Capítulo 12

El ardor en los ojos verdes de Gerard atrajo a Ardith para sus brazos, como una mariposa cautivada por el fuego, ajena al peligro.

Pero ella sabía cual era el peligro y sin saltar al fuego, estaba consciente de las consecuencias, en caso de que sucumbiese a la tentación. Trató, por eso, de alejar las dudas y aprensión con firmeza. Había tomado su decisión, aceptando su destino. Pues, mientras pudiese tenerlo a su lado, fuera por un año o por la vida entera, con o sin decreto, pertenecía a Gerard.

Si no pudiese darle un hijo, le daría su amor, y si no el matrimonio que él buscaba, al menos una relación inolvidable para ambos.

Así, tendrían que comenzar...

Envuelta por aquellos brazos fuertes, le oia el pulso del corazón. Latía más deprisa. Ella esbozó una sonrisa al pensar en como Gerard reaccionaba a su proximidad.

Los hombres se juzgaban superiores a las mujeres, se enorgullecían de su dominio y fuerza de guerreros. Aun así, en la alcoba, se una mujer tenía inteligencia, podía dejar a un poderoso barón totalmente a su merced, usando la más simple e infalibre de las armas, los atributos femeninos.

Y Ardith era inteligente.

Elevó los ojos para estudiar el rostro de Gerard, una sonrisa le curvó los labios.

—Sabe, las mujeres deberían ser guerreras.

La confusión de él se evidenció en sus ojos y en la voz:

—Tienes fiebre?

Ardith nunca aprendió sobre el arte de agradar a un hombre, no sabía si era capaz de seducir. Si tuviese algún talento, ahora sería el momento de descubrilo. Bajó la voz y lo miró con ojos semicerrados.

—Oh, si Gerard!. Estoy ardiendo. Ven aplacar mi tormento.

La reacción de él fue más gratificante.

Gerard se movía con la elegancia de un joven león. Inclinó su cabeza dorada, apoderandose de los labios de ella con un beso hambriento, mientras la levantaba en los brazos y la cargaba hasta la cama. Envuelta por los brazos fuertes, Ardith se sintió flotando, como si no pesase más que una pluma, los pensamientos concentrados solo en la promesa de dulce placer de aquellos labios cálidos y expertos.

Su camisola fue removida por manos gentiles pero impacientes. En su seductora desnudez, Ardith se ahondaba en las mantas de piel, mientras Gerard se libraba se sus propias ropas. Aquella vez, lo observó desvestirse, ella no cerró los ojos, acompañandolo en cada gesto, desnudandose al frente, un cuerpo de maculina perfección. Le admiró los hombros anchos, el torso de musculos bien definidos y dejó correr su mirada por el cuerpo viril lentamente, sintiendo como su propio ardor se intensificaba.

—¿Algo esta mal? —un qué de preocupación sonó en la voz de Gerard

¿Qué podría estar mal? Ciertamente él debería saber que tenía un cuerpo magnífico.

—Yo solo quería admirarlo. Disculpeme si lo ofendí.

La sonrisa de Gerard se alargó, mientras subía a la cama, estrechándola en sus brazos. Ardith se abrigó en el calor de aquel cuerpo fuerte y levantó los labios ofreciendoselos. Él le retribuyó con un beso voluptuoso, hambriento, y prolongado hasta que ambos estuvieron jadeantes.

—No me ofendiste—, le dijo finalmente.— si deseas ver mi cuerpo puedes observarlo cuanto quieras. La verdad, la simple idea de tus ojos contemplándome ya me enloquece.

Apartandole mechones rubios de la frente, le acarició el rostro con ternura, mientras explicaba:

—Yo solo quería saber si tú aún sentías algún temor.

Ardith recordó su reacción inicial aquella tarde cuando lo viera desnudo por primera vez. Además de vergüenza, sintió también una aprensión natural. Otro recuerdo se sobrepuso a aquel, el de como Gerard la poseía con toda la ternura y pasión, el dolor inicial cedió lugar a un extasis fabuloso.

—Como podría temer lo que me da tanto placer?

