Capítulo 9

Un año después

Alguien abrió fuego.

Alguien abrió fuego y el mundo pareció moverse a cámara lenta.

Crash vio que Jake salía despedido hacia atrás por la fuerza del impacto, con los brazos extendidos y la cara paralizada en una mueca terrible. Una explosión de sangre roja apareció bruscamente en la pechera de su camisa.

Crash se oyó gritar, vio que el jefe Pierson también caía y sintió el impacto de una bala en el brazo. Impulsado por sus años de entrenamiento, rodó por el suelo, se cubrió y comenzó a disparar.

Cerró parte de su cerebro, como hacía siempre en un tiroteo. No podía permitirse pensar en términos humanos cuando repartía plomo por la habitación. No podía permitirse sentir nada.

Analizó desapasionadamente la situación mientras esquivaba las balas y devolvía los disparos. Jake había sacado la pistola compacta que siempre llevaba debajo del brazo izquierdo. A pesar de que la herida que Crash había visto en su pecho parecía mortal, el almirante había encontrado fuerzas para parapetarse y abrir fuego.

Podía haber un solo pistolero, o tres, como mucho. Crash notó que su capitán, Mike Lovett, y el jefe Steve Pierson, un SEAL al que llamaban el Zorro, estaban indudablemente muertos. Apuntó a uno de los pistoleros y lo eliminó con toda eficacia.

No era un hombre. Era un pistolero. El enemigo. Había al menos dos armas más disparando. Oyó el fragor de la sangre en sus oídos al volcar una de las mesas preferidas de Daisy y utilizarla como escudo para llegar a un rincón desde el que podía intentar cargarse a otro pistolero.

No a otro hombre, sino a otro pistolero. Mike y el Zorro tampoco eran ya sus compañeros de equipo. Eran caídos en combate. Bajas.

Crash ya no podía hacer nada por ellos. Pero Jake no estaba muerto aún. Y si él podía eliminar al último pistolero, tal vez Jake pudiera salvarse...

Y Crash quería que viviera. Lo deseaba con una emoción tan intensa que inmediatamente intentó alejarla de sí. Tenía que distanciarse. Alejarse por completo. La emoción hacía que le temblaran las manos y enturbiaba sus sentidos. Podía ser la causa de su muerte.

Se escindió limpiamente del hombre que quería montar en cólera y llorar la muerte de sus compañeros. Se separó del hombre que deseaba casi frenéticamente correr al lado de Jake, restañar sus heridas, obligarlo a mantenerse con vida.

Se miró a sí mismo desde fuera y sintió que la lucidez se apoderaba de él. Notó que sus sentidos se aguzaban, que el tiempo se ralentizaba más aún. Sabía que el último pistolero estaba rodeando la habitación, que buscaba el modo de acabar con Jake, y luego con él.

Un segundo.

Oyó a los escoltas del almirante gritando y aporreando la puerta cerrada del despacho.

Dos segundos.

Oyó el ruido casi imperceptible que hizo el pistolero al cambiar de posición. Ahora sólo quedaba uno, y primero iría a por el almirante. Crash no lo dudaba ni por un momento.

Tres segundos.

Oyó que Jake luchaba por respirar. Comprendió sin emoción que uno de sus pulmones estaba inutilizado. Si no recibía atención médica enseguida, moriría.

Cuatro.

Otro ruido, y Crash localizó con toda exactitud al tirador.

Se levantó de un salto y disparó.

Y el último pistolero dejó de ser una amenaza.

—¿Billy? —La voz de Jake sonaba débil y jadeante.

Como si una aguja se deslizara por un disco de fonógrafo, el mundo pareció volver a moverse a su velocidad normal.

—Sigo aquí —Crash se acercó enseguida a su viejo amigo.

—¿Qué demonios ha pasado?

Tenía la camisa empapada de sangre.

—Eso iba a preguntarte —contestó Crash mientras apartaba suavemente la camisa para dejar al descubierto la herida. Cielo santo, con una herida así, era un milagro que Jake siguiera aferrándose a la vida.

