Capítulo 10

La gente había acudido en tropel a ver el espectáculo.

Los grilletes de Crash tintineaban cuando lo condujeron a la sala del tribunal para el inicio de la vista. Intentó no mirar las caras que lo observaban desde la galería.

Pero fracasó.

Los supervivientes de su equipo SEAL (sus ex compañeros) estaban sentados al fondo, con los brazos cruzados y una mirada venenosa. Lo creían responsable de la muerte del capitán Lovett y del Zorro. Creían que los informes balísticos eran ciertos. Pero ¿por qué no iban a creerlo? Todo el mundo lo creía.

Excepto Nell Burns. Ella también estaba allí sentada. Crash sintió un arrebato de calor y luego de frío al pensar que no había logrado ahuyentarla. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? ¿Qué tenía que decir o hacer para que se alejara de él para siempre?

No quería tener que perder el tiempo preocupándose porque Nell fuera por ahí proclamando su inocencia, removiendo las cosas y atrayendo la atención de un hombre capaz de matar a un almirante para mantener oculta su identidad.

Prefería imaginársela a salvo en casa. Cielo santo, incluso prefería imaginársela desayunando en la cama con Dexter Lancaster a tener que preocuparse porque se convirtiera en blanco de un hombre sin escrúpulos.

No la miró a los ojos, aunque dejó claro que la había visto. Le dio la espalda a propósito y rezó para que ella se marchara.

Pero cuando se dio la vuelta vio otra cara conocida entre la multitud.

El teniente Blue McCoy, de la Brigada Alfa, estaba sentado en la primera fila del palco lateral.

Crash no esperaba que Blue fuera a mirarlo boquiabierto, ni a quedarse allí sentado, escupiéndole para sus adentros, listo para prorrumpir en vítores cuando el presidente del tribunal afirmara su intención de condenarlo a muerte.

Le había gustado trabajar con Blue. Había confiando en él casi inmediatamente. Y creía que Blue también confiaba en él.

No intentó mirar hacia Blue, pero un movimiento llamó su atención.

Se volvió y Blue volvió a hacerlo. Moviéndose rápidamente, casi imperceptiblemente, le hizo una seña con la mano. «¿Estás bien?».

No había reproche en sus ojos, ni odio, ni animosidad. Sólo preocupación.

Crash se volvió para mirar al juez sin responder. No podía hacerlo. ¿Qué podía decir?

Cerró la mano alrededor del trozo de metal doblado que había ocultado en su palma y sintió el roce áspero de sus bordes. Estaba deseando liberarse de aquellas cadenas. Ansiaba volver a ver el cielo.

Se moría de ganas de encontrar al hombre que había matado a Jake y mandarlo directamente al infierno.

Ya sólo era cuestión de minutos.

Aguantó la vista sin oír apenas las voces monótonas de los abogados. Sentía las miradas de sus ex compañeros fijas en su espalda. Sentía a Blue observándolo.

Y si cerraba los ojos y respiraba muy hondo, podía fingir que sentía el dulce perfume de Nell.

Cuando los dos guardias sacaron a Crash de la sala del tribunal, Nell deseó que volviera la cabeza y la mirara.

No esperaba que sonriera, ni que inclinara la cabeza. Lo único que quería era que la mirara a los ojos.

Se había puesto un jersey rojo de cuello alto para destacar entre los trajes oscuros y los abrigos de invierno. Sabía que él la había visto. Había mirado hacia ella al entrar... pero no a los ojos.

Crash salió sin mirarla. Su conducta era como un eco de las palabras que le había dicho tres días antes: «márchate».

Pero Nell no podía hacer eso.

No iba a hacerlo.

Se levantó y pasó por delante de las rodillas de la gente que seguía sentada en sus asientos, se habían quedado allí a esperar la vista de la fianza, que se celebraría esa tarde.

