Capítulo 2
—Lo que hay que hacer —estaba diciendo Daisy—, no es dibujar un retrato exacto del cachorro, lo que podría ver una cámara fotográfica, sino dibujar lo que ves, lo que sientes.
Nell miró por encima del hombro de Jake y soltó una risilla.
—Pues Jake ve un oso hormiguero.
—No es un oso hormiguero, es un perro —Jake miró a Daisy con expresión quejosa—. A mí me parece que me ha quedado bien, ¿no crees, nena?
Daisy lo besó en la coronilla.
—Es un precioso y encantador... oso hormiguero.
Mientras Crash observaba desde la puerta del estudio de Daisy, Jake la agarró, la sentó sobre su regazo y empezó a hacerle cosquillas. El cachorro comenzó a ladrar, sumándose a las carcajadas de Daisy.
Nada había cambiado.
Habían pasado tres días desde su llegada a la granja, tras hablarle Nell de la enfermedad de Daisy. Había llegado temiendo encontrarse con ellos. Los dos habían llorado al verlo, y él había hecho un millón de preguntas, intentando encontrar algo que ellos hubieran pasado por alto. Intentando convertir todo aquello en un gigantesco error.
¿Cómo era posible que Daisy estuviera muriéndose? Estaba casi como siempre. A pesar de que los médicos prácticamente la habían sentenciado a muerte, Daisy seguía siendo Daisy: tan radiante, tan expansiva, apasionada y entusiasta como siempre.
Crash podía fingir que sus ojeras se debían a que había vuelto a pasarse toda la noche en pie, pintando, presa de otro de sus arrebatos creativos. Podía encontrar una excusa para su repentina pérdida de peso: sencillamente, por fin había encontrado una dieta que era capaz de seguir, un modo de librarse de esos diez kilos que siempre se quejaba de tener adheridos a las caderas y los muslos.
Pero no podía hacer caso omiso de las filas y filas de medicamentos que habían aparecido en la encimera de la cocina. Calmantes. Eran casi todo calmantes, y Crash sabía que Daisy se resistía a tomarlos.
Daisy le había dicho que Jake, Nell y él tendrían que aprender a llorarla a su debido tiempo. Ella no tenía tiempo para caras tristes y ojos llorosos. Afrontaba cada día como si fuera un regalo, como si cada atardecer fuera una obra de arte y cada momento de risas compartidas un tesoro.
Sólo era cuestión de tiempo, sin embargo, que el tumor dañara su capacidad de caminar y moverse, de pintar e incluso de hablar.
Pero ahora, mientras la miraba, era la misma de siempre.
Jake le dio un beso tierno y ligero en los labios.
—Voy a llevar mi oso hormiguero a mi despacho y a devolverle la llamada a Dex.
Dexter Lancaster era una de las pocas personas que estaba al corriente de la enfermedad de Daisy. El abogado había servido en Vietnam en la misma época que Jake, pero no en las filas de los SEAL. Estaba con el Ejército de Tierra, en algún tipo de servicio de apoyo.
—Nos vemos luego, nena, ¿de acuerdo? —añadió Jake.
Daisy asintió con la cabeza y, bajándose de su regazo, le atusó los rizos oscuros, deteniéndose un momento en las canas de sus sienes. Jake era uno de esos hombres que ganaban con los años. A los veinte años había sido de una belleza deslumbrante, casi incandescente; a los treinta y a los cuarenta, apuesto y elegante; ahora, ya cincuentón, el tiempo había dotado a su cara de arrugas y de una madurez abrupta y escarpada que desvelaba su intensa fortaleza de carácter. Con sus ojos azules oscuros, que podían brillar de regocijo o taladrar el acero cuando se enojaba, con su actitud franca y sincera y su escandaloso sentido del humor, Crash sabía que Jake podría haber tenido a cualquier mujer que se le antojara.
Pero había elegido a Daisy Owen.
Crash había visto fotos de Daisy que Jake le había hecho en la época en que se conocieron, cuando él era un joven SEAL de la Armada de camino a Vietnam y ella una adolescente que, vestida con una túnica de vaporoso algodón que ella misma desteñía con lejía, vendía dibujos y objetos de artesanía en las calles de San Diego.