—Alguien... quiere... matarme...

—Eso parece —Crash tenía formación médica (todos los SEAL la tenían), pero los primeros auxilios no servirían de nada. Le tembló la voz, pese a su determinación de mantener la calma—. Señor, tengo que ir a buscar ayuda.

Jake se agarró a su camisa, con los ojos enturbiados por el dolor.

—Tienes... que escucharme. Te he mandado... un archivo... con pruebas... sobre lo que pasó en el sureste asiático... hace seis meses... Tú estabas allí... ¿recuerdas?

—Sí —dijo Crash—. Lo recuerdo —en una pequeña isla independiente, dos grandes traficantes de drogas habían iniciado una guerra civil al enfrentar a sus ejércitos—. Murieron dos marines. Jake, por favor, podemos hablar de esto de camino al hospital.

Pero Jake no le soltó.

—La guerra... la instigó un americano... un comandante de la Armada...

—¿Qué? ¿Quién?

La puerta se abrió de golpe y los escoltas de Jake irrumpieron en el despacho.

—¡Necesito una ambulancia inmediatamente! —gritó el jefe de seguridad nada más echar un vistazo al almirante.

—No sé... quién —jadeó Jake—. Alguien... alguien que... que tenía una tapadera. Hijo, cuento... cuento contigo...

—¡No te mueras, Jake! —Un equipo sanitario rodeó al almirante, apartando a Crash.

«Por favor, Dios mío, que no se muera».

—Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

Crash se volvió y vio al comandante Tom Foster, el jefe de seguridad de Jake, detrás de él. Respiró hondo y soltó una bocanada de aire. Cuando habló, su voz sonó serena de nuevo.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe?

Crash no se permitió reaccionar, no dejó que la ira lo dominara. Era lógico que Foster estuviera furioso y disgustado. Crash lo entendía muy bien. Ahora que el tiroteo había acabado, le temblaban las manos y estaba aturdido. Se agachó, deslizando la espalda por la pared del despacho privado de Jake, y se sentó en el suelo.

Entonces se dio cuenta de que el brazo le sangraba mucho. Había perdido bastante sangre. Dejó su arma y presionó la herida con la otra mano. Por primera vez desde que le habían dado, notó el dolor abrasador. Levantó la mirada.

—No he visto quién ha hecho los primeros disparos —dijo con firmeza.

Se volvió para ver cómo el equipo sanitario se llevaba a Jake de la habitación. «Por favor, que no se muera».

El jefe de seguridad lanzó una maldición.

—¿Quién querría matar al almirante Robinson?

Crash sacudió la cabeza. Él tampoco lo sabía. Pero iba a averiguarlo.

Dex Lancaster le dio un beso de buenas noches.

Nell comprendió por su mirada, y por el tenue ardor de sus labios, que esperaba que lo invitara a pasar.

Y no le sorprendió. Habían cenado juntos siete u ocho veces, y a ella le gustaba sinceramente.

Él bajó la cabeza para besarla de nuevo, pero ella volvió la cabeza y la boca de Dexter le rozó la mejilla.

Dexter le gustaba, pero no estaba preparada para aquello.

Forzó una sonrisa mientras abría la puerta.

—Gracias por la cena.

Él asintió con un brillo de humor y resignación en la mirada.

—Te llamaré —empezó a bajar los escalones, y su largo abrigo ondeó tras él como una elegante capa. Luego se detuvo y se volvió para mirarla—. ¿Sabes?, yo tampoco tengo prisa, así que tómate todo el tiempo que necesites. He decidido no dejar que me ahuyentes —con un rápido saludo, se marchó.

Nell sonrió con desgana al cerrar la puerta y encender la luz de la entrada de su casa. Las mujeres con las que compartía gimnasio habrían hecho cola para invitar a un hombre como Dexter Lancaster a sus casas.

¿Qué le pasaba a ella?

