Capítulo 7
Nell estaba sentada en la cama, junto a su maleta. Era consciente de que tendría que levantarse y acercarse a la cómoda si quería guardar sus calcetines y su ropa interior en la maleta.
No podía haber ocurrido tan deprisa. Parecía imposible. Pero había ocurrido.
Dos días después de la boda, Daisy sufrió otro desvanecimiento. Había tardado más aún en volver en sí y, al recobrar la conciencia, descubrió que ya no podía caminar sin ayuda.
El médico fue a verla y al marcharse les dejó con un diagnóstico inapelable y estremecedor: el fin estaba cerca.
Sin embargo, Jake y Daisy habían seguido celebrando su nuevo estado civil. Bebían champán mientras contemplaban la puesta de sol desde el estudio de Daisy. Jake la llevaba en brazos allí donde ella quería ir, y cuando lloraba, lo hacía lejos de su vista.
Luego, tres días después de Navidad, se acostaron en su dormitorio y sólo Jake volvió a despertar.
Así de sencillo, en un abrir y cerrar de ojos, en lo que tarda en latir un corazón, Daisy había muerto.
La noche anterior se habían reunido todos en la cocina. Nell se estaba preparando una taza de té y Jake se había pasado por allí, con Daisy en brazos, para decirle buenas noches. En ese momento Crash había llegado de la calle, con ropa de correr y un chaleco reflectante. Aunque Nell se había ofrecido a prepararle un té, él había subido a acostarse poco después que Daisy y Jake. Desde la noche de la boda, evitaba cuidadosamente quedarse a solas con ella.
Pero a la mañana siguiente había entrado en su habitación para despertarle y decirle que Daisy había muerto apaciblemente y sin dolor mientras dormía.
Ese día y el siguiente habían pasado en un torbellino.
Jake expresó su dolor abiertamente, igual que ella. Pero, si Crash lloró, lo hizo en la intimidad de su habitación.
Muchas de las personas que habían asistido a la fiesta apenas una semana antes acudieron al velatorio: senadores, congresistas, mandos de la Armada.
La élite de Washington.
Cuatro personas distintas le dieron su tarjeta a Nell, sabedoras de que no sólo había perdido a una amiga, sino también su empleo. Nell intentó convencerse de que era un gesto de generosidad. Pero aun así no podía quitarse de la cabeza la idea de que de pronto se había convertido en una especie de presa que se disputaba un banco de peces hambrientos. Era difícil encontrar una buena secretaria personal, y ella estaba disponible.
El senador Mark Garvin estuvo diez minutos hablándole de que su prometida necesitaba una ayudante. Faltaban sólo un par de meses para su boda y tenía prisa por organizar su agenda. Nell había aguantado el chaparrón, incómoda, hasta que Dex Lancaster había ido a rescatarla.
A pesar de todo, el velatorio había sido precioso. Todos contaron sus recuerdos especiales de Daisy Owen Robinson, y se oyeron tantas risas como en la boda.
El funeral también se convirtió en una gozosa celebración de una vida bien vivida. Daisy habría dado su aprobación.
Pero, mientras tanto, Crash había guardado silencio. Había escuchado, pero sin responder. No contó ninguna historia, ni rió, ni lloró.
Nell había sentido varias veces la tentación de acercarse a tomarle el pulso, sólo para comprobar que estaba vivo.
Crash se había distanciado por completo de la pena y la confusión que había a su alrededor. Nell no dudaba ni por un momento de que también se había distanciado de lo que sentía en su fuero interno.
Y eso era un error. Un grave error. ¿De veras creía que podía mantener sus sentimientos encerrados eternamente?
Nell se levantó, sacó los calcetines del cajón y los arrojó en la maleta. Las cosas empezaban a cambiar con la misma rapidez con que había muerto Daisy. Ella iba a irse por la mañana. Su trabajo allí había acabado.
Deseaba quedarse, pero confiaba en que, al quedarse a solas con Jake, Crash fuera capaz de asumir su dolor.
Su par de calcetines favorito se había salido de la maleta y al recogerlo notó que los talones empezaban a clarear. Aquello la hizo llorar. Últimamente, lloraba por casi todo.
