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Al principio no tuvieron que pintar nada en
Birkenau. Les dieron palas y layas a los pintores para que
realizaran los trabajos de excavación. En la pequeña localidad de
pronto reinaba una actividad incesante. Después de trasladar a sus
habitantes a Oswiecim, donde algunos se asentaron provisionalmente
y otros se marcharon en tren a lugares menos inhóspitos,
procedieron a derribar las casas. Unos destacamentos arrastraban
piedras, otros cavaban fosas y hacían agujeros para las letrinas.
Asimismo, talaban el monte, amontonaban en grandes piras los
abedules y la maleza, a las que añadían los restos combustibles de
las viviendas, en especial, las techumbres de paja. Por primera vez
en Birkenau ardía una fogata de enormes dimensiones.
Un centinela les cortó el paso, pero cuando
Grote se identificó y le explicó su misión científica, los dejaron
entrar en el solar, rodeado de guardias y perros. Allí donde el
humo tapaba la vista hacia el este era donde más guardias se habían
apostado, para que nadie huyera de Birkenau al amparo de la columna
humeante.
Grote y Marek recorrieron la zona ya sin
árboles ni arbustos, cinco kilómetros cuadrados de tierra llana de
cultivo. De no ser por lo fangoso del terreno, se podría haber
construido allí un aeropuerto.
Grote consideraba poco probable encontrar
ninguna ave en aquella zona excavada. El águila marina que había
visto el anciano en las lagunas seguramente jamás volviera. El
guardia de las SS anotó en su libreta: «Excepto cornejas, Birkenau
no tiene aves.»
A decir verdad, las cornejas bien hubieran
merecido un capítulo aparte. Silenciosas, sobrevolaban a los presos
que trabajaban y se posaban en el terraplén al que iba a parar la
tierra extraída. Brincaban de terrón en terrón entre los
prisioneros, y eran todo graznidos y batir frenético de alas cada
vez que encontraban algo comestible. De lejos, Marek y Grote
observaban la lucha entre los centinelas y las cornejas. Cuando les
parecía que armaban demasiado escándalo, disparaban al aire, de
modo que la bandada alzaba el vuelo de inmediato, volando en
círculos sobre el pantano para, al poco rato, volver a bajar.
—Carroñeras —dijo Marek.
—Buscan lombrices y gusanos blancos. —A
Grote le parecía un pájaro bonito, que merecía la pena disecar—.
Pero si disparamos contra una, su cuerpo quedará tan destrozado que
no tendrá sentido disecarla. Podríamos ponerles veneno, sólo una
pequeña muestra, para no matar a toda la colonia.
«Ese sería el primer veneno usado en
Birkenau», pensó Marek.
Cuando las brigadas se retiraron al
anochecer, Grote y Marek se quedaron solos en el solar de Birkenau.
El fuego se había extinguido, apenas un humo blanco se encrespaba
aún sobre las cenizas. Como el viento había cambiado de dirección,
la humareda iba hacia Oswiecim, donde se mezclaba con el humo de
las locomotoras.
Como también las cornejas se habían marchado
con las brigadas de trabajo, reinaba un silencio sepulcral.
Mientras los patos silvestres chapoteaban en la laguna, los cisnes
se fueron asimismo a su casa.
Detrás del terraplén que tanto gustaba a las
cornejas, Marek descubrió una segunda fogata, un hoyo lleno de
ceniza. Al borde había harapos chamuscados. Marek se
santiguó.
Cuando se lo contó a Jerzy, éste le aseguró
que en Birkenau estaban invirtiendo las leyes de edificación. Antes
de construir un solo barracón, ya estaban cavando las fosas
crematorias. Era como si uno empezara a construir una ciudad por el
cementerio.