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El motel Princesa es uno de esos antros a pie de polígono industrial para camioneros, prostitutas y agentes comerciales. Lo único que lo diferencia de un club de carretera es la ausencia de bombillas de colores en la fachada. Por lo demás, casi parece que junto a la llave debiesen proporcionar un paquete de toallitas húmedas y una caja de preservativos. En la recepción, una matrona desproporcionada en carnes y abalorios dorados se encarga de distribuir las habitaciones. La primera impresión de Susana no es nada complaciente con el lugar y con Gustavo por vivir allí. Aún así, sonríe.
—¿Esto se construyó para una película de Almódovar?
Gustavo Morales nunca ha entendido las bromas. En el colegio se mofaban de él más por su falta de entendederas que por su dificultad en el habla. Y la cosa no había cambiado mucho con los años.
—Cre-cre-creo que no —se detiene un momento con la vista perdida y luego añade— en re, en reee-alidad, no lo sé.
Susana lo mira con cara de «¡no me lo puedo creer!». Aunque hace varios meses que se conocen, todavía le sorprende su absoluta falta de comprensión para toda clase de sobrentendidos. No es que eso le convierta en un extraterrestre. «Mejor poco listo que listillo». Pero a veces le impresiona esta rareza.
Suben las escaleras hasta el primer piso. Ella detrás arrastrando su maleta. «Viva la caballerosidad». Y él un par de pasos por delante con la llave en ristre.
—¿No tienen un maldito ascensor?
—N-no.
Llegan a la puerta ocho y Gustavo introduce la llave. Susana suele ser de lo más desordenada en los viajes, cuando no olvida el secador, se deja el neceser, sino el pijama, y si lo lleva no lo usa.
—Gustavo.
El novio encaja la llave.
—¡Gustavo! —insiste ella.
—¿Qu-qué?
—Me he dejado en la oficina el neceser.
Él la mira con un gesto de fastidio.
—Lu-lueego iré.
—No, cariño. Necesito mis cosas —le pide esbozando un puchero de niña buena.
—¿Pe-pe-pero ahora?
Susana le devuelve una mirada encendida y en tono impaciente le suelta:
—Da igual. Déjalo.
—Vaaa-vale —contesta, y le da la espalda dispuesto a abrir la puerta.
—¡Gustavo!
***
En la recepción, la matrona gorda registra a dos nuevos huéspedes. Seguramente amantes, piensa mirándoles de reojo. La mujer observa todo como si estuviera infectado y el hombre parece estar en otro sitio.
—Cariño, el DNI.
Sergio le dirige a Alicia una mirada de hastío. No sabe muy bien porqué está ahí, Susana es como un polo de atracción al que le es imposible resistirse. Pese a que la conversación de la mañana con ella le había vuelto a envenenar, unas horas más tarde, y con la rabia diluida en tres cafés, se abandonó a la idea de acercarse al motel para husmear. «Es rastrero». La primera vez que pensó en acercarse se sintió como un ser denigrante y hasta un poco voyeur, después se fue acostumbrando a la idea. Lo difícil fue convencer a Alicia, pero sorpresivamente para él no necesitó mucho, tal vez porque hacía tiempo que se sentía desesperanzada con la relación y cualquier cambio podía aportarle algo de emoción a su vida, o quizá porque ya no se le ocurrían más maneras de preservar a su pareja. El caso es que allí están.
Sergio observa a la señora gorda mientras teclea en el ordenador y, de reojo, a Alicia. Del cuello de las dos cuelga una ristra de aros dorados que atraviesa el escote, a juego con sus pendientes. Vulgarmente barroco. No podría describirlo de otra manera.
—¿Tres horas?
Alicia interroga a Sergio con los ojos. «¿Qué quiere decir?», parece preguntar.
—Toda la noche —replica él. A macho no le van a ganar. Y sonríe de medio lado. Siempre ha creído que le confiere una aire donjuanesco, pero la mirada despectiva y el gesto hierático de la señora gorda quieren llevarle la contraria.
—Cien euros.
Sergio le ofrece una tarjeta de crédito y Alicia aprovecha para rebuscar en el bolso no se sabe qué cosa. Se siente avergonzada de aquel momento, de aquel lugar miserable al que Sergio la ha llevado. No entiende nada, sin embargo no ha preguntado. «Vamos a ver dónde va a parar todo esto».
—Suban por esas escaleras. Puerta diez.
***
Gustavo se da la vuelta, con la llave aún en la puerta. Susana lo está contemplando con cara de ¿preguntas o qué?
—Baja a por el neceser, hombre.
—Pe-pe-pero si habías dicho…
—Baja —insiste ella con firmeza.
Todas las mujeres son iguales. Al menos eso piensa él en ese instante. «Déjalo significa hazlo, y no me pasa nada en realidad quiere decir pregúntame inmediatamente por qué estoy de mala leche». Al menos a Susana le ocurre muy de cuando en cuando. Con Gloria era distinto; todos los días le interrogaba sobre la relación de ambos, y si se enfadaba y él no sabía el motivo, era aún peor. «¡Mujeres!».
