Capítulo 3

Al levantar la vista del ordenador, Nell vio a Crash en el despacho. Dio un respingo y estuvo a punto de volcar su taza de té, pero consiguió agarrarla a tiempo con las dos manos.

—¡Por Dios! —dijo—. ¡No hagas eso! Siempre apareces cuando menos me lo espero. Haz algún ruido cuando entres, ¿quieres? Intenta dar zapatazos.

—Creía que había hecho ruido al abrir la puerta. Lo siento. No quería asustarte.

Ella respiró hondo y exhaló lentamente.

—No, perdóname tú a mí. Llevo todo el día nerviosa. Habrá luna llena, o algo así —miró con el ceño la pantalla del ordenador, en la que se veía una carta a medio escribir—. Y ahora tengo tanta adrenalina en el cuerpo que no voy a poder concentrarme.

—La próxima vez, llamaré a la puerta.

Nell lo miró, exasperada.

—No quiero que llames. Trabajas tanto como yo. Éste es tu despacho. Pero... carraspea o toca la gaita, o silba, o lo que sea —se volvió hacia la carta.

Crash carraspeó.

—Me han encargado que te diga que, después de dos días lloviendo, por fin va a escampar y que está previsto que el sol se ponga en menos de quince minutos —dijo él.

La puesta de sol. Nell miró su reloj, maldiciendo para sus adentros. ¿Tan tarde era ya?

—Estoy esperando un fax del servicio de catering, y Dex Lancaster tenía que llamar para decirme si puede venir el viernes para hablar de unos cambios que quiere hacer Daisy en su testamento. Pero supongo que puede dejar un mensaje en el contestador —le dijo, pensando en voz alta—. Casi he terminado esta carta. Me daré prisa. Allí estaré. Te lo prometo.

Crash se acercó.

—Tengo órdenes de asegurarme de que llegas a tiempo, no cinco minutos después de que se ponga el sol, como el lunes pasado. Daisy me ha dicho que te diga que, según el pronóstico del tiempo, el cielo estará cubierto el resto de la semana. De hecho, se espera que nieve. Puede que incluso caigan dos o tres palmos de nieve. Puede que ésta sea la última puesta de sol que veamos durante una temporada.

La última puesta de sol. Cada puesta de sol que veían era una de las últimas de Daisy.

Desde hacía dos semanas, cada vez que había un día despejado, Daisy la hacía dejar lo que estuviera haciendo para que se reuniera con ellos en el estudio y contemplar desde allí la puesta de sol. Pero quedaba menos de una semana para la boda, y la lista de cosas que quedaban por hacer seguía siendo tan larga como su brazo. Además, el sol se ponía cada vez más temprano a medida que se aproximaba el invierno, y su jornada de trabajo era cada vez más corta.

Aquello le recordaba, por otro lado, que el paso del tiempo los acercaba constantemente al final de la vida de Daisy.

Miró su reloj de nuevo y fijó luego la mirada en los ojos acerados de Crash.

Vio con sorpresa que había en ellos un brillo de buen humor.

—He recibido órdenes de no fracasar —le dijo, lanzándole una sonrisa—. Lo que significa que tendré que tomarte en brazos y llevarte al estudio si no te levantas inmediatamente de esa silla.

Sí, ya. Nell volvió a mirar el ordenador.

—Deja que grabe este archivo. Y espera... Está llegando el fax del servicio de catering. Tengo que... ¡Eh!

Crash la levantó en brazos, como había dicho, se la echó al hombro como un bombero y salió de la habitación.

—Vale, Hawken, eres muy gracioso. Pero bájame —la nariz de Nell chocaba con su espalda, y sus brazos colgaban incómodamente. No sabía dónde poner las manos.

Él, en cambio, no parecía tener ese problema. Agarraba sus piernas firmemente con un brazo y la mantenía bien sujeta con la otra mano puesta directamente sobre su trasero. Su contacto, sin embargo, parecía impersonal. Una prueba más de que no le interesaba ni remotamente. Y después de dos semanas viviendo bajo el mismo techo que él, durmiendo en habitaciones contiguas y trabajando juntos veinticuatro horas al día, siete días a la semana, para preparar una boda que, sin saber cómo, había pasado de ser una ceremonia íntima con cuarenta invitados a convertirse en un acontecimiento descomunal al que asistirían trescientas personas, Nell no necesitaba más pruebas de ello.

