Capítulo 11
Las cortinas estaban entreabiertas y Crash las cerró sin hacer ningún ruido.
Conseguían tapar los últimos rayos de luz del atardecer. Cruzó en silencio la habitación a oscuras, camino del cuarto de baño.
Cerró la puerta, dejando una rendija, y encendió la luz del baño.
La habitación quedó en penumbra. Crash volvió al dormitorio. Sí, había luz suficiente para ver la cara de Nell mientras dormía.
Estaba acurrucada en medio de la gran cama del hotel. Las mantas la tapaban todo menos la cara. Dormía profundamente, con los ojos bien cerrados.
Crash se quedó allí un momento, mirándola, y deseó no tener que molestarla. Deseó cosas que no podía tener. Ahora, sin embargo, no había tiempo para dejarla dormir. Para esas otras cosas que deseaba, no lo habría nunca.
—Nell... —dijo suavemente.
Ella no se movió.
Crash sacudió un poco la cama con la rodilla.
—Nell, lo siento, pero tienes que despertarte.
Nada.
Se sentó en la cama y se inclinó para zarandearla suavemente por el hombro.
—Nell...
Ella abrió los ojos, asustada.
Crash comprendió enseguida que había cometido un error. Tenía la luz del baño detrás, y ella no podía verle la cara. Sólo veía una silueta enorme y oscura, cernida sobre ella.
Nell tomó aire para gritar, y Crash se apresuró a taparle la boca.
—¡Chist! Soy yo, Crash. Billy.
Ella se sentó, desasiéndose de su mano y lanzándose en sus brazos.
—¡Billy! ¡Dios mío! ¡Me has dado un susto de muerte! ¡Gracias a Dios que estás bien! —Se apartó para mirarlo en la oscuridad—. ¿Estás bien?
Ella olía tan bien... Crash sólo deseaba esconder la cara entre su pelo y quedarse sentado en aquella cama, abrazándola. Pero no era eso a lo que había ido.
Y tras darle un primer abrazo, Nell parecía tan ansiosa como él por poner distancia entre ellos.
Lo soltó rápidamente y se rodeó las rodillas con los brazos cuando él se levantó.
—No puedo creer que estés aquí. ¿Cómo me has encontrado?
Su voz baja y algo ronca era tan cálida, tan familiar... Dios, cuánto la había echado de menos. Tenía que mantenerse alejado de ella, o sentiría la tentación de hacer algo que lamentaría después.
Otra vez.
Encendió la lámpara del escritorio.
—No ha sido tan difícil.
—Mi casa se quemó anoche. Salí a comprar un donut y cuando volví estaba en llamas.
—Lo sé —al ver la fotografía en el periódico y darse cuenta de que era la casa de Nell, se le había parado el corazón. Y al leer que no había que lamentar desgracias personales, se había sentido aturdido de alegría.
Y aunque tenía muchas otras cosas que hacer para encontrar al responsable de la muerte de Jake, se había pasado toda la tarde buscando a Nell. No iba a permitir por nada del mundo que ella también muriera.
Nell se pasó una mano por el pelo, como si de pronto se diera cuenta de que lo tenía alborotado. Y se subió un poco más la manta, hasta el cuello.
Crash vio sus vaqueros y su camisa en el suelo. Bajo las mantas, sólo llevaba la ropa interior. O quizá ni siquiera eso. Tuvo que apartar la mirada. No podía permitir que sus pensamientos tomaran esa dirección.
—No puedo creer que hayas venido a pedirme ayuda —dijo ella en voz baja.
Él no pudo evitar volverse para mirarla. ¿Era eso lo que de veras pensaba Nell? ¿Que había ido porque quería o necesitaba su ayuda?
—He hablado con tu abogado para que intente que se repitan las pruebas balísticas —le dijo Nell.
Estaba muy guapa con aquella luz suave y romántica, allí sentada, posiblemente desnuda bajo la ropa de una cama de proporciones olímpicas. Crash encendió otra lámpara y luego otra, intentando iluminar lo más posible la habitación.
—Así que ha sido por eso.
—¿A qué te refieres?
—Por eso han intentado matarte.
Ella lo miró fijamente.
—¿Cómo has dicho?
Crash se puso a pasear por la habitación.
