Capítulo 5

—Recuerdo que de pequeño —dijo Crash suavemente—, Jake me enseñó a hacer ángeles de nieve.

Estaban tumbados al pie de la colina, viendo caer la nieve sobre ellos. Era asombroso verla así, desde esa perspectiva. Era como estar dentro del salvapantallas de un ordenador, o de un salto al hiperespacio al estilo Star Wars.

Habían salido disparados del trineo en distintas direcciones. No se tocaban, y Crash ansiaba desesperadamente no perder el calor y la suavidad del cuerpo de Nell.

Nell se incorporó sobre un codo.

—¿Jake? ¿No Daisy?

—No, fue Jake. Era el cumpleaños de Daisy y Jake y yo hicimos ángeles de nieve por todo el patio y... —al mirarla, la descubrió observándolo atentamente, con los ojos muy abiertos.

—Por lo que me ha dicho Daisy, he deducido que a veces pasabas las vacaciones de verano y de invierno con ellos —dijo Nell suavemente.

Crash titubeó.

Pero estaba hablando con Nell. Con Nell, que había confiado en él lo suficiente como para lanzarse por la colina en un viejo trineo no una ni dos veces, sino cinco. Su amiga Nell. Si fueran amantes, no habría podido arriesgarse a contarle nada, pero no eran amantes, ni iban a serlo.

—Siempre pasaba las vacaciones con ellos —reconoció—. Desde los diez años... cuando murió mi madre. Estaba previsto que fuera directamente del internado al campamento de verano. No fui a casa entre medias. Mi padre estaba de viaje de negocios y... —se interrumpió, comprendiendo lo patético que parecía.

—Debió de ser muy triste para ti —dijo ella en voz baja—. Me imagino lo que habría sentido yo si me hubieran mandado a un internado a los diez años. ¿Y tú te fuiste con cuántos? ¿Con ocho?

Crash sacudió la cabeza.

—No fue tan terrible.

—A mí me parece horroroso.

—Mi madre se estaba muriendo. Y mi padre estaba desbordado. Imagínate, si Jake y Daisy tuvieran un hijo de ocho años.

Nell soltó un bufido.

—Puedes apostarte lo que quieras a que Jake Robinson no mandaría a su hijo a un internado. Te viste privado de tu madre dos años antes de que fuera absolutamente necesario. Y tu pobre madre...

—Mi madre estaba tan atiborrada de calmantes que las pocas veces que me dejaban verla ni siquiera me reconocía y... No quiero hablar de eso —sacudió la cabeza y maldijo en voz baja—. Ni siquiera quiero pensar en ello, pero...

—Pero está pasando otra vez, con Daisy —dijo Nell suavemente—. Dios, esto debe de ser el doble de duro para ti. Yo me siento ya al límite de mi resistencia. ¿Qué vamos a hacer cuando el tumor le afecte al cerebro hasta el punto de que no pueda caminar?

Crash cerró los ojos. Sabía lo que él quería hacer. Quería huir, recoger sus cosas y largarse. Sólo tendría que hacer una llamada y en el plazo de una hora revocarían su permiso y le asignarían una misión especial. Veinticuatro horas después, estaría al otro lado del mundo. Pero huir no le serviría de nada. Ni le serviría a Daisy. Si ella lo había necesitado alguna vez (si Jake lo había necesitado alguna vez), era ahora.

Y ellos siempre habían estado a su lado. Siempre había podido contar con ellos.

Nell seguía observándolo con los ojos llenos de compasión.

—Lo siento —susurró—. No debería haber hablado de eso.

—Los dos vamos a tener que afrontarlo.

A ella se le saltaron las lágrimas.

—Me aterroriza no ser lo bastante fuerte.

—Lo sé. Me da miedo que... —Crash se interrumpió.

—¿Qué? —Se acercó a él, casi hasta tocarlo—. Cuéntamelo. Sé que no vas a hablar con Jake o con Daisy de esto. Y tienes que hablar con alguien.

