37

 

Cuando el campo se cubrió de un manto blanco, llegaron bandadas de grajas remontando el Vístula. Como venían del nordeste, podía pensarse que traían noticias del frente. Marek sólo deseaba que la guerra terminara lo antes posible para que los prisioneros pudieran volver a sus casas. Mientras ese día llegaba, dibujaba pájaros; incluso se atrevió a pintar un albatros y unos flamencos de un rojo rosáceo que había visto años antes en el zoo de Varsovia. También lo habían entusiasmado particularmente unas especies de aves raras, como el búho real y el halcón peregrino, así como las cigüeñas negras y los cormoranes, a tal punto que sentía la necesidad de rescatarlas, a la espera de una futura vida más pacífica, plasmándolas sobre el papel. Corrió la voz de su talento artístico. Los guardias acudían a él para que les hiciera retratos que mandar por navidades a sus seres queridos, y a cambio le daban cigarrillos y bizcochos navideños.
La víspera de Navidad llevó a comandancia los dibujos que le había pedido Grote.
—Ah, usted es el pintor de pájaros —lo saludó la secretaria, sonriéndole.
A Marek le extrañó que lo tratara de usted y que sonriera. Junto a la máquina de escribir vio una corona de Adviento con cuatro velas pequeñas que los alemanes llamaban «las luces de Hindenburg». La mujer, que era la encargada de pasar a máquina las páginas manuscritas de Grote, se quejaba de los muchos latinajos que había y de que le había costado mucho trabajo.
Marek le pidió que lo avisara cuando Grote regresara al campo para recoger su ensayo pasado a limpio.
—Le han encomendado otras funciones —explicó ella—. Tengo que mandar un ejemplar de su trabajo a su número de estafeta militar y otro a un ornitólogo de Viena. Los demás los guardaré hasta que regrese. Porque naturalmente algún día volverá, quizá en primavera. —Y se despidió, deseándole felices Pascuas.
Sobre las navidades en Auschwitz, mejor no decir nada. Bueno, al menos lucían las estrellas en el firmamento; entre ellas seguro que figuraba la de Belén. Durante los bombardeos aéreos, abetos iluminados caían del cielo sobre las ciudades, y en alguna parte, muy lejos de Auschwitz, hasta nacían niños en Nochebuena. Marek no recordaba haber oído cantar Wsród nocnej ciszy.
El 31 de diciembre, el cuerpo de guardia lanzó unos cuantos proyectiles luminosos contra el cielo invernal. El 1 de enero, una bala alcanzó a un águila marina que se había extraviado en su vuelo y se había aventurado hasta Birkenau. Un oficial le llevó el pájaro a Marek con el encargo de que lo disecara para el comandante.
Esa nueva tarea le permitió pasar unos días tranquilos en un cobertizo para herramientas caldeado con estufa de hierro, pues el arte de la taxidermia no permite que las manos se queden agarrotadas por el frío. Se esmeró mucho para que el resultado complaciera al comandante. Incluso llegó a imaginar que el militar le daría una palmadita amistosa en la espalda mientras le decía: «Lo has hecho muy bien, Marek Rogalski. A cambio, pídeme un deseo.»
Sin embargo, cuando llevó el pájaro, el comandante se hallaba ausente.
—Está de viaje en misión oficial —dijo la secretaria, y colocó el pájaro en el sitio que antes ocupaba la corona de Adviento.
Ya no tenía nada que hacer, excepto esperar a que lo trasladaran a Monowitz. Lo que no tardó en ocurrir. Una mañana, una de las camionetas con la cruz roja, que llevaban a los prisioneros recién llegados de la estación de Oswiecim al crematorio de Birkenau, se desvió hacia el campo de concentración principal y recogió a una treintena de presos, entre ellos a Marek Rogalski. También estaban algunos hombres de la colonia de pintores, pero no Jerzy.
—Jerzy ha desaparecido —le susurró uno al oído.
Eso podía significar muchas cosas: que se había fugado, que había sido trasladado o que lo habían matado.
Hasta que llegaron a la bifurcación que llevaba a Birkenau, todos permanecieron en silencio. Pero una vez que la camioneta giró hacia la carretera general en dirección a Cracovia, los invadió un inmenso alivio. Algunos planearon ir a las tabernas del centro histórico de la ciudad, mientras que Marek no pensaba más que en arrodillarse ante el altar de Veit Stoss.
Monowitz era un enorme solar en obras. La empresa BUNA quería erigir una fábrica, y miles de prisioneros tenían que contribuir no sólo a construirla, sino también a ponerla después en funcionamiento. A fin de alojarlos, se habían levantado los barracones de Monowitz, que estaban lejos de las lagunas muertas, los crematorios y las humeantes fosas de combustión.
—En Monowitz sólo tienes que trabajar para sobrevivir —decían los prisioneros que ya llevaban tiempo allí—. No debes ponerte enfermo. Al que no pueda trabajar, lo mandan a Birkenau.
Primero se congeló el Sola, luego el Vístula; Marek podría haber llegado a su casa patinando. Corrió el rumor de que la guerra también se había quedado helada, suspendida por una fuerte tormenta de nieve. En Monowitz, Marek aprendió definitivamente a dejar de soñar, limitándose a pensar en pequeño. Sólo en ocasiones oía cómo Elisa tocaba Chopin y un coro cantaba Oh, cielos encomiables.

 

Los pájaros de Auschwitz
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