Tenía prácticamente todo lo que había soñado. Una casa propia. Un trabajo estupendo. Un hombre guapo e inteligente que quería estar con ella.

La casa la había comprado con el dinero que le había dejado Daisy Owen. Era una monstruosa mansión victoriana, vieja y llena de corrientes de aire, con cañerías prehistóricas y una instalación eléctrica tan vieja que todavía funcionaba con caja de fusibles. Nell la estaba arreglando poco a poco.

Había encontrado una ocupación que le encantaba: trabajaba a media jornada para Amie Cardoza, una actriz de cine legendaria. Amie había cosechado casi todos sus éxitos en los años setenta y ochenta, pero al hacerse mayor habían dejado de llamarla para papeles protagonistas y desde entonces se dedicaba al teatro. Había puesto en marcha un teatro en pleno centro de Washington, su ciudad natal. Le hacía mucha falta una ayudante: la compañía teatral todavía luchaba por consolidarse, y Amie, además, tenía una vida política muy activa.

Las había presentado Dex, y Nell había sentido una simpatía inmediata por ella. Amie era extravertida, divertida y apasionada. En muchos sentidos se parecía a Daisy. La existencia de su teatro pendía de un hilo, y no podía permitirse pagarle tanto como Daisy, pero a Nell no le importaba. Había utilizado lo que le había sobrado del dinero de Daisy para hacer algunas inversiones que empezaban a darle beneficios. Con eso y la casa completamente pagada, se daba por satisfecha con poder trabajar para alguien a quien admiraba y respetaba, aunque fuera por menos dinero.

Sólo llevaba cuatro meses con Amie, pero su vida transcurría en una cómoda rutina. Los lunes por la mañana trabajaba en casa de la actriz, ocupándose de sus asuntos domésticos. Los martes y miércoles por la tarde se veían en el teatro. Los jueves y viernes dependían de los proyectos que tuviera Amie. Y siempre tenía algún proyecto en marcha.

Dex se pasaba a verlas a menudo. Formaba parte de una organización llamada Abogados por las Artes y trabajaba gratis para el teatro. Aunque era más mayor que los otros hombres con los que Nell había salido, le gustaba. Y cuando, hacía unos meses, la invitó a cenar, no se le ocurrió ni un solo motivo para decirle que no.

Había pasado casi un año desde su último escarceo romántico. O, mejor dicho, desde su último escarceo no romántico. Se había liado con Crash Hawken, un hombre al que debería haber aceptado únicamente como amigo. Pero lo había presionado, buscando algo más, y había perdido su amistad.

Crash nunca la había llamado. Ni siquiera le había mandado una tarjeta en respuesta a las cartas que ella le había escrito. Cuando le había preguntado a Jake por él, el almirante le había dicho que Crash pasaba mucho tiempo en el extranjero. Y que, si estaba esperando a que Crash volviera, más valía que lo hiciera sentada.

Pero Nell no se había quedado sentada esperándolo. A veces, sin embargo, cuando bajaba la guardia, seguía soñando con él.

Incluso después de un año, el recuerdo de sus besos era más fuerte y poderoso que el recuerdo de los labios de Dex, impreso en su memoria desde hacía menos de dos minutos.

Cerró los ojos un momento y deseó olvidarse de Crash. Se negaba a perder el tiempo permitiendo que sus pensamientos vagaran conscientemente en esa dirección. Bastante malo era ya que tomaran ese camino inconscientemente.

Colgó su chaqueta en el armario de la entrada y entró en la cocina para prepararse un té.

La siguiente vez que Dex la invitara a cenar, le pediría que entrara. Se había equivocado. Ya iba siendo hora. Hora de exorcizar viejos fantasmas.

Sonó el teléfono y miró el reloj del microondas. Eran las once. Sería Amie para decirle algo urgente que había olvidado. Algo que tenía que hacer a primera hora de la mañana.

—¿Diga?

—¡Menos mal que estás en casa! —era Amie—. ¡Pon la tele, corre!