—Ba-ba-bajo.
Hace ademán de recuperar la llave pero Susana le detiene.
—¿Me vas a dejar aquí fuera esperando? —pregunta en un tono lejos de parecer interrogativo.
Gustavo la mira.
—N-n-no, no.
Deja la llave en la cerradura y se aleja por el pasillo con la sensación de que se ha equivocado al traerla al motel.
Susana aguanta unos segundos ante la puerta contemplando la llave. «Por fin». Entra, suelta la maleta en el minúsculo pasillo que da acceso al dormitorio y observa la estancia. Una cama de cabecero metálico y formas recargadas, dos mesillas de noche de las que le gustan a su abuela, una cómoda del mismo estilo y un armario de tres puertas desvencijado. La cama está perfectamente hecha, no hay nada desordenado. Abre el armario: trajes de chaqueta uniformemente grises, corbatas, grises también, y camisas, todas en tonos claros. En los cajones, ropa interior. «Nada». Registra la cómoda y no encuentra más que papeles. Los revisa uno a uno y los va descartando.
Mira debajo de la cama: unas zapatillas, dos pares de zapatos y una caja. «¡Bingo!». Al sacarla a la luz se da cuenta de que es una caja de seguridad con un candado de combinación. «Mierda». Gustavo no tardará mucho. No tiene tiempo de averiguar los cuatro números que mantienen cerrada la caja.
La coloca sobre la cama observándola como a un animal peligroso. «¿Cómo podría?». Su móvil suena. Observa el nombre de la pantalla y respira aliviada, quizá ella podría ayudarla a salir de esta situación.
***
Alicia asciende la escalera con seguridad, detrás Sergio la sigue con una maleta en cada mano. Se pregunta en qué momento se le escapó el control de su vida y la respuesta aparece, certera: «Cuando te enamoraste como un idiota». Fue la noche antes de firmar los papeles de la herencia. Susana estaba borracha y a él le faltaba poco para estarlo. A pesar del cansancio y los nervios por todo lo que había pasado durante el día, no podían irse a la cama. Por separado, se entiende. Tomaron una copa, a la que siguió otra y otra, y otra más. Susana se veía radiante, encantadora, simpática. Y Sergio cayó en sus redes. Sin embargo, se portó igual que haría un caballero: ella jugó a engatusarle y él aguantó estoicamente la tentación. No quería aprovecharse. Aquella fue la noche en que soñó que ella se colaba desnuda en su cama.
—Estás muy callado.
Sergio se detiene en mitad de la escalera, con la realidad cayendo de golpe sobre sus hombros.
—No, no.
Alicia iba un paso por delante y, sin detenerse, añade con voz melosa:
—Sea lo que sea, ya verás cómo desaparece —y le guiña un ojo y se ríe.
Pero a Sergio no le hace gracia. Se siente camino del matadero. La resuelta Susana, la alocada Susana, le había engatusado como nunca podría haber imaginado él, el sinvergüenza, el ligón de casino, el no-de-jo-u-na-vi-va. «¿Dónde estará ahora esa cabrona?».
—Buenas tardes —dice Alicia al cruzarse con un hombre al final de la escalera.
Sergio ensaya un bostezo que queda interrumpido en seco al ver a Morales. Ladea la cabeza en sentido contrario pero es demasiado tarde. Él lo ha reconocido también. Su cara refleja sorpresa primero, luego extrañeza. «¿Qué hace el jefe en un lugar como este?».
—Bu-bu bueee-nas tardes, señor Fi-Fiiigueroa.
—Hombre, Morales. Tú por aquí.
Gustavo pone cara de circunstancias y ofrece la mano a Sergio, que también adelanta la suya. Alicia, ya en el rellano de la planta, observa al desconocido con curiosidad.
—Vii-viii-vo aquí.
—¿En el motel?
Su subalterno sonríe a la defensiva. Desde que se aloja en el motel está acostumbrado a las críticas más o menos graciosas acerca de su domicilio. Y cuando piensa en la palabra «domicilio» irremediablemente visualiza a su compañero Núñez trazando en el aire la señal de las comillas, en un intento de ridiculizarlo.
—El di-di, el di-divorcio —responde por toda explicación.
Sergio le dedica una sonrisa que pretende ser comprensiva, pero que a Gustavo le molesta por su condescendencia y le hace sentirse pequeño, a la manera de esos personajes de dibujos animados que van disminuyendo de tamaño a medida que hablan con alguien de autoridad. «Aclarado: está aquí por su novio».
