12

Susana no deja de tamborilear los dedos sobre una de sus rodillas y Sergio habla sin parar. Saben a qué van a casa de Sergio y esa sensación de tener al alcance lo que llevan meses deseando se les mete en el estómago, les revuelve las tripas y dispara sus nervios. Cualquier cosa es válida para acallar el retumbar del pulso en sus sienes y atemperar la excitación reprimida, una excitación de adolescente en su primera vez que hace mucho que ninguno de los dos siente. Susana evita mirarle. —Niña, ni que fuera tu primer polvo—. «Como si lo fuese, mamá. Como si lo fuese». Ni la voz familiar de la madre en su cabeza logra traerla a la realidad, es como si su cabeza estuviese envuelta en una tolla mojada que hace que todo permanezca lejano, ajeno a ella. Solo él y sus manos, él y su olor, él y el tono cálido de su voz tienen cabida en su interior en esos momentos.

—¿La has visto?

Susana observa a través de la ventanilla a una pareja joven besándose en la acera. Es una imagen fugaz, apenas unos segundos, mientras dura el cambio del rojo al verde del semáforo. Se besan con pasión. Casi se mastican, porque el amor es voraz, no tiene medida ni fin. Y no parece que les importe el mundo a su alrededor: las niñas que juegan a unos pocos metros a la comba, y que seguro que les miran de reojo con vergüenza en los ojos y la excitación de estar presenciando algo prohibido para ellas, el señor mayor que da de comer a las palomas en un banco cercano, una maruja y su comadre que vigilan desde la ventana del primero. Fuera de ese beso, fuera de esos labios que se abrazan no existe otra cosa que el destierro. Y los dos jóvenes lo vislumbran aún sin ser expertos, y por ello se agarran el uno al otro y no se sueltan. Susana les envidia. Envidia su primera vez, su inocencia, sus mariposas revoloteando. Y entonces mira a Sergio y le sonríe. Las mariposas se sienten igual a los treinta y cinco que a los quince.

—¡Susana!, ¿la has visto?

—¿Perdona?

—¿Si has visto la película? —La confusión en la mirada de Susana es suficientemente explícita—. Martín H, ¿las has visto?

—¡Ah! No, no, creo que no.

—Te va a encantar. Poncela es un crack. Ni Luppi ni Botto ni Roth, aquí el crack es Eusebio Poncela.

Susana asiente sin convencimiento.

—Un personaje que dice que le seduce la inteligencia, que él hace el amor con las mentes, ¡que hay que follarse a las mentes!, no me digas que no tiene que ser un crack —las palabras de Sergio consiguen arrancar una carcajada a Susana, que su jefe también celebra—. ¿Ves qué fácil es follarse una mente?

Le roza la mano que él descansa sobre la palanca de cambio y suspira.

—¿Estás seguro de todo esto?

Sergio no entiende a qué se refiere. O quizá no quiere comprender. Hace meses que ella le tiene loco, ¿por qué se iba a echar ahora atrás?

—¿Ya te estás arrepintiendo?

—No, no. Solo es que…

—Eso es un pero dicho de forma más elegante.

—No me van muy bien las relaciones. Siempre ocurre algo, o el tío no es el adecuado o soy yo la que no encaja o qué se yo… El caso es que nunca funcionan —Sergio no quiere cambiar a tercera, porque eso significaría mover la mano y obligar a la de Susana a retirarse, pero no puede apurar la marcha por más tiempo— y yo estoy cansada de intentarlo.

—El problema no es que funcionen o no, es que te detengas, que dejes de intentarlo. Si eso es lo que quieres, claro. Solo se está muy bien, es una elección tan buena como permanecer en pareja. Pero si lo que de verdad deseas es estar con alguien determinado, cerrarte a dar el paso por miedo a que no funcione es bastante estúpido —dice, arrepintiéndose inmediatamente del término empleado—. Quiero decir que negarte a vivir una relación por temor a que fracase, no te dirige más que a la soledad.

Susana lo admite con un gesto.

—Es una tontería. Solo es que he esperado esto tanto tiempo…

A Sergio se le dibuja una sonrisa.

—Y ya ha llegado.

***

Ante la puerta de su casa y con la llave en la cerradura, Sergio se toma unos segundos para examinar la disposición de Susana. No quiere precipitaciones. Susana le sonríe con la cara, también con los ojos, y le pellizca la mejilla en un gesto tierno, como si tratara de rebajar la tensión que existe entre los dos y no hallara la manera. Quizá no la hay. Entonces, y solo entonces, él abre y la invita a pasar.

El salón está como lo recordaba: las cortinas sobrias, las lámparas de líneas simples y una mesa de moderno diseño en color negro. La estantería lacada en blanco continúa con los mismos pocos libros que la última vez que Susana visitó la casa. Y la reproducción de Mujer desnuda permanece presidiendo la habitación. A Susana le entristece la atmósfera de lujuria mustia del cuadro, con aquella mujer de vientre flácido y mirada perdida con medias negras a punto de caer a los tobillos. Como todas o casi todas las mujeres de Toulouse Lautrec, una puta más de las calles de París, una prostituta cargada de resignación que espera a su próximo cliente. Se obliga a apartar la mirada y se encuentra con unos ojos que la observan con curiosidad.

—Nunca te gustó ese cuadro.

—¿Nunca? Parece que hablaras de una ex. —Susana busca una sonrisa cómplice, que no halla en los labios de Sergio—. En realidad, no puedo ser una ex si nunca hemos tenido nada.

—Fuiste mi mujer —responde él, llevándole una mano a la barbilla para acariciarla con un gesto deliberadamente lento.

—Eso no va —la caricia la pone nerviosa, la aturulla.

