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Cuando el campo se cubrió de un manto
blanco, llegaron bandadas de grajas remontando el Vístula. Como
venían del nordeste, podía pensarse que traían noticias del frente.
Marek sólo deseaba que la guerra terminara lo antes posible para
que los prisioneros pudieran volver a sus casas. Mientras ese día
llegaba, dibujaba pájaros; incluso se atrevió a pintar un albatros
y unos flamencos de un rojo rosáceo que había visto años antes en
el zoo de Varsovia. También lo habían entusiasmado particularmente
unas especies de aves raras, como el búho real y el halcón
peregrino, así como las cigüeñas negras y los cormoranes, a tal
punto que sentía la necesidad de rescatarlas, a la espera de una
futura vida más pacífica, plasmándolas sobre el papel. Corrió la
voz de su talento artístico. Los guardias acudían a él para que les
hiciera retratos que mandar por navidades a sus seres queridos, y a
cambio le daban cigarrillos y bizcochos navideños.
La víspera de Navidad llevó a comandancia
los dibujos que le había pedido Grote.
—Ah, usted es el pintor de pájaros —lo
saludó la secretaria, sonriéndole.
A Marek le extrañó que lo tratara de usted y
que sonriera. Junto a la máquina de escribir vio una corona de
Adviento con cuatro velas pequeñas que los alemanes llamaban «las
luces de Hindenburg». La mujer, que era la encargada de pasar a
máquina las páginas manuscritas de Grote, se quejaba de los muchos
latinajos que había y de que le había costado mucho trabajo.
Marek le pidió que lo avisara cuando Grote
regresara al campo para recoger su ensayo pasado a limpio.
—Le han encomendado otras funciones —explicó
ella—. Tengo que mandar un ejemplar de su trabajo a su número de
estafeta militar y otro a un ornitólogo de Viena. Los demás los
guardaré hasta que regrese. Porque naturalmente algún día volverá,
quizá en primavera. —Y se despidió, deseándole felices
Pascuas.
Sobre las navidades en Auschwitz, mejor no
decir nada. Bueno, al menos lucían las estrellas en el firmamento;
entre ellas seguro que figuraba la de Belén. Durante los bombardeos
aéreos, abetos iluminados caían del cielo sobre las ciudades, y en
alguna parte, muy lejos de Auschwitz, hasta nacían niños en
Nochebuena. Marek no recordaba haber oído cantar Wsród nocnej ciszy.
El 31 de diciembre, el cuerpo de guardia
lanzó unos cuantos proyectiles luminosos contra el cielo invernal.
El 1 de enero, una bala alcanzó a un águila marina que se había
extraviado en su vuelo y se había aventurado hasta Birkenau. Un
oficial le llevó el pájaro a Marek con el encargo de que lo
disecara para el comandante.
Esa nueva tarea le permitió pasar unos días
tranquilos en un cobertizo para herramientas caldeado con estufa de
hierro, pues el arte de la taxidermia no permite que las manos se
queden agarrotadas por el frío. Se esmeró mucho para que el
resultado complaciera al comandante. Incluso llegó a imaginar que
el militar le daría una palmadita amistosa en la espalda mientras
le decía: «Lo has hecho muy bien, Marek Rogalski. A cambio, pídeme
un deseo.»
Sin embargo, cuando llevó el pájaro, el
comandante se hallaba ausente.
—Está de viaje en misión oficial —dijo la
secretaria, y colocó el pájaro en el sitio que antes ocupaba la
corona de Adviento.
Ya no tenía nada que hacer, excepto esperar
a que lo trasladaran a Monowitz. Lo que no tardó en ocurrir. Una
mañana, una de las camionetas con la cruz roja, que llevaban a los
prisioneros recién llegados de la estación de Oswiecim al
crematorio de Birkenau, se desvió hacia el campo de concentración
principal y recogió a una treintena de presos, entre ellos a Marek
Rogalski. También estaban algunos hombres de la colonia de
pintores, pero no Jerzy.
—Jerzy ha desaparecido —le susurró uno al
oído.
Eso podía significar muchas cosas: que se
había fugado, que había sido trasladado o que lo habían
matado.
Hasta que llegaron a la bifurcación que
llevaba a Birkenau, todos permanecieron en silencio. Pero una vez
que la camioneta giró hacia la carretera general en dirección a
Cracovia, los invadió un inmenso alivio. Algunos planearon ir a las
tabernas del centro histórico de la ciudad, mientras que Marek no
pensaba más que en arrodillarse ante el altar de Veit Stoss.
Monowitz era un enorme solar en obras. La
empresa BUNA quería erigir una fábrica, y miles de prisioneros
tenían que contribuir no sólo a construirla, sino también a ponerla
después en funcionamiento. A fin de alojarlos, se habían levantado
los barracones de Monowitz, que estaban lejos de las lagunas
muertas, los crematorios y las humeantes fosas de combustión.
—En Monowitz sólo tienes que trabajar para
sobrevivir —decían los prisioneros que ya llevaban tiempo allí—. No
debes ponerte enfermo. Al que no pueda trabajar, lo mandan a
Birkenau.
Primero se congeló el Sola, luego el
Vístula; Marek podría haber llegado a su casa patinando. Corrió el
rumor de que la guerra también se había quedado helada, suspendida
por una fuerte tormenta de nieve. En Monowitz, Marek aprendió
definitivamente a dejar de soñar, limitándose a pensar en pequeño.
Sólo en ocasiones oía cómo Elisa tocaba Chopin y un coro cantaba
Oh, cielos encomiables.