Con su cabello oscuro cayéndole por la espalda en una salvaje mata de rizos, sus ojos castaños y su sonrisa cautivadora, era fácil comprender qué había visto Jake en ella. Daisy era preciosa, pero su belleza no se quedaba en un nivel epidérmico: era mucho más honda.
Y en una época en la que la gente de la contracultura escupía sobre las botas de los militares, en un momento en que el amor libre permitía que dos perfectos desconocidos se hicieran amantes y se separaran luego para no volver a verse, Daisy no trató a Jake con desdén, ni lo consideró un ligue de una noche. Las primeras veces que se vieron, pasearon por la ciudad horas y horas, tomando chocolate caliente en los cafés que abrían toda la noche y hablando hasta el amanecer.
Cuando Daisy por fin lo invitó a su pequeño apartamento, Jake se quedó dos semanas. Y cuando regresó de Vietnam, se quedó para siempre.
Durante el tiempo que había pasado con ellos, al menos durante las vacaciones de verano y Navidad, Crash sólo los había oído discutir una vez. Jake acababa de cumplir treinta y cinco años y quería que Daisy se casara con él. En su opinión, ya habían vivido juntos sin casarse el tiempo suficiente. Pero Daisy tenía opiniones muy firmes respecto al matrimonio. Era su amor lo que los unía, alegaba, no un estúpido trozo de papel.
Se pelearon amargamente, y Jake se marchó... un minuto y medio, más o menos. Crash estaba casi seguro de que ésa fue la única vez que perdió una batalla.
Ahora, vio cómo la besaba Jake de nuevo, esta vez con más calma. Junto a la ventana, Nell estaba inclinada sobre un cuaderno de dibujo. El cabello trigueño le ocultaba la cara, procurándole intimidad. Pero en cuanto Jake se puso en pie, ella levantó la mirada.
—¿A quién le toca hacer la comida, a ti o a mí, almirante?
—A ti. Pero si quieres puedo...
—Ni lo sueñes, no pienso cederte mi turno —le dijo Nell—. Bastantes hamburguesas de algas nos haces ya. Hoy me toca a mí, y pienso hacer beicon con queso gratinado.
—¿Qué? —preguntó Jake como si ella hubiera dicho «arsénico» en vez de beicon.
—Beicon vegetariano —le dijo Daisy, riendo—. No del de verdad.
—Menos mal —Jake se llevó la mano al pecho—. Sólo de pensarlo iba a darme un ataque al corazón provocado por el colesterol.
Crash respiró hondo y entró en la habitación.
—Hola —lo saludó Jake al dirigirse a la puerta—. Acabas de perderte mi clase de pintura matutina, hijo. Echa un vistazo. ¿Qué te parece?
Crash tuvo que sonreír. Llamar a aquello un oso hormiguero era demasiada generosidad. Parecía más bien un quitamiedos de cemento con nariz y ojos.
—Me parece que a partir de ahora deberías dejar el dibujo para Daisy.
—Qué diplomático —Jake lanzó un beso a Daisy y desapareció.
—Billy, ¿vas a quedarte sólo hoy o más días? —preguntó Daisy cuando Crash le dio un rápido abrazo. Estaba, decididamente, demasiado delgada.
Pero había que concentrarse en lo positivo. Permanecer en el momento presente. No proyectarse hacia el futuro. Ya habría tiempo para eso, cuando llegara la hora. Crash se aclaró la garganta.
—Esta mañana he tenido que presentarme en el cuartel por última vez. Tengo la agenda libre hasta Año Nuevo, por lo menos —levantó al cachorro en brazos, miró a Nell y cambió de tema. No quería hablar del motivo por el que había pedido un mes entero de permiso—. ¿Es tuyo?
Nell le sonrió, dejó a un lado su dibujo y sus lápices y se levantó.
—Es chica y por desgracia sólo está aquí de prestado. Nos lo ha dejado Esther, la asistenta —alargó la mano y acarició las orejas del cachorro. Se acercó tanto que Crash sintió el olor fresco de su champú y, bajo él, la fragancia sutil de su perfume personal—. Jake temía que fueran a encargarte otra misión enseguida.
—Me la encargaron, pero la rechacé —le dijo Crash—. Hacía más de un año que no me tomaba un permiso. Mi capitán no ha puesto ningún reparo —sobre todo, teniendo en cuenta las circunstancias.
