25

 

El calor apretaba en la zona entre ambos ríos, a los pájaros les costaba volar y a los presos trabajar. Era uno de esos días en los que sólo apetecía estar metido en el agua.
—Si quieres, puedes bañarte —le propuso Grote, señalando hacia el Vístula.
Marek se desvistió y comprobó la temperatura del agua, que asombrosamente estaba muy fría.
El guardia se sentó sobre una roca con la libreta apoyada en las rodillas. Dejó la pistola al alcance de la mano.
«Nunca has sido un buen nadador, y menos un buen buceador», se dijo Marek. Así que se quedó cerca de la orilla, lejos de los impetuosos remolinos. Con el agua al cuello, lo asaltaron extraños pensamientos. ¿Y si se lo llevaba la corriente? No sería un intento de fuga, sino un accidente. A lo mejor Grote había querido darle la oportunidad de que desapareciera zambulléndose en el río.
Abismado en sus propios pensamientos y concentrado en sus notas, Grote no reparaba en él.
Un disparo de fusil los sobresaltó. Al otro lado del Vístula, un soldado disparaba a los patos silvestres. Dado que la orilla izquierda del río no pertenecía al territorio del campo de concentración, esa acción no estaba sujeta a la prohibición del comandante. No obstante, Grote se enfadó, porque las detonaciones lo desconcentraban.
Ordenó a Marek que saliera del agua.
Marek salió del Vístula desnudo y calado hasta los huesos. Como no tenía toalla, se tumbó al sol para secarse. Se quedó contemplando el impetuoso caudal del río con tristeza. Había dejado escapar la oportunidad de que las aguas lo llevaran hasta casa.
—Tu Elisa se alegrará de verte —comentó Grote—. Si es que sigue viva.
Sólo por haber dicho eso, Marek lo hubiera matado. Ocasiones no le faltaban: cuando se sentaba en un tronco y miraba concentrado un nido, cuando oteaba un cañaveral con los prismáticos, o cuando observaba el vuelo de un ave por el cielo... «Solamente tienes que rodearle el cuello con las manos y apretar, arrojar el cuerpo al río y esperar a que se hunda», le había dicho Jerzy. Así se convertiría en un héroe, eso sí, pero un héroe con un agujero en el vientre o con un cuello muy largo colgando de la horca. Y la brigada de pintores tendría que asistir al ahorcamiento.
«De aquí no saldrás si estás contra él, sólo si estás con él —se dijo Marek—. Cuando viaje contigo a Cracovia para ver las cigüeñas negras y las lechuzas.»
Grote encendió un cigarrillo, se acercó a Marek y le dejó dar un par de caladas.
—Para celebrar el día —dijo.
Pero ¿qué se celebraba?
—Sólo faltan tres semanas para que venga a este mundo nuestro tercer hijo. Me lo ha confirmado mi mujer por carta: todo va bien —explicó el guardia.
Marek pensó que aquellos hombres sacaban tiempo para todo. Le habían dado un permiso por Navidad, y ya el siguiente septiembre nacería su tercer hijo.
—Si es niño se llamará Siegfried, y si es niña Gertrud.
Marek se imaginó los acontecimientos sucesivos: Grote pediría permiso por el nacimiento de su hijo, y durante el permiso, enviaría a Marek de nuevo con la brigada para pintar los primeros barracones de Birkenau. Al menos que lo dejara irse con él de vacaciones, que lo dejara ir a nado o a pie a Cracovia.
Grote se puso a hablarle de sus hijos. El chico ya iba al colegio; la niña tocaba la flauta y cantaba como un ruiseñor.
«Claro, si uno es hijo de un ornitólogo, debe cantar como un ruiseñor», se dijo Marek.
El idioma de Grote, que al principio se le había antojado tan repulsivo, le resultaba más familiar ahora. Los niños del Rin cantaban unas canciones tan hermosas como aquella que decía: «No sé qué significa...» La hija de Grote tocaba con la flauta canciones de pájaros; en el colegio entonaban composiciones dedicadas a la primavera y al verano. ¡Con qué cariño hablaba aquel hombre de sus hijos! ¡Con qué delicadeza trataba a los pájaros! Todo su interés se centraba en esas pequeñas criaturas, lo que ocurría a su alrededor no le importaba. Sabía imitar las voces de los pájaros, y su hija tocaba la flauta y cantaba como un ruiseñor. Kommt ein Vogel geflogen, setzt sich nieder auf mein’ Fuss, trägt ein Brieflein im Schnabel, von Elisa einen Gruss («Llega un pajarillo volando y en mi pie se posa; trae una carta en el pico con saludos de Elisa»). ¿Cómo no iba a entristecerse uno con esas canciones?
—¿Vino voluntario al campo de concentración? —se atrevió a preguntar Marek.
—Un soldado cumple con su deber y va a donde le ordenan.
—Pero ¿por qué en las SS? Podría haber estado en los acorazados o la artillería, ¿no?
—En realidad quise alistarme en la aviación.
«Para volar como los pájaros —pensó Marek—. Para ser libre como ellos.»
—Antes de la guerra, obtuve una licencia de vuelo para avionetas deportivas. Pero, cuando empezó todo, se acabó lo de volar por afición. Pensé en enrolarme en la aviación y volar con la Vieja Tía Ju (la Junker cincuenta y tres). Pero los hombres de Göring me dijeron que con treinta y un años era demasiado mayor para la Luftwaffe.
«Volar habría sido mejor», pensó Marek.
—¿Por qué eligió las SS como segunda opción? —preguntó.
—Gracias a este uniforme se me abren muchas posibilidades. Sin él nunca habría tenido la oportunidad de estudiar la fauna ornitológica en los alrededores de un campo de concentración.
—¿Escogió los pájaros porque no le gustaba el servicio de centinela?
—Investigar la población de aves de esta comarca es una misión muy digna. La tierra entre el Sola y el Vístula pertenece al Reich alemán. Exploramos nuestros territorios a fondo, incluso desde el punto de vista ornitológico. Mi cometido es llenar de vida este puntito blanco del mapa de Alemania.
A Marek lo incomodó la expresión «llenar de vida», pero no lo dijo. «Menos mal que es Alemania. La tierra polaca nunca habría soportado algo como Auschwitz o Birkenau», pensó.
Cuando le preguntó si los pájaros que volaban entre ambos ríos sabrían que se habían convertido en pájaros alemanes, Grote se echó a reír.
—Sí, son pájaros alemanes.
—De manera que cantarán canciones alemanas —opinó Marek.
Y se puso a tararear una melodía que podía ser tanto alemana como polaca. Aún quedaba por aclarar a quién pertenecían las aves de paso. Grote se inclinaba por el país donde habían sido incubadas; en su opinión, las cigüeñas no eran en absoluto africanas, sino que con aquel plumaje blanquinegro eran auténticamente prusianas.
—A lo mejor las cigüeñas negras son africanas —sugirió Marek—. Deberíamos hacerles una visita antes de que las abatan a tiros.
—El año que viene.
Marek no quería esperar tanto. A saber si al año siguiente todavía quedaban cigüeñas negras. Y a saber si habría un «año que viene».
En el camino de vuelta, Grote mató de un disparo a un gato callejero.
—Los gatos son el mayor enemigo de las aves canoras —explicó.
—¿Y los enemigos han de morir?
—Así es. No podemos reeducarlos y quitarles la costumbre de robar; sólo matarlos.
Marek llevó el gato a la fosa crematoria y lo arrojó junto con los cadáveres carbonizados, porque así lo exigía el reglamento del campo: todo lo muerto debía arder.
Los pájaros de Auschwitz
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