Se tumbó de espaldas en la cama, apretando los calcetines hechos una bola contra su pecho, y mientras miraba las grietas del techo, que tan bien conocía, dejó que las lágrimas se deslizaran hasta meterse en sus oídos.
Le encantaba estar allí, en la granja. Le encantaba trabajar allí y vivir allí. Quería a Daisy y a Jake, y quería...
Se incorporó y se limpió la cara con el dorso de la mano. No. No quería a Crash Hawken. Ni siquiera ella haría algo tan estúpido como enamorarse de un hombre como él.
Metió los calcetines en la maleta y volvió a la cómoda a buscar la ropa interior.
Quería a Crash, claro, pero no en un sentido romántico. Sólo como quería a Daisy, o a Jake. Eran amigos.
Sí, ya. Se sentó de nuevo en la cama. ¿A quién intentaba engañar? Tenía tantas ganas de ser amiga de Crash como de ser la ayudante personal de la prometida del untuoso Mark Garvin, senador por California. Dicho con una sola palabra: no.
Lo que quería era ser su amante. Quería que volviera a besarla como la había besado la noche de la boda. Quería sentir sus manos en la espalda, apretándola. Quería que le arrancara la ropa y compartir con él la experiencia sexual más ardiente y poderosa de toda su vida.
Pero esos sentimientos no tenían necesariamente el amor como fundamento. Eran fruto de la atracción. De la lujuria. Del deseo.
Alguien llamó a su puerta y Nell casi se cayó de la cama. Con el corazón acelerado, fue a abrir.
Pero era Jake, no Crash. Parecía exhausto y tenía los ojos enrojecidos.
—Sólo quería decirte que esta noche también voy a dormir abajo.
Nell tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara la desilusión.
—Está bien —¿de veras había creído que podía ser Crash? ¿En qué estaba pensando? Llevaban un mes durmiendo bajo el mismo techo y, con la sola excepción de la noche de la boda, Crash no había hecho ni un solo acercamiento. Nunca había hecho nada que sugiriera, ni siquiera remotamente, que estaba interesado en algo que no fuera su amistad. Así que ¿por qué demonios había pensado que iba a llamar a su puerta?
—¿A qué hora te vas mañana? —preguntó Jake.
Nell iba a ir a pasar una o dos semanas a su casa, en Ohio.
—A primera hora. Antes de las siete. Quiero evitar la hora punta.
Jake metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre.
—Entonces será mejor que te dé esto ahora. Quiero dormir todo lo que pueda por la mañana —su boca se tensó en algo parecido a una sonrisa—. Hasta abril, por ejemplo —le dio el sobre—. La liquidación. O la paga extra. Llámalo como quieras. Pero acéptalo.
Nell intentó devolvérselo.
—No lo quiero, Jake. Ya me siento bastante mal porque Daisy me haya dejado todo ese dinero en su testamento.
Jake logró esbozar una sonrisa más natural.
—Sí, bueno, lo que de verdad quería era darte a Crash. Sintió mucho que no funcionara.
Nell notó que se sonrojaba.
—No es que no haya funcionado —dijo—. Es sólo que... no había nada. No había chispa.
Jake soltó un bufido.
—¿De veras piensas que Daisy y yo no nos dábamos cuenta de cómo os mirabais cuando creíais que el otro no estaba mirando? No había chispa. Ya. Lo que había eran fuegos artificiales de potencia nuclear.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé qué crees haber visto —bajó la voz—. He hecho de todo, menos lanzarme en sus brazos. Te aseguro que no le intereso.
—Lo que pasa es que le das miedo —Jake la atrajo hacia sí para darle un rápido abrazo—. Tú sabes que nunca podré darte las gracias por todo lo que has hecho, pero ahora mismo necesito tumbarme y quedarme inconsciente. O intentarlo, al menos.
—Almirante, ¿seguro que quieres estar solo? Podría llamar a Billy y preparar algo de cenar...
—Tengo que acostumbrarme, ¿sabes? A estar solo.
—Puede que esta noche no sea la mejor para empezar.
—Sólo quiero dormir. El médico me ha dado algo suave para ayudar a relajarme. No estoy orgulloso, pero si me hace falta, me lo tomaré —Jake le dio un suave coscorrón en la coronilla—. Llámame cuando llegues a casa de tus padres para que sepa que has llegado bien.