Nell pulsó el botón del pequeño televisor en blanco y negro que tenía sobre la encimera de la cocina.

—¿En qué canal? ¿Están diciendo algo en las noticias sobre el teatro?

—En el canal cuatro del cable. Pero no es sobre el teatro. Dios mío, Nell, es sobre ese hombre para el que trabajabas antes. Sobre el almirante Robinson.

—En el canal cuatro hay un anuncio.

—Lo he visto en uno de esos avances —Amie imitó la voz del presentador—. «A las once en punto...». ¡Han dicho algo de un asesinato!

—¿Qué? —El anuncio acabó—. ¡Espera, espera, ya empieza!

La cabecera se alargó interminablemente, pero por fin apareció el presentador, mirando a cámara muy serio.

—Nuestra noticia de portada de esta noche: el portavoz de la Armada ha confirmado que hace tres días se produjo un tiroteo en casa del almirante de la Armada de los Estados Unidos Jacob Robinson, en el que el almirante sufrió heridas de gravedad y varias personas resultaron muertas. Los primeros informes indicaban que los fallecidos podían ser cuatro o cinco. Se cree que todos ellos formaban parte de la escolta del almirante. Conectamos con Holly Mathers, en el centro de Washington.

Nell no podía respirar. Un tiroteo. ¿En la granja? Una joven de aspecto gélido apareció en pantalla, frente a un edificio profusamente iluminado.

—Gracias, Chuck. Nos encontramos a las puertas del hospital Northside, donde acaba de hacerse pública la trágica noticia del fallecimiento de Jake Robinson. Repito, el almirante de la Armada de los Estados Unidos, de cincuenta y un años, ha muerto hace apenas una hora aquí, en Northside, como consecuencia de las heridas de bala que había sufrido en el pecho.

—Dios mío... —Nell buscó a tientas una silla a su espalda, pero no encontró ninguna y se dejó caer en el suelo de la cocina. Jake había muerto. ¿Cómo era posible?

—Los portavoces de la Armada han afirmado que el principal sospechoso de su asesinato se haya bajo custodia policial, también aquí, en el hospital de Northside —continuó la reportera—, donde se cree que está siendo tratado de heridas de escasa gravedad. Aún no se ha informado de la identidad del presunto asesino, ni se han facilitado los nombres de los agentes, al parecer todos ellos miembros de un equipo de los SEAL de la Armada, que dieron sus vidas intentando proteger al almirante Robinson.

SEAL de la Armada. Nell se sintió arder y un instante después se quedó helada. Cielo santo, que Crash no hubiera muerto también...

No se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que Amie preguntó:

—¿Crash? ¿Quién es Crash?

Nell seguía sujetando el teléfono.

—Lo siento, Amie, tengo que colgar. Eso es... horrible. Tengo que colgar y...

¿Qué? ¿Qué podía hacer?

—Lo siento muchísimo, cariño. Sé cuánto apreciabas a Jake. ¿Quieres que vaya a verte?

—No, Amie, tengo que... —llamar a alguien. Tenía que llamar a alguien y averiguar si Crash era uno los fallecidos en la granja.

—No vengas estos próximos días. Tómate todo el tiempo que necesites, ¿de acuerdo?

Nell no respondió. No podía. Se limitó a pulsar el botón del teléfono inalámbrico.

Intentaba pensar. Intentaba recordar los nombres de los amigos de Jake en las altas esferas, personas a las que había llamado para avisarlos del cambio de planes para la boda y, después, de la muerte de Daisy. Había algunos otros almirantes a los que Jake conocía bien. ¿Y cómo se llamaba aquel comandante de la Fincom? Tom algo. Había ido a la granja un par de veces para comprobar la valla de seguridad...

En el televisor, la reportera hablaba con el presentador acerca de la carrera de Jake en Vietnam, de su larga relación con la famosa pintora Daisy Owen, de su boda y de la muerte relativamente reciente de su esposa. La reportera se tocó el auricular.

