Se lo estaba inventando. Crash sabía que todo lo que había dicho era ficticio. Pero aun así no pudo evitar que lo asaltara la duda.

Lo de aquella noche había sido muy rápido, desde luego. Él ni siquiera había logrado llevarla hasta la cama. Pero ella parecía haberse deshecho en sus brazos. Eso no podía ser fingido, ¿no?

Sus dudas parecieron reflejarse en sus ojos, porque Nell alargó la mano y le tocó la cara.

—¿Cómo has podido olvidar que fue perfecto? —preguntó casi sin voz.

Tocó ligeramente sus labios con el dedo. El recuerdo de aquella noche había cargado sus ojos de pasión. Pero entonces se encontró con su mirada y apartó la mano como si se hubiera quemado.

—Perdona. Sé que no debería... Perdona.

—Haz lo que te digo y mantén la boca cerrada —le ordenó Crash ásperamente para que Sheldon lo oyera—. No hagas que lamente que Sarkowski no te pegara un tiro.

Se volvió bruscamente y salió del cuarto de baño. Temía que acabaría haciendo algo increíblemente estúpido si no se iba. Como besarla. O reconocer que no lo había olvidado. Había intentado olvidarlo, Dios sabía que lo había intentado. Pero sabía que se llevaría a la tumba el recuerdo de aquella noche.

Nell se quedó en el cuarto de baño mientras él volvía a sentarse frente a Sheldon.

—Las mujeres sólo dan problemas —le dijo el pistolero.

—Con ésta puedo arreglármelas —contestó Crash tajantemente.

Nell salió del baño como un perro con el rabo entre las piernas. Aunque dijera lo contrario, era una buena actriz. A no ser que aquella expresión fuera el resultado de su nuevo rechazo. Esta vez, había sido un rechazo a escala mucho menor. Pero al no responder a sus palabras casi inaudibles, Crash había vuelto a rechazarla en cierto modo.

Nell llegó al otro lado de la habitación y, tal como habían planeado, se lanzó hacia la puerta, la abrió y salió corriendo a la oscuridad de la noche.

Sheldon soltó un bufido.

—Sí, ya veo.

Crash comprobó que el pistolero seguía aún bien atado a la silla y corrió tras Nell, cerrando la puerta tras él. No tuvo que ir muy lejos: ella estaba esperándolo junto a la puerta.

—Deberías amordazarme —le susurró—. Porque, si estoy fuera de verdad, yo gritaría. Y si me taparas la boca con la mano, tendría que morderte.

—No tengo con qué amordazarte —naturalmente, si aquello fuera real, si él estuviera desesperado, usaría uno de sus calcetines. Pero no creía que Nell estuviera dispuesta a llegar tan lejos.

Ella se sacó la camisa de la cinturilla de los vaqueros.

—Rásgame la camisa y arranca una tira.

Crash sacó su cuchillo para cortar la costura. Y entonces, mientras la tela se rasgaba con un susurro, ella lo miró a los ojos.

Él comprendió que estaba pensando lo mismo que él: que aquello parecía un extraño juego sexual. Teniendo en cuenta la tensión erótica que parecía seguirlos allá donde iban, la idea de que él le rasgara la camisa para amordazarla con intención de llevarla a rastras a la habitación del motel y atarla...

Ella le dedicó una sonrisa medio avergonzada, medio llena de excitación cuando Crash guardó el cuchillo. Se había metido en el papel, sí.

—¿Tienes el zumo? —preguntó él. Nell había metido un poco en una bolsa de plástico, antes, en el coche.

—Lo puse debajo de la cama más alejada de la puerta. Recuerda que, cuando me tires al suelo, tienes que dejar que me meta un poco debajo de la cama para agarrarlo. Dame un segundo para metérmelo debajo de la camisa.

—¿Cómo? —preguntó Crash—. Voy a atarte las manos a la espalda. Creía que ya lo llevabas encima.

—¿Bromeas? ¿Y si se hubiera abierto antes de tiempo? —Nell pareció haberse desinflado un poco, pero no se detuvo—. Pues tendrás que hacerlo tú. Cuando me agarres para sacarme de debajo de la cama, métemelo debajo de la camisa.

—No puedo creer que estemos haciendo esto. Si de verdad funciona, será un milagro.

Nell le sonrió.

—Pues prepárate para presenciar un milagro —dijo—. Vamos. Y que parezca real —echó a correr por el aparcamiento.

Crash suspiró y fue tras ella. La alcanzó en menos de cuatro pasos y la agarró por la cintura, levantándola en vilo. Pero le costó más de lo que esperaba: ella se resistía.

—Tómatelo con calma, Nell. No quiero hacerte daño —siseó él.

Ella respiró hondo y abrió la boca, y él comprendió sin ninguna duda que iba a gritar. Se estaba tomando aquello demasiado a pecho. Crash hizo una pelota con la tela de la camisa y se la metió en la boca, intentando tener cuidado. Ella le mordió los dedos y él lanzó una maldición.

Abrió de una patada la puerta de la habitación, volvió a cerrarla tras ellos y soltó un improperio cuando una de las piernas de Nell estuvo a punto de impactar en sus partes pudendas. La lanzó sobre la cama, boca abajo, y le sujetó las manos a la espalda.