—Lo haré —prometió Nell—. Buenas noches, señor —todavía sostenía el sobre que él le había dado—. Y gracias.
Jake ya se había ido.
Nell se volvió y miró la puerta de Crash.
Estaba cerrada a cal y canto, como siempre que él estaba dentro.
«Lo que pasa es que le das miedo».
¿Y si Jake tenía razón? ¿Y si la atracción que sentía por Crash era mutua?
Si no hacía algo inmediatamente, si no se acercaba a aquella puerta cerrada y llamaba a ella, si no conseguía reunir valor para mirarlo a los ojos y decirle lo que sentía, podía perder una oportunidad única: la oportunidad de empezar una relación con un hombre que la excitaba a todos los niveles, emocional, física e intelectualmente. No había duda de ello. William Hawken la apasionaba.
Cuando se levantara por la mañana, él ya habría vuelto de correr y estaría abajo. Ella cargaría su coche, le estrecharía la mano y ahí se acabaría todo. Se marcharía y seguramente no volvería a verlo.
Corría el riesgo de ponerse en ridículo, pero ¿qué importaba, si no iba a volver a verlo?
Mientras estaba allí parada, mirando la puerta cerrada de Crash, casi oyó a Daisy susurrarle al oído:
—Lánzate.
Dejó el sobre de Jake en la maleta, cuadró los hombros, volvió a salir al pasillo y se encaminó a la habitación de Crash.
Crash estaba sentado a oscuras, intentando dominar su ira.
Había asistido al funeral como si lo viera desde lejos. Le parecía imposible que Daisy estuviera muerta. Una parte de él seguía buscándola a su alrededor, esperando que apareciera en cualquier momento, aguzando el oído en busca de su risa, acechando su sonrisa radiante.
No sabía cómo podía soportarlo Jake. Pero durante los dos días anteriores había aceptado el pésame de la gente con una elegancia y una serenidad que Crash no lograba reunir.
No podía dominar su ira. Siempre se le había dado bien controlar su furia. Sabía cómo distanciarse de sus sentimientos. Pero la pena y el dolor que estaba sintiendo ahora amenazaban con apoderarse de él.
Había descubierto que podía pisotear la pena, que podía controlarla con sentimientos de ira aún más fuertes. Pero después de dos días, cada vez le resultaba más difícil controlar la furia.
Por eso se sentaba a oscuras, con las manos temblorosas y los dientes apretados, y dejaba que la cólera se apoderara de él en silencio.
Nell se iba por la mañana. Y esa idea lo ponía aún más furioso. La ira lo embargaba en grandes y densas oleadas.
Oyó un ruido en el pasillo. Era Jake, que había llamado a la puerta de Nell. Oyó que la puerta se abría, oyó que hablaban. Sentía el murmullo de sus voces, pero no distinguía sus palabras. Aun así, entendió lo que decían. Se estaban despidiendo. Luego oyó alejarse a Jake.
Cerró los ojos y aguzó aun más el oído, pero no oyó cerrarse la puerta de Nell. Abrió los párpados al oír crujir una tabla en el pasillo. Nell estaba justo delante de su puerta.
Santo cielo, ¿cómo iba a luchar contra la tentación al mismo tiempo que contra el dolor y la pena?
Volvió a cerrar los ojos y deseó que ella se marchara.
Pero no se marchó. Llamó a la puerta.
Crash no se movió. Tal vez si no respondía, ella se marcharía. Tal vez...
Volvió a llamar.
Y entonces abrió la puerta el ancho de una rendija, se asomó y miró hacia la cama.
—¿Billy? ¿Estás dormido?
Él no contestó, y Nell entró en la habitación.
—¿Hawken? —La luz del pasillo dio en la cama. Crash vio que ella se daba cuenta de que estaba vacía—. ¿Estás aquí, Crash?
Él habló entonces.
—Sí.
Nell se sobresaltó al oír su voz al otro lado del cuarto.
—Esto está muy oscuro —dijo, buscándolo entre las sombras—. ¿Puedo encender la luz?
—Sí.
