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Gustavo Morales se aloja en un motel de las afueras. Su divorcio de Rosa, su primera mujer —«la fantástica Rosa: modosita, callada, ejemplar y más puta que las gallinas», la recuerda con furia Gustavo—, y los problemas con el juego le habían dejado sin blanca, y esto es lo único que se puede permitir pese a su trabajo en el negocio de Sergio.

Siempre anda renegando. Hoy por los recortes en la empresa, que le privarán de la paga de Navidad.

—Su-su-susana, estoy hasta los huevos.

—Ya mejorarán las cosas.

—Desde lu-lu-luego que sí. Ya-ya-yaa verás, tengo un pla-plan.

Susana esboza un gesto de sorpresa.

—No-no-no me preguntes nada. E-es mejor.

Están sentados en el coche de él esperando para ordenar un pedido en el Mac-auto. Hace tres semanas que salen y matan el tiempo metiéndose mano en pubs más o menos oscuros. Por unas cosas o por otras, Susana no le permitía ir aún a su piso y Gustavo tampoco la había invitado a su motel, pese a que ella se lo insinúa cada dos por tres.

—Lu-lu-luego iremos al cine.

—¿Otra vez? Estoy harta.

Gustavo ordena la comida y al acabar le pregunta:

—¿Y do-dónde vamos a ir?

—¿A tu casa?

—Ya-ya-yaaa sabes que vivo en un motel, no es si-sitio para ti.

—Pues yo estoy cansada de cines y magreos en el coche —«y asqueada», piensa—. Y en casa están mis padres, ya lo sabes.

Él recoge el pedido con el semblante serio y arranca. Ninguno de los dos habla durante el camino. Cuando se detienen en el parque, Gustavo dirige los ojos hacia ella, pero Susana no le devuelve la mirada.

—E-escuúchame.

Susana persiste en su actitud, así que Gustavo la toma de la barbilla. Ella pretende hace amago de resistirse.

—Todo va a sa-salir bien. Estoy pendiente de un ne-ne-negocio y mis probl-bleemas acabarán. Es cu-cu-cuestión de días.

—Pues yo no dispongo de días —le aparta la mano—. Quiero avanzar ya, si no esto se acaba.

—¿Para i-irte con tu je-je-jefecito?

A Susana le cansan las insinuaciones de su novio. Lleva demasiado tiempo oyéndolas, así que abandona el coche dando un portazo. Y se aleja. Desea con todas sus fuerzas terminar de una vez con aquello porque no hay manera de encaminarlo por dónde quiere, pero sabe que no puede tirar todo por la borda.

Gustavo la contempla mientras se dirije hacia unos bancos de piedra y piensa que después de todo ha tenido suerte. Es una mujer joven, muy guapa y, no sabe por qué razón pero parece estar colada por él. ¿Por qué demonios se empeña en joderlo todo? Suspira, agarra las bolsas de papel del Mac Donalds y sale del coche dispuesto a rebajarse lo que sea necesario para que no le abandone. «Con Gloria fue distinto: la cagué. Esta vez quiero hacerlo bien».

—Susana, yo te qui-qui-quiiiero —le asegura después de acomodarse a su lado y colocar los paquetes sobre la mesa de piedra del parque.

Ante el silencio de ella, le acaricia el cabello y después la nuca. Susana se deja mimar. Siempre le ha gustado sentirse querida aunque, como ahora, no sean las condiciones más adecuadas. Es una debilidad: le falta seguridad en sí misma a pesar de su desenfadado carácter y su disparatada forma de conducirse en la vida.

—Déjame, tú no quieres a nadie. —Él se aparta—. Si me quisieras, me permitirías ir a tu casa. ¿Qué hay allí que tanto miedo te da enseñarme?

—N-no escondo nada. Ya-yaa-ya te he dicho que es un motel y no qui-qui-quiero que estés allí.

—Está bien —se levanta—, llévame a la oficina.

