Capítulo 5

Ardith espió por la entrada de la tienda. Gerard estaba sentado en un banco delante de una pequeña mesa. Con los tobillos apoyados en la rodilla, y el rostro entre las manos.

—¿Ordenó un paño mojado en agua fría? —refunfuñó él.

—Mandé a Thomas a buscar hielo en la laguna

Él levantó la cabeza despacio.

—Y que hace aquí?

—Thomas dijo que usted necesitaba mis cuidados.

—No es verdad, solo necesito un paño mojado.

—Lo que parece, es que necesita que alguien le examine la cabeza. Me permite hacerlo ya que estoy aquí?

Gerard dudo, pero acabo asintiendo. El gesto casi le hizo perder el equilibrio. Mordiéndose el labio inferior, Ardith atravesó la alfombra exótica que revestía el suelo de la tienda. Su mano tembló cuando le apartó los cabellos húmedos del sudor de la frente, la hinchazón era grande y ya presentaba un color azulado.

Incrédula exclamó:

—Salió andando del campo?

—Claro.

Ella sacudió la cabeza.

—Los hombres y su maldito orgullo!. Y yo que creía que mi padre era el hombre más obstinado de Inglaterra. Ahora me querrá convencer de que no tiene ningún dolor en la cabeza.

—Esto fue un simple golpe. Ya sobreviví a cosas mucho peores.

Ardith tragó en seco, tratando de vencer el nudo de la garganta. Prefirió no preguntar como había adquirido la gran cicatriz abajo de las costillas o la que le marcaba uno de los hombros. No quería pensar en cuantas más tendría por el cuerpo.

Thomas entró a la tienda y colocó el cuenco de hielo en la mesa.

—Necesitará algo más, mi lady?

—No— respondió Ardith, envolviendo un gran pedazo de hielo en lino.— ve hasta la casa y busca una criada para limpiarte esos arañazos-

El chico casi se había retirado cuando Gerard bramó:

—Thomas?

Con un suspiro resignado, él se volteó

—Mi lord?

El silencio se prolongó, mientras Gerard fruncía el ceño hacia el paje, demostrando silenciosamente su contrariedad.

—Encuentra a John y a Corwin y mándalos hasta aquí.

Thomas asintió y salió disparado

Ardith agarró el hielo envuelto y lo batió contra la mesa, esperando quebrarlo. Consiguió rajarlo, pero no partirlo en pedazos como quería.

—Colócalo en la mesa— le dijo Gerard

Ella obedeció y se sobresaltó cuando él estrelló el paño con hielo, despedazándolo. Lo agarró y envolvió posándolo sobre lo alto de la frente.

—Debería acostarse.

—No todavía. Tal vez después de haber hablado con John y Corwin.

—Debería vestir una túnica

—Mi pecho desnudo te incomoda?

Ardith se ruborizó

—No, mi lord. Solo creí que llevando en contra, el aire frió y el hielo, una túnica podría darle algún confort.

—Ve a encontrar algo en el arca del rincón.

Ella miró en la dirección indicada y se aproximó al arca, abriéndolo. Encima había una túnica blanca de lino. La agarró y la llevó hasta él.

—Limpie el lodo de su cuerpo primero.

—Alguna otra orden, mi lady?

Ardith no pudo resistir la provocación

—Por ahora, no. Pero deme apenas un momento y con certeza, podré pensar en una o dos más.

Él suspiró, colocó él paño con hielo en la mesa y limpió el lodo de su pecho y antebrazos con otro pedazo de lino humedecido. Sin poder evitarlo, Ardith acompañó sus movimientos, los músculos moviéndose. Serian tan firmes al toque como parecían?

Mientras él se vestía la túnica, John entró en la tienda, seguido de Corwin

—¿Y entonces? —preguntó Gerard al capitán de su guardia.

—La situación está como temíamos, mi lord.— respondió él. Miró de soslayo hacia Corwin antes de continuar:— a casi todos los guardias de Lenvil les falta fuerza y agilidad. Si hubieran enfrentado una batalla, creo que la mayoría seria derribado durante los primeros momentos del ataque. Y claro que aun no los hemos visto manejando las armas.

