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En la antigua Real Ciudad de Cracovia, a
orillas del Vístula, vivía a mediados del siglo XX un hombre
llamado Marek Rogalski, a quien las circunstancias de la guerra
llevaron a un campo de prisioneros. Dichas circunstancias habían
sobrevenido en septiembre de 1939, y nadie era capaz de predecir
cuánto durarían. Marek Rogalski era todavía un muchacho que
frecuentaba las aulas de la Facultad de Artes y Ciencias, pero las
mencionadas circunstancias habían puesto un súbito final a sus
estudios.
No sabía por qué lo retenían. La vieja
costumbre de detener o incluso matar a las personas que habían
hecho el mal, para evitar que siguieran perpetrándolo, no era
aplicable a los tiempos que corrían. Durante la contienda que
asolaba Europa se arrestaba arbitrariamente a la gente, sólo porque
pertenecían a determinado pueblo, clase o raza. A menudo bastaba
con que fueran capaces de pensar. Esto último había sido la
perdición de Marek Rogalski.
El campo de concentración se hallaba entre
los ríos Sola y Vístula, no lejos de la ciudad de Oswiecim. Habían
instalado unos viejos barracones militares y los habían rodeado de
una alambrada, en un paisaje constelado de sórdidas torres de
vigilancia. En la entrada del campo erigieron un gran portón junto
al que colocaron centinelas armados; a veces también perros.
En el verano de 1940, cuando Marek llegó en
tren a Oswiecim junto con otros presos, empezaron elevar los
barracones para que tuvieran dos pisos. Además, se dispusieron a
construir ocho bloques nuevos, tarea que requería la colaboración
de los prisioneros. En el campo corría el rumor de que, si uno
hacía satisfactoriamente su trabajo, podía contar con ser liberado
en navidades. Marek fue asignado a la brigada de pintores,
encargada de dar brochazos a los barracones, puertas y ventanas,
pues en un campo donde se hallaban confinados miles de presos
siempre había algo que pintar y algún desconchón que tapar. En
otras palabras: el trabajo no tenía fin.
A Marek lo hacía sufrir la proximidad de su
ciudad, que no podía ver, pero cuyos olores percibía si el viento
soplaba del este. También le dolía pensar en Elisa. La imaginaba a
orillas del Vístula, esperando ansiosamente que la corriente
arrastrara hasta sus pies una botella con un mensaje. Lo que más lo
preocupaba era que el tiempo corría como las aguas del Vístula. Las
manecillas del reloj del campo de concentración giraban
inexorablemente, y lo hacían cada vez más viejo. En vez de estudiar
las grandes figuras del arte —admiraba a Veit Stoss y Caspar David
Friedrich por encima de todo—, pintaba de negro tablones resecos.
«La vida de un hombre es demasiado breve para desperdiciar
tontamente unos años en un campo de prisioneros», pensaba Marek.
Quería pasar las navidades en casa, las navidades de cualquier
año.
Hablara con quien hablase, todos le decían
lo mismo: que los prisioneros quedarían en libertad cuando se
hubiera desatado todo el furor de la contienda. Sin embargo, al
campo de concentración apenas llegaban noticias de la evolución de
la guerra. Se rumoreaba que se había extendido por el continente
entero, incluidos los mares y el cielo, un cielo que en anteriores
conflictos bélicos casi siempre había sido respetado.