—No creerás de verdad que el incendio ha sido un accidente, ¿no?
—Según los expertos del departamento de bomberos, fue un fallo eléctrico. La instalación era antigua, hubo una subida de tensión y...
—Alguien ha intentado matarte, Nell. Por eso estoy aquí. Para asegurarme de que, cuando vuelvan a intentarlo, no lo consigan.
Se quedó tan sorprendida que casi dejó caer la manta.
—Por Dios, Billy. ¿Quién iba a querer matarme a mí?
—Seguramente la misma persona que mató a Jake y que me ha incriminado —contestó él—. ¿Le has dicho a alguien que te alojabas aquí?
Nell sacudió la cabeza.
—No. Espera. Sí. Llamé a tu abogado para dejarle este número de teléfono, por si necesitaba ponerse en contacto conmigo.
Él maldijo en voz baja y Nell se dio cuenta de que muy pocas veces lo había oído hablar así. Ni siquiera decía «maldita sea». Esas palabras no formaban en general parte de su vocabulario.
Crash recogió su ropa y la puso junto a ella, en la cama.
—Estaré en el cuarto de baño mientras te vistes. Y luego nos largaremos de aquí. A toda prisa.
Nell se puso la camisa y los vaqueros antes de que a él le diera tiempo a cerrar la puerta del cuarto de baño.
—¡Espera, Billy! ¿De veras crees que quien mató a Jake tiene acceso a los mensajes privados de un abogado de la Armada? ¿No te parece un poco paranoico...?
Él abrió la puerta y la miró. Estaba completamente vestido de negro. Pantalones militares de faena negros, botas negras, jersey negro de cuello alto, chaqueta de invierno negra. Bajo la chaqueta llevaba algo parecido a un chaleco, también negro. Nell se dio cuenta de que su preferencia por el negro no tenía nada que ver con la moda: iba vestido para confundirse con las sombras de la noche.
—Te diré lo que sabemos sobre el hombre al que buscamos —le dijo Crash—. Creemos que es un comandante de la Armada con muchos contactos. Lo sea o no, lo que sí sabemos es... Dios mío, pero qué digo —le tembló la voz—. Hablo como si Jake todavía estuviera vivo.
Se apartó bruscamente de ella y por un instante Nell pensó que iba a traspasar la puerta del baño de un puñetazo. Pero se detuvo y apoyó muy despacio la palma de la mano contra la madera. Respiró hondo y cuando volvió a hablar su voz sonó firme.
—Estoy seguro de que ese hijo de perra tiene algo que esconder, algo que temía que Jake estuviera a punto de descubrir. Y ese algo, sea lo que sea, es tan importante para él que sería capaz de arriesgar el alma con tal de mantenerlo en secreto. Hizo matar a Jake y a mí me ha tendido una trampa para incriminarme. No sé quién es, pero tiene poder suficiente para falsificar los resultados de esas pruebas balísticas. Y, créeme, eso no es nada fácil —Crash se volvió para mirarla—. Puesto que ya ha matado una vez, no me extrañaría que decidiera que lo más sencillo es matarte, en lugar de volver a falsificar esas pruebas. Así que, sí, puede que parezca un paranoico, pero no puedo descartar que alguien con tanto poder tenga acceso a la información que entra y sale de la oficina del capitán Franklin.
Llevaba el pelo recogido en una coleta y aquel peinado severo realzaba sus pómulos altos. Estaba muy guapo. Y sus ojos... La intensidad ardiente de su mirada atormentaba los sueños de Nell.
—Vamos, Nell —dijo suavemente al ver que ella guardaba silencio—. No dejes de creer en mí ahora.
Por descabellada que sonara su teoría, estaba claro que Crash creía en ella.
—No has venido a pedirme ayuda —dijo Nell—. Has venido porque crees que yo necesito la tuya.
Él no respondió. No tenía que responder.
—¿Y si te digo que no la quiero? —preguntó Nell.
Era evidente por su mirada que Crash sabía adonde quería ir a parar. Nell estaba devolviéndole la pelota.
—Esto es distinto.
—No, no lo es. Ambos creemos que el otro necesita que lo salven —Nell cruzó los brazos—. ¿Quieres salvarme? Pues más vale que estés dispuesto a dejar que te ayude.
