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El calor apretaba en la zona entre ambos
ríos, a los pájaros les costaba volar y a los presos trabajar. Era
uno de esos días en los que sólo apetecía estar metido en el
agua.
—Si quieres, puedes bañarte —le propuso
Grote, señalando hacia el Vístula.
Marek se desvistió y comprobó la temperatura
del agua, que asombrosamente estaba muy fría.
El guardia se sentó sobre una roca con la
libreta apoyada en las rodillas. Dejó la pistola al alcance de la
mano.
«Nunca has sido un buen nadador, y menos un
buen buceador», se dijo Marek. Así que se quedó cerca de la orilla,
lejos de los impetuosos remolinos. Con el agua al cuello, lo
asaltaron extraños pensamientos. ¿Y si se lo llevaba la corriente?
No sería un intento de fuga, sino un accidente. A lo mejor Grote
había querido darle la oportunidad de que desapareciera
zambulléndose en el río.
Abismado en sus propios pensamientos y
concentrado en sus notas, Grote no reparaba en él.
Un disparo de fusil los sobresaltó. Al otro
lado del Vístula, un soldado disparaba a los patos silvestres. Dado
que la orilla izquierda del río no pertenecía al territorio del
campo de concentración, esa acción no estaba sujeta a la
prohibición del comandante. No obstante, Grote se enfadó, porque
las detonaciones lo desconcentraban.
Ordenó a Marek que saliera del agua.
Marek salió del Vístula desnudo y calado
hasta los huesos. Como no tenía toalla, se tumbó al sol para
secarse. Se quedó contemplando el impetuoso caudal del río con
tristeza. Había dejado escapar la oportunidad de que las aguas lo
llevaran hasta casa.
—Tu Elisa se alegrará de verte —comentó
Grote—. Si es que sigue viva.
Sólo por haber dicho eso, Marek lo hubiera
matado. Ocasiones no le faltaban: cuando se sentaba en un tronco y
miraba concentrado un nido, cuando oteaba un cañaveral con los
prismáticos, o cuando observaba el vuelo de un ave por el cielo...
«Solamente tienes que rodearle el cuello con las manos y apretar,
arrojar el cuerpo al río y esperar a que se hunda», le había dicho
Jerzy. Así se convertiría en un héroe, eso sí, pero un héroe con un
agujero en el vientre o con un cuello muy largo colgando de la
horca. Y la brigada de pintores tendría que asistir al
ahorcamiento.
«De aquí no saldrás si estás contra él, sólo
si estás con él —se dijo Marek—. Cuando viaje contigo a Cracovia
para ver las cigüeñas negras y las lechuzas.»
Grote encendió un cigarrillo, se acercó a
Marek y le dejó dar un par de caladas.
—Para celebrar el día —dijo.
Pero ¿qué se celebraba?
—Sólo faltan tres semanas para que venga a
este mundo nuestro tercer hijo. Me lo ha confirmado mi mujer por
carta: todo va bien —explicó el guardia.
Marek pensó que aquellos hombres sacaban
tiempo para todo. Le habían dado un permiso por Navidad, y ya el
siguiente septiembre nacería su tercer hijo.
—Si es niño se llamará Siegfried, y si es
niña Gertrud.
Marek se imaginó los acontecimientos
sucesivos: Grote pediría permiso por el nacimiento de su hijo, y
durante el permiso, enviaría a Marek de nuevo con la brigada para
pintar los primeros barracones de Birkenau. Al menos que lo dejara
irse con él de vacaciones, que lo dejara ir a nado o a pie a
Cracovia.
Grote se puso a hablarle de sus hijos. El
chico ya iba al colegio; la niña tocaba la flauta y cantaba como un
ruiseñor.
«Claro, si uno es hijo de un ornitólogo,
debe cantar como un ruiseñor», se dijo Marek.