—Perdona —dijo, interrumpiendo al presentador en medio de una frase—. Acaban de informarnos de que el presunto asesino, el hombre al que se considera responsable de la muerte del almirante Jake Robinson y del asesinato de al menos cinco miembros de su escolta, va a ser trasladado desde el hospital a la sede central de la Fincom, a la espera de procesamiento.

La cámara se movió bruscamente cuando el operador corrió a ocupar su posición. Las puertas del hospital se abrieron y por ellas salió una multitud de policías y hombres uniformados. Nell se puso de rodillas, con el teléfono aún en la mano, y se acercó al televisor intentando vislumbrar la cara del hombre que había matado a su amigo.

El presunto asesino estaba en medio del gentío. Su cabello largo y oscuro se abría por el medio y colgaba, lacio, hasta sus hombros. Pero la imagen seguía oscilando y Nell vio poco más que el pálido borrón de su cara.

—¡Almirante Stonegate! —gritó la reportera a uno de los hombres de la multitud—. ¡Almirante Stonegate! ¡Señor! ¿Puede identificar a ese hombre para nuestros espectadores?

La cámara enfocó al sospechoso, y el teléfono inalámbrico cayó de las manos de Nell y se estrelló con estrépito contra el suelo.

Era Crash. El hombre al que conducían al coche policial era Crash Hawken.

Tenía el pelo largo y grasiento, con la raya al medio. Aquel peinado le favorecía muy poco, pero Nell habría reconocido su cara en cualquier parte. Esos pómulos, esa nariz elegante, esa boca severa. Sus ojos, en cambio, tenían una mirada casi inexpresiva. Parecía no darse cuenta de la explosión de preguntas y flashes que lo envolvía.

Nell sintió un alivio tan intenso que casi se dobló sobre sí misma.

Crash estaba vivo.

Gracias a Dios, estaba vivo.

—Dispongo de autorización oficial para hacer pública la siguiente declaración: el hombre al que se ha detenido es el ex teniente de la Armada William R. Hawken —dijo un hombre con voz ronca.

En la pantalla, Crash era introducido en la parte de atrás de un coche. La cámara enfocó un instante sus manos esposadas a la espalda antes de volver a fijarse, a través de la ventanilla manchada de lluvia, en sus ojos aparentemente inexpresivos.

—Está acusado de conspiración, traición y asesinato en primer grado —continuó aquella voz de hombre. Cuando el coche se alejó, la cámara enfocó a la reportera, que formaba parte de la multitud de periodistas congregada en torno a un hombre bajo y de cabello blanco—. Con las pruebas que tenemos, el caso está cerrado. No me cabe ninguna duda de que Hawken es culpable. Jake Robinson y yo éramos amigos íntimos y pienso hacer cuanto esté en mi mano para que en este caso se aplique la pena de muerte.

La pena de muerte.

Nell se quedó mirando el televisor mientras aquellas palabras atravesaban por fin el alivio que había sentido al ver que Crash estaba vivo.

Crash había sido detenido. Estaba esposado. Lo acusaban de conspiración, había dicho aquel hombre. De traición. Y de asesinato.

Aquello era absurdo. ¿Cómo podía creer alguien que se decía amigo de Jake que Crash lo había matado? Cualquiera que los conociera a ambos sabría que eso era ridículo.

Era imposible que Crash hubiera matado a Jake, del mismo modo que era imposible que ella se acercara a la ventana, la abriera y volara dos veces alrededor de la casa antes de volver a entrar. Era ridículo. Inconcebible. Totalmente absurdo.

Nell se levantó del suelo y entró en el cuartito que había convertido en despacho. Encendió la luz y el ordenador. En alguna parte, en algún archivo olvidado en las entrañas de su disco duro, tenía aún los nombres y los números de teléfono de los invitados a la boda de Daisy y Jake. Alguien podría ayudarla a demostrar que Crash era inocente.

Se enjugó la cara y se puso manos a la obra.