—Entonces, ¿qué haces sentado a oscuras?
Crash no respondió.
—Todo esto debe de parecerte una horrible repetición de algo ya vivido —dijo Nell en voz baja.
—¿Has venido a psicoanalizarme o a otra cosa?
Había demasiada oscuridad para verla claramente, incluso con la luz del pasillo, pero Crash se imaginó el leve rubor de sus mejillas.
—He venido porque me voy por la mañana y quería... decirte adiós.
—Adiós.
Nell dio otro respingo, pero en lugar de volverse y salir de la habitación, como él esperaba, se acercó a él.
Estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared. Nell se sentó a su lado.
—No eres el único que se siente así —dijo—. Pero ninguno de los tres podíamos impedir que muriera.
—Así que has venido a psicoanalizarme. Pues hazme un favor y ahórratelo.
No veía sus ojos, pero notó por la silueta de su perfil que la aspereza de sus palabras no la afectaba.
—La verdad —comenzó a decir, pero le tembló un poco la voz y se detuvo. Se aclaró la garganta y, cuando volvió a hablar, su voz sonó muy débil—. La verdad es que he venido porque no quería estar sola esta noche.
Crash sintió una opresión en el pecho. Se le cerró la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas. Su amarga ira comenzó a disiparse, dejando tras ella un dolor y una angustia demasiado intensos para refrenarlos. No podía distanciarse del dolor que sentía. Era demasiado fuerte.
—Lo siento mucho —murmuró—. Lo que he dicho ha sido una grosería y estaba fuera de lugar.
Intentó enfadarse consigo mismo. Se había comportado como un cretino desde el momento en que Nell había entrado en la habitación. Como un completo imbécil. Había intentado enfurecerse, porque la furia era lo único que podía impedir que se derrumbara y se echara a llorar como un niño.
Nell se movió en la oscuridad, a su lado, y él comprendió que se estaba secando los ojos con la manga del jersey.
—No importa —dijo ella—. Prefiero que te enfades conmigo a verte con esa cara de zombi.
—Quizá deberías irte —dijo Crash, desanimado—. Porque no me siento muy firme y...
Ella se volvió en la oscuridad para mirarlo.
—He venido porque quería decirte algo antes de marcharme —alargó la mano y tocó su brazo—. Quería...
—Nell, no sé si puedo...
—...asegurarme de que sabías que...
—...estar aquí sentado contigo así —quería apartarle la mano, pero en lugar de hacerlo la agarró con fuerza por el codo.
—...que he querido que fuéramos amantes desde la primera vez que nos vimos —musitó ella.
Oh, Dios.
Todos los sentimientos de los días anteriores, de las semanas anteriores (el deseo, la culpa, el anhelo, el dolor implacable) comenzaron a agitarse dentro de él formando un inmenso torbellino de emociones.
—Sólo quería que lo supieras antes de irme —añadió ella—, por si acaso sientes lo mismo y aunque sólo tengamos una noche...
Crash la besó. Tenía que besarla, o todo dentro de él, aquella hirviente marea de desesperación, pena y mala conciencia saldría a borbotones como una erupción, partiéndolo en dos, dejándolo expuesto y abierto en canal. La besó y de pronto dejó de sentir ganas de llorar. La atrajo hacia sí, y ya no sintió la necesidad de romper cosas, de desfogar su ira, de desgarrarse de dolor.
Nell casi estalló en sus brazos. Se aferró a él con la misma desesperación que Crash, lo besó con la misma furia, lo abrazó con idéntica vehemencia. Él la sentó sobre su regazo, a horcajadas sobre él, apretada contra su cuerpo.
Santo Dios, hacía tanto tiempo que deseaba aquello...
Pero era un error. Crash lo sabía, pero ya no le importaba. Lo necesitaba. La necesitaba a ella, del mismo modo que Nell lo necesitaba a él esa noche.
¡Y cómo lo necesitaba!
Pasaba los dedos por su pelo, deslizaba las manos por su espalda como si no se cansara de tocarlo. Lo besaba como si quisiera absorberlo por entero. Se apretaba contra él como si se sintiera morir si él no la llenaba.
No había nada más. En ese instante, no había pasado, ni futuro: sólo ese momento. Sólo ellos dos.
