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A Sergio Figueroa no le engatusa ninguna mujer. Sergio es seductor, poco aficionado al amor pero no al sexo, un bon vivant de oficina con una dama distinta cada noche bajo sus sábanas. «Y una mierda». Hace tres meses que no puede apartarla de sus pensamientos. «¿Qué me ha hecho?». Desde que aterrizó en su vida Susana, la resuelta Susana, la alocada Susana, una Susana de rasgos orientales y ojos esmeralda, no pega ojo.

Susana Valdés es su secretaria. Una secretaria eficiente, divertida y con morbo…, pero es indudable que no pretende ser más que eso: su secretaria. Y no siempre fue así. Cuando ella recaló en la empresa hubo feeling. Sergio lo sabe. «¿Qué ocurrió aquella noche?». Es la pregunta que le asedia desde que Susana no se presentó a la cita que ambos acordaron en el piso de Sergio. «¿Qué sucedió en aquel preciso instante?, ¿qué fue lo que lo malogró?».

—Sergio, me marcho ya —le comunica Susana a través del interfono.

—De acuerdo —responde con una sensación de vacío en el estómago.

Hace semanas que sale con Gustavo Morales, un tipo gris del departamento financiero. Sergio no comprende qué le atrae de él. Aún recuerda la petición tan extraña de Susana meses atrás, cuando no tuvo más remedio que apoyarse en ella para escapar del atolladero en el que le había hundido el desfalco del director financiero. «Te ayudaré si a Gustavo Morales no le detiene la policía». Sergio intuyó que existía alguna clase de relación entre los dos, pero no podía creer que fuese romántica: Gustavo era al menos quince años mayor que ella, además, no lucía un solo pelo de listo, tampoco de tonto, tartamudeaba al hablar y tenía gris hasta la mirada. «¿Qué ha visto en él?».

El teléfono suena, afortunadamente.

—¿Te has pensado mi oferta? —le pregunta una mujer de voz sugerente.

—Cualquiera en mi situación estaría loco si la rechazara. —Sergio lo dice sinceramente.

—Pero yo no quiero a cualquiera —replica su interlocutora, añadiendo acto seguido—, y eso no es un sí.

Él se regodea en un suspiro cansado y luego consiente.

—Estos días tengo que cerrar unos negocios, ¿te parece el fin de semana?

La mujer se toma su tiempo. Se niega a darse por vencida tan pronto.

—Siempre lo vas posponiendo, Sergio.

—Te prometo que el fin de semana.

Responde al nombre de Alicia. Sergio la conoció en un crucero que su hermana le obligó a contratar. «Te conviene salir con mujeres. No puedes estar todo el santo día encerrado en tu despacho. ¡Quién te ha visto y quién te ve!». El latin lover de gimnasio se había ido diluyendo desde que recibió la herencia de su padre biológico. De las noches de sexo salvaje en el hotel Wellington a los viernes noche con su hermana y su cuñado mediaba un abismo. «Estoy hecho un carca».

—¿El viernes? —le pregunta ella.

—El viernes.

Alicia descubrió a Sergio en uno de los bares del barco. Él cargaba con tres copas de más. Ella solo un vestido de tirantes sin nada debajo. No tardaría en reparar en el problema del joven empresario: mal de amores. Y le ofreció una mano. Fue buena amiga, pero aún sería mejor amante, desde luego mejor que él. Todavía recuerda la primera noche. Antes de eso, la última vez que se había liado con una mujer resultó ser una psicópata que por poco lo mata, y después se había enamorado hasta el tuétano de una secretaria que no le hacía ni caso. «¡Menudo gafe!». Alicia resultó ser una necesaria tabla de salvación.

—No te asustes.

Le cogió de la mano. El camarote era amplio, con un saloncito y un dormitorio de maderas nobles. Sergio se lo tomaba a coña cuando su hermana le iba enseñando folletos. «¿Tú te crees que soy Leonardo DiCaprio o qué?». Con Alicia deslizando las uñas por entre los vellos de su pecho, no parecía el momento de volver a pensar en Titanic. Aún así se le escapó una sonrisa.

—¿De qué te ríes?

Sergio negó con un gesto.

—¡Venga ya!

—Me acordaba de Titanic.

Alicia le devolvió la sonrisa.

—Esa Rose era una puta señoritinga irlandesa, yo soy una mujer de carne y hueso. —Y como para demostrarlo apartó sus tirantes, dejando escapar unos pechos carnosos aunque firmes. Blancos—. Y tú estás mejor que ese niñato.