A William Hawken no le interesaba. Nell se le había insinuado de todas las maneras posibles: mediante el lenguaje corporal, la mirada y hasta usando sutiles indirectas. Había hecho prácticamente de todo, excepto presentarse desnuda en su habitación.

Pero él siempre se mantenía a un metro de distancia de ella, como mínimo. Si estaba sentado en el sofá y ella se sentaba a su lado, se levantaba enseguida fingiendo que tenía que ir a buscar algo a la cocina. Siempre era educado, siempre le preguntaba si quería un refresco o una taza de té, pero cuando volvía tenía buen cuidado de sentarse al otro lado de la habitación.

Tampoco dejaba nunca que Nell se acercara a él en un sentido anímico. Ella había parloteado sin cesar sobre su familia y su infancia en Ohio; él, en cambio, no le había contado nada sobre sí mismo. Ni una sola vez. No, no le interesaba, no había duda de ello. Pero cada vez que Nell se daba la vuelta, cada vez que él creía que no lo miraba, allí estaba, observándola. Se movía con tanto sigilo que parecía surgir de la nada. Y siempre parecía estar mirándola.

Aquello bastaba para mantener viva la semillita de la esperanza. Tal vez estaba interesado, pero era tímido.

¿Tímido? Sí, ya. William Hawken podía ser sigiloso, pero no tenía ni un pelo de tímido. No, eso no era.

Tal vez estaba enamorado de otra, de una mujer que vivía muy lejos, con la que no podía verse estando allí, en la granja. En ese caso, mantener una distancia prudencial entre ellos lo convertía en un caballero.

O tal vez, sencillamente, no estaba interesado, pero no tenía nada mejor que mirar en ese momento, así que la miraba a ella.

Y tal vez ella debería dejar de obsesionarse y seguir con su vida. ¿Qué importaba que el hombre más guapo, atractivo y fascinante que había conocido nunca sólo quisiera que fueran amigos? ¿Qué importaba que cada vez que estaba con él le gustara más y más? ¿Qué más daba? Serían amigos. No era para tanto.

Nell cerró los ojos y deseó patéticamente que él la llevara a su habitación. Pero Crash bajó las escaleras y entró en el estudio de Daisy.

Jake había colocado las tumbonas delante del ventanal que miraba al oeste. Daisy estaba ya recostada, con las manos detrás de la cabeza, mientras Jake descorchaba una botella de vino.

La última puesta de sol. Las palabras de Crash resonaron en los oídos de Nell. Una de aquellas tardes, Daisy vería su último atardecer. Nell odiaba pensarlo. Lo odiaba. La rabia y la frustración bullían dentro de su pecho, impidiéndole respirar.

—Más vale que cierres la puerta antes de dejarla en el suelo —le dijo Daisy a Crash—. Podría escaparse.

—Tírala rápidamente y siéntate encima de ella —le recomendó Jake.

Pero Crash no la tiró sobre la tumbona. La depositó suavemente en ella.

—No la pierdas de vista —lo advirtió Daisy—. Seguro que intentará hacer una última llamada.

Nell la miró con exasperación.

—Estoy aquí. No voy a ir a ninguna parte, ¿vale? Pero no voy a beber vino. Todavía tengo muchas cosas que hacer y...

Jake le puso una copa en la mano.

—¿Cómo vas a brindar si no tienes vino?

Daisy se incorporó para tomar la copa que le ofrecía Jake, y él se sentó a su lado. Se inclinó ligeramente para mirar a Nell.

—Tengo una idea. Dejemos la boda tal y como está. Sin más preparativos. Tenemos el vestido, los anillos y la orquesta, y ya hemos llamado a casi todos los invitados. ¿Qué más necesitamos?

—Estaría bien tener comida.

—¿Quién come en las bodas? —dijo Daisy. Sus ojos gatunos se entornaron mientras miraba a Nell—. Pareces agotada. Creo que necesitas tener un día libre. Mañana, Jake y yo vamos a ir a esquiar a Virginia Occidental. ¿Por qué no te vienes?

¿A esquiar? Nell soltó un bufido.

—No, gracias.

—Te encantará —insistió Daisy—. La vista desde el telesilla es espectacular, y el subidón de adrenalina del descenso por la montaña es una experiencia increíble.

—No es mi estilo —ella prefería acurrucarse delante del fuego con un buen libro a experimentar un subidón de adrenalina. Lanzó a Crash una sonrisa tensa—. Verás, soy una de esas personas que en el parque de atracciones se montan en el trenecito, en vez de en la montaña rusa.