Nell hizo una última caricia al cachorro, y sus dedos rozaron accidentalmente la mano de Crash.
—Será mejor que vaya a preparar la comida. Comes con nosotros, ¿no?
—Si no te importa.
Nell se limitó a sonreír al salir de la habitación. El cachorro luchó por desasirse de los brazos de Crash y, cuando éste lo dejó en el suelo, salió corriendo detrás de Nell. Al levantar la vista, Crash se encontró a Daisy observándolo con una sonrisa sagaz en la cara.
—«Sí no te importa» —dijo ella, imitándolo—. O eres asquerosamente coqueto, o muy corto.
—Pues dado que no sé de qué estás hablando...
—Es que eres muy corto. Nell. Estoy hablando de Nell —Daisy se quitó los zapatos y levantó las piernas para sentarse con ellas cruzadas—. Te lanza constante señales. Ya sabes, de ésas que dicen que quiere que te abalances sobre ella.
Crash se echó a reír al sentarse en el asiento de la ventana.
—Daisy...
Ella se inclinó hacia delante.
—Adelante. Pasa demasiado tiempo con la cabeza metida en un libro. Le sentará bien. Y a ti también.
Crash la miró.
—Hablas en serio.
—¿Cuántos años tienes ya?
—Treinta y tres.
Ella sonrió.
—Yo diría que ya va siendo hora de que pierdas la virginidad.
Crash no pudo evitar sonreír.
—Eres muy graciosa.
—No es del todo una broma. Que yo sepa, no has estado con ninguna mujer. Nunca traes a nadie a casa. Ni nos hablas de ninguna chica.
—Eso es porque valoro mi intimidad. Y la de las mujeres con las que salgo.
—Sé que ahora mismo no estás saliendo con nadie —dijo Daisy—. ¿Cómo vas a estar saliendo con alguien? Has estado cuatro meses fuera, volviste dos días y luego volviste a irte otra semana. A no ser que tengas una novia en Malaisia o Hong Kong, o donde te manden...
—No —dijo Crash—. No la tengo.
—Entonces, ¿qué haces? ¿Practicar la abstinencia? ¿O pagar por practicar el sexo?
Crash soltó una carcajada.
—Nunca en mi vida he tenido que pagar por eso. No puedo creer que me estés haciendo esa pregunta.
Daisy era asombrosamente franca y directa, pero siempre había eludido el tema de su vida sexual. Algunos asuntos son demasiado íntimos. O, al menos, lo habían sido hasta entonces.
—Ya no me preocupa escandalizar a nadie —le dijo ella—. He decidido que, si quiero conocer la respuesta a una pregunta, la hago y punto. Además, te quiero a ti y quiero a Nell. Sería fantástico que estuvierais juntos.
Crash suspiró.
—Daisy, Nell es estupenda. Me gusta y... me parece muy lista y muy guapa, y muy... agradable —no pudo evitar recordar lo bien que parecía encajar entre sus brazos, lo suave que era su pelo, lo bien que olía—. Demasiado agradable.
—No, no lo es. Es ingeniosa y divertida, y muy dura, y tiene esa enorme capacidad para...
—¿Muy dura?
Daisy levantó la barbilla, poniéndose a la defensiva.
—Puede serlo, sí. Si te dieras algún tiempo y llegaras a conocerla, estoy segura de que te enamorarías de ella.
—Mira, lo siento, pero yo no me enamoro —Crash sintió ganas de levantarse y ponerse a pasear por la habitación, pero no había sitio. Además, estaba seguro de que Daisy extraería algún significado oculto de su incapacidad para estarse quieto—. La verdad es que ni siquiera salgo con chicas a largo plazo. No podría, aunque quisiera. Y no quiero. Tú sabes que nunca estoy aquí más de un par de semanas seguidas. Y como soy muy consciente de ello, no doy falsas esperanzas a ninguna mujer trayéndola aquí a conoceros.
—Qué negativo eres. ¿Y qué es lo que haces? —preguntó Daisy—. ¿Tener líos de una noche? Eso es peligroso en los tiempos que corren, ¿sabes?
Crash miró por la ventana. El cielo había vuelto a nublarse. El mes de diciembre en Virginia era húmedo, sombrío y deprimente.