—Tal vez podamos discutir este asunto en el coche.
Ella asintió con la cabeza. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan animada. Crash no le había escrito. No la había llamado. Pero había aparecido cuando creía que su vida corría peligro. A pesar de todo lo que había dicho o hecho, se preocupaba por ella. Seguía siendo su amigo.
Su amigo, se repitió Nell con firmeza. Crash se había apartado de ella como si su contacto lo quemara. Estaba claro que no tenía intención de permitir que su relación volviera a rebasar los límites de la amistad. Y eso estaba bien, porque ella pensaba lo mismo. No pensaba cometer dos veces el mismo error.
—Me pongo las botas y nos vamos —se volvió para mirarlo—. ¿Sabemos adonde nos dirigimos?
—Te lo diré en el coche.
Alguien llamó a la puerta de la habitación y Nell se sobresaltó. No vio moverse a Crash, pero de pronto él tenía una pistola en la mano. Le indicó que guardara silencio y que se apartara de la puerta.
Volvieron a llamar.
—Servicio de habitaciones. Traigo un tentempié y una botella de Chablis para la señorita Burns, obsequio de la casa.
Crash se acercó a ella y le dijo al oído:
—Dile que lo deje junto a la puerta. Que estabas a punto de darte una ducha. Y luego métete debajo de la cama, ¿entendido?
Ella asintió con la cabeza, incapaz de apartar los ojos de la pistola. Era enorme y parecía mortífera. Nunca había visto un arma así tan de cerca. Aquello resultaba asombroso en más de un sentido, a pesar de haberse convertido en el hombre más buscado de la década, Crash había logrado armarse.
Él le apretó rápidamente el brazo antes de soltarla. Recorrió rápidamente la habitación, apagando todas las luces que había encendido.
Nell se aclaró la garganta y levantó la voz para que la persona del otro lado de la puerta la oyera con claridad.
—Lo siento, me pilla en mal momento. Estoy a punto de meterme en la ducha. ¿Puede dejarlo fuera?
—Claro —contestó alegremente su interlocutor—. Que pase una buena noche.
Crash le indicó que se moviera. Al deslizarse bajo la cama, Nell lo vio entrar en el cuarto de baño y oyó el ruido de la ducha.
Todo aquello parecía ridículo. La persona que había llamado era seguramente un camarero del servicio de habitaciones, como había dicho.
Levantó el volante de la colcha y vio que Crash salía del baño. Él no parecía pensar que aquello fuera una ridiculez. Se quedó de pie entre las sombras, un poco apartado de la puerta, con la pistola lista. Con el arma en la mano y la boca crispada en una mueca de determinación, parecía increíblemente peligroso.
Crash le había dicho una vez que no lo conocía, que sólo le había permitido ver una parte muy pequeña y blanqueada de sí mismo.
Nell tuvo la sensación de que, si ella se equivocaba y realmente había alguien al otro lado de la puerta que quería hacerle daño, en los minutos siguientes iba a poder echar una buena ojeada a esa otra faceta de Crash Hawken. Iba a ver al SEAL en acción.
Entonces vio que la puerta se abría. El ruido de la ducha ahogó el chasquido de la cerradura al abrirse. La puerta del baño estaba entornada y, a la luz que se colaba por ella, Nell vio entrar a un hombre.
No llevaba un plato de queso y una botella de vino, sino una pistola parecida a la de Crash.
El corazón le latía a toda prisa. Crash tenía razón. Aquel hombre había ido a matarla.
El intruso cerró suavemente la puerta a su espalda, con cuidado de no hacer ruido.
Era más bajo y más delgado que Crash, y tenía menos pelo.
Pero su pistola parecía igual de letal.
Mientras Nell observaba, empujó la puerta del cuarto de baño.
Entonces fue cuando Crash se movió. Surgió de entre las sombras y apoyó la pistola en la nuca del intruso. Hasta su voz sonaba distinta. Más ronca, más áspera.
—Suelta la pistola.
El hombre se quedó paralizado, pero sólo un segundo.
Al ver que no soltaba al instante su arma, Crash comprendió que no iba a darse por vencido fácilmente. El pistolero dudó sólo una fracción de segundo, pero ese tiempo bastó para que Crash adivinara su siguiente movimiento.