Crash miró hacia la casa entornando los ojos un poco. Nell nunca había visto su boca tan tensa. Cuando habló, su voz sonó tan baja que ella tuvo que inclinarse para oírle.

—Me da miedo que cuando llegue el momento, cuando el dolor se vuelva insoportable y Daisy no pueda moverse, me pida que la ayude a morir —al levantar la vista hacia ella, no se molestó en disimular su angustia—. Sé que jamás se lo pediría a Jake.

Nell exhaló un suspiro trémulo.

—Dios mío...

—Sí —dijo él.

Nell no pudo soportarlo más. Lo rodeó con sus brazos, consciente de que seguramente él se apartaría. Pero Crash no se apartó: la atrajo hacia sí y la apretó con fuerza mientras, a su alrededor, la nieve empezaba a adensarse y a convertirse en una llovizna gélida.

—Recuerdo como si fuera ayer el día en que Daisy fue a buscarme al campamento de verano —dijo él suavemente, con la cara oculta entre su pelo. Su aliento le rozó el cuello—. Sólo llevaba dos días allí cuando el director me avisó de que Daisy iba a ir a verme —levantó la cara y apoyó la mejilla en la cabeza de Nell—. Llegó como un vendaval. Te juro que subió por el camino que llevaba a la oficina del campamento como Juana de Arco marchando a la batalla. Llevaba una falda larga que flotaba a su alrededor cuando caminaba, una veintena de pulseras en cada brazo y un gran collar de cuentas. Tenía el pelo suelto. En aquella época lo tenía largo, le llegaba por debajo de la cintura, y llevaba sandalias. Se le veían los pies, y recuerdo que tenía las uñas pintadas de rojo brillante.

—Yo estaba esperándola en el porche de la oficina, y ella se paró delante de mí, me abrazó con fuerza y me preguntó si me gustaba estar allí. No me gustaba, pero le dije lo que me había dicho mi padre: que no tenía dónde ir. Yo no la conocía muy bien. Era prima de mi madre y no estaban muy unidas. Pero se quedó allí parada y me preguntó si me gustaría pasar el verano en California con ella y con Jake. Yo no supe qué decir y ella me dijo que no tenía que irme con ella si no quería, pero... —se aclaró la garganta—, que a Jake y a ella les apetecía muchísimo que fuera a pasar una temporada con ellos.

Se quedó callado un momento y Nell oyó el latido de su corazón.

—Me parece que no la creí, porque no me fui a mi cabaña a recoger mis cosas cuando entró en la oficina. Me quedé en el porche, y la oí hablar con el gerente. Él se negaba a dejarme marchar sin permiso de mi padre, que en aquel momento estaba en París. Así que Daisy lo llamó desde allí mismo, pero no pudo hablar con él. Estaba en medio de unas negociaciones y no respondería a ninguna llamada hasta que pasara el fin de semana. No quería que lo interrumpieran. Tenía... mucho carácter.

»Así que Daisy volvió a salir, me dio otro abrazo y me dijo que volvería al día siguiente a la hora de la cena. Dijo: «Cuando llegue, tienes que estar preparado y listo para irte».

Crash hizo otra pausa.

—Recuerdo la desilusión que sentí cuando se fue sin mí. Era una sensación extraña, porque llevaba mucho tiempo sin tener ninguna ilusión. Y esa noche recogí mis cosas. Me sentí un tonto al hacerlo, porque no podía creer que Daisy fuera a volver. Pero algo me impulsó a hacerlo. Supongo que aún me quedaba un poco de esperanza, aunque casi me la habían quitado del todo. Deseaba tanto que volviera que apenas podía respirar.

Ahora llovía con más fuerza, pero Nell temía moverse. Casi no se atrevía a respirar, por miedo a romper aquel momento de intimidad y que él dejara de hablar.

Pero Crash se quedó callado tanto tiempo que al final levantó la cabeza y lo miró.

—¿Pudo hablar con tu padre?