Los dos enmudecen. Sergio pensando, más bien deseando que Susana no ande muy lejos de esa escalera, y temiéndolo también. Y Gustavo aplastado por la presencia inesperada de quien tiene en sus manos el poder de darte de comer mes a mes, o enviarte al ostracismo del paro graciosamente porque ese día le pica el pie izquierdo. Pero además existe un motivo real que podría justificarlo. Ha descubierto la intensidad con que Sergio mira a su novia. No hay que ser muy tonto para comprender que le gusta. En realidad, Susana le gustaría a cualquier hombre sobre la faz de la tierra. «¿Y qué hace conmigo?». En cualquier caso, el que sea su jefe quien se ha fijado en ella le complica aún más su permanencia en la empresa. Debe acabar de una vez con su plan para emprender sin dilación una nueva vida con Susana. «¡Susana!». De pronto recuerda que la ha dejado sola en la habitación.
—De-de-deee-bo marcharme.
Sergio le estrecha la mano y se despide con una expresión sombría.
—Buen fin de semana.
—Graaaa-cias. Igualmente —responde Gustavo, al tiempo que comienza a descender de nuevo la escalera.
Al llegar al coche cae en la cuenta de que Sergio está divorciado y que allí solo se alojan parejitas. Entonces recapitula. Unos segundos antes de darse de bruces con su jefe, había saludado a una mujer. «Está claro, ha venido con un lío». Y la idea le levanta el ánimo. «Esto se lo tengo que contar a Susana».
***
Susana examina nerviosa la caja de seguridad. Ha vuelto a mirar de nuevo bajo la cama y en el armario por si ha omitido algo, pero no.
—¿Tú estás segura de que lo guarda aquí?
—Sí, estoy segura. Cuando vivía conmigo solo tenía ese portátil. Es su vida, si está en algún lugar es ahí.
Se sienta junto a la caja, con el móvil pegado a la oreja.
—Pues solo tenemos esta caja.
—¿Y tiene el tamaño suficiente?
Susana la examina de un vistazo.
—Creo que sí. —Pero no conforme con su respuesta, añade—. ¡A ver!, ¿era un portátil muy grande?
—Lo normal.
—La normalidad no existe, Gloria.
—Yo que sé. ¡Un ordenador de viaje!
Las dos mujeres guardan silencio, hasta que Susana se levanta.
—La única manera de averiguarlo es abriéndolo. No me lo puedo llevar si no sé seguro que es el portátil.
—Es cierto. No tendremos más oportunidades.
Susana se pregunta por qué se dejó arrastrar al monumental lío en el que había acabado. Por otro lado, de no haber sido así nunca hubiera conocido a Sergio.
—Gloria, ¿no se te ocurre ninguna posibilidad? Su fecha de nacimiento, un número de cuenta, lo que sea.
—Qué va —suspira y parece que se lo piensa mejor—. Bueno, puede ser.
—¿Puede ser qué?
—Gustavo no tiene imaginación. Siempre usaba los mismos números para sus contraseñas, podemos probar suerte.
—¿Pero no decías que no tenías ni idea?
—Y no tengo ni idea, pero es lo único que se me ocurre.
—Pues se te podía haber ocurrido antes.
—Deja de refunfuñar y escucha: sus contraseñas tenían siempre un 25, eso sí que me acuerdo, y un número acabado en «enta».
—¿Cómo un número acabado en «enta»?
—Sí, un treinta, un cuarenta, un ochenta. Yo que sé, no recuerdo más.
—Tu exnovio es muy raro.
—¡Qué me vas a contar!
—Anda, déjame intentarlo. Te llamo luego si tengo éxito, y sino… —No se decide a acabar la frase. Tiene miedo de que se equivoquen, de que las descubra. Mejor apartar esos pensamientos; han llegado muy lejos—. Todo saldrá bien, luego te llamo.
Cuelga y comienza a dar vueltas a la primera de las ruedecitas. Dos. Y continúa con la siguiente. Cinco. Pero en la tercera se detiene, «¿enta?». Repasa los números señalándose los dedos: treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, noventa… «¿Algún enta más?». Decide que solo pueden ser esos números. Ni siquiera tiene claro que esos dos sean los números de la contraseña. Pudo ser un sueño y ya está. «Sería mucha casualidad». Y de ser aquellos, podría estar al revés. —Si no sabes lo que hacer, haz algo—.
—Mamá, qué coñazo eres y cuánta razón tienes —proclama en voz alta. Y añade el cero final.
Solo falta el tercer número. «Tampoco son muchos». Agudiza el oído por si llega Gustavo. Ni un ruido. Y coloca el tres. Nada. El cuatro. Nada. Va a dar una vuelta hasta el cinco y se lo salta hasta el nueve. Y oye un clic. El clic de un cierre de seguridad abierto. Abre la tapa y ahí está el ordenador portátil.
Lo contempla hipnotizada. Hace meses que lo busca. Por fin al alcance. Y con el ordenador también más cerca recuperar a Sergio, piensa fugazmente, también recuperar su vida, su trabajo, sus amigos, su realidad.
Otro clic suena. Susana mira la caja como a un animal peligroso. Pero no tiene ninguna culpa, el ruido procedía de otra parte; se da cuenta, pero se da cuenta tarde. Se gira y allí está Gustavo.
—A qué-qué-qué no sabes a quien me heee encon… ¿Qué ha-haaaces con eso?