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El jueves amanece nublado. Sergio no siente ningunas ganas de ir al despacho. Se encontraría con Susana como cada mañana, como cada día, como cada semana. Se mira al espejo. ¿Ha engordado? No, no parece. Se acaricia el pecho, con el vello justo, desliza su mano por los pectorales, quizá menos duros que meses atrás. Debe volver al gimnasio. Observa su imagen de perfil. Tiene buen culo. Las mujeres se derriten por él, «si no fuera por la cabrona esta».

Curva los brazos hacia dentro e infla los mofletes. «Parezco Hulk». Y se echa a reír.

El agua caliente de la ducha resbala por su espalda. Piensa en Susana. En cómo sonríe. Le pone su rostro angelical y sus ojos japoneses. Llena el hueco de una de sus manos con gel y lo reparte con forzada lentitud por su pecho, recreándose en el movimiento circular. Alguna vez ha soñado con ella. La primera fue un sueño erótico. Él dormía y ella se le acercó y se coló desnuda en la cama. Baja la mano envuelta en espuma y se acaricia el miembro, que ya está preparado.

Recuesta la espalda en las frías losas, que le provocan un breve escalofrío, y se muerde el labio inferior al sentir las primeras cosquillas de placer emergiendo desde su pene. Recuerda a Susana. Es la única mujer que le ha gustado y que no ha conseguido tirarse. «¿Será eso?», se pregunta de pronto. Centra su imaginación en los pequeños pechos de Susana mientras continúa el vaivén con lentitud. La ve despojándose de un sujetador negro con transparencias mientras le sonríe insinuante, le excita cómo se regodea en sus pezones, pequeños también, apenas un poco más oscuros que el resto de la piel. Fuerza un par de movimientos rápidos y se le escapa un gemido.

No es lo mismo que con Alicia, ni siquiera ahora. De pronto se detiene. «¡Ya está bien!».

Al acabar su ducha, primero caliente, luego helada, elige un traje gris marengo y una corbata de seda de color azul eléctrico, con un pañuelo a juego. Quiere sentirse guapo.

Susana se maquilla ante el espejo. Nunca la han maravillado sus labios, los encuentra delgados. A su madre también se lo parecían. Así que va cambiando de tonos claros a medios para realzar el volumen. El truco se le enseñó ella. —A los hombres les gustan las mujeres con buenos morros, y tú de eso poco, hija, ¡de modo que espabila, que te quedarás para vestir santos!—. «Y a este paso, tendrá razón la muy…».

Después de aplicar el color, añade brillo a la parte central del labio inferior. Y luego sonríe. —Quítate ese tono que pareces encabroná con el mundo. El rojo brillante no te sienta bien—. «También en eso tenía razón mamá», piensa.

El viernes está a un paso. Quiere parecer despampanante. Ha elegido un vestido negro sin tirantes que volvería loco a un ciego. A la cabeza le viene la imagen de Sergio mirándola boquiabierto en la fiesta de Navidad del trabajo. «El vestido funcionará». El recuerdo se instala en su mente. Sergio vestía de manera informal, con unos tejanos azul oscuro que realzaban su paquete y una camisa beige que Susana hubiera deseado repasar en profundidad. «¡Uy! Quita, quita». Aparta el pensamiento como a un insecto y se pone su chaqueta.

La de Sergio descansa en el asiento del copiloto de su Porsche. No quiere arrugársela. En el espejo del retrovisor se encuentra con una expresión sombría. Ha tenido demasiado tiempo para pensar durante la noche: Alicia no es ni será remotamente la mujer de su vida. Eso lo tiene claro desde que la conoció. Buenos polvos, buena persona, mal amor. «Parece una canción de Pimpinela». Se siente cansado. Y ahora esta decisión de Susana de ir a un motel de tercera, supone que con Gustavo. «¿O no será así?».

Susana aparca su moto. Se quita el casco y se coloca el pelo con un gesto coqueto.

—Buenos días.

Se da la vuelta y ahí está su jefe.

—Qué raro verte en moto.

—Tengo el coche en el taller.

Sergio la mira fijamente. En momentos como ese es cuando comprende por qué se ha quedado pillado. Sus ojos. Orientales. Profundos. Le gustan sus labios. Perfectamente delineados.

—¿No te lo ha podido arreglar tu novio?

—Para eso están los talleres. «¡Qué guapo viene hoy!», se dice, aguantándose las ganas de saltar sobre él.

Y sobretodo su espíritu libre.

—¿Cuándo me lo vas a explicar?

—¿El qué?

—¿Qué pintas con ese tío? No está a tu altura, Susana.

—Tú qué sabes —hace ademán de irse, pero cambia de opinión—. Sergio, déjalo estar, ¿vale?

Lo mira una vez más a los ojos. «Si tú supieras que eres tú, y no él, con quien sueño, con quien me metería bajo las sábanas sin dudarlo un instante». Lo piensa, y se recrea en el pensamiento mientras lo observa. Pero no se lo dice.

—Estaría en la cárcel si no intervengo.

—Y tú no tendrías empresa si no te llego a ayudar. «Vale ya, Sergio. Dame un poco de tiempo». Lo desea intensamente, pero no es el momento. Aún no.

Sergio asiente pensativo. Sabe que ya no tiene oportunidades, que las gastó todas en enfadarse, intentar conquistarla, darle celos, ponerse celoso, parecer indiferente… Susana no está con él ni va a estarlo. Y su confianza se derrumba otra vez como un castillo de naipes.

—Estos meses han sido difíciles. Todo ha cambiado en la empresa desde que estás aquí.

—Desde que te estafaron —admite ella. Sabe que todo cambió, para ella también.

—Sí, probablemente sea por eso también. Pero creía que tú… aquella cena…

Susana odia esta situación, pero no puede hacer nada. Y lo sabe. Pero odia todavía más que le recuerde una y otra vez lo de aquella cita a la que nunca se presentó. «No tenía otra opción, liarme contigo solo lo hubiera estropeado todo», piensa, pero tampoco se lo dice.

—Sergio, déjalo ya. Pasemos de puntilla sobre todo aquello.

—¿Por qué?

—Porque eres mi jefe y basta. «Y porque aún no ha llegado el tiempo».

Se vuelve sin decir más y se marcha a su puesto de trabajo, en la antesala del despacho de Sergio. Él espera unos segundos y la imita, una vez más decepcionado. «Me la quitaré de la cabeza», piensa enfadado.

Al llegar a la altura de la mesa de Susana, esta parece recordar algo.

—Perdona, mañana me gustaría tomarme la tarde libre.

Sergio la mira con gesto adusto.

—Bien, yo tampoco vendré. He quedado con alguien.

Susana espera a que entre en su despacho y llama desde el móvil.

—Hola papá.

—Hija, ¿te ocurre algo?

—No, ¿por qué me tiene que pasar algo?

—Como hace semanas que no sé nada de ti. Tengo dos hijas, y una está todo el día con ese mangarrián que se ha echado de novio, y la otra desaparece cuando le da la gana.

Le encantan las broncas de su padre. Sabe que no es capaz de estar enfadado más de dos minutos seguidos, pero le divierten sus arranques.

—¿Mañana abres la cerrajería a la hora de siempre?

—A qué hora quieres que abra, Susana. Pues claro. ¿Pero a qué viene esa pregunta? ¿Es que quieres volver a trabajar en el negocio familiar?

—No, que va. —Susana ríe alborozada. Ni de coña querría volver a ayudar a su padre en la cerrajería—. Un amigo que tiene que ir a hacer una copia.

—A partir de las diez está Alfonso, yo bajaré a las once, que ya estoy muy viejo.