—No, no consiguió que nadie interrumpiera sus reuniones, así que se fue a París —Crash se rió con desgana, curvando la boca en una media sonrisa—. Se presentó delante de él y le pidió que firmara una carta dándole permiso para sacarme del campamento. Recuerdo que sumé las horas y que me di cuenta de que, para llegar a París y volver en el mismo día, tuvo que viajar sin descanso desde que se fue del campamento. Aquello me pareció increíble —continuó suavemente—. El hecho de que alguien se interesara tanto por mí. Y era cierto: Daisy y Jake querían tenerme en su casa. Pienso en todo el tiempo que pasó Jake conmigo ese verano en especial, y todavía me asombra. Me querían de verdad. No les estorbaba.

Nell no pudo impedir que las lágrimas que llenaban sus ojos se desbordaran, mezclándose con la lluvia que caía. Crash le tocó delicadamente la mejilla con los nudillos.

—No quería hacerte llorar.

Ella se apartó ligeramente y se limpió la cara con las manos.

—No estoy llorando —dijo—. Yo nunca lloro. No soy una llorona, te lo aseguro. Es que... me alegra tanto que me lo hayas contado...

—Haría cualquier cosa por Daisy y por Jake —dijo Crash con sencillez—. Cualquier cosa —hizo una pausa—. Pero ver así a Daisy es bastante duro. Si tengo que ayudarla a... —sacudió la cabeza—. Está lloviendo. Y ha llegado nuestra pizza.

Así era, en efecto. La camioneta de reparto acababa de aparecer en el camino.

Nell se levantó y siguió a Crash colina abajo. Guardó el trineo en el garaje mientras él pagaba la pizza. Por desgracia, habían perdido el apetito.

—¿Que vamos a hacer qué?

—Aprender a bailar claque —dijo Daisy antes de beber un sorbo de zumo de naranja.

Nell levantó la mirada. La expresión de Crash era casi tan buena como la de Jake.

—No creo que a los SEAL se nos permita bailar claque —dijo Crash.

Daisy dejó su vaso.

—La profesora llegará dentro de una hora. Le he dicho que nos veríamos en el establo.

—Es una broma —dijo Jake. Y miró a Daisy—. ¿No?

Ella se limitó a sonreír.

Nell apuró su café y dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco.

—Yo ya sé bailar claque —anunció—. Y como tengo un millón de llamadas que hacer, voy a saltarme esta actividad matutina.

Crash se echó a reír.

—Ni lo sueñes —dijo.

—¿Sabes bailar claque? —preguntó Daisy, intrigada—. ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Oh, vamos, Daisy, es un farol —dijo Crash—. Mírala.

—No te lo he dicho porque no es un tema que suela salir en una conversación normal —dijo Nell—. Cuando me presento a alguien, no le digo: «Hola, soy Nell Burns y, por cierto, sé bailar claque».

—No me lo trago —Crash sacudió la cabeza—. Imposible. Sólo intenta librarse.

Estaba bromeando. Nell se dio cuenta por el brillo de sus ojos. Desde la tarde que pasaron lanzándose en trineo (la tarde en que Crash le habló de su vida), su relación había seguido creciendo. Pero sólo en una dirección. Seguían siendo amigos.

Aquello la estaba volviendo loca.

—Te crees que porque estés ayudando a la Fincom a investigarme lo sabes todo sobre mí —contestó—. Me alegra que no me creas. Eso demuestra que todavía puedo tener secretos. Todo el mundo necesita tener al menos un secretito, aunque sólo sea que sabe bailar claque.

Lo cierto era que tenía más de un secreto. Y uno de ellos era inmenso. Se estaba enamorando de Crash. Cada segundo que pasaba estaba más enamorada de aquel hombre, que sólo quería ser su amigo.

Miró a Daisy, que la observaba con una sonrisa. Adiós a su secreto: al parecer, lo que sentía por Crash resultaba evidente para ciertas personas presentes en la habitación.