—Lo que hago es entrar en un bar —le dijo—, echar un vistazo y ver quién me está mirando. Si salta alguna chispa, me acerco. Pregunto si puedo invitarla a una copa. Si me dice que sí, la invito a dar un paseo por la playa. Y entonces, lejos del ruido del bar, le pregunto por su vida, por su trabajo, por su familia, por el imbécil de su ex novio, lo que sea... Y escucho con mucha atención lo que me dice porque eso muy poca gente se molesta en hacerlo, y sé que así gano muchos puntos. Y cuando llevamos andando medio kilómetro, la he escuchado tan bien que está deseando hacerlo conmigo.
Daisy se quedó callada, observándolo. Tenía una expresión triste, como si no fuera eso lo que esperaba oír. Aun así, no había desaprobación en su mirada.
—Pero yo la acompaño a su casa y le doy un beso de buenas noches —continuó Crash—, y le pregunto si puedo volver a verla, llevarla a cenar la noche siguiente, invitarla a algún sitio agradable. Siempre dice que sí, así que a la noche siguiente salimos y la trato como a una reina. Y luego, mientras tomarnos el postre, le digo sin rodeos que quiero acostarme con ella, pero que no voy a quedarme mucho tiempo. Se lo digo allí mismo, en la mesa. Soy un SEAL y pueden llamarme en cualquier momento. Le digo que no busco nada duradero. Que tengo una semana, tal vez dos, y que quiero pasar ese tiempo con ella. Y ella siempre agradece tanto mi sinceridad que me lleva a su casa. Y durante la semana siguiente o el tiempo que pase hasta que me llaman para otra misión, cocina para mí y me lava la ropa, y me hace muy, muy feliz por las noches. Y cuando me marcho, me deja ir porque sabía lo que iba a pasar. Y yo me voy sin culpas, ni remordimientos.
—¿Es que no has aprendido nada de mí? Todos esos veranos que pasamos juntos...
Crash levantó la mirada. Daisy seguía teniendo una mirada triste.
—Aprendí a ser sincero —dijo—. Tú me lo enseñaste.
—Pero lo que haces parece tan... frío y calculado...
Él asintió.
—Lo es. No pretendo que no lo sea. Pero soy sincero, conmigo mismo y con las mujeres con las que estoy.
—¿Nunca has conocido a nadie que te hiciera arder? —preguntó ella—. ¿Alguien ante quien sientas ganas de postrarte y rendirte? ¿Alguien por quien vivir y morir?
Crash sacudió la cabeza.
—No —contestó—. Y no lo busco, ni lo espero. Creo que la mayoría de la gente pasa por la vida sin tener una experiencia de ese tipo.
—Es tan triste... —había lágrimas en sus ojos cuando lo miró—. Y también tan absurdo... Me estoy muriendo, pero ahora mismo me siento mucho más afortunada que tú.
Nell dobló a toda velocidad la esquina de la escalera y chocó con Crash.
Él logró agarrarla e impedir que cayeran ambos al suelo, enredados.
—Perdona —Nell sintió que se sonrojaba mientras él se aseguraba de que estaba bien plantada sobre sus pies.
—¿Pasa algo? —preguntó Crash, soltándola por fin—. ¿Daisy...?
—Está bien —dijo Nell—. Pero ha dicho que sí.
Crash no se molestó en preguntar. Esperó a que ella se explicara. Iba vestido de negro otra vez, pero, como empezaba a notarse el frío del invierno, se había puesto un jersey de cuello alto, en vez de su camiseta habitual.
Los hombres solían estar guapos con un jersey negro de cuello alto. William Hawken estaba espectacular.
El jersey se ceñía a sus hombros y a sus brazos, realzando sus músculos tensos. Tenía gracia: a Nell siempre le había parecido un poco delgado (más flaco y nervudo que musculoso), porque casi siempre llevaba ropa un poco ancha. Nunca se ponía camisetas estrechas, y siempre llevaba los pantalones un poco bajos y sueltos.
Pero, en realidad, era de complexión sólida como una roca.
Nell notó que volvía a sonrojarse al darse cuenta de que estaba allí parada, mirándolo.
—Hoy estás muy guapo —dijo—. Me gusta ese jersey.
—Gracias —contestó él. Si estaba sorprendido, no lo demostró. Claro que nunca demostraba nada. Con la única excepción de aquella vez en su apartamento, nunca ponía sobre el tapete las cartas de sus sentimientos.
