Entre El Jarocho y El Profesor

Para el licenciado Luis Carlos Quijano,

taurino de cepa

La Fiesta de los Toros ocupa tales espacios que se hace necesario buscar su medición no sólo por temporadas, sino por épocas, o por faenas, o por toreros, o por efemérides, o por ciclos, o por hazañas, o por actos nefastos, o por negruras, o por sensaciones, de tal manera que hablar de una edad de la fiesta es remontarse a citas y datos, a hechos y sueños, que no alcanza la memoria ni el tiempo para recordarlos.

Así que si bien es factible irse por diferentes —múltiples— senderos, no se ve la imposibilidad de que algunos aspectos de la Fiesta se puedan tratar mediante asuntos digamos que extra labor en el ruedo.

Ejemplo de ello sería el encumbramiento de toreros que dadas las circunstancias políticas o sociales del país, llegaron a ese encumbramiento precisamente por esas razones, dando espacio y tono a su personalidad, en relación directa al gusto del público, o dentro de ese algo especial —en ese preciso momento— por lo que el país estaba atravesando.

Manolete, como la representación de la posguerra interna, es decir del enfrentamiento de dos visiones de vida, la republicana y la facciosa del golpe de estado.

Silverio, por un deseo de reafirmar el nacionalismo mexicano en épocas convulsas.

Belmonte, como el fin de la época de los bandidos andaluces y la renovación de la expresión del arte.

Ordóñez y Luis Miguel como el rostro de una España que quería hacerse cosmopolita.

El tremendismo del Cordobés entrañado en la muy cercana, época del destape.

La transición marcada por Huerta, Leal, Capetillo, Del Olivar, H. Moro, J. Silveti, entre otros, en un país que iba en camino del movimiento del 68.

Manolo Martínez y las ganas —sólo se quedó en ganas— de que México entrara al primer mundo, cuando se iba a administrar la riqueza, años antes del engaño salinista.

El Glison y el neoliberalismo, donde el arte es tratado como parte de un negocio sin ataduras a nada, etc., etc.

Y ante ese panorama, no es difícil señalar que así como los toreros cambian por su propia decisión o por las externas, también los aficionados hacen lo mismo por medio de su voz y grito comandando a las llamadas porras o peñas.

Aquellos que han asistido con cierta regularidad al coso de Insurgentes (aunque no está en Insurgentes) saben de estos personajes que dan color y calor al graderío, y que de alguna manera representan el quejar o la alegría de aquellos que por timidez —o falta de voz— no se atreven a hacer patente su inconformidad —o gusto— por los sucesos extra ruedo, o por los sucesos que se desarrollan dentro del redondel.

Y si bien es cierto que hay muchos gritones, no todos poseen el talento y la gracia para que su voz se escuche atinada, es decir, que el comentario surja con algunas premisas: fuerte, oportuno, veloz e inteligente, guerrero.

Voz que refleja sentires y quereres, aires picaros que señalan y objetan, garganta de tronido repercutor para que sea escuchada no sólo por aquel a quien se le dirige el mensaje, eso es lo de menos, porque en última instancia el grito no es para una persona, eso sería diálogo aburrido, crimen perfecto, sino por todos aquellos que con sus carcajadas y aplausos convalidan la sentencia, las más de las veces alburera, o rasposamente festiva.

Atinada para que los sucesos aporten un gran fragmento de lo expresado, ya que como el mensaje tiene que ser tan rápido, aquel que no posea la clave del entendimiento, quedará como escucha de un chiste mudo.

Voz y tono —ah, que importante es el tono— que reverbera en la creatividad de un público diferente a todos los demás públicos de los otros espectáculos. Quizá porque esos demás no lleguen a lo que la Fiesta de Toros contiene: un alto grado de arte. Un grado tal que la hace ver como gacela en campo de huizaches cuando es reseñada y floreada en las secciones deportivas de los diarios y revistas.

Pero bueno, eso fue tema de otro momento, por ahora seguimos con el asunto de los gritones, de los personajes del tendido.

Personajes que han dado parte de su vida en ese juego y rejuego de voces, como en su tiempo lo fueron las consignas lanzadas por El Jarocho, de sombrero de palma con cuatro pedradas, ese Jarocho, de guayabera, no era de los que gritaban mucho, quizá porque su voz nunca tuvo la potencia necesaria, pero era su presencia y su astucia quien daba garra a lo que después fue una porra capaz sólo de gritar eso, ¡Porra Libre!, sin más, sin otro asunto más versátil, o menos monótono.

¿Y El Pato? Ah, El Pato, con esa su cara y esa su mala leche dibujada en su sonrisa, en los ojos chispeantes después de haber lanzado al aire su gorjeo. Un Pato que fue sustituido por, ¿por quién? por nadie, porque las llamadas porras se asemejan más a una gran pandilla chevechera (ojo: nadie está en contra de la cheve, que conste) que grita sólo para autoelogiarse, o para llenar un huequito que en nada se parece al de los antiguos gritones.

Pero por esos lugares hubo otras figuras, como El Teniente, ahora irregular habitué, cuya voz y sombrero sobresalían allá en su segundo tendido de sol, y su juicio era más que apreciado —como temido— por los locutores, o las estrellas, o astros, o por las figuras públicas que se sentaban en su barrera de sombra —por supuesto que era barrera, y de sombra— para sentirse respetados.