La vista acabaría casi antes de empezar: el abogado de Crash pediría la libertad bajo fianza. A fin de cuentas, su cliente se había declarado inocente. Pero el juez miraría a Crash, encadenado como un monstruo debido a que sus manos y sus pies se consideraban armas letales, pensaría que, siendo un antiguo SEAL, podía desaparecer sin dejar rastro, y le negaría la libertad bajo fianza.

Nell se subió un poco más la tira del bolso por el hombro y, con la cazadora en el brazo, salió al pasillo.

El abogado de Crash, el capitán Phil Franklin, un negro alto con el uniforme de la Armada cargado de condecoraciones, andaba por allí, y Nell estaba decidida a hablar con él.

Al salir al pasillo lo vio entrar en el ascensor.

Había mucha gente esperando para subir o bajar, así que Nell sólo pudo ver qué dirección tomaba el ascensor.

Bajaba. Cuatro pisos seguidos, hasta el sótano. Allí había una cafetería. Con un poco de suerte, encontraría al abogado allí.

Abrió la puerta de la escalera. Al cruzarla, estuvo a punto de chocar con un hombre que bajaba del piso de arriba a toda velocidad, saltando los escalones de dos en dos y de tres en tres.

Crash la reconoció al mismo tiempo que ella lo reconocía a él. Nell se dio cuenta porque se quedó paralizado.

Entonces miró sus ojos azules. Crash estaba solo. No había guardias con él, y sus grilletes habían desaparecido.

Nell comprendió enseguida lo que había ocurrido. Crash se había escapado.

Le lanzó su chaqueta.

—Toma esto —dijo—. Las llaves de mi coche están en el bolsillo.

Él no se movió.

—¡Corre! —exclamó ella—. ¡Márchate!

—No puedo —dijo él, moviéndose por fin. Dio un paso atrás, luego dos—. No voy a permitir que vayas a la cárcel por ayudarme.

—Les diré que agarraste mi chaqueta y saliste huyendo.

Él levantó la comisura de la boca.

—Ya. Como si fueran a creerlo, teniendo en cuenta nuestra historia.

—¿Y cómo van a saber eso? Yo no le he dicho a nadie lo de esa noche.

Algo brilló en los ojos de Crash.

—Me refería a nuestra amistad —dijo en voz baja—. Vivimos en la misma casa un mes entero.

Nell sintió que se sonrojaba.

—Claro.

Crash sacudió la cabeza.

—Tienes que mantenerte alejada de mí. Tienes que salir de aquí, irte a casa y no mirar atrás. No pienses en mí, no hables de mí con nadie. Finge que no me conoces. Olvídate de que existo.

Ella cerró los ojos.

—Márchate, ¿quieres? Sal de aquí, maldita sea, antes de que te atrapen.

Nell no lo oyó marcharse, pero cuando abrió los ojos Crash había desaparecido.

Cuatro horas. Habían pasado casi cuatro horas, y aún nadie podía entrar o salir del juzgado federal.

La alarma había saltado apenas treinta segundos después de que Crash desapareciera en la escalera. Cinco minutos después, el edificio estaba sellado y la policía había emprendido la búsqueda del fugitivo.

Parecía imposible que no lo hubieran atrapado, pero no había duda de que se había ido. Era como si se hubiera esfumado.

Los agentes de la Fincom habían interrogado intensivamente a su abogado, pero ahora el capitán Phil Franklin estaba sentado a solas en la cafetería, leyendo un periódico.

Nell se sentó frente a él.

—Discúlpeme, señor. Me llamo Nell Burns, y soy amiga de su cliente desaparecido.

Franklin la miró inexpresivamente por encima del periódico.

—¿Amiga?

—Sí. Amiga. Y sé que no mató al almirante Robinson.

Franklin bajó su periódico.

—Conque lo sabe, ¿eh? ¿Estaba usted allí, señorita...? Lo siento, ¿cómo ha dicho que se llama?

—Nell Burns.

—¿Estaba usted allí, señorita Burns? —repitió él.

Nell negó con la cabeza.