Aunque John intentase amenizar el relato, Ardith comprendió de inmediato la razón para el juego de aquella mañana... un examen para la guardia de Lenvil, y había fallado.

—Ayer en la noche, encontré dos guardias de Lenvil durmiendo en sus puestos— dijo Gerard.— otro solo me oyó cuando lo tenía lo bastante cerca como para cortarle la garganta si fuera un intruso. Apenas notó mi presencia a tiempo para alertar a los demás.

—Tendré sus cabezas— declaró Corwin, enfadado.

Gerard esbozó una sonrisa.

—Ellos van a necesitar sus cabezas. La verdad, de toda la astucia que tengan para lo que estamos a punto de hacerles. John, informa a todos que tendremos entrenamiento mañana para los guardias de Wilmont y Lenvil. Los soldados de la escolta de Bronwyn pueden unirse a nosotros si lo desean.

—Corwin, inspecciona las armas de Lenvil. Si fuera preciso, puedes tomar prestadas armas del arsenal de Wilmont. Ningún hombre tendrá pretexto para esquivar su deber por falta de espada. Y, oye, me compete a mi hablar sobre la flaqueza de los hombres de Lenvil con Harold.

—Si, mi lord— asintió Corwin, en su semblante la obvia contrariedad de saber hasta qué punto llegaba la situación.

—Ahora, háblame al respecto del capitán de Lenvil.

—Sedrick ha sido capitán de la guardia desde antes de haber nacido yo. Es casi de la edad de mi padre. Es extraño, pues yo le recuerdo como un hombre eficiente, tanto en disciplina como en habilidades. Estas pensando en decirle a mi padre que lo sustituya?.

—No!— protestó Ardith. Tres pares de ojos atónitos se giraron para encararla. Ella sabía que estaba interfiriendo en asuntos fuera de su alcance, pero quitar la capitanía de Sedrick era impensable. Aun así, cuidara demasiadas excoriaciones y cortes. Tal vez ellos tuvieran razón.

—Veremos-dijo Gerard. Se dirigió entonces a John:— yo había planeado partir en dos días, pero no saldré de aquí mientras no tenga certeza de que... Lenvil estará bien defendida.

John dio una palmada en el hombro de Corwin

—Ven conmigo. Vamos a ver cuanto trabajo tiene que ser hecho.

Los dos se retiraron y, durante el silencio que se prolongó, Ardith se aproximó a la mesa, volviendo a agarrar el hielo envuelto en lino, entregándolo a Gerard.

Cuando sus manos se rozaron, sintió un inevitable calor recorriéndola. Por alguna razón que no podía explicar, las palabras de Belinda resonaron en su mente.

Basta mirar para él. Aquel hombre irradia virilidad con su simple porte, con su mirada.

Notando que le estudiaba el rostro serio fijamente, trató de desviar la mirada y se esforzó para que su voz no le delatase el torbellino interior.

—Ahora hace poco hable sin pensar— discúlpeme—. Sé que no me corresponde opinar en cuenta al capitán de la guardia.

Él sacudió la mano en el aire, demostrando que no quería hablar sobre la intromisión.

—Dime como estar Harold?

—El dolor de la pierna lo incomoda mucho cuando se ejercita más de lo normal.

—Hay algo más.

De algún modo, Gerard sospechaba de un problema, más serio, aunque de momento, Harold parecía bien de salud. Ardith pensó en negar la aflicción de su padre, pero el barón era el señor feudal de Lenvil, y hasta entonces ella no era tan eficiente en la supervisión de la propiedad como pensaba.

—Mi padre está con problemas de memoria. Algunas mañanas, es una victoria para él encontrar las botas. Le esta siendo más fácil recordar eventos de décadas pasadas que lo que aconteció el día anterior.

—Hace cuanto tiempo que tú estás cuidando Lenvil?

—Casi dos años.

—Por qué no informaste a Corwin o a mi padre?

—La propiedad no fue afectada de manera alguna, ni la aldea de nuestro pueblo. Nosotros siempre hemos plantado y hecho plenas recogidas y ganamos lo bastante con los molinos para pagar nuestros tributos a Wilmont. Yo no noté, sin embargo, que la guardia estaba relajada. Y pido mis disculpas por eso.

