8

Susana y Gloria permanecen expectantes ante Sergio. «¿Qué se le habrá ocurrido?», se preguntan ambas. —Es bueno, hija, demasiado bueno. Como no andes lista, también pierdes a este—. «Mamá, cierra el pico».

—Hablaré con él.

—¿Hablarás con él? ¿Eso es todo? —La cara de Gloria es un poema.

—A ver, Sergio, nosotras te lo agradecemos —interviene Susana—, pero no creo que vaya a solucionar nada.

Sergio se encoge de hombros.

—No se me ocurre otra cosa.

—Supongo que estamos en un aprieto. —Susana se sienta y Gloria la imita.

—No está todo perdido —dice de pronto Sergio—. No andará muy lejos, ahora somos tres. Podemos encontrarlo.

Susana se levanta con la mirada fija en Sergio. Recuerda esa expresión en sus ojos, de cuando trataba de solucionar la quiebra y engañar al albacea; ojos resolutivos, decididos, capaces de convencerla a ella y al mundo entero si hiciera falta. Afortunadamente, había llegado el momento de recuperarlo. Ya estaba cansada de su juego de mantener los sentimientos atados para no estropear el plan con Gustavo, mientras veía día a día cómo iba perdiendo todas las posibilidades con Sergio, cómo él intentaba conquistarla sin conseguirlo, cómo había tratado de darle celos con amiguitas que se notaban que a él le traían sin cuidado, cómo había intentado parecer indiferente ante ella… Sabía que aquello no podía durar más tiempo, que él se cansaría tarde o temprano. Así que quitarse la máscara estaba resultando un alivio.

—Intentémoslo —se gira hacia Gloria—, no tenemos otras opciones. Vayamos a por él.

Su amiga se incorpora y asiente. Y como si lo hubiesen acordado, los tres atraviesan la puerta y corren sin pensárselo un segundo hacia las escaleras. Una vez abajo, Susana se adelanta.

—Su coche sigue ahí.

—¿Cómo que sigue ahí?

Susana señala el automóvil, que está aparcado en un lateral del hotel.

—No tiene sentido —dice Sergio—. A no ser que esté demasiado herido para conducir…

Gloria se acerca con decisión hasta el coche y se detiene delante de la puerta del piloto.

—¡Aquí no está! —les grita a unos atónitos Sergio y Susana, que no esperaban el arranque de valentía de Gloria. Luego regresa a la puerta—. ¿Y ahora qué?

***

Gustavo se esconde tras unos bidones de basura al otro lado del aparcamiento. Ha conseguido unos pañuelos de papel y se ha limpiado la sangre de las manos. La herida de la cabeza continúa abierta pero ya apenas hay hemorragia. Se siente algo confundido aún; eso sí, ya está atando cabos: Susana, Gloria, Sergio… muchas casualidades. «¿Por qué están todos juntos aquí? ¿Cómo me han podido tender semejante trampa?». Se mantiene sentado con la espalda apoyada en los bidones; le duele la cabeza una barbaridad y a veces le sobreviene un pequeño mareo que logra más o menos soportar. Ha vomitado un par de veces pero ya no siente náuseas. «Debería ir a un hospital», piensa, aunque al instante siguiente lo rechaza. «Harían demasiadas preguntas».

Tenía que regresar a la habitación, pero debía esperar a que le despejaran el campo. «¿Qué ha pasado exactamente?». Recuerda a Susana con el portátil. Allí, en la habitación. Con cara de culpable pillada in fraganti. Después nada, todo negro. Luego, no sabe cuánto tiempo después, unas voces: Susana y ¡Gloria! Se conocían, «¿¡pero cómo!?». No entiende nada, ni por qué se conocen, ni qué hace allí Sergio. «Tiene mucha pasta para venir a un hotel del tres al cuarto».

Se toca la herida y una explosión de micropunzadas le atraviesa de lado a lado la cabeza. Respira ansiosamente durante varios segundos. «Tengo que concentrarme». Intenta regular la respiración para ir reduciendo la intensidad del dolor. «He de pensar con claridad, he de pensar con claridad…».

—¡Aquí no está!

Se gira con dificultad apoyándose en uno de los bidones de basura. Al otro lado del aparcamiento, junto a su coche, está Gloria, y más atrás, en la puerta del hotel, Sergio y Susana. «Lo sabía. Sabía que ese cabrón de Sergio tendría algo que ver». Cuando Gloria regresa sobre sus pasos, repara en que no llevan nada en las manos. «¿Dónde han dejado el portátil?».

—¡No puede andar muy lejos! —le grita Sergio a Gloria.

«En eso tiene razón», piensa Gustavo mientras se deja caer de nuevo al suelo para meditar cómo puede solucionar la situación. «Me están buscando, ¿me están buscando?». Asoma la cabeza por un lado del bidón y les ve dispersarse. «¡Me están buscando!». Se lleva la mano a la herida, ya no siente tanto dolor. «Está claro que querían el portátil, y si lo tienen ya, ¿por qué siguen buscándome?».

Oye unos pasos acercándose peligrosamente, muy despacio, y se encoge aún más entre los bidones de basura. El ruido se detiene. Desconoce quién es de los tres, pero sea quien sea, los otros dos no andan muy lejos; no puede permitirse que lo encuentren. Los pasos se pierden. «¡No tienen el portátil!». La idea le explota como una granada. Se arrastra rodeando el bidón; una rata le cierra el paso, mordisquea unos restos de basura. Gustavo sacude un brazo para ahuyentarla pero el bicho ni se inmuta. «¡Qué asco!».