Mientras se besaban, Crash la tocó con ansia, deslizando una mano entre los dos para tocar la dulce blandura de su pecho. Nell dejó escapar un gemido bajo y deliciosamente sensual; luego apartó los labios el tiempo justo para agarrar el bajo de su jersey y sacárselo rápidamente por la cabeza.
Entonces volvió a besarlo como si los escasos segundos que habían pasado separados hubieran sido una eternidad.
Su piel era tan tersa, tan perfecta bajo las manos de Crash... Nell se desabrochó el sujetador y el placer se hizo casi insoportable; ella tiró de su jersey y él comprendió que, si sentía su cuerpo desnudo pegado al suyo, se volvería loco, no podría dar marcha atrás.
—¿De veras es esto lo que quieres? —jadeó, apartándole el pelo de la cara para intentar ver sus ojos en la penumbra.
—Sí, sí —besó la palma de su mano, mordisqueó su pulgar, lo tocó con la lengua, y Crash estuvo a punto de perder el control.
Esta vez, cuando ella volvió a tirar de su jersey, él la ayudó, quitándoselo de un tirón.
Y entonces ella lo tocó: deslizó las manos por sus hombros mientras le besaba la garganta y el cuello. Sus labios delicados le hacían enloquecer.
Crash la apretó contra sí, devoró su boca, apretó sus pechos contra la dura musculatura de su torso.
Piel con piel.
Crash quería tomarse su tiempo. Quería apartarse y mirarla, saborearla, llenarse las manos con ella, pero no podía refrenarse sin que el torbellino de emociones que llevaba dentro se liberara y sembrara el caos.
No pensaba, sin embargo, hacerla suya allí, en el suelo.
Deslizó las manos hasta la suave curva de sus nalgas y se levantó, alzándola en vilo. Con dos zancadas se acercó a la puerta y la cerró con el pie. Con otras dos se acercó a la cama. La depositó sobre ella y se apartó para quitarse las botas. Cuando se dio la vuelta, vio que Nell había descorrido las cortinas de la ventana que había encima de la cama.
La pálida luz de la luna invernal daba a su hermosa piel un resplandor plateado.
Crash le tendió los brazos y ella se acercó y, besándolo, tiró de él para que se tumbara a su lado. Crash sintió sus manos en la cinturilla de los pantalones al tiempo que él le desabrochaba el botón de arriba de sus vaqueros.
—Por favor, dime que tienes un condón —jadeó ella mientras lo ayudaba a bajarle los pantalones por las largas y suaves piernas.
—Tengo un condón.
—¿Dónde?
—En el cuarto de baño.
Nell se bajó de la cama mientras él luchaba con sus propios pantalones. Aun así, Crash logró llegar antes que ella al baño de la habitación. Siempre llevaba preservativos en el neceser que había dejado sobre la encimera, al lado del lavabo. Buscó el envoltorio cuadrado sin encender la luz.
Nell se arrimó a él, lo rodeó con los brazos, apretó los pechos contra su espalda y deslizó las manos hasta más debajo de la cinturilla de sus calzoncillos. Crash encontró lo que estaba buscando, y ella también. Cerró los dedos alrededor de su sexo y él tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir.
Nunca, ni en sus fantasías más osadas, había soñado que Nell Burns fuera tan atrevida.
Podría haber disfrutado de aquello un mes entero. Podría haber...
Ella le quitó el envoltorio de las manos, lo rompió y empezó a ponerle el preservativo.
Pero tardaba demasiado, lo tocaba con demasiada levedad, y Crash se apartó, jadeante, y acabó de ponérselo rápidamente mientras ella le bajaba los calzoncillos. Cuando se volvió para mirarla, vio que se había quitado las bragas.
Allí, desnuda a la luz de la luna, estaba preciosa. La luna daba a su piel un brillo plateado y su cabello refulgía. Parecía una diosa, o una reina de las hadas.
Crash alargó los brazos hacia ella y Nell se acercó y lo besó con avidez. Él deslizó la mano entre sus cuerpos y al tocar su sexo la encontró lista para recibirlo.