Aliviado con las palabras, él volvió a encontrarle los labios con un beso lento. Deslizó su mano hasta los senos redondeados, sintiendo la firmeza en el calor de su palma. Finalmente, se acostó de espaldas en la cama, colocándola sobre su cuerpo. Los bellos cabellos rubios caían en torno al rostro de ella, hasta los hombros y las espalda, las mechas sedosas reluciendo bajo el fuego de las velas. Tenían una fragancia provocadora, delicada pero al mismo tiempo distintivo, como un campo de flores silvestres. Él cerró los ojos y respiró profundo. No podía contener una risa ante el pensamiento repentino de que ningún guerrero jamás tuviera una fragancia tan buena.

—Por qué dices que las mujeres deberían ser guerreras?

—Porque los hombres son fáciles de subyugar

—Ah, consideras lo mismo? Veamos si sabes defenderte de esto.

—Con una risa, él volvió a girarla, haciendola hundirse en el colchón de plumas bajo su cuerpo. Aprisionandole las manos encima de la cabeza, besandola en los labios con todo el ardor. Ardith correspondió con idéntico deseo, devolviendole las caricias de sus labios con abandono, en un trueque mutuo e intenso

Gerard se esforzó para mantener el control, hasta intentó ir más despacio. Pero ella no le dio oportunidad. La insistencia para la total unión de sus cuerpos venció los resquicios de resistencia.

Tomado por la misma ansiedad, atendió a su suplica silenciosa y la poseyó apasionadamente. Con movimientos lentos y estimulantes, la condujo en la cadencia de la pasión, llevandola a acompañarlo instintivamente. No tardó para que los cuerpos de ambos ondulasen en un ritmo frenético, y Ardith fue dominada por sensaciones abrasadoras, casi irreales, onda tras onda de placer recorriendola por entero.

El deleite de un extasis glorioso encontró a Gerard enseguida, su cuerpo vibrando con la misma intensidad de los espasmos que acababan de absorver a Ardith, ambos encontraron la plenitud en los brazos del otro.

Jadeante, él le beso la frente humeda.

—Realmente me enloqueces, querida— le susurró.— y claro que tendremos éxito. Dame un hijo... niña o niño, solo hazlo.

Ardith lo abrazó con fuerza.

—Tengo miedo de que estés anhelando lo imposible. Puede que no estes siendo sensato en esperar que eso suceda.

—Tal vez, pero tampoco aceptaré el fracaso, no sin una batalla. Y yo lucho para vencer. Siempre.

Ardith podía sentir el peso de las miradas de todos. Sentada en la mesa de la cena al lado de Corwin, tenia los nervios a flor de piel en medio de la evidente curiosidad de la corte. Intentaba concentrarse en la comida de su plato, los pedacitos de carne que llevaba a los labios caían pesadamente en su estómago.

Voces resonaban a su alrededor, demasiado bajas para que oyese las palabras con claridad.

Seguro no todos cuchicheaban sobre el anormal acuerdo nupcial, pero algunos, sí, y tal hecho la irritaba. Le gustaría bramar en su defensa, decir a todos que encarasen al rey Enrique, o a Gerard. El monarca sellara el acuerdo con un decreto y el barón aceptó los términos. Ella solo era una parte inocente de aquel acuerdo.

Pero, la verdad, no era inocente. Había protestado, pero acabara cediendo, no al decreto, sino a un hombre, Gerard. De cuerpo, alma y corazón, sucumbió a él.

Y Gerard tomara la recompensa ofrecida, repetidamente, con ternura y pasión. El cuerpo de ella aún estaba un tanto adolorido de la vigorosa experiencia de la noche anterior.

—¿Es así, de tan ruin? —indagó Corwin, con suavidad.

La pregunta la sobresaltó, pero entonces, Ardith se dio cuenta de que su hermano no sentía sus dolores. Estaba apenas refiriéndose a la situación y a su humor.

—Voy a sobrevivir— declaró, sorprendida con la convicción de su voz.