El idioma de Grote, que al principio se le
había antojado tan repulsivo, le resultaba más familiar ahora. Los
niños del Rin cantaban unas canciones tan hermosas como aquella que
decía: «No sé qué significa...» La hija de Grote tocaba con la
flauta canciones de pájaros; en el colegio entonaban composiciones
dedicadas a la primavera y al verano. ¡Con qué cariño hablaba aquel
hombre de sus hijos! ¡Con qué delicadeza trataba a los pájaros!
Todo su interés se centraba en esas pequeñas criaturas, lo que
ocurría a su alrededor no le importaba. Sabía imitar las voces de
los pájaros, y su hija tocaba la flauta y cantaba como un ruiseñor.
Kommt ein Vogel geflogen, setzt sich nieder
auf mein’ Fuss, trägt ein Brieflein im Schnabel, von Elisa einen
Gruss («Llega un pajarillo volando y en mi pie se posa; trae
una carta en el pico con saludos de Elisa»). ¿Cómo no iba a
entristecerse uno con esas canciones?
—¿Vino voluntario al campo de concentración?
—se atrevió a preguntar Marek.
—Un soldado cumple con su deber y va a donde
le ordenan.
—Pero ¿por qué en las SS? Podría haber
estado en los acorazados o la artillería, ¿no?
—En realidad quise alistarme en la
aviación.
«Para volar como los pájaros —pensó Marek—.
Para ser libre como ellos.»
—Antes de la guerra, obtuve una licencia de
vuelo para avionetas deportivas. Pero, cuando empezó todo, se acabó
lo de volar por afición. Pensé en enrolarme en la aviación y volar
con la Vieja Tía Ju (la Junker cincuenta y tres). Pero los hombres
de Göring me dijeron que con treinta y un años era demasiado mayor
para la Luftwaffe.
«Volar habría sido mejor», pensó
Marek.
—¿Por qué eligió las SS como segunda opción?
—preguntó.
—Gracias a este uniforme se me abren muchas
posibilidades. Sin él nunca habría tenido la oportunidad de
estudiar la fauna ornitológica en los alrededores de un campo de
concentración.
—¿Escogió los pájaros porque no le gustaba
el servicio de centinela?
—Investigar la población de aves de esta
comarca es una misión muy digna. La tierra entre el Sola y el
Vístula pertenece al Reich alemán. Exploramos nuestros territorios
a fondo, incluso desde el punto de vista ornitológico. Mi cometido
es llenar de vida este puntito blanco del mapa de Alemania.
A Marek lo incomodó la expresión «llenar de
vida», pero no lo dijo. «Menos mal que es Alemania. La tierra
polaca nunca habría soportado algo como Auschwitz o Birkenau»,
pensó.
Cuando le preguntó si los pájaros que
volaban entre ambos ríos sabrían que se habían convertido en
pájaros alemanes, Grote se echó a reír.
—Sí, son pájaros alemanes.
—De manera que cantarán canciones alemanas
—opinó Marek.
Y se puso a tararear una melodía que podía
ser tanto alemana como polaca. Aún quedaba por aclarar a quién
pertenecían las aves de paso. Grote se inclinaba por el país donde
habían sido incubadas; en su opinión, las cigüeñas no eran en
absoluto africanas, sino que con aquel plumaje blanquinegro eran
auténticamente prusianas.
—A lo mejor las cigüeñas negras son
africanas —sugirió Marek—. Deberíamos hacerles una visita antes de
que las abatan a tiros.
—El año que viene.
Marek no quería esperar tanto. A saber si al
año siguiente todavía quedaban cigüeñas negras. Y a saber si habría
un «año que viene».
En el camino de vuelta, Grote mató de un
disparo a un gato callejero.
—Los gatos son el mayor enemigo de las aves
canoras —explicó.
—¿Y los enemigos han de morir?
—Así es. No podemos reeducarlos y quitarles
la costumbre de robar; sólo matarlos.
Marek llevó el gato a la fosa crematoria y
lo arrojó junto con los cadáveres carbonizados, porque así lo
exigía el reglamento del campo: todo lo muerto debía arder.