—No, pero estuve allí el año pasado. Fui la ayudante personal de Daisy Owen, o de Daisy Robinson, mejor dicho, hasta el día de su muerte. Viví bajo el mismo techo que Daisy, que Jake y que William Hawken durante un mes entero. Lo siento, señor, pero el hombre al que yo conozco quería a Jake. Habría preferido morir a hacer daño al almirante.

Franklin bebió un sorbo de su café mientras la observaba con sus ojos desconcertantemente oscuros.

—El ministerio fiscal tiene testigos que aseguran haber visto al almirante Robinson discutiendo con el teniente Hawken en enero pasado —dijo por fin—, antes de que Hawken se marchara al extranjero para una larga temporada. Al parecer, mi cliente... su amigo, Billy, y la víctima mantuvieron una discusión muy acalorada.

—No creo que eso sea posible —contestó ella—. Esos testigos deben de estar en un error. Durante todo el tiempo que viví con Crash... aunque en realidad no vivimos juntos —puntualizó rápidamente—. Me refería a que durante el tiempo que vivimos bajo el mismo techo... —se estaba sonrojando, pero siguió con determinación—, jamás oí al teniente Hawken alzar la voz. Ni una sola vez.

—Los testigos aseguran que estaban discutiendo por una mujer.

—¿Qué? —Nell soltó un bufido, incrédula y avergonzada—. Eso es imposible. La única mujer que les importaba era Daisy, y murió unos días antes de Navidad —se inclinó hacia delante—. Capitán, quiero declarar. Como testigo de descargo, ¿no es así como se llama?

—Sí, así es. Pero cuando el acusado consigue burlar a sus guardias y quitarse los grilletes con el equivalente a un clip para papel... —Franklin sacudió la cabeza—. Ese hombre ha huido, señorita Burns. Si lo atrapan, si alguna vez va a juicio, no creo que su declaración como testigo de descargo vaya a servir de gran cosa. Porque cuando un detenido huye, a ojos del juez y del jurado se convierte inmediatamente en culpable.

—No ha huido —Nell no tenía ninguna duda al respecto—. Ha ido en busca de la persona responsable de la muerte de Jake.

Franklin la miró fijamente.

—¿Sabe usted dónde está?

—No. Pero no creo que vayan a encontrarle hasta que él mismo se entregue. Y le aseguro que, cuando vuelva, llevará consigo al verdadero asesino del almirante.

—¿Cabe la posibilidad de que intente ponerse en contacto con usted?

Nell deseó que así fuera. Pero sacudió la cabeza.

—No. Ha sido muy tajante: quería que me mantuviera apartada de todo esto.

Franklin levantó las cejas.

—¿Y así es como le hace usted caso?

Ella no contestó.

El abogado se quedó callado unos segundos.

—Para serle sincero, señorita Burns, durante las conversaciones que he mantenido con el teniente Hawken no me ha dado la impresión de que le importara mucho esta vista. Parecía muy... distante y... ajeno, supongo que sería la palabra más adecuada para describirlo. Cuando le pregunté, me dijo que no había conspirado para matar al almirante Robinson. Pero las pruebas balísticas son irrefutables. Y no puedo evitar preguntarme si el teniente no sufriría una especie de crisis nerviosa o...

—No —dijo Nell.

—...o un episodio de estrés postraumático, o...

—No —dijo ella en voz más alta.

—Se portaba de forma muy extraña.

—Él es así. Cuando le cuesta enfrentarse a algo, se cierra en banda. Quería a Jake —dijo de nuevo—. Y estas últimas semanas tienen que haber sido un infierno para él. Perder a un hombre al que quería como a un padre y ser luego acusado de su muerte... —Nell le sostuvo fijamente la mirada—. Mire, capitán, he estado pensando. Quien mató a Jake sabía de su relación con Billy. Lo utilizaron para meter a los asesinos en su casa. Ése es el único motivo por el que Billy, o Crash, estaba allí esa noche.

Franklin no disimuló su escepticismo.

—¿Y los informes balísticos se equivocan por completo?