Nell hizo que se diera la vuelta y se encaramó a la encimera del lavabo. Crash había descubierto ya que en cuestión de sexo no era nada tímida, pero cuando se sentó en la encimera y se abrió para sus dedos, apretándose contra él, pensó que el corazón se le paraba.
Luego, ella le rodeó la cintura con las piernas y lo atrajo hacia sí, y Crash dejó de pensar. Nell lo besó con ansia y él la penetró de un solo empellón. Se oyó gemir, oyó que su voz se mezclaba con la de ella.
Aquello era demasiado delicioso, demasiado increíble. Sentía las uñas de Nell arañándole la espalda, sentía cómo se tensaban sus piernas en torno a él. Ella deseaba que la penetrara rápidamente, con violencia, y él no estaba dispuesto a negarle nada.
Nell se movía debajo de él, saliendo al encuentro de cada una de sus embestidas con un furor, con una pasión que lo dejaron sin aliento. Y Crash sabía que aquello era también para ella algo más que sexo. Era un modo de hallar consuelo. Una forma de sentir que seguían estando vivos. Más que de obtener placer físico, se trataba de ahuyentar el dolor.
Crash siempre había sido un amante atento y considerado; siempre se tomaba su tiempo, hacía gozar sin prisas a la mujer con la que estaba, se aseguraba de que alcanzara el orgasmo varias veces antes de entregarse a su propia satisfacción. Siempre había sabido dominarse.
Pero esa noche su dominio sobre sí mismo se había esfumado, junto con su sensatez. Esa noche estaba en llamas.
La levantó de la encimera sin dejar de besarla, moviéndose aún dentro de ella. La llevó hacia la cama, deteniéndose para apoyarle la espalda contra la pared del baño, contra la puerta del armario, contra la pared de la habitación, hundiéndose en ella todo lo que podía.
Nell se tensó, echó la cabeza hacia atrás y contuvo el aliento cuando él se metió sus pechos en la boca, primero uno y luego el otro, y chupó con fuerza sus pezones deliciosamente endurecidos.
Fue allí, contra la pared que separaba sus dormitorios, donde la sintió alcanzar el clímax. Fue allí, mientras ella gemía, mientras se sacudía y se estremecía en torno a su sexo, cuando él perdió el escaso dominio que aún conservaba sobre sí mismo. Estalló y su orgasmo fue como un cohete que abrasó su alma.
Y entonces todo acabó, y al mismo tiempo no acabó. Nell seguía aferrada a él, seguía apretándose contra su cuerpo como si Crash fuera su única salvación. Y él seguía hundido en sus entrañas.
Crash se irguió y apoyó la frente en la pared, por encima de su hombro. Estaba exhausto. Emocionalmente exhausto.
Pasó un minuto, dos, tres, y Nell no se movía. Sólo lo abrazaba y respiraba. Él tenía los ojos cerrados. Temía abrirlos. Temía pensar.
Dios mío, ¿qué había hecho?
La había utilizado. Nell había acudido a él para que la consolara, le había ofrecido a cambio su dulce consuelo, y él había hecho poco más que utilizarla para desfogar su ira, su frustración y su dolor.
Levantó la cabeza y a pesar de que sentía flojas las piernas logró llegar a la cama. Se dejó caer en ella y se desasió de Nell. Enseguida echó de menos su contacto, pero ¿a quién pretendía engañar? No podían seguir unidos el resto de sus vidas. Se tumbó en el colchón, arrastrándola consigo de modo que se acurrucara de espaldas contra su pecho. Así no tendría que encontrarse con su mirada.
Nell levantó la cabeza ligeramente, no lo suficiente para mirarlo a los ojos.
—¿Puedo dormir contigo esta noche?
Parecía tan insegura, tan temerosa de lo que él pudiera decir... Crash sintió que algo se tensaba dentro de su pecho.
—Sí —contestó—. Claro.
—Gracias —musitó ella, estremeciéndose ligeramente.
Crash cambió de postura para taparse con la sábana y la manta. Abrazó a Nell, envolviéndola en sus brazos, y deseó ser capaz de hacerla sentirse mejor. Deseó un montón de cosas que sabía que no podía tener.
Deseó poder mantenerla a salvo del resto del mundo. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Ni siquiera había podido mantenerla a salvo de él.