10
La boca de un arma es más intimidante de lo que parece en las películas. Pero lo que de verdad asusta es la expresión desesperada de quien la empuña. Y Sergio reconoce en los ojos de Gustavo que hace tiempo que ha quemado todos sus barcos. Ya no tiene salida, y eso es muy peligroso.
—A-a-apártate de la pu-puerta —ordena a Susana.
Sergio la sujeta de un brazo y se interpone entre los dos con un gesto. «Si la quieres a ella, primero tienes que acabar conmigo». Aprieta el puño cerrado de su mano hasta hacerse daño y lo mira desafiante.
—Ci-ci-ciii-cierra la pu-pu, la pu-puerta —espera a que le obedezca su jefe, y luego les señala la cama con el arma, retrocediendo él para que puedan pasar y sentarse—. Va-va-vais a estar ahí calla-calla-calladitos.
A Susana no le tiembla el pulso. Se deshace de un golpe de la mano de Sergio, se acerca a Gustavo, aún aferrada a la maleta, y se detiene delante del revolver. «¿Qué te crees, que te tengo miedo?». Lo mira a los ojos. Sabe que está asustado, pero no está segura de que no vaya a disparar. Aún así le mantiene la mirada, y al cabo él la aparta para dirigirse a Sergio.
—Sientaaaa-te.
Alarga una mano hacia el asa de la maleta y Susana aparta la suya.
—Ya lo tienes. Déjanos marchar.
—Espe-pe-pera un po-poco.
Susana retrocede y se sienta junto a Sergio. Gustavo se aleja con la maleta sin dejar de apuntarles. Toda la escena le recuerda vagamente a una mala película de serie B. Mientras va caminando hacia atrás se pregunta en qué momento su mundo se convirtió en una locura. Mira a Susana.
—¿Por-por-por qué?
Ella le devuelve una mirada repleta de jactancia y sonríe. Pero calla. No le debe ninguna explicación, a él no. Al único a quien le correspondía ya la había recibido un rato antes, «¿quién eres tú para que te aclare nada?». De modo, que aprieta la mano de Sergio entre las suyas y se mantiene en silencio. Reconoce a Gustavo en su miedo, siempre ha actuado con temor, pero ahora además parece capaz de cualquier cosa.
Gustavo se seca una molesta gota de sudor que le rueda mejilla abajo.
—Eres una pu-pu-ta —lo dice con repugnancia y rencor—. Yo no espee-espeee-peraba esto de ti.
—¿Y que esperabas?, ¿qué cayese en tus redes hasta encontrar algo con lo que chantajearme? ¿Creías que era tan estúpida?
—Mira, Morales, no creo que esta sea la forma de solucionar las cosas. Si es por dinero, no hay problema. Ya lo sabes.
Gustavo se ríe.
—Los rrricos lo tenéis muy fácil. Tú —le señala con el arma— no mereces la ssssuerte que ti-ti-tienes. No has te-tenido que luchar para connn, para conseguir nada. Tu-tu-tu padre te lo dejó todo en la viiii, en la vi-vi-vida.
Sergio no responde, pero a Susana le parece demagogia de barrio.
—¿De qué mierda estás hablando? ¿De robar a los ricos para ayudar a los pobres? ¿O es que te crees que Gloria nada en el dinero? No eres más que un farsante, por mucho que quieras disimularlo.
—¡Caaaaallate! ¡Cálla! Puuu-puta —le apunta con el arma a un palmo de la cara—, ¿te crees una niña bonita?
—¡Déjala! —Le conmina Sergio.
Gustavo le acaricia la cara con la punta del revolver, recreándose en el gesto mientras mira a Sergio.
—Es gu-gu-guapa. Pero tttt-ten cuidado con-connn ella, no ti-ti-tiene escrúpuuulos. Es ca-ca ca-capaz de hacerte creer que la quieres, pero no es más que una pu-pu-pu-puta mentirrrrooosa —le aprieta el cañón contra la mejilla pero ella aguanta sin un gesto de dolor—. ¿Ppppor qué?, ¿nnnno había otrrrr-otra manera?
Susana levanta la mirada y reconoce en los ojos de Gustavo un poso de amargura. Quizá ella fue lo único que le confería aún un poco de humanidad, tal vez era el único nexo que no había perdido con la decencia.