—Voy a necesitar tu ayuda —Nell empezó a subir hacia el despacho del primer piso que compartía con Daisy—. ¿Sabes algo de bandas de swing y de servicios de catering de comida vegetariana? ¿O dónde encontrar una floristería especializada en flores de Pascua y acebo?
—Un centro navideño puede encontrarse en cualquier floristería —dijo Crash, poniéndose a su lado—. En cuanto a los servicios de catering... No tengo ni idea. Y respecto a las bandas de swing... A mí siempre me ha gustado Benny Goodman.
—Benny Goodman es genial, pero por desgracia está muerto —Nell encendió la luz del despacho, se sentó delante del ordenador y usó el ratón y el teclado para conectarse a Internet—. Tengo que encontrar a un buen músico que esté vivo y que pueda venir la víspera de Nochebuena —volvió a mirar a Crash—. ¿Alguna idea de dónde puedo encontrar media docena de árboles de Navidad de tres metros de alto y con raíz? Y además hay que pensar en las luces y los adornos. Pero no podemos contratar a un decorador, porque sólo hacen, y cito textualmente, «basura monocromática», así que no nos sirven. Necesitamos adornos de verdad, todos de distintos tamaños y colores.
Crash se sentó al otro lado de la mesa.
—¿Vamos a dar una fiesta de Navidad?
Nell se rió. Y luego, para su consternación, sus ojos se llenaron de lágrimas. Parpadeó, pero se dio cuenta de que Crash las había visto porque, durante una fracción de segundo, una extraña mezcla de nerviosismo y dolor cruzó su cara.
—No voy a llorar —le dijo, intentando con todas sus fuerzas no hacerlo—. Es sólo que... —se obligó a sonreír—. Estoy tan triste por Jake... En cierto modo, Daisy lo tiene más fácil, porque es Jake quien va a tener que seguir viviendo. Y a veces, cuando Daisy no está, veo en sus ojos una mirada que me parte el corazón.
Se echó hacia delante y apoyó la cabeza sobre la mesa. Crash sabía que intentaba no llorar, y que no quería que él la viera. Su lealtad lo impresionaba. De eso, él sabía mucho. Era la única emoción fuerte con la que podía identificarse. Y que podía permitirse sentir.
—No tienes por qué estar aquí —dijo.
Ella levantó la cabeza y lo miró con estupor, a través de una cortina de pelo revuelto.
—Claro que tengo que estar. Daisy me necesita más que nunca.
—Pero no te contrató para esto.
—Me contrató como ayudante personal.
—Te contrató para que te ocuparas de sus asuntos profesionales —puntualizó Crash—. Para que ella tuviera más tiempo para pintar.
—Una buena ayudante personal hace lo que sea necesario —contestó Nell—. Si hay que fregar los platos, los friego. O si hay que limpiar la pecera o...
—La mayoría de la gente se habría despedido hace semanas. Tú, en cambio, te has instalado aquí.
—Sí, bueno, me parecía inaceptable que Daisy tuviera que ingresar en una residencia —se apartó el pelo de la cara, agarró un pañuelo y se sonó la nariz enérgicamente—. Y ella detestaba la idea de contratar a una desconocida para que se ocupara de ella veinticuatro horas al día. Pero tampoco quería cargar esa responsabilidad sobre Jake, así que... —se encogió de hombros.
—Así que te ofreciste.
—No tengo formación médica, así que cuando necesite una enfermera tendrá que venir alguien de todos modos, pero al menos Daisy sabrá que estoy ahí —arrojó el pañuelo de papel arrugado al otro lado de la habitación y lo encestó hábilmente en la papelera—. No es para tanto —respiró hondo y fingió mirar la pantalla del ordenador.
—Eso no es cierto y tú lo sabes.
Nell volvió a mirarlo a los ojos.
—¿Vas a ayudarme o no, Hawken?
Crash tuvo que sonreír. Le gustaba su franqueza. Le gustaba ella. Iba a ayudarla, desde luego, pero primero quería aclararle una cosa.