Crash tenía que arrastrar los pies al andar. Iba esposado y encadenado como un delincuente común, incluso para recorrer el corto trayecto entre su celda y la sala de visitas. Sus manos y sus pies se consideraban armas letales debido a su conocimiento de las artes marciales. No podía levantar las manos para apartarse el pelo de la cara sin que un guardia lo apuntara con un rifle.

No se explicaba quién había ido a verlo, quién había tenido el valor de pedir una entrevista cara a cara con un hombre acusado de conspiración, traición y asesinato.

Sin duda no era ninguno de sus compañeros de equipo en los SEAL. De sus ex compañeros de equipo. Había sido despojado de su rango y apartado del ejército nada más ingresar en la prisión federal. Se lo habían arrebatado todo, salvo su nombre, y estaba casi seguro de que eso también se lo habrían quitado si hubieran podido.

Pero no, no había nadie en su antiguo equipo que quisiera sentarse a hablar con él. Todos pensaban que había matado al capitán Lovett y al Zorro (al jefe Steven Pierson) en el tiroteo en casa de Jake Robinson.

¿Y por qué no iban a creerlo? El informe balístico demostraba que la munición hallada en los cuerpos de los SEAL pertenecía a su arma, a pesar de que Crash estaba justo al lado del Zorro cuando éste recibió el primer impacto.

Seguramente, si seguía vivo, era porque el Zorro había caído delante de él al desplomarse y las balas dirigidas contra Crash habían impactado en su cuerpo.

No, aquel misterioso visitante no era un miembro del Equipo Doce de los SEAL. Pero tal vez fuera un miembro del Equipo Diez, la Brigada Alfa. Crash había trabajado con ellos el verano anterior, ayudando a entrenar a un equipo de lucha antiterrorista que integraba a efectivos de la Fincom y de los SEAL.

Había trabajado con la Brigada Alfa en la misma operación en el sureste asiático que, según Jake, había causado aquella horrible tragedia. Jake estaba investigando aquella operación justo antes de su muerte, y había detallado sus conclusiones en el archivo codificado que había enviado a Crash. Éste no podía negar que la operación no podía haber salido peor. Jake estaba convencido de que aquella metedura de pata no había sido un accidente, y de que se estaba echando tierra sobre los errores que se habían cometido.

Y Jake no podía permitirlo.

Pero ¿era ésa razón suficiente para asesinar a un almirante?

Crash había pensado en ello día y noche durante la semana anterior.

En ese momento, sin embargo, tenía una visita y se preguntaba quién estaría sentado al otro lado de la ventanilla de la sala de visitas.

Tal vez fuera Cowboy Jones, su compañero de inmersión, el hombre con el que había superado el durísimo curso de entrenamiento de los SEAL. Cowboy no podía condenarlo. Al menos, sin hablar con él antes. Y luego estaba Blue McCoy. Crash había conocido a aquel taciturno oficial de la Brigada Alfa el verano anterior, y había llegado a confiar en él.

Le gustaba pensar que Blue también querría oír primero su versión.

Aun así, le costaba creer que alguien a quien había conocido sólo seis meses antes se molestara en ir a preguntarle por lo que había pasado, cuando sus propios compañeros de equipo, los hombres con los que trabajaba desde hacía años, ya lo habían juzgado y hallado culpable.

Crash esperó mientras uno de los guardas abría la puerta. Ésta se abrió y...

No era Cowboy, ni tampoco Blue McCoy.

Nell Burns era la última persona a la que Crash esperaba ver sentada en aquella silla, al otro lado del cristal blindado.

Y sin embargo allí estaba, con las manos fuertemente unidas sobre la mesa, delante de ella.

Estaba casi igual que la última vez que se habían visto, la mañana en que ella salió de su habitación tras pasar la noche juntos.

Hacía casi un año, pero Crash recordaba aún esa noche como si hubiera sido el día anterior.