—Sí vale, fue de mentira para el abogado, pero no para nosotros, ¿verdad? —Y la palabra «verdad» emerge cargada de intensidad entre sus miradas.

Saben que ha llegado el momento. Sergio la sujeta de la nuca con un ademán autoritario cegado por la excitación y la atrae hacia sí para retenerla a un par de centímetros de sus labios. Los ojos de ambos se prenden en los labios del otro. A Susana le puede la impaciencia. «¿Qué espera?», se pregunta ante la aparente cobardía de él. «¿Por qué no me besa?». Y Sergio, como respondiendo a su pensamiento, recorre los dos centímetros que les separa y acaricia los labios de ella con los suyos, como en un cortejo, sin prisas, con delicadeza, mimando las ganas de ella y frenando las de él. La dulzura se instala en sus miradas y también en sus manos, que acarician nuca, espalda y vuelta a empezar. Sergio se separa un instante y observa los ojos esmeralda de Susana, transparentes como un mar caribeño, y después busca la suavidad amelocotonada de su cara en una caricia deliberadamente lenta que recorre la mejilla y muere en el mentón.

—He estado esperándote toda mi vida —Susana sonríe al tiempo que le pellizca en la mejilla— y por fin estás aquí —ella asiente con un gesto— entre mis brazos.

—¿Se lo dices a todas?

—Hace tiempo que todas son tú. —Susana lo comprende. Para ella también ocurre lo mismo: después de conocer a Sergio, nadie podía ser él—. El amor es de lo más egoísta, si te enamoras es imposible ver otra cosa, sentir otra cosa, intentar otra cosa. Solo puedes estar con la persona amada. Es la única cura.

—No te tenía por un poeta —Sergio pone cara de puchero— pero me gusta.

Y se besan. Esta vez sí. Esta vez sin preámbulos, amarrándose a las cinturas, mordisqueándose mientras se manosean, uniendo sus lenguas en un torbellino húmedo. Susana, sin apenas tener conciencia de ello, le desabotona la camisa, quizá por instinto, y desliza sus manos por el pecho de Sergio, un pecho de chocolate blanco con unos pocos vellos, y busca luego su espalda suave para apretarlo más contra ella en ese beso que les deja sin aliento. Sofocados, se empujan hasta el sillón y se abandonan sobre la piel de cuero. A Sergio le entran las prisas y rebusca bajo el vestido de Susana el rastro de sal de su piel. Lo encuentra. Primero en la tersura de su vientre liso, y en su ombligo, y después en sus pechos, pequeños, puntiagudos, con pezones duros, casi dolorosos. Ella se ríe al sentir el tacto de las manos de Sergio, le hace cosquillas, al principio cosquillas de risa, al final cosquillas que la encienden y provocan la humedad de su sexo. Jadea. Sí, jadea, con la boca de Sergio enredada en la suya, con las manos de Sergio jugando con sus pezones, con la entrepierna de Sergio demostrando su dureza constantemente. Sergio, siempre Sergio. Es entonces, y solo entonces, cuando se lo pide:

—Sergio, fóllame ya.

Y le ayuda a bajarse los pantalones de un tirón, y le coloca el miembro en la entrada de su sexo. No quiere florituras. No busca recrearse en el cuerpo de él. No necesita más preámbulos. Lo quiere ya. Lo quiere dentro. Lo quiere ahora. Sopla al sentir cómo se adentra en el calor de su entrepierna.

—Joder, Sergio —él empuja con deliberada lentitud—, no seas cabrón.

Y le agarra del culo, se aferra a su culo, empuja su culo, sintiendo cómo el pene de Sergio se estira y alarga, con un placentero roce en las paredes de su sexo, con un placentero roce también en su clítoris, que nota duro y húmedo como hacía meses que no sentía. Ni siquiera en los momentos de solitaria masturbación, cuando pensaba en él en su bañera, podía imaginar lo bien que se siente, lo bien que sabe.

—Te quiero —se oye decir Sergio a sí mismo. Y su propia revelación le sorprende, y también a Susana, que detiene sus movimientos y le mira a los ojos—. Sí —vuelve a hablar él tras unos segundos—, te quiero.

***

Susana camina hacia su casa con una sonrisa lela pintada en su cara. Aún le tiemblan las piernas, pero sobre todo el corazón. —Menudo hombre, hija—. «¡Ay, mamá!». —Si tu padre me hubiera…—. «Quita, quita, mamá». Pensar en sus padres de manera erótica no es lo que le apetece en este momento, y menos que sea su madre la que se lo cuente. Suena el móvil. Es Sergio. Han quedado en el piso de ella esa misma tarde para recoger sus cosas. Se muda. Cuando Sergio se lo propuso, ella pensó que era broma. —Los hombres, antes de follar, prometen cualquier cosa—. «Sí mamá, pero este me lo ha propuesto después». Y la madre no dice nada, qué va a decir, si Susana tiene razón.

—¿Ya me echas de menos?

—Susana, tenemos que hablar.

—Muy bueno —ríe la gracia—, tenemos que hablar.

—En serio.

A Susana ya no le hace tanta gracia.

—Tengo que marcharme.

—¿Qué?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿por qué?

—Espera, espera… —la voz de Sergio suena desesperada— no puedo explicarte nada.

—¿Cómo que no puedes?

—Confía en mí, por favor. Tengo que solucionar algo.

Susana se sienta en un banco del parque que cruzaba camino de su casa. No sabe qué decir, no sabe qué hacer.

—Susana, te quiero.

—Yo también, Sergio, pero esto… —Y no acaba la frase, porque se le atraganta, porque siente cómo nace en su garganta un sollozo que intenta reprimir. Inspira, una, dos veces—. Bien, solo te pido una cosa.

—Lo que sea.

—Prométeme que regresarás.

CONTINUARÁ EN…

Prométeme la luna