Se acabó de desembarazar del vestido y se acomodó sobre la cama. Parecía tener prisa por empezar. Sergio la miró a los ojos y se reconoció a sí mismo unos meses antes: libertino, sinvergüenza, mujeriego… No tardó en comparar las miradas de Susana y Alicia, y aunque era fácil dejarse tentar por la segunda, ¿quién podía competir con la fuerza con que le arrastraba la primera? Alicia, sin embargo, apartó el fantasma de la secretaria de un manotazo y se agarró a la cintura de Sergio con las manos. Con un ronroneo trepó hacia la boca de su amante, desabotonando uno a uno los botones, también la resistencia. Y cuando llegó a los labios se coló sin muchos miramientos, sujetándole la nuca en un gesto de posesión que a Sergio le supo a abandono.

—La olvidarás.

Jamás llegó a saber si verdaderamente fue Alicia o su propia mente o las dos a un tiempo quienes pronunciaron las palabras. La cuestión es que se rindió a la evidencia de que no conseguiría a Susana y de que la vida debía continuar.

—Fóllame.

Esa sí fue Alicia.

Y Sergio lo hizo. Primero con la boca. La atrajo hacía sí, sintiendo el tacto de sus senos en el pecho, y le mordisqueó los labios; los acarició con la punta de la lengua regodeándose en el gesto, rozó la de ella y acto seguido la apresó en un juego húmedo de enredos y desenredos que humedecieron a Alicia y le arrancaron una erección a él.

Para ser la primera vez después de meses, Sergio no se portaba mal. Al menos Alicia no se quejó. O sí lo hizo, pero sin atisbo de protesta en sus frases.

—¡Siiiiiii!

Sergio le repasaba con la lengua el triángulo entre el cuello y el hombro y ella aprovechaba para frotar su sexo contra el cuerpo de él. El roce y la suavidad de la humedecida lengua que iba y venía sobre su cuello, sus labios y sus pezones, combinados con las caricias de las manos de Sergio espalda abajo, la persuadieron de que el primer orgasmo no andaría lejos. Y se apretó más a él.

—Vamos a la cama.

En labios de Alicia sonó a súplica, pero era una orden.

Se arrojaron sobre el colchón. Sergio trataba de liberarse del pantalón y los calzoncillos sin apartar sus labios de los de ella. Alicia buscaba su miembro con ansiedad. El uno y la otra lograron su meta pronto. «Sí, ahora sí», pensó él al acoplarse.

—¡Guau! —protestó Alicia al sentir el pene de Sergio irrumpiendo en su vagina, toda humedad y calor en ese momento.

—¿Te duele?

—Sigue, cabrón. No pares ahora.

Obviamente, Sergio no se detuvo. Más bien lo contrario: comenzó un vaivén acompasado y sosegado, penetrándola más profundamente en cada movimiento. Las palmas de las manos de Alicia se perdían en el culo de él, también en su espalda y en su nuca, como si tuviera ocho manos que no supieran estar quietas. Y al mismo tiempo que el pene de Sergio se incrustaba más y más en su vagina, ella aumentaba la cadencia de los suspiros hasta que se trocaron en jadeos, y estos en quejas y reniegos.

—Fóllame —le suplicaba—. Fóllame, cabrón.

Sergio la besó con rudeza y se sujetó de su culo, dejándole espacio para que ella se aferrara a él con las piernas. Adelantó las caderas hasta que ya no cupo más aire entre sus pelvis y se lanzó a una intensa penetración, intensa por lo profunda, intensa por las repeticiones e intensa por el orgasmo con el que el esfuerzo recompensó a la pareja.

—¡Dios!

Meses después Sergio no acaba de encajar en esa relación que se limita, las más de las veces, a polvos furtivos. Su hermana se pregunta porque no sienta la cabeza de una vez y se casa con Alicia: sería la perfecta esposa, incluso buena amante, considera él. Pero no responde, no quiere. Es la ideal salvo porque no es Susana. Y el viernes, una vez más, se vería con ella.

—¿Por qué no pasamos el fin de semana en el chalet de mis padres?

—Tengo mucho lío.

—Siempre tienes una excusa, Sergio. Estoy cansada de vernos así.

—¿Así cómo?

—Sergio, ¿qué somos? —Al empresario la pregunta le coge por sorpresa. ¿Se lo ha planteado alguna vez? No. Para él es más fácil no anticiparse al futuro—. ¿Lo ves? Ni siquiera sabes qué responder.

—Claro que sé. Ya sabes lo que somos.

—Dímelo, entonces. —Alicia abriga esperanzas de que le conteste, aunque divague, refunfuñe o sea irónico, que diga algo, lo que sea, pero no lo hace; y ella aguanta y aguanta la llamada hasta que el silencio se le hace insoportable—. Déjalo, tengo un mal día. Nos vemos el viernes.

Y cuando cuelga, Sergio siente el peso de la culpa de no explicarle lo que en realidad siente, en un acto puramente cobarde que poco a poco va construyendo un muro entre los dos.

«Quizá va siendo hora de echarle huevos y decir hasta aquí», medita con el teléfono en la mano.