Tuvo que sentarse encima de ella para atarle las muñecas. Ella intentó asestarle otra patada, y Crash apoyó casi todo su pecho sobre ella. Maldición, intentaba de veras darle una patada en la entrepierna.

Crash volvió a jurar mientras la ataba, eligiendo palabras que no usaba desde hacía años mientras ella intentaba desasirse y pataleaba y se retorcía como una loca. La camisa desgarrada se le subió, dejando al descubierto la pálida suavidad de su espalda. Crash se sintió como un perfecto degenerado. ¿Cómo era posible que aquello lo excitara?

Pero era sólo un juego. Él no intentaba hacerle daño. Todo lo contrario. La estaba atando con un nudo que ella podía quitarse. Y tenía mucho cuidado de que la cuerda no raspara la delicada piel de sus muñecas.

Lo que lo excitaba era ver a Nell bajo él, sobre la cama, pegada a su cuerpo. No era el forcejeo, ni las cuerdas. Eso no era real. Pero Nell sí. Santo cielo, era increíblemente real.

Sacó otra cuerda de una de las bolsas y le ató los pies, también con nudos corredizos, consciente de que Sheldon Sarkowski lo miraba con expresión de fastidio.

Levantó a Nell y la depositó en el suelo con toda la suavidad que pudo mientras procuraba que pareciera que la tiraba allí sin contemplaciones.

Ella empezó a retorcerse enseguida, metiéndose bajo la cama. Era muy lista, no dejó fuera una pierna o un brazo de los que él pudiera tirar. Crash tuvo que levantar el volante de la colcha y meterse a medias bajo la cama para sacarla.

Allí, justo donde ella había dicho que estaría, había una bolsita de plástico. Estaba cerrada con un nudo retorcido, como un globito, y llena con aire y zumo de tomate, lista para estallar. De todas las ideas absurdas que Crash había intentado poner en práctica, aquélla se llevaba la palma.

Nell se había tumbado de espaldas. Crash agarró la bolsita con cuidado de no romperla y se la metió bajo la camisa. La enganchó en el cierre frontal de su sujetador, intentando ignorar el cosquilleo que sintió en los dedos al rozar su piel cálida y suave. Dios, ¿por qué estaba haciendo aquello?

Porque había una probabilidad del 0,001 de que saliera bien. Por ridículo que fuera, podía funcionar. A menudo, la gente veía lo que quería ver, y mientras Sarkowski no tuviera un sentido del olfato muy agudo, no vería salir zumo de tomate de la camisa de Nell, sino sangre.

Crash sacó a Nell de debajo de la cama, haciendo que pareciera que la había golpeado en la cara para que se estuviera quieta y que la había dejado aturdida por el golpe.

Luego se levantó, se enderezó el chaleco de combate y se pasó rápidamente los dedos por el pelo. Sacó su pistola de la funda y se sentó frente a Sarkowski como si no hubiera pasado nada.

—Quiero el nombre del comandante —dijo Crash—. Y lo quiero ya. Se me ha agotado la paciencia.

—Lo siento, colega —Sarkowski sacudió la cabeza—. Lo único que puedo hacer por ti es decirle lo de esos doscientos cincuenta mil dólares. Pero no vas a negociar desde una posición de fuerza. A menos que puedas garantizar el silencio de la chica, además del tuyo, mi jefe no pagará ese precio.

—Puedo garantizar el silencio de la chica.

El pistolero se rió con desdén.

—Sí, ya.

Crash no parpadeó. No movió un solo músculo de la cara. Sencillamente se volvió y descargó su arma, apuntando directamente al pecho de Nell.

Ella se volvió, como empujada por la fuerza del impacto, y luego se echó un poco hacia delante. Se debatió un momento, intentando liberarse de las cuerdas, y a continuación se quedó quieta.

Crash respiró hondo, pero sólo olía a pizza, la caja seguía todavía abierta encima del televisor.

Observó la cara de Sarkowski mientras una mancha roja aparecía lentamente bajo el cuerpo de Nell. El pistolero había levantado los párpados un poco más de lo normal, y cuando se volvió para mirar a Crash tenía una mirada de recelo.

Crash dejó su arma sobre el regazo, con el cañón apuntando hacia Sarkowski.

—Quiero saber el nombre del comandante —repitió—. Ahora.

Sarkowski escudriñaba sus ojos en busca de algún indicio de mala conciencia, de algún asomo de emoción, y Crash mantuvo un semblante inexpresivo, los ojos fríos y la mirada plana, absolutamente vacía. Desde la perspectiva del pistolero, no tenía corazón, ni alma. Ni ningún problema para seguir engrosando su lista de cadáveres.

—Si me matas, no tendrás nada —dijo Sarkowski apresuradamente—. Nunca sabrás para quién trabajo.

Pero hablaba demasiado deprisa, y la ansiedad adelgazaba su voz.

—Eso sólo sería un inconveniente temporal —respondió Crash—. Sólo tendría que esperar a que el comandante mandara a otro a por mí. Es muy probable que ese otro hable. Y si no, el siguiente. A mí me da igual. Tengo tiempo de sobra —levantó el arma con la misma tranquilidad con que había apuntado a Nell y la apoyó en la frente de Sarkowski.

—Espera —dijo éste—. Creo que podemos llegar a un acuerdo.

Bingo.

Nell no se movió. Crash no sabía si estaba respirando, pero estaba seguro de que sonreía.