—Ahora que Gerard mandó a nuestro padre de vuelta a Lenvil, tal vez las habladurías disminuyan considerablemente. Yo sé que a él no le agradó el decreto; para librarse de sus comentarios maliciosos enfrente de quien quisiese oír... bien, Gerard no lo podía tolerar. Es una pena que no pueda mandar a lady Diane lejos también. Está siendo un tanto más sutil, pero la rabia es la misma.

La opinión de lady Diane de Varley sobre el decreto se esparciera rápidamente por el palacio entero, y la verdad, no contenía la menor sutileza. Ardith casi sentía pena por la mujer. Debía estar siendo humillante para ella, haber recibido la orden de esperar, mientras que el hombre que pedía para marido optaba por estar con otra durante un año.

Ardith lanzó una mirada para el lugar que la rubia ocupaba en la mesa y, por un breve segundo, sus ojos se encontraron. La furia de Diane, chispeando en sus ojos claros, hizo que un escalofrío le subiese por la espalda.

No se iría a dejar intimidar, se dijo a su misma. Determinada, respiró hondo, levantó la barbilla y miró alrededor, en busca de rostros más amigables. Se encontró con el de Gerard.

Sentado en la mesa más elevada, él reía de algún comentario hecho por el rey. Aunque no estuviese tan ricamente vestido, su aire confiado y autoritario lo hacía parecer tan poderoso como el monarca sentado a su lado. Era evidente que Enrique tenía aprecio al barón y a su vez, Gerard también lo admiraba.

Por un instante, él desvió los ojos por la larga hilera de mesas hasta donde ella se sentaba. Sosteniéndole la mirada, por largos momentos, sus labios, finalmente, se curvaron en una ligera sonrisa. Llegó a darle un guiño antes de girar para oír el comentario siguiente del rey.

—Yo detesto tener que dejarte sola de esta manera, pero tengo tareas que cumplir— explicó Corwin.— estarás bien por algunos minutos hasta que Gerard venga a buscarte?

—No puedo ir contigo?

—Puedes, pero Gerard te buscara aquí cuando esté listo para dejar el salón. Es mejor que aguardes. Él ha enfrentado días adversos, y yo no quiero causarle preocupaciones innecesarias.

Ardith bajó la voz en un susurro.

—En la audiencia de ayer con el rey... se habló de otra cosa aparte del acuerdo nupcial, cierto?

Corwin esbozó una sonrisa y le susurró al oído:

—Sí. —con su respuesta breve se retiró.

Ardith se obligó a terminar de cenar, entonces miró alrededor en busca de Gerard, para retirarse pronto a la privacidad de los aposentos de uso de Wilmont.

—Dicen que Gerard está furioso— declaró una voz femenina detrás de ella. Ardith se giró en el banco para enfrentar a la mujer cuyo tono sonara indudablemente acusador, rencoroso. Los ojos grises de lady Diane chispeaban de rabia. Una sonrisa maliciosa curvaba sus labios llenos y bien hechos. El verde intenso del vestido y del velo destacaba los cabellos y la pureza impecable de su piel. La expresión de su rostro bonito era hostil, peligrosa.

Ardith se levantó, hizo una cortés reverencia y escogió las palabras con cuidado:

—Yo le aseguro, mi lady, que no tengo, ni deseo, el poder de afectar la mente de ningún hombre, mucho menos el de alguien con la fuerza de voluntad del barón Gerard.

Diane soltó una risa desdeñosa

—Él tiene el mismo hábito de hacer lo que quiere cuando siente algún impulso, no es así? Esa característica es de lo más atrayente.

Ardith procuró mantenerse impasible delante de la mirada escrutadora de la otra. Rasgo por rasgo, la dama hizo comparaciones. Cuando la rabia se disipó del rostro de Diane, ella supo que la rubia no la juzgaba a su altura. Con un aire altivo, miró para la mesa donde Gerard ya se levantaba.

—Y Gerard no pudo resistir al desafío que Enrique le presentó en ese acuerdo nupcial. Ah, los hombres... le gustan hacer sus juegos.

Un juego? Sería de aquella manera que Gerard encaraba el acuerdo? Ardith no era de tal opinión. Él demostrara total sinceridad en cuanto al deseo de convertirla en su esposa. Pero si Diane quería pensar lo contrario, por qué argumentar?