—Yo te creo —le dijo Jake—. Pero al teniente Escéptico, aquí presente, sólo podrás convencerlo de una manera: vas a tener que bailar claque.

—Exacto —Crash señaló la espaciosa cocina—. Vamos, Burns. Lúcete.

—¿Aquí? ¿En la cocina?

—Claro —se recostó en la silla, esperando.

Nell sacudió la cabeza.

—No tengo... zapatos de claque.

—He comprado un par para cada uno —dijo Daisy—. Están en el establo.

Nell se quedó mirándola.

—¿Has comprado un par...?

Crash se levantó.

—Vamos.

—¿Ahora?

Él se dirigió hacia la puerta.

—Jake tenía razón. Sólo dejaré que te libres de la clase para principiantes si de verdad sabes bailar.

Nell miró a Daisy levantando los ojos al cielo y siguió a Crash al establo. Se estremeció cuando él abrió la puerta.

Crash la miró.

—¿Y tu chaqueta?

—Tú no has traído la tuya.

—No suelo necesitarla.

—Sueles trabajar en las junglas del sureste asiático, donde la temperatura media en diciembre es de treinta grados centígrados.

—Se supone que no debes saber eso —sostuvo la puerta para que ella entrara y la cerró a su espalda—. Aquí también hace frío. Voy a subir la calefacción.

—No. A los árboles no les va bien el calor —explicó Nell—. Si los mantenemos dentro a veintidós grados durante una semana y luego los sacamos cuando fuera estemos bajo cero... se volverán locos.

—Son árboles —dijo Crash con sorna—. No pueden volverse locos.

—No es eso lo que piensa mi madre. Ella habla con todas sus plantas. Y yo creo que funciona. La casa de mis padres es como un experimento botánico descontrolado.

—Siento decírtelo, Burns, pero eso sólo demuestra el poder del C02.

—Sí, sí —dijo ella—. Como tú quieras.

La mañana era gris y encendió las luces del techo.

Bajo uno de los árboles de Navidad que Crash y ella habían decorado había cuatro cajas de zapatos pulcramente apiladas.

Zapatos de claque. Dos pares de hombre y dos de mujer. Todos negros, de piel; los de mujer, con gruesos tacones de cinco centímetros.

Daisy había descubierto su número exacto de pie. Nell se sentó en el suelo y se puso los zapatos.

—Hace mucho tiempo —dijo, mirando a Crash mientras se los ataba—. Aprendí a bailar cuando estaba en el instituto. En aquella época quería estudiar interpretación. Pero siempre salía en el coro de los musicales que hacíamos. Nunca me daban el papel principal. No bailaba mal del todo, pero no tenía suficiente talento para entrar en una escuela superior de interpretación. Por lo menos, en la que yo quería.

Se levantó. Era muy propio de Daisy gastarse el dinero en zapatos de calidad que se ajustaban como un guante.

Nell se vio en los espejos. Vestida con vaqueros y un jersey de cuello alto, se sentía rara con los elegantes zapatos negros de tacón. Pero más extraño aún le parecía que Crash estuviera allí, apoyado en la pared, con los brazos cruzados, esperando para verla bailar. Sabía, sin embargo, que no se reiría de ella... al menos, en voz alta.

Ella lo miró por encima del hombro.

—¿Sabes?, no debería hacer esto —dijo—. Somos amigos. Deberías creerme. Deberías fiarte de mí.

Él asintió.

—Está bien. Te creo. Ahora, baila.

—No, deberías decirme que me crees y que, por tanto, no necesitas verme bailar.

—Pero quiero verte bailar.

—Está bien, pero te advierto que hace años que no bailo y que ni siquiera cuando recibía clases se me daba muy bien.

Crash se volvió hacia las ventanas.

—¿Qué es eso?

—¿Qué?

Él se incorporó, apartándose de la pared.

—Una sirena.

—Yo no oigo... —entonces lo oyó. A lo lejos, acercándose.