Él asintió con la cabeza mientras servía refresco en la delicada copa de vino que le había reservado Jake.

—No te gusta perder el control. No hay nada de malo en eso —se sentó junto a ella—. Pero esquiar no es lo mismo que subirse a una montaña rusa. Cuando esquías, sigues teniendo el control.

—No es mi caso —dijo Daisy con una risa gutural.

Crash la miró y su boca se curvó en una de sus raras sonrisas.

—Si te hubieras molestado en aprender, en vez de ponerte por primera vez los esquís en lo alto de una montaña...

—¿Cómo iba a perder el tiempo en una pista para aprendices cuando esa enorme montaña estaba allí, esperándole? —replicó Daisy—. Billy, convéncela de que venga con nosotros.

Crash miró a Nell, y ella se preguntó si notaba lo irascible que estaba ese día. Unos minutos antes se había puesto tensa, pero ahora se sentía a punto de estallar.

Crash, por su parte, parecía estar como siempre. Un poco distante y absolutamente dueño de sí mismo. Así era como lo conseguía, pensó Nell de repente. Lograba dominarse distanciándose de la situación y de la gente implicada en ella.

Se había alejado de todas sus emociones. Seguramente no tenía la impresión de que la rabia y la pena iban a salir disparadas de él como una especie de horrible vómito de emoción. Pero por otro lado tampoco se reía mucho. De vez en cuando Daisy o ella lo pillaban desprevenido y sonreía. Pero Nell nunca lo había visto reírse a mandíbula batiente.

Se había protegido del dolor, pero al mismo tiempo se había distanciado de la dicha.

Y eso también era una tragedia. Daisy, tan llena de vida, se estaba muriendo; él, en cambio, había elegido vivir emocionalmente medio muerto.

Nell se sentía al borde mismo de un precipicio (el precipicio de su dominio de sí misma), y la sola idea de que así fuera le crispaba los nervios.

Crash se inclinó ligeramente hacia ella.

—Puedo enseñarte a esquiar, si quieres —dijo suavemente—. Con toda la tranquilidad que quieras. Mandarás tú, te lo prometo —bajó la voz un poco más—. ¿Estás bien?

Nell sacudió la cabeza rápida y bruscamente, como un bateador de béisbol haciéndole señas a su receptor.

—No puedo ir a esquiar. Tengo muchas cosas que hacer —se volvió hacia Daisy, incapaz de mirarla a los ojos—. Lo siento.

Daisy no dijo nada delante de Jake y Crash, pero Nell sabía lo que estaba pensando: lo llevaba escrito en la cara. Creía que Nell se estaba perdiendo algo. Que dejaba pasar la vida por su lado.

Pero vivir consistía en tomar decisiones, maldita sea, y Nell prefería quedarse en casa, calentita, en vez de atarse unos trozos de madera a los pies y arriesgarse a romperse los brazos y las piernas deslizándose a velocidad alarmante por una ladera cubierta con nieve artificial helada. Lo único que se estaba perdiendo era pasar miedo, penurias y un viaje al hospital.

Se recostó en su silla. Tenía la impresión de que el repentino silencio que se había hecho en la habitación era culpa suya, por ser tan irascible. Sintió una opresión aún mayor en el pecho y aquella sensación de asfixia que intentaba controlar se apoderó de ella. Miró a Crash. Él estaba contemplando cómo cambiaba de color el cielo mientras bebía refresco en la copa de vino. ¿Qué era lo que veía? ¿Contemplaba aquel hermoso color rosa y anaranjado con la misma distancia con que observaba todo lo demás? ¿Veía el tenue encaje de las nubes altas únicamente como fenómeno meteorológico, como formaciones de cirros? Y en vez de aquellos colores brillantes, ¿veía sólo el polvo de la atmósfera, que enturbiaba y distorsionaba la luz del sol?

—¿Cómo es que tú no bebes vino? —Su tono sonó beligerante, casi hosco. Pero él no pareció notarlo.

—No bebo alcohol —contestó con calma—, a menos que tenga que hacerlo.

Aquello no tenía sentido. Nada en la vida de Nell tenía sentido.

—¿Y por qué ibas a tener que hacerlo?

—A veces, en otros países, cuando me reúno con... ciertas personas, se consideraría un insulto que no bebiera con ellos.