—Sí —dijo Nell—. Se equivocan. Creo que alguien cometió un error en el laboratorio. Creo que habría que repetir esas pruebas. De hecho, como abogado de Crash, debería exigir que se analizaran de nuevo las armas.

El capitán se limitó a mirarla. Luego suspiró.

—Cree de veras que Crash es inocente, ¿verdad?

—No es que lo crea, es que lo sé —respondió ella—. Billy no mató a Jake.

Franklin volvió a suspirar. Luego sacó una libreta y un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta. Tomó una tarjeta con su nombre y su número de teléfono y la deslizó hacia ella por la mesa.

—Ahí tiene mi número —dijo—. Convendría que me diera el suyo. Y también su dirección. Y deletréeme su apellido, ya que está.

—Gracias —Nell casi se sentía aturdida de alivio cuando se guardó la tarjeta y le dio toda la información que le había pedido.

—No me las dé aún —dijo él—. Hablaré con el juez sobre la posibilidad de repetir esas pruebas. Pero no se haga ilusiones. Es muy posible que el tribunal no esté dispuesto a invertir su dinero en eso.

—Yo pago —dijo ella—. Dígale al juez que yo pagaré las pruebas balísticas. No importa lo que cuesten. Yo corro con los gastos.

El capitán Franklin cerró la libreta y volvió a guardársela en el bolsillo. Al levantarse, le tendió la mano.

—Gracias, capitán —repitió ella.

Él no le soltó la mano enseguida.

—Señorita Burns, confío en no verme nunca en la situación del teniente Hawken, pero si alguna vez me ocurre algo semejante, espero que alguien crea en mí como usted cree en él —sonrió—. No puedo creer que esté diciendo esto, pero es muy afortunado por tener una amiga como usted.

—Por favor, llame al juez, capitán —repuso Nell—. Cuanto antes, mejor.

Nell no podía dormir.

A las dos de la madrugada acabó de redactar una propuesta para conseguir una subvención para el teatro, pero después de mandarle a Amie una copia del borrador por correo electrónico seguía estando demasiado inquieta para echarse a dormir.

Crash estaba allí fuera, en alguna parte. Por primera vez desde hacía semanas, ella no sabía dónde estaba exactamente.

Dio una vuelta por la cocina y abrió la nevera, pero dentro no encontró nada que le apeteciera. Así que se puso las zapatillas deportivas y la chaqueta de cuero. Dunkin' Donuts la llamaba. A cinco calles de allí, había un donut bañado en miel con su nombre escrito encima.

Apagó la luz y cerró la puerta, dispuesta a ir a pie, pero hacía tanto frío que corrió a su coche. Recordó que en diciembre del año anterior también había habido una ola de frío. Hasta había nevado. Crash la obligó a lanzarse en trineo y...

Y no la besó. Sí, aquélla había sido otra de las muchas noches en que no la besó.

Arrancó, revolucionando el motor con la esperanza de que el coche se calentara pronto para poder encender la calefacción.

Su lealtad hacia Crash parecía haber impresionado al capitán Franklin. Pero, a decir verdad, era una idiota. Una loca de remate.

No había nada que la uniera a Crash, salvo sus anhelos, mal encaminados.

Un año antes, se había acostado con él. Y eso había sido todo. Sexo. Punto y final. La intensidad y las emociones del momento no significaban que Crash sintiera algo por ella. Lo que habían sentido esa noche se debía a la muerte de Daisy. Cuando Crash la besó con tanta fiereza, cuando la penetró, no fue porque quisiera unirse sentimentalmente a ella. No, aquello había sido puramente físico. Crash se había servido del sexo para descargar su dolor y su ira. Había buscado un consuelo fugaz dejándose envolver por la calidez de su cuerpo. Ella podía haber sido cualquier otra, una mujer anónima y sin rostro. Su identidad no importaba, en realidad.

Lo más absurdo de todo era que Nell se había sentido más dolida porque Crash pusiera fin a su amistad que porque admitiera sinceramente que aquello sólo había sido sexo.