Gerard sacudió la cabeza. Mantenía una expresión grave y enfadada, pero a ella no le pasó desapercibido el instante en que contrajo el semblante de dolor.

—Por favor— le susurró.— necesita acostarse.

Un esbozo de sonrisa curvó los labios de él-

—Esta suponiendo que puedo caminar hasta las mantas de piel.

—Permite que lo ayude?

Gerard extendió el brazo, y Ardith lo aseguró por la cintura, ayudándolo a levantarse. Aquella proximidad fue perturbadora, y ella ansió tanto por dejar la tienda como por permanecer anidada bajo aquel brazo fuerte. Los pasos hasta la cama arreglada en el suelo parecían llevar una eternidad, pero, por otro lado, terminaron demasiado deprisa.

Él se acostó sobre las pieles.

—Quiero tu palabra de que no dirá nada a nadie sobre lo que transcurrió aquí, ni sobre la guardia, ni sobre mi cabeza.

En cuanto a la guardia Ardith lo entendía, pero lo que decía respecto al golpe de la cabeza, no veía razón para tanto misterio.

—Con seguridad, todos ya saben sobre el golpe que llevó. Usted fue el ultimo hombre en dejar el campo.

—Por necesidad, pues era lo que mis hombres esperaban de mí... y porque yo no conseguía andar en línea recta. Solo tú y Thomas saben cuan grande es la hinchazón y la manera como me afectó. A pesar de haberla llamado aquí, él no dirá nada a nadie más.

Ella protegiera la dignidad y el orgullo de su padre por tanto tiempo que no podía dejar de hacer aquello por Gerard también.

—Tiene mi palabra, mi lord.— lo vio arreglando mejor el paño con el hielo y volvió a recordar su dolor.— tengo preparados para el dolor de cabeza en casa. Voy a preparar una jarrita de té de hierbas y le pediré a Thomas que lo traiga aquí.

—Ardith!— la llamada de Elva los interrumpió.

Ardith abrió una ligera sonrisa.

—Bien, para poder guardar su secreto, es mejor que despista a mi tía

—Aquella vieja arpía entrometida

Ella atribuyó las palabras duras de Gerard a la cabeza dolorida. Retirándose de la tienda, casi colisionó con Elva del lado de afuera.

—Oh, cielos!— suspiró la tía, casi envolviéndola en un abrazo.— estas bien? Él te hirió?

—Claro que no. Estate tranquila— le dijo ella, con gentileza, mientras comenzaban a alejarse de la tienda.— el barón no tiene razón alguna para hacerme mal

Elva se detuvo, agarrándole los brazos con ansiedad.

—Tu necesitas tener cuidado. Tienes que ser precavida contra la fiera. Ira acabar contigo.

El aviso de la tía en cuanto Gerard pudiera ofrecer algún peligro físico le pareció absurdo a Ardith. Sabía que el único peligro que él representaba era para su corazón, en cuanto aquello no había más vuelta.

—Vamos, Elva —Le dijo, conduciéndola en dirección a la casa— no tengas miedo. Una fiera no puede hacer mal a lo que no consigue cazar.

Gerard observaba, mientras Corwin exigía lo máximo de los guardias de Lenvil. Después de una semana de entrenamiento, los hombres mostraban progresos. Pero Corwin continuaba furioso. Habiendo encontrado su futuro legado en peligro, desafiaba a los soldados a que igualaran su destreza. Aunque tuviera apenas 17 años, su habilidad con las armas le habían conquistado el respeto hasta de los caballeros de Wilmont.

Después de una larga conversación con Sedrick, que admitiera un problema con su vista, Gerard se reservó el derecho de escoger un nuevo capitán. Ahora, habiéndolos probado y hablado con cada soldado de Lenvil, aun no hiciera la escogencia. A su ver, ninguno estaba listo, y él no confiaría la defensa de Lenvil a un hombre que no fuese totalmente competente.