Eso era. Nell estalló. Se levantó bruscamente y dejó su copa, derramando su contenido intacto sobre el mantel.

—¿No podrías ser un poco más vago aún cuando hablas de ti mismo? No te molestes en añadir ni un solo detalle, por favor. A mí me importa un comino.

Estaba furiosa, pero Crash sabía que su ira no iba dirigida contra él. Sencillamente, se había visto sorprendido por el fuego cruzado de sus emociones.

Durante las dos semanas anteriores, Nell se había dominado tanto como él. Pero por algún motivo (y en realidad no importaba cuál hubiera sido el detonante), esa noche había alcanzado su límite.

Lo miraba con la cara pálida y macilenta y los ojos muy abiertos, llenos de lágrimas, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que todo aquello había sonado muy impropio de ella.

Crash se levantó despacio, temiendo que, si se movía demasiado deprisa, ella escapara de la habitación.

Pero Nell no escapó. Compuso una tensa sonrisa.

—Vaya, esta noche soy el alma de la fiesta, ¿no? —Miró a los demás, intentando aún sonreír—. Lo siento, Daisy. Creo que tengo que irme.

—Sí, yo también —dijo Crash. Confiaba en que, si se mostraba tranquilo y espontáneo, Nell dejaría que lo acompañara.

Llevaba semanas sometida a un estrés muy intenso. No merecía estar sola, y él era el único que podía evitar que lo estuviera. La tomó del brazo y la condujo suavemente hacia la puerta.

Ella no dijo ni una sola palabra hasta que llegaron a las escaleras que llevaban al primer piso de la extensa granja. Entonces, mientras el ventanal del cuarto de estar enmarcaba el esplendor rosado del cielo, dijo:

—Les he estropeado una puesta de sol estupenda, ¿eh?

Crash deseó que se echara a llorar. Si lloraba, él sabría qué hacer. La abrazaría hasta que ella dejara de necesitarlo.

Pero no sabía qué hacer con aquella pena infinita que, al igual que las lágrimas de sus ojos, amenazaba con desbordarse, sin llegar a hacerlo.

—Habrá otras —dijo por fin.

—¿Cuántas podrá ver Daisy? —Se volvió hacia él y lo miró directamente a los ojos, como si él supiera la respuesta exacta—. Seguramente menos de cien. Puede que ni siquiera cincuenta. Veinte, ¿tú crees? Veinte no son muchas.

—Nell, no...

Ella dio media vuelta y subió corriendo las escaleras.

—Tengo que hacerlo mejor. Esto no puede volver a ocurrir. Estoy aquí para ayudarla, no para ser otra carga.

Crash la siguió, subiendo los escalones de dos en dos para alcanzarla.

—Eres humana —dijo—. Date un respiro.

Nell se detuvo con la mano en el pomo de la puerta de su habitación.

—Siento haber dicho... lo que he dicho —le tembló la voz—. No quería tomarla contigo.

Crash deseaba tocarla, y sabía que ella también quería que la tocara. Pero no podía hacerlo. No podía correr ese riesgo. No, sin la excusa de las lágrimas. Y ella seguía sin llorar.

—Yo siento... crisparte tanto.

Era una afirmación cargada de sentido. Y cierta a muchos niveles. Pero Nell no levantó la mirada. No se dio por enterada.

—Creo que me voy a dormir —musitó—. Estoy muy cansada.

—Si quieres, puedo... —¿qué? ¿Qué podía hacer?—. Sentarme contigo un rato.

Al principio, no supo si Nell le había oído. Se quedó callada largo rato. Pero luego sacudió la cabeza.

—No, gracias, pero...

—Estaré aquí al lado, en mi cuarto, si me necesitas —le dijo él.

Nell se dio la vuelta y lo miró.

—¿Sabes, Hawken?, me alegro de que seamos amigos.

Parecía agotada, y Crash sintió de pronto una oleada de aquel mismo cansancio. Era un sentimiento casi aplastante, acompañado por una irracionalidad casi igual de poderosa. Le costó un inmenso esfuerzo no tender los brazos, no tocar su cara suave y besarla.

Dio un paso atrás, alejándose de ella. Distanciándose.

Y Nell entró en su cuarto y cerró la puerta con firmeza a su espalda.