—Sé que todos intentamos parecer tan animados como Daisy —dijo con calma—, pero a veces resulta difícil. No quiero que te preocupes por lo que yo pueda decir o hacer si necesitas llorar un poco. No te preocupes por eso. Esto es muy duro para todos. No hay nada normal en esta situación, y no podemos esperar que los demás se comporten con normalidad. Así que hagamos un trato, ¿de acuerdo? Tú puedes llorar cuando te apetezca, pero no me guardarás rencor si me levanto y me voy cuando empieces a llorar, porque... yo también intento... luchar contra esos sentimientos.
Nell se quedó allí sentada, mirándolo. Tenía los ojos enrojecidos, no llevaba maquillaje y parecía haber dormido tan poco como él.
Tal vez dormirían mejor ambos si compartieran la cama. Crash ahuyentó suavemente aquella idea. Sabía que tenía razón, pero también que lo último que necesitaba Nell en ese momento era complicarse la vida con él.
Era una de esas mujeres de las que Crash huía como de la peste cuando entraba en un bar. Se había dado cuenta nada más conocerla. Era demasiado dulce, demasiado lista, demasiado llena de inocencia, de vitalidad y de esperanza.
Era una de esas mujeres que no lo creería si le decía que no quería una relación a largo plazo. Una de esas mujeres que creían que podían cambiarlo.
Una de esas mujeres que llorarían cuando hiciera la maleta. Que le suplicarían que volviera.
No, en circunstancias normales, no se acercaría a Nell. Y ahora mismo ella era un caldero hirviente de emociones de alto octanaje. Crash sabía (no por vanidad, sino por simple experiencia) que no haría falta mucho para que se creyera enamorada de él. Lo sabía porque él mismo estaba experimentando los mismos altibajos anímicos.
Pero, tal y como le había dicho a Daisy, él no se enamoraba y se conocía lo bastante bien como para darse cuenta de que el arrebato de emociones que sentía era irreal. Tenía que serlo. Y ceder a aquella poderosa tentación física era lo peor que podía hacerle a aquella mujer, por más que deseara aferrarse a alguien. Por más que deseara la distracción del placer sexual.
Nell le gustaba demasiado: no podía utilizarla de esa manera. Y sabiendo lo que sabía de ella, estaría utilizándola.
Se obligó a dar un paso atrás, para distanciarse un poco más de sus emociones. Había encerrado su atracción por Nell en esa zona de espera que había creado en su mente, junto a toda la furia, la rabia, el dolor y la pena que sentía por la inminente muerte de Daisy. Lo único que tenía que hacer era poner un poco más de distancia, alejarse un poco más.
Nell, sin embargo, se movió por fin: le tendió la mano por encima de la mesa.
—Trato hecho —dijo—. Pero que conste que no suelo llorar así como así.
Crash tomó su mano. Era mucho más pequeña que la suya, de dedos delgados y frescos. Pero también era firme, y aquella firmeza, unida a la sonrisa ladeada que le lanzó, casi dio al traste con su determinación de mantenerse alejado de ella.
Estuvo a punto de preguntarle sin rodeos si quería intentar desahogar un poco de tensión con él esa noche. Daisy los había puesto a propósito en habitaciones contiguas. No sería difícil colarse en su cuarto y...
Nell lo miraba con los ojos muy abiertos, como si supiera lo que estaba pensando. Crash se dio cuenta entonces de que seguía agarrándole la mano. La soltó inmediatamente.
Tenía que distanciarse.
Carraspeó. Aquella conversación había empezado con abetos, bandas de swing y flores de Pascua.
—Entonces, ¿Jake y Daisy van a dar una fiesta de Navidad?
Nell levantó una ceja.
—¿De veras crees que harían algo tan pedestre y predecible... o tan fácil de organizar? No, no se trata de una fiesta de Navidad cualquiera —le dijo—. Estaba con Daisy en el estudio cuando entró Jake y le preguntó qué quería hacer esta noche. Pensaba que a lo mejor le apetecía ir al cine. Ella le dijo que últimamente sólo hacían lo que le apetecía a ella, y que no era justo. Que esta noche deberían hacer lo que le apeteciera a él. Y entonces empezaron a discutir sobre la lista de Daisy. Sobre la lista de todas las cosas que quiere hacer antes de... ya sabes.
Crash asintió. Lo sabía.
—Entonces Daisy dijo que lo más justo sería que Jake hiciera una lista parecida, y él dijo que no hacía falta. Que en su lista de deseos sólo había una cosa: que ella se pusiera bien y que viviera con él otros veinte años. Y que, si eso no podía ser, que su único deseo era que se casara con él.