Se había dado cuenta, en los días anteriores, que no era a Lenvil lo que ansiaba proteger. El feudo era excelente y sería la herencia de Corwin. Si la casa o la aldea se incendiasen, los campesinos y los animales se dispersarían, las plantaciones serian desbastadas, la pérdida despertaría su ira. Su sed de justicia seria implacable contra quien osase atacar el lugar.

Pero una casa podía ser reconstruida, personas y animales reagrupados, siembras replantadas. Intolerable era pensar el destino de Ardith en caso de que el feudo pereciera bajo algún enemigo.

Visiones de la adorable Ardith poblaban su mente, etérea y sutil, pero siempre a su lado. Se veía buscándola por el patio y la casa, atento al sonido de su voz dulce y femenina. Su fascinación crecía cada día que pasaba... y cada noche.

Así como su deseo. No podía mirar para la cautivante joven sin que un fuego voraz recorriese su cuerpo, exigiendo ser aplacado.

En él día en que ella fuera a su tienda para cuidarle la cabeza, creía que ambos habían llegado a un acuerdo. Pero Ardith continuaba evitándolo, como si no hubiese tocado su frente tan gentilmente y estado tan próxima que él pudo sentir el calor de su cuerpo deseable, la incitante fragancia de rosas.

Si el anhelo de poseerla se tratase de la única fuente de su inquietud, tal vez pudiese haber ordenado que fuera hasta su cama. No fue solo por una vez que se sintiera tentado a enrollarse la trenza en la mano, arrastrándola hasta su tienda y tirar su cuerpo desnudo en medio de las mantas de piel. Nada de aquello, seria excusa para conquistar su simpatía.

Era extraño que estuviera dispuesto a renunciar a aquel derecho a fin de intentar hacerla entregarse en sus brazos de buen grado. Espontánea y receptiva era como la quería. Anhelaba la pasión de ella, pero también quería su afecto. Deseaba más que la mera unión de sus cuerpos. Y debía mantenerla a salvo, porque después que él tuviera resuelto su cuestión con Basil, planeaba convertirla en su esposa.

Necesitaba del consentimiento real para casarse, pero no se le ocurría ninguna razón para que él rey Enrique dejase de aprobar Ardith.

Aunque no fuera de sangre noble, ella procedía de buena familia. Como quinta hija, no tendría ninguna dote, más a él no le importaba, Enrique no haría objeción. Y era sajona, detalle que dejaría al rey más inclinado a dar su aprobación.

Gerard anhelaba por comenzar el delicioso deber de dar un heredero legitimo a Wilmont. Engendrar hijos con Ardith seria un placer.

En cuanto a Daymon, tenía la certeza de que ella lo aceptaría rápidamente, y hasta quizá educar a su hijo bastardo. Cada niño del feudo la buscaba para alguna cura. Sospechaba que las palabras afectuosas de ella eran más eficaces para calmarles los dolores que las pociones y los vendajes de lino. Ardith adoraba los niños y hasta amenazara a Belinda con castigo severo por tener olvidado a su hijo bastardo.

Pero, por los cielos, por qué él quería tanto a la única mujer en todo el reino que insistía en negar el deseo que se extendía cada vez que los ojos de ambos se encontraban?

Gerard se giró al sonido del galope de un caballo que avanzaba en dirección a la casa, su mano aproximándose reflexivamente a la espada. Reconoció, entonces, al mensajero que montaba uno de los caballos más veloces de Wilmont.

—Barón Gerard— comenzó el hombre, jadeante, mientras tiraba las riendas del animal.— le traigo un mensaje de Walter— anunció, entregándole un rollo de pergamino.— él me pidió que esperara su respuesta.

Gerard desató la cinta y desenredó el pergamino. Fue consumido por una súbita furia, cuando entendió.

—¿Cuándo fue esto? —bramó al mensajero

—Ayer, mi lord.

Gerard arrugó el mensaje con fuerza en su mano

—¿Que ocurre? —preguntó Corwin, parando a su lado.

—Frederick regresó a Wilmont

—Milhurst fue tomado por Basil?

—Fererick no puede decirlo porque estaba muerto, amarrado al caballo como una caza abatida. Alguien lo mató y guió el caballo lo bastante cerca de Wilmont para que el animal encontrase el camino a casa.