Los árboles llegaron a las dos de la tarde. Cuando el enorme camión apareció en el camino de entrada, Nell se puso su cazadora de cuero marrón sobre la sudadera que llevaba y, anudándose la bufanda al cuello, salió a recibirlo. Pero se paró en seco al llegar al camino de grava.

Crash estaba junto a uno de los camiones.

¿Qué hacía allí?

Llevaba uno de sus deliciosos jerséis de cuello alto negros y hablaba con el conductor mientras señalaba hacia el establo.

Estaba empezando a nevar, y los delicados copos brillaban sobre su pelo oscuro y su jersey.

¿Qué hacía allí?

El conductor volvió a montar en la cabina del camión y Crash se dio la vuelta cuando Nell se acercó a él.

—Creía que te habías ido a esquiar —tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del ruido del motor y el chirrido de los frenos.

—No —contestó Crash mientras observaba cómo rodeaba la casa el camión—. Al final decidí quedarme.

Echó a andar tras el camión, pero Nell se quedó quieta, mirando hacia la casa.

—Deberías ponerte una chaqueta —de pronto estaba ridículamente nerviosa. Después de lo de la noche anterior, Crash debía de considerarla una idiota. O una tonta, al menos. O una tonta y una idiota. O...

—Estoy bien —se volvió para mirarla, pero no dejó de andar—. Quiero asegurarme de que el establo está abierto.

Nell lo siguió por fin.

—Sí, lo está. He estado allí antes. Esta mañana fui a recoger los adornos al pueblo.

—Me lo imaginaba. Te fuiste antes de que pudiera ofrecerme a ayudarte.

Nell no podía soportar ni un segundo más seguir soslayando el asunto de la noche anterior.

—No te has ido a esquiar porque pensabas que necesitaría una niñera —dijo, mirándolo directamente a los ojos.

Él esbozó una sonrisa.

—Sustituye «niñera» por «amigo» y darás en el clavo.

Amigo. Allí estaba otra vez esa palabra. Ella misma la había empleado la noche anterior. «Me alegro de que seamos amigos». Si pudiera convencerse de que le bastaba con eso... Pero no era fácil convencerse de ello cuando con sólo ver a aquel hombre se le aceleraba el corazón; cuando ansiaba pasar las manos y la boca por la dura musculatura de sus hombros y su pecho, enfundados en aquel jersey de cuello alto...

No había duda: estaba loca por un SEAL de la Armada que se hacía llamar Crash. Loca por un hombre que se había divorciado limpiamente de todas sus emociones.

—Quiero pedirte disculpas —empezó a decir, pero él la cortó.

—No hace falta.

—Pero quiero hacerlo.

—Está bien. Disculpa aceptada. Daisy llamó mientras estabas fuera —dijo, cambiando de tema hábilmente. Rodearon el camión, que se había detenido junto al edificio al que Jake y Daisy llamaban en broma «el establo».

Pero con sus suelos de madera bruñida, sus altos ventanales que daban a las montañas y su pared de espejos para reflejar la vista panorámica, aquel «establo» no se usaba para albergar animales. Provisto de calefacción y aire acondicionado, con una cocina completa unida a la habitación principal, del tamaño de un salón de baile, no era un establo corriente. Hasta las vigas rústicas del techo tenían un aire elegante. Los anteriores propietarios usaban aquel lugar como estudio de danza y gimnasio.

Crash abrió las puertas.

—Ha dicho que Jake y ella van a quedarse en un hotel de la estación de esquí y que seguramente no volverán hasta mañana por la tarde, casi de noche.

Crash y ella estarían solos en casa esa noche. Nell se alejó, temiendo que él adivinara lo que estaba pensando. Aunque poco importaba. Seguramente ya lo sabía. Tenía que ser consciente de lo que quería. Ella no había sido muy sutil al respecto durante las semanas anteriores. Pero él no quería lo mismo.

Amigos, se recordó. Crash quería que fueran amigos. Ser amigos era lo menos arriesgado, y a él ninguna emoción podía afectarlo (Dios no lo quisiera).

Crash se apartó y tiró suavemente de Nell mientras tres operarios metían uno de los abetos en el edificio.

Nell se desasió, pero no porque no quisiera que la tocara. Al contrario. Le gustaba demasiado sentir su mano sobre el brazo. Pero temía que, si se quedaba allí, a su lado, no tardaría en recostarse en él.

Y no era eso lo que hacían los amigos.

Los amigos guardaban las distancias.

Y no hacía falta ponerse en evidencia delante de Hawken dos días seguidos.