Crash sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
Después de tanto tiempo, Jake seguía queriendo que Daisy se casara con él.
—Y ella dijo que sí —continuó Nell suavemente.
Crash intentó deshacer el nudo, pero no pudo.
—¿Así, sin más?
Nell asintió.
—Sí. Por fin ha dado su brazo a torcer.
Pobre Jake. Siempre lo había deseado, y al final sólo iba a tener una engañifa.
Crash sintió que la impotencia y la rabia bullían dentro de él, intentando liberarse y arrastrarlo como una ola. No era justo. Tenía que apartar la mirada de los suaves ojos azules de Nell, o empezaría a llorar. Y, si empezaba, no podría parar.
—Tal vez —dijo Nell suavemente—, tal vez saber que Daisy lo quería tanto que estuvo dispuesta a ceder y a casarse con él ayudará a Jake. Puede que algún día encuentre consuelo en eso.
Crash sacudió la cabeza, incapaz de mirarla a los ojos. Se levantó, consciente de que ella lo entendería si se alejaba. Pero Nell también le había pedido su ayuda. Volvió a sentarse e intentó distanciarse un poco más, dejar de sentir tanto. Respiró hondo, exhaló lentamente. Y cuando habló, su voz sonó firme.
—Así que tenemos que planear una boda.
—Sí. Daisy dijo que sí, y luego se volvió hacia mí y me preguntó si podría ocuparme de todos los preparativos... en tres semanas exactas. Naturalmente, yo también dije que sí —se rió, y su risa sonó casi histérica y aturdida—. Por favor, dime que me ayudarás.
—Te ayudaré.
Ella cerró los ojos un momento.
—Menos mal.
—Pero no tengo mucha experiencia en estas cosas.
—Yo tampoco.
—De hecho, evito las bodas como si fueran una plaga —reconoció él.
—Todas mis amigas de la universidad que están casadas, o se escaparon o se casaron en la otra punta del país —dijo Nell—. Nunca he estado en una boda de verdad. Lo más parecido que he visto fue la boda de Carlos y Diana por la tele, de pequeña.
—Pues seguramente fue un pelín más ostentosa de lo que querrán Jake y Daisy.
Nell se rió, pero su risa se cortó en seco. Crash acababa de hacer una broma. Porque eso había sido una broma, ¿no?
Él no sonreía, pero había un destello en sus ojos. Un brillo de humor. ¿O eran lágrimas?
Crash volvió la cabeza y se quedó mirando la puntera de una de sus botas. Con los párpados bajados, Nell no podía verle los ojos, y cuando volvió a levantar la mirada, tenía un semblante completamente inexpresivo.
—Deberíamos hacer una lista de cosas esenciales para una boda —sugirió Crash.
—Tenemos a la novia y al novio. Son bastante esenciales, y ya podemos tacharlos de la lista.
—Pero necesitarán ropa.
—Un vestido de novia... Uno muy extravagante, para que Daisy sienta que no se está rindiendo a las convenciones sociales —Nell inició una búsqueda en Internet—. Tiene que haber una lista de boda en alguna parte que podamos usar para que no se nos olvide nada importante.
—Las alianzas, por ejemplo.
—O alguien que oficie la ceremonia. ¡Santo cielo! —Levantó la vista y empujó hacia él el teléfono y las páginas amarillas—. Árboles —dijo—. Media docena de árboles de Navidad de unos tres metros de alto. Vivos.
—Y disponibles lo antes posible —dijo él—. Ya puedes tachar eso de tu lista —echó mano del teléfono, pero Nell no lo soltó.
Crash la miró.
—Gracias —dijo ella suavemente. Ambos sabían que no sólo se refería a su ayuda con los preparativos de la boda.
Crash asintió con la cabeza.
—Eso también puedes tacharlo de tu lista.
—¿Un acuerdo prenupcial? —preguntó Nell, atónita.
Crash se detuvo en la puerta de la cocina y la vio sentada a la mesa frente a Dexter Lancaster, el abogado de Daisy y Jake.
Había preparado té y rodeaba con ambas manos su taza, como si tuviera frío.