—Basil?

—Sus mercenarios, sospecho— explotó Gerard.— con mil diablos! La audacia del hombre es intolerable. Dile a John que informe a los hombres para que se preparen para la partida mañana temprano. Iremos rumbo a Westminster.

Enfurecido, marcho hacia la tienda. Manejándose con gestos enfadados, garabateó un mensaje para Stephen, dando permiso al hermano para tomar cualquier medida defensiva que juzgara necesarias.

Después de Richard haber sido gravemente herido, su primer impulso fue el de atravesar a Basil de Northbryre con su espada. Pero la intervención del rey Enrique le dio tiempo para percibir que, si buscase venganza a través de la corte, podría ganar derecho a los feudos de Basil sin colocar hombres en el campo de batalla. Y actuando así, recompensaría a Stephen y a Richard generosamente por la lealtad de ambos sin tener que tomar mano de ninguna de las tierras de Wilmont.

Sintió casi esperanzas que Basil hubiera sido lo suficientemente loco para saquear Milhurst. El crimen daría aun más peso a sus acusaciones en contra de él. Sacudió la cabeza, descartando la idea. Dejar Milhurst abierta al ataque, o no responder en caso de que Basil hubiera obtenido éxito con una invasión, seria visto como una señal de flaqueza. Añadió una orden más a la carta a Stephen, la que enviase dos caballeros y 10 guardias a Milhurst.

Concentró entonces su atención en los preparativos para la partida de Lenvil. Aun tenia que escoger un capitán para la guardia de allí. Lo ideal seria dejar a Corwin en el feudo para resolver la cuestión, pero lo necesitaba en la corte.

Y Ardith?

Se preguntó cuál sería la reacción de ella cuando fuera informada que también iba hacer el viaje hasta Westminster.

—Elva, Ardith necesita de su ayuda. Usted debe ir hasta la propiedad. Partiremos por la mañana y hay mucho para hacer.

—Entonces ayúdala tú, Bronwyn— dijo la vieja, dirigiéndose a la puerta cerrada de su cabaña en la aldea. Sacudió un pedazo cuadrado de lana negra y cubrió la pequeña mesa. Sobre el tejido, colocó una reverenciada cruz celta, un regalo de su madre muerta hacía mucho. Al lado, puso una vela gruesa.

—Ardith quiere que tu cuides del feudo mientras se ausenta. Esta insoportable con este viaje. El hecho de tenerte en casa mientras está fuera la dejará más tranquila. Por favor— insistió Bronwyn del otro lado de la puerta—, si tu no vas hasta allá, ella va a tener que dejar alguna otra persona encargada de todo.

Elva no respondió, y pronto oyó a Bronwyn refunfuñando algo ininteligible, y sus pasos enfadados, mientras se apartaba con miembros de una pequeña escolta.

Encendió la vela. De un bolsillo del vestido, sacó un pequeño saco de cuero y vació el contenido sobre el tejido. Le gustaría que fueran mayores, aquellos huesos que consiguiera pegar antes que los perros los royeran. Él normando, maldito fuera, tiraba sus restos de comida a los perros, en vez de simplemente lanzarlos sobre el hombro en la paja que recubría el piso.

Los huesos no habían sido rapados y limpiados. Todavía contenían vestigios de carne. Lamentando la falta de tiempo para prepararlos adecuadamente, los reunió en ambas manos.

Años antes, había juzgado mal las fuerzas del destino. Creyendo que su preciosa niña estaría a salvo, Elva no se preocupara en adivinar el futuro del normando. Ahora, la fiera estaba de vuelta y presto a llevarse a Ardith de allí.

Ella la había salvado de las garras de Wilmont una vez. Seria capaz de hacerlo nuevamente?. Era preciso.

Cerró los ojos, murmurando las palabras que recordaba como las rezaba su madre. No sabía el significado, apenas recordaba los sonidos.

Lanzó los huesos en el paño negro y leyó el espantoso mensaje de ellos.

—Maldición— refunfuñó entre dientes, y con un gesto brusco, apartó la odiosa profecía de su frente.