Sergio retrocede al interior del hotel y llama al timbre de la recepción. Se pregunta dónde se esconde la gorda de los abalorios. Vuelve a hacerlo sonar.

—¡Eh! ¡Oiga!

Detrás del mostrador, y a través de la rendija de una puerta ligeramente entreabierta, puede ver parte de un sillón con la piel cuarteada y un ventilador funcionando. Aparte del runrún del ventilador no se oye nada. Se aventura un par de pasos.

—¿Hay alguien? —insiste sin demasiado convencimiento. Piensa en Susana y Gloria. Están fuera y no se atreve a dejarlas solas mucho tiempo, así que decide abrir la puerta sin más miramientos. Lleva la mano al pomo y la deja allí un par de segundos, luego empuja la puerta con cautela, abriéndola apenas unos centímetros. Al otro lado, descubre a un señor mayor sentado de espaldas a él, que contempla la pantalla de una vieja tele de tubo. Sergio no necesita mirar la televisión para saber qué está viendo, con el sonido es suficiente, pero aún así curiosea la película, donde dos mujeres de grandes pechos gimen al ser folladas por dos hombres de color. Aparta la vista.

—¿Busca algo? —le preguntan inesperadamente a su espalda.

La gorda de los abalorios le mira inquisitoriamente. A Sergio le sudan las manos. Trata de sonreír con naturalidad y balbucea algo ininteligible, pero la mujer le corta con desprecio.

—¿Quiere condones?

«Piensa, vamos, piensa rápido».

—No, yo… quería saber si… si ha estado aquí todo el rato, porque yo, mi novia, ha salido porque no estaba bien, porque tenía un rollo de no se qué en la cabeza, y ha ido a la farmacia a comprar unas pastillas que le quitan…

Cuánta más explicaciones daba más ridículo se sentía y más culpable de algo que no había hecho y que ni siquiera existía. No había cometido ningún crimen, solo quería preguntar por un tipo, ¿por qué estaba tan nervioso? Y la expresión de asco en la cara de la gorda de abalorios le confirmaba sus sospechas: no le estaba creyendo.

—Bueno, sí, vengo a por condones.

La gorda asiente con un movimiento casi imperceptible, como si estuviera acostumbrada. Se mete la mano dentro del escote, permitiéndole ver el comienzo de la aureola de su pecho, y del sujetador saca dos paquetes individuales de preservativos.

—¿Tiene bastante? —añade al tenderle la mano.

Sergio saca cincuenta euros y se lo ofrece. Pero cuando la gorda va a cogerlo, cierra el puño con el billete dentro.

—¿Ha estado aquí todo el rato? —La gorda frunce el entrecejo—. ¿Tienen cámaras?

—Yo no quiero líos. Si está buscando problemas, no es este el mejor sitio. ¡Juan!

—No, no… —Sergio extrae de su cartera dos billetes más de cincuenta, los une al primero, agarra la mano de la mujer y los coloca sobre su palma—. ¿Hay cámaras o no hay cámaras?

El tal Juan emerge a través de la rendija de la puerta y demora deliberadamente su mirada sobre Sergio. Mide al menos una cuarta más que él y sus hombros son el doble de anchos, pero lo que ciertamente intimida es su rostro surcado por dos grandes cicatrices, en la frente y en una mejilla, que le proporcionan un aspecto siniestro. A Sergio, ni a nadie, le agradaría encontrárselo en un callejón una noche cualquiera.

—Está bien, Juan —dice la gorda mientras se guarda el dinero en el mismo lugar del que ha extraído los condones—. No hay cámaras, pero aquí siempre hay alguien mirando —añade dirigiéndose a Sergio.

—Un hombre ha bajado sangrando de las habitaciones, hace menos de media hora.

—No quiero líos —mira a un lado y a otro, y baja la voz— pero es ese tartaja. Lo ha visto Juan —lo señala— saliendo por la puerta.

—¿Y dónde ha ido?

El tal Juan se encoge de hombros como si no fuera con él y se retira.

—No sabemos, pero su coche sigue ahí. Eso es seguro. —Se acerca a Sergio—. Mire, no es por meterme, yo no quiero líos, ya sabe, pero nunca me gustó ese hombre. Siempre solo, sin hablar con nadie, y sin traerse a ninguna amiguita. No me fío de los tíos que no follan, no, señor; no se puede estar guardando todo pa dentro.

—Si vuelve, ¿me llamará? —Le tiende una tarjeta, que la mujer mira sin recoger hasta que Sergio saca otros cincuenta euros.

—Sí, descuide, que le llamo. Aquí siempre hay alguien vigilando, no se preocupe.

Sergio sale al parking y se reúne con Susana y Gloria, que le esperan apoyadas en el capó de un coche. Les dirige una mirada desalentada y se estira la chaqueta.

Gustavo extiende la suya y se acomoda sobre ella. Desde donde está aún puede verlos. «Solo tengo que esperar a que se vayan». Pero no se van. Los tres continúan allí, ante la puerta, charlando; no les puede oír pero sabe que hablan sobre él. Y cuánto más tiempo pase, mayor peligro de que descubran que no se ha ido con el portátil. «Tengo que llegar a la habitación antes que ellos».

—Tenemos que irnos, aquí no hacemos nada.

—Sergio, tiene el portátil —protesta Susana—. ¡Hemos perdido meses!

«No tan perdidos», piensa Sergio mientras contempla el rubor en las mejillas de Susana, sus ojos del color de la aceituna y ese tic nervioso que a veces le sorprende en el labio inferior cuando está alterada.

Gustavo se incorpora y dirige su mirada hacia la parte trasera del edificio. «Tengo que encontrar el revólver».