—Pe-pe-pe-pero tenemos que comer.

—Se me ha quitado el hambre.

—Es-es-está bien. Si qui-qui, si qui-qui-quieres ir al motel, iremos.

Susana se gira hacia Gustavo con una sonrisa.

—¿De verdad?

Él asiente. Y ella se le acerca y le da un tímido beso en la mejilla.

—Pe-pe-pero será el viernes.

—¿El viernes? Yo quería ir hoy mismo —se le acerca al oído y le susurra—, tengo ganas de jugar.

—El vi-vi-viernes.

Susana piensa que al menos ha avanzado un paso.

—Está bien. El viernes, al salir de la oficina, nos vamos a tu casa o motel o como sea —le da otro sonoro beso en la mejilla—. Pero eso significa que no hay más secretos, ¿no?

—N-no, no hay más secretos.

—Pues cuéntame lo de ese negocio que tienes entre manos.

Gustavo aparta la mirada y abre uno de los paquetes del Mac Donalds.

—E-e-es tarde. No vamos a llegar a la oficina.

—No me cambies de tema.

Él hace ademán de llevarse la hamburguesa a la boca pero Susana interpone su mano.

—O me cuentas que coño está pasando o te dejo aquí ahora mismo.

Los dos permanecen mirándose unos segundos sin decir nada. En los ojos de Susana, Gustavo aprecia una determinación que no va a satisfacer con frases de compromiso.

—N-no es ilegal ni na-nada de eso. Pe-pe-pero so-soy muuuy supersticioso y no quiero que salga m-mal.

Susana aprieta los labios.

—Co-co confía en mi, p-por favor.

Parece que no va a sacar nada más de él. Así que decide rendirse.

—Está bien —sonríe—, está bien.

***

Susana se acomoda ante su mesa de la oficina y aprieta el interfono.

—Sergio, ya estoy aquí.

—Bien, gracias. ¿Tenemos algo para esta tarde?

—Nada de interés.

—El interés es que estás ahí siempre —replica Sergio con toda la intención.

Ella sonríe pero no entra al trapo.

—Están pendientes un par de llamadas de esta mañana.

—Si no son del restaurante que he reservado para los dos, no me las pases.

—Sergio, por favor.

Pretende ponerse seria, pero se aguanta las ganas de reír.

—¿Qué tal el almuerzo? —pregunta él en tono de pretendida inocencia.

—Bien, jefe.

Al cerrar la comunicación, Susana suelta una carcajada. Le vuelven loca los indisimulados celos de Sergio. Pero tiene que controlarse. «Un poco más», piensa. «Solo lo suficiente». Se acaricia el labio inferior mientras deja vagar sus pensamientos alrededor de Sergio con un sentimiento remotamente parecido a la nostalgia. Nostalgia del único encuentro que tuvieron, del momento fugaz que nunca llegó a más. «Mierda de plan».

Descuelga el teléfono y marca.

—¿Sí? —responde una voz de mujer.

—Soy yo —contesta Susana.

—¿Qué tal va?

—Bien… el viernes.

—¿Tanto?

Susana asiente con la cabeza pese a que la mujer no la ve.

—Lo he intentando, pero no puede ser antes.

—Vale, vale —replica su interlocutora desde el otro lado del teléfono—. ¿En el motel?

—Sí, el viernes en el motel Princesa —aclara Susana al tiempo que ve salir a Sergio camino de la cafetera—. Tengo que colgar —luego se dirige a su jefe—. ¿Necesitas algo?

—Un café, estoy algo espeso.

Lo dice muy serio.

—Ya te lo llevo yo.

—No es necesario, gracias.

Susana esboza una mueca de pretendido enfado. No entiende a qué viene la actitud de Sergio, pero no es la primera vez que se muestra desagradable.

Al regresar a su despacho, el empresario teclea en un buscador de internet: «motel princesa».

—¿Qué coño va a hacer Susana en este hotel de mala muerte?