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El verano avanzaba. Junto al río maduraban las guindas, y la flor roja de Polonia adornaba los montículos abiertos de las tumbas de Birkenau. La amapola silvestre suele crecer en los terraplenes de arena recién vertida, es una flor hecha para las tumbas.
«En el bosque, fui a donde me llevaron mis pasos...», cantaba el gran poeta.
Grote afirmó que era el poema de amor más bello en lengua alemana.
Pero entonces se oyó un disparo y todos los arrebatos poéticos cesaron.
El viento olía a lilas. Cada vez que soplaba del noroeste, traía un aroma dulzón a flores marchitas que se mezclaba con el del carbón de las locomotoras. Dado que la época de las lilas había pasado hacía tiempo, aquel olor debía de tener otras causas; quizá procediera de los arraclanes. Jerzy aseguraba que, en los trenes, los pasajeros cerraban las ventanillas en cuanto el tren se acercaba a Oswiecim. Marek se decía que ése debía de ser el olor en el infierno.
Los escritores favoritos de Grote eran Stifter y Ganghofer.
—Los alemanes amamos la naturaleza por encima de todo —decía.
«Como los pájaros forman parte de la naturaleza, también los aman», pensó Marek. Ya en 1908 un káiser alemán había promulgado una ley de protección de las aves. Para la ocasión, un poeta aficionado a la ornitología había escrito: «Protejamos a los pájaros, a los bellos y pequeños pájaros, que tan queridos nos son...» Pero habían olvidado el amor a los hombres.
Sin embargo, qué afición tan entusiasta sentían por la música: «Oh, cielos encomiables...», cantaba el coro del conservatorio.
—¿Qué tienen de encomiables? —le había preguntado Marek a Elisa, pero ésta había insistido en que Oh, cielos encomiables era la obra más sublime y no admitía críticas.
En cambio, la orquesta del campo de concentración tocaba la Marcha Radetzky para celebrar la victoria en una gran batalla y la salvación de una sola persona.
A finales de julio, antes de lo habitual, aparecieron las primeras aves migratorias. Grote atribuía ese anticipado viaje de vuelta a los enfrentamientos bélicos en el Báltico y el norte de Rusia. Así como a la ida los pájaros habían hecho un largo descanso en la zona entre los dos ríos, ahora sobrevolaron muy veloces el campo de concentración. Los presos volvieron a entonar la canción de los gansos silvestres; aunque las aves se dirigían al sur, en el estribillo, «muerte» seguía rimando mejor con «norte».
Sólo Dios sabía qué llevaba a las jóvenes cigüeñas a reagruparse en el campo de concentración. En cualquier caso, unos cien ejemplares jóvenes se juntaron en la llanura que separaba Plawy de Birkenau.
Grote esperaba que una de ellas se quedara rezagada por debilitamiento, para matarla y disecarla. Una cigüeña blanca disecada en la mesa del profesor del colegio de sus hijos sería de sumo interés para los niños. Sin embargo, a la mañana siguiente, todas las cigüeñas habían desaparecido.

 

Los pájaros de Auschwitz
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