—Aún estás a tiempo. Déjanos marchar con el portátil —en los ojos de él podía parecer que asomaba la duda— y podremos ayudarte a empezar de nuevo. Sergio te ayudará —lo mira a él—, lo ayudarás, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto. Si lo hice una vez, podría hacerlo otra. Solo tienes que…
Gustavo le apunta. Suelta a Susana y le agarra del cuello.
—Gustavo, noooo —le suplica Susana.
—¿En q-qqqué me ayudaste tú?
Le aprieta la garganta encañonándole la sien.
—El desfalco, el desfalco. Tú —las palabras le salen ahogadas— tú saliste indemne.
—¿Iiiindemne? Yo no hice naaaada —le responde sin dejar de estrangularle—. Nnnno te-te-tenía ni idea.
—Suéltale, le estás ahogando.
Gustavo la mira como si de pronto reparase en que está allí, a su lado. Luego vuelve a mirar a Sergio, y afloja la presión. Sergio toma aire compulsivamente, y cuando se recupera le suelta:
—Echamos a todo el departamento, menos a ti. Los que no acabaron en la cárcel, lo hicieron en la calle.
Lo libera y se lleva una mano a la cara, intentando comprender.
—¿Pppppor qué?
—Ella me lo pidió.
A Gustavo empiezan a encajarle las piezas. Eso había sido hacía cinco meses, unas semanas antes de conocer a Susana. No hacía mucho que trabajaba en la empresa de Sergio, por eso no le extrañó no verse afectado. Y ahora descubre que había sido ella. Susana lo había estado preparando todo desde mucho antes de conocerlo.
—Eeeera tu plan. Querías que sigui-sigui-siiiguiera en la empresa para atrapppparme. —Susana baja la cabeza—. Nuuuu-nuuuu-nunca me quisiste.
La agarra del pelo y la aleja de Sergio. Este intenta frenarlo pero Gustavo le apunta. Se apuesta en la pared y le rodea el cuello con el brazo sin dejar de encañonar a Sergio. Susana gime.
—¡Abre la bo-bo, la bo-boca!
Le mete el cañón entre los dientes apretados. Sergio acerca dos pasos.
—No lo hagas, Gustavo, no lo hagas.
—¡Siiiiéntate!
—Por favor, piensa lo que haces. No vas a salir bien parado de esta. ¿No te das cuenta de que nos está esperando Gloria abajo?, ¿de que hablé hace un rato con la señora gorda? ¿Nos vas a matar a todos?
Gustavo aprieta la mandíbula y amartilla el arma.
—Por favor, no lo hagas —solloza Sergio—. Si tienes que matar a alguien, mátate a mi. Te daré todo lo que quieras. No lo hagas —se acerca lentamente—, no vale la pena.
Susana trata de intervenir pero el cañón en la boca no le permite más que emitir sonidos ininteligibles.
—Si aún la quieres, si la has querido, no le hagas esto. —Gustavo sigue estrechando su brazo alrededor del cuello de Susana, cada vez más fuerte, cada vez con más inquina—. ¿Quieres veinte mil euros? Te daré cien mil. Podrás empezar una vida nueva. Lejos de aquí, en otro país. Nadie te buscará, te lo prometo.
Por un momento relaja los músculos.
—Sabes que soy rico, muy rico. Déjanos marchar, por favor.
Los dos hombres se mantienen la mirada. «¿Qué debe pasar por la mente de este loco?», se pregunta Sergio. Pero los ojos de Gustavo no reflejan nada, el vacío, «¿ha quemado todos sus barcos?». La desesperación es un mal consejero en todos los casos, y Sergio lo sabe. Él ha cometido muchas tonterías en las últimas semanas para atraer la atención de Susana. «¿Y si ya no le importara el dinero, si estuviese cansado de pelear?». Le aterra esa idea, es el peor de los escenarios. «Si no tiene nada que ganar, tampoco tiene nada que perder». Alza una mano lentamente y se señala el bolsillo esperando que Gustavo le permita coger el móvil. Su empleado se mantiene hierático unos largos segundos, hasta que al fin concede con un ligero cabeceo. Entonces, Sergio, saca el teléfono y lo blande en alto.
—Voy a llamar a mi oficina, ¿vale?
Gustavo frunce el ceño.