Llevaba todavía el pelo cortado a media melena. Sólo su ropa había cambiado: iba vestida con un traje de chaqueta de aspecto severo, con hombreras, y una camisa blanca y rígida que escondía las suaves curvas de sus pechos.

Pero no hacía falta que llevara ropa provocativa. Podía ponerse un saco de arpillera o un traje elegante; lo mismo daba: la imagen de su cuerpo perfecto se había grabado para siempre en el recuerdo de Crash.

Dios, era patético. Después de tanto tiempo, seguía deseando a Nell más de lo que había deseado nunca a ninguna otra mujer.

El guardia retiró la silla y Crash se sentó. Se negaba a reconocer cuánto la había echado de menos; no quería que le importara que el cristal divisorio le impidiera sentir su dulce perfume, o que ella tuviera que verlo así, encadenado como un animal.

Pero le importaba. Dios, cómo le importaba.

Separarse. Distanciarse. Tenía que empezar a pensar como lo que era: un hombre sin futuro. Un hombre con una última misión.

Ahora sólo tenía una meta: cazar y destruir al responsable de la muerte de Jake Robinson. No había podido salvarle la vida a Jake, y ello significaba que había perdido mucho más que a su oficial superior. Había perdido a un amigo que había sido como un padre para él. Y había perdido también todo lo que le importaba: la confianza de sus compañeros de equipo, su rango, su profesión, su estatus como SEAL. Sin esas cosas no era nada. No existía.

Pero era eso precisamente lo que le daba ventaja sobre el desconocido que se ocultaba detrás de su caída en desgracia. Porque habiendo desaparecido todo lo que le importaba, no tenía ya nada que perder. Estaba decidido a conseguir lo que se proponía, aunque tuviera que pagar con su vida por ello.

Mientras miraba a Nell a través del cristal, le sorprendió la ironía de la situación. Se había esforzado por alejarse de Nell... por no tener que perderla. Y sin embargo allí estaba; al parecer, lo había perdido todo en la vida, excepto su confianza.

Sí, era una ironía asombrosa. Su única aliada, la única persona que creía que no había matado a Jake Robinson era una mujer que tenía motivos de sobra para no querer tener nada que ver con él.

Sabía que Nell no creía que hubiera matado a Jake. A pesar de llevar un año separados, todavía podía leer en ella como en un libro abierto.

Veía que se negaba a escapar. Veía brillar la lealtad en sus ojos.

Se quedó sentado y esperó a que ella hablara.

Nell se inclinó hacia delante ligeramente.

—Siento muchísimo lo de Jake.

Era exactamente lo que él esperaba que dijera. Crash asintió con la cabeza.

—Sí. Yo también —su voz sonó áspera y rasposa, y se aclaró la garganta.

—Intenté ir a su entierro, pero por lo visto había pedido que fuera privado y... A ti tampoco te dejaron ir, ¿no?

Crash negó con la cabeza.

—Lo siento —musitó ella.

Él volvió a asentir.

—Habría venido antes —le dijo Nell—, pero he tardado casi una semana en conseguir que me dejaran venir.

Una semana. Crash sintió una opresión en el pecho al imaginársela batallando por él día tras día, durante una semana entera. No sabía qué decir, así que no dijo nada.

Ella miró el vendaje que todavía tenía en el hombro.

—¿Estás bien?

Al ver que no respondía, se recostó en la silla y cerró los ojos un momento.

—Lo siento. Ha sido una pregunta idiota. Claro que no estás bien —volvió a inclinarse hacia delante—. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

Sus ojos eran tan azules... Por un momento, Crash se creyó de nuevo en Malasia, contemplando el mar del Sur de China.

—Nada —dijo con calma—. No puedes hacer nada.

Ella se removió en la silla, visiblemente molesta.

—Tiene que haber algo. ¿Estás contento con tu abogado? Es importante tener un abogado en el que confíes.

—Mi abogado está bien.

—Es tu vida lo que está en juego, Billy.

—Mi abogado está bien —repitió él.