Y antes que lo venciera dignamente la edad, ahí estaba El Traca Traca, antes llamado El Ferrocarrilero, por eso de su paliacate y su chamarra de mezclilla, ese Traca Traca que ahora apenas puede hablar y con trabajos se echa sus carreritas —para no mearse— o para subirse al techo cercano a la puerta de cuadrilla, y desde ahí alzar las manos —que no la voz— para alabar a quien sea, o a quien haya hecho una aceptable faena.

Y don Susanito, que mientras toreaba Miguel Armillita se iba despojando de sus ropas tirándolas al ruedo. Un don Susanito que se aventaba el numerito de salirse a los pasillos mientras toreaba otro que no fuera su idolatrado Miguel quien de seguro le temía más a los desfiguros de don Susanito que a una bronca con los tímidos miembros de las Porras.

Un Manolo Cardona que con las obvias distancias ocupa el sitio de don Susanito, por lo menos en tirar algo de la ropa —sólo algo eh— y en su pasión por el toreo de Miguel.

Y algunos otros líderes de opinión como el ingeniero Godoy que impuso entre sus seguidores el hecho de también tirar la ropa al paso triunfal de algún torero. Un tirar de prendas como lavandería, sin faltar ese estilito de mover de arriba a abajo la mano señalando, festejando. Movimiento manual que ha sido copiado por algunos de sus familiares y seguidores.

Pero por allá está también el llamado Mugres, quien con su vestimenta y traza hace honor a su apelativo, aunque éste se derive de la terca terminación en mugroso con que remata sus intervenciones, y sus gritos, roncos, populares, aguardentosos, hacen trinomio a su sobrenombre.

Estuvieron también El Charro, y su hermano el Güero, cuya única gracia era la ricura de los tacos de carnitas que vendían en sus puestos —opuestos a la entrada o salida del coso. Ah, y que El Charro tiraba su sombrero de ídem al paso de los toreros.

Y El Paisa. Y El Melonero. Y la señora de los claveles. Y la señora del sombrero cordobés.

En fin, que los personajes han sido múltiples y variados, hasta llegar al nuevo portavoz de la Fiesta actual, un moreno, aceptablemente vestido —lo que demuestra su condición económica— y regordete señor, a quien la gente ha identificado como ¿El Profesor?

El Profesor posee buena voz, fuerte, avanza por los espacios de la plaza y es escuchada por aquellos a quien el Profesor desea que la escuchen. Su estilo ha sido ya copiado por algunos seguidores. Inicia con una doble entrada: ¡Un saludo, un saludo! Pero eso que antes era el preámbulo, ahora se ha convertido en alerta para sus detractores quienes de inmediato buscan acallar su mensaje, de tal manera que poco a poco ha ido cambiando su estilo y ahora se lanza a veces sin su anuncio doble.

Algunas veces se le escucha en sitios fuera de la plaza, sobre todo en esa inmensa cantina llamada El Ruedo. Ahí El Profesor sí echa eso de un saludo, un saludo, porque no tiene a nadie que le corte la inspiración, o porque su grito sorprende a los que beben apresurados antes de que se inicie el paseíllo.

Lo anterior sería en términos muy generales el contexto de los gritos y la actuación del Profe, pero hay otros elementos que pueden ser más o menos tratados.

Por ejemplo, que El Profesor nunca, jamás, reclame algo, al contrario, siempre está a favor de los poderes de la Fiesta. Es amigable con cronistas, con la empresa, con los ganaderos, y por supuesto que con los toreros. Jamás se ha escuchado un grito de rebeldía, ni nada que ensucie el estímulo que de seguro alguien le entrega a cambio de su talento vociferante.

Utiliza el idioma inglés lo que ha llevado a varios a colegir que se trata de un profesor de esa materia (si es que en verdad es profesor).

Por medio de esas argucias introduce nuevos elementos a la Fiesta: un idioma casi bronqueado con la Tradición Taurina, y una contrapropuesta por parte del sistema para usar los mismos métodos de la oposición. (Ya esto se nota y se escucha con el duro, duro ahora utilizado en los mítines pro continuismo económico.)

De tal manera que la ausencia de poder popular significado por los verdaderos gritones, por la raza brava, por los contestatarios creadores, de esos que dan la voz a la rebeldía o a la inconformidad, es ocupado por El Profesor quien gracias a sus jefes, ha ido cambiando el reclamo por un permanente elogio como una forma de coptar y manipular los sentimientos de los que van a los toros.

El llamado Profesor no es un ser despreciable, es una arista del sistema, y que debe su existencia a la oscura transformación que lo neoliberal intenta.

El gritón es la punta de una nueva y manipulada forma de ver los toros.

Una manera de disfrazar la rebeldía, de inutilizarla, que es lo que el maquillaje —o el disimulo— siempre trae consigo.

Y esto es otro de los trazos deformes de una Fiesta que al parecer no ha sabido cómo velar por sus tradiciones y una de ellas era —nótese— era, la representada por la voz brava de los asoleados.