Lancaster era un hombre muy corpulento. Medía al menos diez centímetros más que Crash y pesaba al menos treinta kilos más, pero la mayoría de esos kilos eran resultado de demasiados donuts y bollos por la mañana y demasiadas porciones de tarta de queso con arándanos por la noche. La edad y su debilidad por los dulces habían conspirado para limar las aristas de su físico y, como consecuencia de ello, irónicamente, era posiblemente más guapo a sus cuarenta y nueve años que cuando tenía treinta.
Lancaster era un tipo grandullón y campechano, de cálidos ojos azules que brillaban tras unas gafas redondas de metal. Su cabello era castaño claro, todavía abundante y sin una sola pincelada de gris.
Suspiró al responder a Nell.
—Sí, lo sé, parece una locura, pero en cierto modo aclarará exactamente qué quiere dejar Daisy a sus otros allegados, además de a Jake. Si sus últimas voluntades figuran tanto en el testamento como en el acuerdo prenupcial, todo será más rápido cuando ella... —sacudió la cabeza, se quitó las gafas y se enjugó los ojos con ambas manos—. Perdona.
Nell respiró hondo.
—No te preocupes. Va a pasar, ¿sabes? Daisy lo tiene asumido. Habla de ello con naturalidad. Nosotros deberíamos hacer lo mismo —soltó un sonido a medio camino entre una risa y un sollozo—. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, ¿eh?
Dex Lancaster dejó sus gafas sobre la mesa y estiró el brazo para poner su mano sobre la de ella.
—Es fantástico para ellos que estés aquí, ¿lo sabías?
Eso mismo pensaba Crash al menos tres veces al día. Pero nunca lo decía en voz alta. Pensaba que Nell ya lo sabía.
Ella sonrió a Lancaster.
—Gracias.
El abogado le devolvió la sonrisa, sin soltarle la mano.
Nell le gustaba. Le gustaba mucho.
Dexter Lancaster estaba enamorado de ella. Le sacaba veinte años, como mínimo, pero Crash comprendió por sus gestos y por cómo la miraba que la encontraba innegablemente atractiva.
Lancaster no era tonto. Y teniendo en cuenta que su bufete era uno de los más afamados del país, tampoco era un perdedor. La invitaría a cenar en cualquier momento.
—Me preguntaba... —comenzó a decir.
Crash tosió y entró en la habitación. Nell apartó la mano de la de Lancaster y se volvió para mirarlo.
—Has vuelto —dijo, lanzándole una sonrisa. Una sonrisa más grande que la que había dedicado al abogado—. ¿Te ha costado encontrar los anillos?
Crash sacó del bolsillo interior de su chaqueta las dos cajitas y las puso sobre la mesa, delante de ella.
—No, nada.
—Conoces a Dex, ¿verdad? —preguntó ella.
—Nos hemos visto un par de veces —respondió Crash.
El abogado se levantó y le tendió la mano. Crash se la estrechó.
Pero aquel apretón no fue un saludo, sino un pulso. Saltaba a la vista, por la forma en que lo miraba Lancaster, que intentaba averiguar cuál era su relación con Nell.
Crash le sostuvo la mirada sin vacilar. Y después de estrecharle la mano, se situó detrás de la silla de Nell y apoyó la mano sobre el respaldo de su silla, en un gesto claramente posesivo.
¿Qué demonios estaba haciendo? No quería a aquella chica.
Había resuelto mantenerse alejado de ella, guardar las distancias, tanto físicamente como sentimentalmente.
Se fiaba muy poco de los abogados, y Dexter Lancaster no era una excepción, pese a que sus ojos brillaran como los de Santa Claus. El abogado miró su reloj.
—Tengo que irme —miró a Nell—. Hablaremos pronto —se despidió de Crash con una inclinación de cabeza mientras se ponía el abrigo—. Me alegra volver a verte.
Y un cuerno.
—Cuídate —mintió Crash, a su vez.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Nell en cuanto la puerta se cerró detrás de Dexter.
Crash abrió la nevera y fingió enfrascarse en su contenido.
—Es sólo una pequeña rivalidad entre el Ejército de Tierra y la Armada.
Nell se echó a reír.
—Será una broma. ¿Toda esa tensión sólo porque tú perteneces a la Armada y él estuvo en el Ejército de Tierra?
Crash sacó un refresco y cerró la puerta de la nevera.
—Absurdo, ¿no? —dijo mientras huía a la otra habitación.