La rubia volvió a encararla, estrechando la mirada

—Será que Gerard puede vencer?

Anhelando por poder decir que sí, por avisarla a no planear un futuro como esposa de Gerard, Ardith respondió:

—El tiempo dirá, mi lady

—Un poco más para abajo, Ardith

—Gerard yo no puedo...

—Claro que puedes. Ahora, asegura con fuerza. Hum... así mismo.

Ella se humedeció los labios e intentó concentrarse. Solo para agradarlo se sometería a aquella lección

—Deja que resbale por tus dedos, que se moldee a tu palma. Sienta el calor, el poder— susurró él, con un tono de urgencia.

Aún dudando, Ardith obedeció. La bella y letal arma se volvió una extensión de su mano. No era de admirar que los hombres le gustasen manosear láminas afiladas, examinando su fuerza en el campo de ejercicios, o en el auge de la batalla. La falsa sensación de inmortalidad se podría volver un vicio peligroso.

—Podemos parar ahora— suplicó ella.

Gerard permanecía a una pequeña distancia, las manos indicándole que avanzase

—Aún no. Lánzamela

—Qué? Pero si no estas con la armadura, ni escudo!

—Finge que soy Percival, que voy a violentarte. Recuérdate de aquella mirada lasciva, de la mano extendida para agarrarte. Apuntalo con la daga. Enséñalo a no intentar lastimar a una mujer que pertenece a otro hombre.

Ardith intentó contenerse, pero sus labios se curvaron en una sonrisa divertida, al ver como él fruncía el ceño, irritado.

—Dime, la idea de las manos de Percival encima de ti es divertida?

—Claro que no! Estoy riéndome de tu intento de instigar a mi rabia con relación a él. Es a ti a quien le gustaría clavarle una daga, no a mí.

Gerard consideró al respecto por un instante, su expresión se ablandó.

—Es verdad.— admitió. Con una sonrisa, observó —es en lady Diane a quien tú deseas clavar la daga.

El buen humor de Ardith desapareció.

—Como ya te dije, no deseo herir a nadie.

—Tú intercambiaste algunas palabras con Diane. Qué fue lo que ella dijo que te molestó?

—Lady Diane perece creer que yo te hechicé de algún modo. Yo le aseguré que no tengo tal poder, ni tú serias vulnerable a ese punto.

—Una acusación grave.

—Creo que no. Diane simplemente se pregunta por qué tú me preferirías a mí en lugar de ella: duda que, además, planea por toda la corte.— Ardith puso la daga en la mesa y levantó una mirada escrutadora al mirarlo.— yo misma no lo entiendo. Diane tiene mucho más que ofrecerte.

—Solo tierras en Normandía que ni siquiera tengo seguridad si quiero. Esa es una oferta tentadora, lo admito, pero defender feudos en un lugar tan distante esparce hombres y suplementos y acaba dividiendo lealtades. Yo preferiría que cualquier tierra que yo venga a ganarme esté aquí mismo en Inglaterra.

—Entonces, por qué me escogiste a mi? No te estoy dando nada a cambio.— las palabras escaparon de los labios de Ardith antes de poder contenerlas.

—Sabes, yo puedo darte muchas razones para haberte escogido, si quieres oírlas, pero, mirando atrás, creo que me decidí por ti el día en que quemaste la punta de tu trenza salvando a Kirk. Yo sabía que poseías aquella rara cualidad que yo esperaba encontrar en una esposa, pero temía no conseguir... la habilidad de defender y cuidad de un niño que no fuera tuyo, un niño de nacimiento ilegítimo.

Ardith recordó haber apartado a Kirk cerca del fuego, de su rabia por Belinda y del balde de agua que fuera lanzado encima de ella. De repente, entendía la extraña expresión en el rostro de Gerard cuando le tocara la trenza chamuscada. Él la había sorprendido salvando al muchachito de la prostituta, un bastardo. Y con esa idea, volvieron los recuerdos de la revelación de Corwin sobre el hijo bastardo de Gerard, Daymon.