Se acercó a la puerta, pero Crash fue más rápido. La abrió y salió corriendo. Ella lo siguió, haciendo ruido con los zapatos de claque sobre las baldosas. La puerta de la cocina se había cerrado. Rodearon la casa a toda prisa y llegaron a la puerta justo en el momento en que una ambulancia aparecía en el camino de entrada.

¿Qué había pasado? Hacía un cuarto de hora que habían dejado a Jake y a Daisy en la cocina.

—Jake! —Crash irrumpió en la casa.

—¡En el estudio! —gritó el almirante.

Nell sostuvo la puerta abierta para que entrara el personal de la ambulancia.

—Por el pasillo, a la izquierda —les indicó, apartándose para dejarlos pasar. Luego corrió tras ellos.

Por favor, Dios mío... Se detuvo en la puerta del estudio mientras tres médicos rodeaban a Daisy.

Estaba tendida en el suelo, como si se hubiera caído, con Jake a su lado y Crash agachado junto a éste. Nell se quedó atrás, comprendiendo de pronto que no formaba parte de la familia.

—Se ha desmayado —les estaba diciendo Jake a los médicos—. Había pasado otras veces, pero no así. No he podido despertarla —se le quebró la voz—. Al principio pensé que...

—Estoy bien —oyó Nell que murmuraba Daisy—. Estoy bien, cariño. Sigo aquí.

Nell se estremeció, intentando contenerse. Sabía lo que había pensado Jake. Que Daisy había entrado en coma. O algo peor.

Los médicos se pusieron a hablar con Jake y Daisy. Querían llevarse a Daisy al hospital, a hacerle unas pruebas.

—Nell...

Al levantar la vista, Nell vio a Crash observándola. Se había incorporado y le tendía la mano, invitándola a acercarse.

Ella aceptó su invitación y su mano, entrelazando sus dedos con los de él.

—Tienes las manos frías —musitó él.

—Creo que se me ha parado el corazón un momento.

—Daisy está bien —le dijo él.

—Por ahora —Nell sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.

Crash asintió.

—El ahora es lo único que tenemos. Es horrible, pero es mejor que la alternativa.

Nell cerró los ojos y procuró refrenar sus lágrimas.

Para su sorpresa, Crash la tocó: apartó suavemente un mechón que se había prendido en sus pestañas y acarició su cabello.

—Pero recuerda que esa idea no puede aplicarse a cualquier situación —dijo en voz baja—. A veces, aprovechar el momento no hace ningún bien a nadie.

¿Estaba hablando... de ellos? ¿Era posible? Nell lo miró, pero él le soltó la mano y miró a Jake, que se estaba incorporando para dejar que el personal de la ambulancia pusiera a Daisy en una camilla.

—No quiere ir a hacerse más pruebas, ¿verdad? —preguntó Crash.

Jake lo miró con sorna.

—Ni pensarlo. Sólo va a dejarles que la lleven al dormitorio. Está todavía un poco mareada —se obligó a sonreír cuando Daisy pasó a su lado—. Enseguida voy, nena —le dijo antes de volverse hacia Nell—. Sé que es mucho pedir, pero... ¿podríamos adelantar la boda unos días?

Nell miró a Jake y a Crash.

—¿Cuántos?

—Todos los que sea posible. Para mañana, si puede ser.

Mañana. Oh, Dios.

—Me temo... —Jake se aclaró la garganta y volvió a empezar—. Me temo que se nos está agotando el tiempo.

Nell tendría que llamar al pastor, ver si podía hacerles un hueco en su agenda. Y al del servicio de catering iba a darle un ataque. No era fin de semana, así que tal vez la orquesta pudiera cambiar las fechas. Pero... ¡los invitados! Tendría que llamarlos a todos: casi doscientas llamadas telefónicas. Pero primero tendría que buscar sus números y...

Crash le tocó el hombro. Asintió cuando ella lo miró, como si pudiera leerle el pensamiento.

—Yo te ayudaré.

Nell respiró hondo y se volvió hacia Jake.

—Hecho.