Creía que Crash estaba fanfarroneando y pretendía ponerlo en evidencia. No hacía falta el cerebro de un astrofísico para darse cuenta de que, en aquel momento, el intruso era el único vínculo potencial que Crash tenía con aquel misterioso comandante. La única razón que tenía Crash para dispararle era proteger a Nell.
El pistolero, en cambio, no tenía ningún motivo para no dispararle a él.
Pero Crash se le adelantó. Le asestó un golpe a un lado de la cabeza con el cañón del arma y al mismo tiempo lo desarmó de una patada certera.
La pistola del intruso golpeó el marco de la puerta y rebotó, resbalando por la alfombra hasta el centro de la habitación.
El golpe asestado por Crash habría tumbado a cualquiera en el acto, pero aquel tipo no estaba dispuesto a darse por vencido. Estrelló su puño en la cara de Crash y le dio un fuerte codazo en las costillas. Crash sintió un estallido de dolor. Su contrincante agachó la cabeza y se inclinó, intentando lanzarlo por encima de su hombro. Pero, con dolor o sin él, Crash adivinó de nuevo lo que se proponía y, en lugar de él, fue el pistolero quien cayó al suelo.
Pero se lanzó hacia el centro de la habitación, intentando recuperar su arma.
La pistola, sin embargo, no estaba allí.
Crash bendijo para sus adentros a Nell al saltar sobre el intruso. Aquel canalla luchaba como si estuviera poseído por el diablo, pero Crash la habría emprendido a golpes con el mismísimo Satanás para mantener a salvo a Nell. Lo golpeó una y otra vez, hasta que por fin logró asestarle un puñetazo que lo dejó inconsciente, y el hijo de perra se desplomó.
Crash lo registró rápidamente y se incorporó con una pistola automática más pequeña y un enorme cuchillo de combate. El intruso llevaba las armas bien enfundadas y, por suerte para Crash, no había podido sacarlas durante la pelea.
Crash levantó la mirada y vio asomarse a Nell por debajo de la cama.
—¿Estás bien? —Le preguntó ella con los ojos como platos—. Dios mío, estás sangrando.
El anillo que el pistolero llevaba en el dedo meñique le había hecho un corte en la mejilla. Crash se lo limpió con el dorso de la mano.
—Estoy bien —dijo. Un rasguño como aquél no tenía importancia. Ni tampoco la tenía el hematoma que iba a salirle en el costado.
Durante unos días, cuando se riera, le dolerían las costillas.
Pero como no recordaba la última vez que se había reído, no creía que aquello fuera a suponer un problema.
Sacó la cartera del hombre del bolsillo trasero de sus pantalones. Dentro había un permiso de conducir y varias tarjetas de crédito que, de tan nuevas, parecían sospechosas. No había papeles, ni recibos, ni fotos de sus hijos o su mujer. Ningún pequeño recorte de su vida.
—¿Quién es?
—Actualmente se hace llamar Sheldon Sarkowski —le dijo él—. Pero ése no es su verdadero nombre.
—¿No? —Nell comenzó a salir de su escondite, empujando con cautela el arma de Sheldon delante de ella.
—No. Es un profesional. Seguramente ya ni recuerda cómo se llama —Crash tomó el arma, le sacó el cargador y se guardó ambas cosas en el chaleco, junto con las otras armas que le había quitado al pistolero.
—¿Qué vamos a hacer con él?
—Vamos a atarlo y a llevarlo con nosotros. Tengo un par de preguntas que hacerle cuando se despierte.
Nell se había puesto de pie, pero retrocedió para sentarse al borde de la cama. Estaba tan pálida que casi parecía gris.
—¿Estás bien? —preguntó Crash—. Tenemos que salir de aquí antes de que el compañero de este tipo venga a ver por qué tarda tanto. ¿Puedes andar?
—Sí, es sólo que... intento hacerme a la idea de que un tal Sheldon ha venido a matarme.
Crash se levantó.
—No voy a permitir que nadie te haga daño, Nell. Te lo juro, te mantendré a salvo aunque sea lo último que haga.
Nell levantó la mirada hacia él.
—Te creo —le dijo.