—Yo tengo un niño así —prosiguió él, pasando la mano por los cabellos rubios.— esperé encontrar una esposa que no rechazase a mi hijo por causas de las circunstancias de su nacimiento. Crecí en una casa donde mi madre no toleraba los propios hijos y era física y verbalmente cruel con el bastardo que mi padre reconoció y crió como suyo. Pretendo criar a Dyamon de la misma manera que haría con un hijo legítimo, pero yo prefiero que él no enfrente los malos tratos que Richard soportó de mi madre.— Gerard esbozó una sonrisa al proseguir:— cuando te vi, abrazando a Kirk, después de haberlo salvado de posibles quemaduras graves, ajena al propio riesgo; furiosa con una prostituta por haber olvidado un niño bastardo, yo supe que te podría confiar mi propio hijo.

Ardith dudó, sin tener seguridad de sí quería saber sobre otras mujeres que habían participado de la intimidad con Gerard.

—Y la madre de Dyamon?

—Murió al dar a luz. Ahora, se acabó de intentar ganar tiempo, agarra aquella daga y vamos a continuar con la lección

Ardith agarró la daga, aún reflexionando sobre las razones extravagantes pero admirables de él

—Quieres que tu esposa sea una madre para Daymon?

—Si ella si lo desea. Todo lo que pido es su aceptación en cuando al lugar de él en mi casa.

—Tú continúas sorprendiéndome. Nunca oí hablar de ningún hombre que rechazara más riquezas solo para tener alguien que acepte su hijo.

—Te quiero a ti para mí también, Ardith. Nunca dudes de eso. Además en algunos días, si todo corre conforme lo planeado, voy a ganar casi tantas tierras como las de Diane sin tener que casarme con una víbora de ese nivel. Ahora posiciónate como te enseñé.

El comentario aparentemente casual de él, sobre ganar tierras confirmó las sospechas de Ardith. Ya percibía algo misterioso aconteciendo, y Corwin también diera a entender que sí. Gerard le contaría si le preguntaba que se trataba?. Tal vez, pero algo en la expresión de él le decía que era mejor no aplazar más aquella tonta lección.

Ella tocó suavemente la lámina afilada de la daga con la punta de los dedos y separó los pies, calzados con las botas a medida entregadas por el zapatero.

—De todas tus ideas extravagantes, ésta es la más inusitada. No sé de ningún otro hombre que quiera a una guerrera por esposa.

Él se agachó.

—No una guerrera, solo una esposa capaz de defenderse. Cuando estés lista....

Ardith agarro el mango de la daga con firmeza, una extraña sensación de poder dominándola.

Cuando ella avanzó, Gerard se colocó de lado y extendió el brazo. Bastó torcerle un poco la muñeca y la daga cayó al suelo. Después la empujó hacía él, haciéndola chocar con su cuerpo.

Envuelta por los brazos fuertes, Ardith notó que él contenía la risa.

—Antes de haber atacado, cerraste los ojos. No se puede distinguir un blanco que no se ve.

—No me gusta esto, y tú lo sabe.

—Es porque tú aún no tienes habilidad. Inténtalo otra vez.

Mientras proseguía con sus instrucciones, Gerard consideró sobre la sensatez de haberle dado la daga. Ella hacía todo lo que le decía. Agarraba el arma con naturalidad, aprendía fácilmente a flexionar apropiadamente la muñeca y se movía con gracia. Le reconocía el talento, pero lamentaba su falta de empeño.

—Es bastante por hoy

Ardith soltó un suspiro aliviada.

—Oye —comenzó Gerard con un tono grave, agarrándola con delicadeza por los hombros.— tienes que hacerme una promesa. Jamás, no importa cual sea la provocación, apuntes la daga a un enemigo si no estás preparada para derramar sangre.

Ella lo miró con intensidad, los ojos azules inquisidores.

—Tu desagrado por el arma es evidente en tu rostro, esa es una falla que debes superar o aprender a enmascarar. Cualquier duda de su parte en el uso de la daga da ventaja al enemigo. Ahora, promételo.

—No tengas miedo en cuanto a eso. Del fondo de mi corazón, lo prometo— declaró Ardith con firmeza y guardó la daga en la vaina interna de la bota.