—No es suficiente con eso. Mira, conozco a un abogado criminalista muy bueno. ¿Te acuerdas de Dex...?

—Nell, no necesito otro abogado, y menos aún a... —se interrumpió. Y menos aún a Dexter Lancaster. Sabía que no tenía derecho a estar celoso, sobre todo en esos momentos. Había pasado un año entero desde el momento en que renunció a su derecho a estar celoso. Pero no pensaba sentarse a hablar con Dexter Lancaster para planear una defensa que ni siquiera iba a necesitar. Se pasaría todo el tiempo torturándose, preguntándose si al marcharse Dex se iría a casa de Nell y...

«No sigas por ahí, no sigas por ahí, no sigas por ahí». Dios, estaba a punto de perder la razón. Sólo le hacía falta que Nell averiguara que durante el año anterior le había seguido la pista, que sabía que se veía con Lancaster. Y lo único que necesitaba ella era descubrir que se había esforzado por descubrir si estaba bien (y que había sido un esfuerzo ímprobo, teniendo en cuenta que había tenido que hacerlo desde un rincón remoto del mundo). Entonces, creería descubrir en ello un significado oculto.

Pensaría que le había seguido la pista porque le importaba. Y él tendría que explicarle que sólo lo había hecho por cierto sentido de la responsabilidad, y ella volvería a sentirse dolida.

Lo que tenía que hacer era conseguir que se marchara. Lo había hecho ya. Podría hacerlo otra vez.

—¿Qué pasó de verdad en la granja la semana pasada?

Crash podía responder sinceramente a esa pregunta.

—No lo sé. Alguien empezó a disparar. Yo no estaba preparado y... —sacudió la cabeza.

Nell se aclaró la garganta.

—Me han dicho que los informes balísticos demuestran que mataste a Jake y a casi todos los demás. Son pruebas muy contundentes.

Lo eran, en efecto. Demostraban que ese «comandante» del que le había hablado Jake, el hombre al que el almirante creía responsable de orquestar su asesinato, tenía mucha influencia en Washington. Era un hombre poderoso, con contactos poderosos. Tenía que serlo, si había conseguido que se falsificaran los resultados de las pruebas balísticas. Y los resultados se habían falsificado.

Alguien le había tendido una trampa y Crash pensaba descubrir quién era. Sabía que, cuando lo averiguara, encontraría al responsable de la muerte de Jake.

Pero era posible que quien le había tendido aquella trampa estuviera vigilándolo incluso en ese momento. Sin duda sabría que Nell había ido a verlo. Era importante que, por su seguridad, Nell no tomara por costumbre ir a visitarlo a la cárcel.

Ella se acercó un poco más al cristal protector.

—Billy, no puedo creer que lo mataras, pero... ¿no es posible que, en medio de aquel caos, dieras accidentalmente a Jake?

—Sí, claro. Debe de ser eso lo que pasó —mintió él. Luego se levantó. Lo último que le hacía falta era que Nell empezara a lanzar hipótesis y diera con la teoría de que alguien le había tendido una trampa para incriminarlo. Si se le ocurría aquella idea y hablaba de ella, se estaría poniendo en peligro—. Tengo que irme.

Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Adonde?

Crash se acercó mucho al micrófono que permitía que Nell lo oyera al otro lado del cristal. Habló en voz muy baja, rápidamente.

—Nell, no quiero tu ayuda ni la necesito. Quiero que te levantes y que salgas de aquí. Y no quiero que vuelvas. ¿Entiendes lo que te digo?

Ella sacudió la cabeza.

—Sigo considerándote mi amigo. No puedo...

—Márchate —dijo él con aspereza, pronunciando cada sílaba muy claramente—. Márchate.

Se dio la vuelta y caminó arrastrando los pies hacia los guardias de la puerta, consciente de que ella no se había movido, de que seguía mirándolo. Odió entonces sus cadenas, se odió a sí mismo. Uno de los guardias abrió la puerta mientras el otro sostenía el rifle en guardia.

Crash salió sin mirar atrás.