—No voy a denunciar nada de todo esto, no te preocupes. Solo voy a ordenar que te transfieran 100.000 euros a la cuenta que tú me digas y luego recibiremos aquí —señala la pantalla del móvil— el comprobante del envío.
A Susana no le agrada la idea y alza las cejas dos o tres veces en un intento de llamar la atención de Sergio. Sus vidas valen lo que valen ellos para él. Si ya tiene el dinero, no les necesitará ni vivos ni muertos. Pero Sergio parece no darse cuenta.
—Se trata de una compra —señala el móvil de nuevo—. Yo te compro el portátil, creo que 100.000 euros es una buena oferta, y nosotros nos vamos y aquí no ha pasado nada.
—¿Ci-ci-ciiiien mil? —Sergio asiente—. Do-do-doooscientos mil.
Cuando un negociador pone una cifra sobre la mesa, ya ha perdido. Ahora solo hay que regatear.
—Creo que cien mil es una cifra considerable.
—Dadas las circuns-cunsttttancias, no creo que pueda negociar.
Sergio evita sonreír pero comprende que ya ha ganado la partida. Es el momento de esperar, mostrar dudas, desplegar las dotes de actor y con suma paciencia simular que se cede ante una proposición imposible de rechazar.
—¿Ciento veinticinco?
—Esto no es un me-me-me-meeercado. —Susana recuerda de pronto el comentario de Gloria sobre la frase de Gustavo al correrse: «¿a qué viene ahora una bocina?», y a pesar de todo le hace gracia. No puede sonreír, claro, pero ese tímido resquicio de frivolidad le traspasa como un aire fresco en mitad de una noche estival.
—De acuerdo: doscientos mil.
Gustavo aparta el cañón de la boca de Susana y lo dirige al móvil.
—Lla-lla-llama.
Mientras Sergio habla con alguien al teléfono, Susana se frota la mandíbula dolorida. Ahora constata que su plan fue un inmenso error, finalmente no pagará Gloria, pero sí Sergio y teme que de alguna manera ella también. «¿Por qué estás aquí?». Algo en el movimiento de las pestañas de su jefe, en los gestos involuntarios de su boca, en sus dedos firmes aferrados al móvil, hasta en esa fragancia dulzona que impregna su ropa y su pelo, la hacen tambalearse de deseo y la vuelven loca, aún en esas circunstancias. «¿Qué me ha dado?». Sus labios marcados y sus hoyuelos, que aparecen de vez en cuando con el balanceo de su cabeza al asentir, tal vez esa mirada luminosa que promete tanto, o puede que su voz profunda que la hace sentir protegida, tan diferente de Gustavo, con ojos que te manosean, que te hacen sentir sucia, con manos de dedos largos y pegajosos que exploran tus interioridades sin miramientos; tan distintos los dos, como el erotismo y la pornografía, como la seducción y el chantaje. A uno se entrega, el otro trata de poseerla. «¡Qué equivocada he estado todo este tiempo!». Equivocada porque llegó a pensar que Gustavo podría cambiar, incluso sintió algo parecido al cariño; el caso es que quiso creer que cambiaría, que podría ser mejor persona. Eso alargó aún más el tiempo. Nunca se lo dijo a Gloria ni siquiera a sí misma, pues en estas semanas se había autoengañado una y otra vez; pudo haber conseguido entrar en esa habitación mucho antes, pero lo retrasó deliberadamente. Y ahora se sentía culpable.
—Ya está —Sergio se aparta el móvil de la oreja y lo muestra a Gustavo—, aquí entrará en unos segundos el comprobante de la transferencia.
Y no había acabado de decir la frase cuando un pitido suena en el teléfono y entra el mensaje esperado. Después no hay palabras ni movimientos, tan solo miradas. Miradas de Gustavo al aparato como a una tarjeta que le abre todas las puertas, que le arranca por fin del oscuro agujero en que su vida se ha convertido, de Susana a Sergio con una pregunta colgando de los ojos: «¿y ahora qué?», y de Sergio a Susana sin saber qué responder, instalado en el miedo de perderla, en el pavor de, ahora que la tiene a su alcance, verla diluirse entre sus dedos, como la arena de la playa que nunca será tuya por mucho que la acumules a manos llenas. «¿Y ahora qué?», es la pregunta que baila en las miradas de los tres.