Le había escrito cartas. Y en ellas había hecho gala de una sinceridad brutal: le decía que esperaba que lo ocurrido entre ellos no afectara a su amistad y le pedía que la llamara cuando estuviera en la ciudad.

Él no la había llamado.

Ni le había escrito.

Y si no se hubiera armado todo aquel lío, Nell estaba segura de que no habría vuelto a saber nada de él.

Al acercarse a Dunkin' Donuts, vio que el letrero luminoso estaba apagado. La tienda solía estar abierta toda la noche, y Nell, que no se explicaba por qué estaba cerrada, soltó una sarta de improperios; algunos hasta los dijo dos veces. Después, siguió conduciendo. En algún sitio del distrito de Columbia había una tienda de donuts abierta, y ella pensaba encontrarla.

Giró a la derecha y de pronto se dio cuenta de que estaba siguiendo hacia la granja de los Robinson, que tan bien conocía.

Sabía que no había ninguna tienda de donuts por el camino, pero siguió adelante.

La autopista estaba vacía, salvo por unos pocos camiones.

No encendió la radio durante los veinte minutos que duró el trayecto. Esperaba que el zumbido de los neumáticos le diera sueño.

Pero no fue así. Cuando llegó a la entrada de la granja, estaba más despierta que nunca.

Hacía más de seis meses desde la última vez que estuvo allí, para recoger un cuadro de Daisy que Jake le había regalado para su casa nueva. Entonces era verano. Ahora, en cambio, los árboles estaban desnudos y sus ramas se alzaban hacia el cielo como brazos esqueléticos acabados en garras y atormentados por el aire gélido.

Dios, cuánto odiaba el invierno. ¿Por qué demonios se había comprado una casa en Washington, y no en Florida? Qué ocurrencia.

No lo había hecho pensando en que tarde o temprano Crash llamaría a su puerta. Nada de eso. No creía, en realidad, que él fuera a aparecer en su habitación una noche cualquiera, aunque durante un tiempo se hubiera entregado a esa fantasía.

No, tenía clarísimo que Crash no la quería. Y sabía que no podría afrontar su rechazo una vez más.

Pero a pesar de que él parecía no sentir lo mismo, seguía considerándose su amiga. Habían sido amigos antes de acostarse juntos aquella noche. Y ella podía tomárselo con madurez y seguir siendo amiga suya.

Pero no si Crash no quería que lo fuera.

Al acercarse a la verja de la granja se detuvo por fin, con los ojos llenos de lágrimas.

La granja de los Robinson siempre había estado llena de vida. Incluso en plena noche parecía vibrar, siempre había alguna luz encendida, siempre se tenía la sensación de que había alguien en casa.

Ahora, sin embargo, estaba desierta. Las ventanas de la casa parecían tristes y vacías. La cinta amarilla de la policía ondeaba patéticamente al viento.

Y ya había un cartel de Se vende en la verja.

Al principio, sintió rabia. Jake llevaba muerto menos de dos semanas, y ya había alguien que quería vender su amada granja.

Entonces tuvo que afrontar la realidad.

La granja ya no significaba nada para Jake. Los parientes lejanos que hubieran heredado la granja eran conscientes, obviamente, de que conservar la finca no les reportaría ningún beneficio. No haría volver a Jake de allá donde estuviera, eso desde luego.

De allá donde estuviera...

Fuera donde fuese, Nell confiaba en que hubiera vuelto a encontrarse con Daisy.

Cuando cerró los ojos, los vio bailando juntos. Era una imagen tan clara, tan real... En su imaginación seguían vivos, sonrientes y llenos de energía.

Era una amarga ironía. Hasta en su condición de fantasmas, Jake y Daisy estaban más vivos que Crash o que ella.

Los que habían sobrevivido eran precisamente los que no se permitían vivir. Valiente pareja formaban: Crash se abotargaba conscientemente alejándose de sus emociones, y a ella le daba miedo vivir la vida a tope.

Aunque a decir verdad ya no le daba miedo.

Había dejado de sentir miedo la noche en que descubrió que Jake había muerto y que Crash seguía vivo. Crash seguía vivo y ella iba a ser su amiga, le gustara o no.

Seguía vivo y ella iba a luchar por él. Iba a hacer lo necesario para decirle al mundo entero que era inocente, que todo aquello era una infamia.

De hecho, iba a irse a casa y a primera hora de la mañana llamaría a todos sus contactos en los medios de comunicación. Iba a dar una rueda de prensa.

Y a asegurarse de que esas pruebas balísticas volvían a hacerse.

Hasta se sentía con ánimos para lanzarse esquiando por el monte Washington con una bandera que proclamara la inocencia de Crash, si eso servía de algo.

Dio media vuelta y se fue a casa.

Eran las cuatro de la mañana, pero en su calle había un atasco.

Había un embotellamiento en toda regla, causado por cuatro camiones de bomberos y tres furgones de televisión.

Estaban allí porque su casa estaba en llamas.

Su casa estaba en llamas.

No se molestó en aparcar. Apagó el motor en plena calle y salió del coche.

Desde donde estaba sintió el calor del incendio. Veía llamas saliendo de todas las ventanas.

—¡Mueva ese coche! —Le gritó un bombero.

—No puedo —contestó, aturdida—. Mi garaje está ardiendo.

—¿Es usted la propietaria?

Nell asintió con la cabeza. Era la propietaria, pero dentro de poco sólo tendría un montón de cenizas.

—¡Eh, Ted! ¡Ésta es la señora que vive aquí!

Se acercó otro hombre más bajo. Su casco lo identificaba como el jefe de bomberos.

—¿Hay alguien dentro? —preguntó.

Nell negó con la cabeza, sin dejar de mirar las llamas.

—No.

—Menos mal —él levantó la voz—. ¡No hay nadie dentro! ¡Todo el mundo fuera! ¡Rápido!

—¿Cómo ha podido ocurrir esto?

—Seguramente habrá sido un fallo eléctrico —le dijo el jefe—. Es posible que haya empezado siendo muy poca cosa, pero las casas tan viejas como ésta arden como la yesca, sobre todo en esta época del año. Tendremos una idea más clara de cómo empezó cuando lo apaguemos y podamos entrar a echar un vistazo. En todo caso, tiene usted suerte de no haber estado en casa, o seguramente ahora estaríamos sacando su cadáver de ahí dentro.

Tenía suerte.

Tenía muchísima suerte. Nell no recordaba cuándo había sido la última vez que estuvo en pie a aquellas horas, y fuera de casa, además. Tenía una suerte endiablada.

Intentó con todas sus fuerzas sentirse afortunada mientras contemplaba en medio de la penumbra cómo se convertía en humo todo lo que poseía, salvo su coche y su ropa. Había cosas que se estaban quemando en ese momento que no podría reemplazar. Fotografías, por ejemplo. Tenía una foto fantástica con Crash y Jake que les había hecho Daisy. Todos sus libros y sus discos, los platos que le había regalado su abuela, la acuarela irremplazable de Daisy... Todo se había perdido. Sólo había pasado dos horas fuera de casa, y con un chasquido de dedos casi todos sus tesoros habían desaparecido.

Se le llenaron los ojos de lágrimas e intentó refrenarlas. Tenía mucha suerte, maldita sea. Podría haber muerto.

Había amanecido cuando el fuego se apagó por fin, y media mañana cuando acabó de rellenar los impresos del seguro y todo el papeleo.

Luego se fue al Ritz-Carlton (uno de los hoteles más elegantes de la ciudad) y pidió una habitación carísima. Se lo merecía.

Estaba exhausta, pero se detuvo a llamar al despacho del capitán Franklin. Dejó el número de teléfono del hotel y un mensaje pidiéndole que la llamara si tenía alguna noticia del paradero de Crash.

Agotada, se quitó la ropa, se metió en la cama y casi inmediatamente cayó en un sueño profundo y vacío.